Luis Rubio
La reciente escaramuza entre el Senado y el Presidente de la República abrió la caja de Pandora. Hasta ese momento, la política mexicana había evolucionado sin grandes sobresaltos, a pesar del cambio mayúsculo que representó el triunfo electoral de Vicente Fox en julio del 2000. Ciertamente los priístas se sentían, a una misma vez, liberados y huérfanos y la retórica política en general había cambiado de tono y, marginalmente, de contenido. Pero el distanciamiento entre los dos poderes no era nuevo, sino que había comenzado desde 1997. La decisión de los senadores priístas de negar al presidente la autorización para viajar a Estados Unidos y Canadá, así como la decisión del Presidente de modificar su estrategia de cooperación y acercamiento con el PRI al definirlo como el principal obstáculo a sus planes, constituye el inicio de una nueva etapa en la política nacional. El desenlace de esta etapa determinará si se construye o destruye la posibilidad de llevar firmemente al país al siglo XXI.
El desafío, y los riesgos, difícilmente podrían ser mayores. Desde hace tiempo se venían escuchando los tambores de guerra. Por el lado de los priístas había la sensación de que todas las acciones que emanaban del poder ejecutivo –desde las filtraciones no intencionadas hasta las decisiones formales y debidamente meditadas- iban directamente en su contra y constituían amenazas frontales contra su integridad. Políticos experimentados y avezados, que llevan años curtiendo su piel, súbitamente mostraron una inédita susceptibilidad, incluso a sabiendas de que muchas de esas supuestas amenazas no reflejaban más que problemas de coordinación, inexperiencia y el desorden tradicional de la administración pública mexicana. Algo similar ocurría por el lado del ejecutivo, aunque por distintas razones. En el ejecutivo ha reinado la sensación de acoso, de que los priístas buscan descarrilar a su gobierno, no importando el costo de sus acciones. Además, el actuar presidencial a lo largo de estos primeros dieciséis meses ha evidenciado las diferencias de opinión y estrategia de los distintos miembros del gabinete. Aunque en casi todos los casos ha prevalecido la opinión de quienes abogan por un acercamiento con el PRI como la única contraparte posible, siempre ha existido una fuerte disidencia que argumenta que el voto del 2 de julio del 2000 fue para cambiar al país y no para negociar el contenido o ritmo de ese cambio con el PRI. Es esta segunda vertiente la que triunfó en la decisión del Presidente de acusar al PRI de impedir el desarrollo del país el pasado 9 de abril.
De esta forma, luego de casi cinco años de experimentar las vicisitudes de gobiernos divididos, la política nacional nuevamente entró en territorio desconocido. Hasta ese momento se observaba tensión entre los poderes, muy al estilo de la que caracterizó a la segunda mitad del sexenio pasado. Las diferencias, cuando se presentaban, tenían más que ver con la personalidad de los actores en el drama que con la naturaleza de la disputa. En estos años (1997 en adelante), el congreso aprobó algunas iniciativas e ignoró otras, se intentó el consenso en algunos proyectos y se tergiversaron y diluyeron otros. Pero todo mundo –en ambos poderes- trató de mantener un cierto clima de normalidad. Los miembros del congreso comenzaron a rebelarse a partir de 1997 y lo han seguido haciendo cada vez con mayor intensidad. El recurso a controversias constitucionales permitió evitar confrontaciones directas y el comportamiento institucional de todos los actores facilitó el tránsito no sólo de un gobierno (y un partido) a otro, sino de una era a otra. El primer hito ocurrió en 1997, fecha en que el PRI perdió la mayoría en el Congreso. Más tarde vino el triunfo de Fox. Sin pretender disminuir en lo más mínimo la trascendencia de este suceso, no es imposible que en algunos años veamos los acontecimientos de la semana pasada como el principio de una nueva era.
La pregunta ahora es qué sigue. Los hechos son muy claros: el Senado, en uso pleno de sus facultades y atribuciones, rechazó la solicitud del Presidente para ausentarse del país. Se puede discutir hasta el cansancio si esa disposición tiene sentido o razón de ser o si debe ser eliminada e, igualmente, se puede debatir la sensatez del Senado de hacer uso de ciertas atribuciones, que acaban involucrando a terceros países, para expresar su insatisfacción con la administración actual. Es evidente que lo importante para los senadores era responder a los agravios de que sintieron fueron objeto y no el viaje en cuestión. Pero el factor objetivo es que el Senado rechazó la solicitud del ejecutivo y que el Presidente decidió dar la cara para señalar al PRI como el principal obstáculo al buen desempeño de su gobierno. Esta iniciativa del Presidente ha tenido el efecto inmediato de elevar su popularidad y mermar la del PRI. Más allá de este primer resultado, todo es especulación: si bien es posible que ambas partes retornen a una postura de negociación, también es factible que a partir de ahora se inicie la contienda electoral de julio del 2003. Aunque ambas son posibles –y lo más probable es que algo de las dos caracterice los próximos meses- no cabe la menor duda de que es muy difícil sostener una campaña electoral efectiva tan larga para un gobierno en funciones. Puesto en otros términos, no hay duda de que el Presidente ganó con gran astucia la primera partida. La pregunta es cómo avanzará en los siguientes rounds.
De aquí en adelante tenemos un gran problema, dos escenarios y una enorme oportunidad. El problema no es nuevo. De hecho, éste se manifiesta de distintas maneras en todos los ámbitos y regiones del país y consiste en que nuestro sistema de gobierno resulta totalmente disfuncional. El problema nada tiene que ver con las personas que integran los diversos órganos del gobierno, sino con la estructura de las instituciones mismas y con los incentivos que éstas crean. En otras palabras, no se trata de un problema de habilidad o experiencia, sino de incompatibilidad entre la nueva realidad del poder y la estructura institucional. El sistema actual no permite una interacción efectiva entre los poderes ni facilita la toma de decisiones, particularmente las más complejas y, por lo tanto, más trascendentes para el desarrollo del país. No es casualidad que cuando se analiza la labor legislativa se constate que la productividad es alta en materias que no involucran mayor controversia, y mínima o nula cuando las iniciativas tocan temas sensibles, cargados de mitos e ideología. Es evidente que esa no es manera de gobernar, ni de sentar las bases para que el país se desarrolle.
El país no cuenta con un sistema de gobierno eficaz. La antigua eficacia, que los priístas llaman gobernabilidad, era producto de una realidad política muy distinta: en la medida en que toda la estructura del PRI servía para ejercer el poder, la presidencia era muy fuerte; ahora que el PRI ya no se encuentra en la presidencia, la realidad del poder es otra. En estas circunstancias, tanto el Presidente como los legisladores merecen un reconocimiento público porque, aun teniendo todos los incentivos para crear un enorme desorden, se han comportado de una manera verdaderamente institucional. El caso de la economía lo ilustra de forma patente: los legisladores le han dado al ejecutivo facultades para garantizar la estabilidad de la economía y el presidente se ha aferrado en mantenerla a toda costa. Esto puede parecer peccata minuta, pero es lo que nos diferencia de países con severos problemas como Argentina y Venezuela.
A partir de esta realidad, hay dos escenarios que uno puede contemplar para los próximos catorce meses. Por una parte, se podría dar un escenario de conflicto, cuyas primeras descargas se dieron la semana pasada. Unos atacan y otros responden. La guerra de palabras se agudiza, la sensación de caos se eleva y, el país pierde el sentido de dirección. Algunos calculan que la sensación de caos se le puede achacar a la inexperiencia del nuevo partido en el poder, por lo que insisten en promoverla, en tanto que otros estiman que la población es suficientemente sensata como para reconocer quién hace qué. El presidente apostó por esto último la semana pasada y arrolló al PRI en el camino. Aunque es evidente que un escenario de conflicto no le sirve a nadie, no siempre es fácil reconocer su futilidad. Muchas crisis nacionales en diversos países han comenzado con pequeñas acciones, aparentemente innocuas, que a la larga acabaron pavimentando el camino al infierno. Si la civilidad de los últimos meses es indicativa, este escenario parece poco probable. Pero en el calor del momento y ante la ausencia de mecanismos para obligar a los legisladores a rendir cuentas, cualquier cosa podría ser posible.
El otro escenario posible sería uno de cooperación. En este escenario, una vez pasada la crisis inicial, los ánimos retornan a la normalidad y las partes (otra vez, partidos y ejecutivo) comienzan a procurar maneras de avanzar los puntos de acuerdo, a privilegiar los cambios que son indispensables para evitar situaciones de conflicto como el de la semana pasada y a avanzar la agenda de reformas urgentes. Las partes cooperarían no por efecto de un súbito despertar, sino por el cálculo consciente de que todos salen perdiendo ante una situación o percepción de caos. Es decir, cada una de las partes llegaría a la conclusión de que todo mundo pierde en un escenario de conflicto. Desde luego, la pregunta obvia y obligada es si será posible esperar semejante madurez en actores que en días pasados no dudaron en acercarse al precipicio.
A final de cuentas, todos sabíamos que, tarde o temprano, nos enfrentaríamos a una situación como la actual. Los fusibles se encontraban listos, esperando el momento de estallar. Ahora que los políticos tienen la verdad de frente y no la pueden esquivar, se presenta la extraordinaria oportunidad de resolver el problema de fondo, el de la disfuncionalidad del sistema de gobierno. Resuelto lo anterior, el resto fluirá de manera natural. El problema es que el otro escenario existe y también puede hacerse realidad.