Luis Rubio
Cargarle la mano a quien menos puede defenderse ha sido una constante en la historia nacional. En materia de impuestos, la historia, desde la colonia hasta nuestros días, muestra un patrón sistemático de extorsión a la población urbana, típicamente de clase media. Pero esto no es algo excepcional ni exclusivamente mexicano. Se trata de una propensión natural en todos los países en que no funcionan los mecanismos de representación política. Baste recordar que el movimiento de independencia de Estados Unidos respecto de Inglaterra comenzó precisamente con una protesta ante la elevación de los impuestos al té. La revuelta en México ha comenzado; lo que falta por verse es si el gobierno va a convertirla en una oportunidad para construir una democracia en forma, o si acabará imitando a los gobiernos socarrones e impunes del pasado.
El hecho de cargarle la mano a quienes menos opciones tienen no es algo difícil de explicar. Se trata de una población identificable, con patrones de consumo, ahorro y gasto fácilmente rastreables y, por lo tanto, presa casi inevitable de la mano del fisco. Se trata, en una palabra, de una porción de la población que está literalmente a merced del gobierno. El gobierno, por su parte, sabe bien dónde es posible recaudar y puede hacerlo de una manera directa y sin excesivas complicaciones. En algunas ocasiones lo hace de manera inteligente, utilizando impuestos que generan las menores distorsiones posibles, como es un impuesto al consumo de aplicación general y a la misma tasa (la propuesta del ejecutivo en materia de reforma fiscal), o torpe, cuando combina exenciones, una diversidad de tasas, e impuestos diversos (combinación letal que quedó plasmada en las reformas que en materia fiscal aprobaron los legisladores en diciembre pasado). Pero lo que es seguro es que, en todos los países, los paganos son quienes no tienen opciones.
Visto desde la perspectiva de un gobierno, de cualquier gobierno del mundo, es mucho más sencillo recaudar impuestos de una población inerte, como la clase media asalariada, que de comerciantes no registrados, profesionales o técnicos que no emiten recibo alguno, industriales que viven en la economía informal o empresarios que manejan contabilidades multinacionales tan complejas que resulta imposible saber dónde quedó la bolita. En materia fiscal, la lógica de cualquier gobierno tiene que ser la de recaudar lo máximo posible, causando las menores distorsiones, a fin de que la ciudadanía no altere sus decisiones de consumo, ahorro e inversión. Mientras más simple sea la estructura de los impuestos, menor será la distorsión y mayor la recaudación.
Al mismo tiempo, los gobiernos normalmente procuran simplificar la recaudación. Este objetivo les lleva a buscar impuestos generales en lugar de particulares, y a concentrarse en aquellas partes de la economía en que más directa y fácil es la recaudación. Mucha gente opina que lo imperativo es concentrar la recaudación en las empresas, sobre todo en las de mayor tamaño. Este planteamiento tiene poco sentido práctico por dos razones elementales: la primera es que mientras mayores son los impuestos a las empresas, menor es la inversión y, por lo tanto, el crecimiento de la economía y del empleo. La otra razón es que las empresas siempre tienen más opciones en sus decisiones de inversión que el individuo promedio: si los impuestos son muy altos en el país, acabarán invirtiendo en algún otro lugar.
De una u otra forma el punto es que el gobierno necesita recaudar impuestos para hacerle frente a sus obligaciones ante la sociedad. Por siglos, esa porción de la población mexicana cautiva en términos fiscales, no tuvo más opción que apechugar y pagar impuestos. Pero siempre lo hizo bajo protesta. Dada la gran ilegitimidad con la que siempre se ha percibido al gobierno (tema que es tan viejo como el famoso obedezco pero no cumplo de la era colonial), el pago de los impuestos se hacía a la mexicana: se pagaba tan poco como era posible y se evadía tanto como el gobierno se dejara. El pacto implícito era obvio para ambas partes: yo Juan Pueblo hago como que pago y tu Gobierno haces como que gobiernas. En ese contexto, el gobierno no tenía más que recaudar tanto como pudiera y de quien se dejara.
Una consecuencia importante y, al mismo tiempo, grave de esa historia de impunidad es que prácticamente ningún mexicano siente la obligación de pagar impuestos. Aunque se reconoce que existen ciertos servicios que sólo el gobierno puede y debe proveer, nadie quiere pagar por ellos. Algunos racionalizan su postura aduciendo que no pagan impuestos porque éstos acaban en el bolsillo de los políticos o burócratas. Otros, la mayoría, claramente reconoce la necesidad y lo inevitable del pago de impuestos, pero prefieren que sea alguien más el que los acabe sufragando. Así, los asalariados que ven mermado su ingreso luego de las retenciones de impuestos, demandan que los informales sufraguen lo que les corresponde; los participantes en la economía informal, por su parte, pretenden que sean los ricos que participan en la bolsa de valores quienes contribuyan en mayor proporción; los autores quieren exención especial para propiciar su creatividad y los transportistas se consideran tan creativos como los intelectuales. El hecho es que todo mundo acepta el hecho de los impuestos, pero siempre y cuando éstos afecten a los bueyes del compadre.
La gran pregunta es si la elección del 2000 cambia la historia de los impuestos en el país. La derrota del PRI entraña un triunfo importante de la sociedad mexicana contra un sistema de gobierno que la mayoría consideraba abusivo. Hasta ahora, sin embargo, la nueva realidad política que emergió de ese proceso electoral se asemeja más a las revueltas populares del siglo XIX que al desarrollo de una ciudadanía comprometida, característica de una democracia moderna. Es decir, se trata más de un rechazo a las prácticas gubernamentales que a un movimiento por la libertad o la igualdad, por los derechos ciudadanos o por la legalidad. Sin duda, así es como comienzan, aquí y en China, los movimientos democráticos. Lo crucial, sin embargo, no es reconocer dónde comienzan esas transformaciones sociales, sino cómo terminan. La oportunidad para el gobierno de Fox es mayúscula.
Hablar de impuestos implica hablar de la relación más fundamental entre un gobierno y su ciudadanía. Es decir, implica hablar de democracia o, al menos, de la posibilidad de la democracia. Históricamente, esa relación ha sido unidireccional, una en la que el gobierno siempre ha llevado la voz cantante. Ciertamente, el gobierno y los legisladores han procurado establecer mecanismos impositivos que disminuyan la sensación de abuso gubernamental, aunque la mayor parte de las veces lo han hecho sin éxito o creando tal complejidad fiscal que la sensación de abuso acaba siendo agravada, como ocurre en la actualidad. El contexto político actual ha modificado la naturaleza de la relación entre el ejecutivo y el legislativo, toda vez que el primero ya no puede imponer una estrategia fiscal al segundo. Lo que todavía no ha cambiado es la relación entre el poder legislativo y la ciudadanía: ahí la población sigue tan indefensa como siempre. En lugar de representantes, en los legisladores los mexicanos tenemos intereses partidistas y particulares.
El ejercicio fiscal más reciente es muestra fehaciente de una realidad política nueva, pero también insostenible. El gobierno propuso una estrategia fiscal imperfecta, pero mucho menos compleja y distorsionante que la antes existente. El congreso, preocupado por la posible resaca popular, optó por desecharla casi en su totalidad y en su lugar aprobó una Ley de Ingresos mucho más nociva. La carga sobre las clases medias acabará siendo igual o mayor a la que hubiera resultado de la propuesta fiscal del ejecutivo y la pretensión de pegarle a los ricos acabó siendo una mera abstracción. En todo este proceso la población estuvo ausente: sus preferencias fueron simplemente ignoradas. La reacción a lo anterior no se ha hecho esperar: los mexicanos han acabado rebelándose contra los diputados y les han imputado todo el costo político que éstos afanosamente procuraron evitar. La ironía es que el rechazo de los partidos y legisladores a una estrategia fiscal apuntalada en un IVA generalizado se les acabó revirtiendo, lo que pone en evidencia que representan a todosmenos a la población.
El gobierno confronta una revuelta popular. Por supuesto que no se trata de una rebelión armada, pero sí de un levantamiento, de un rechazo y de una deslegitimación cabal. La población no encuentra razón alguna para identificar en la propuesta gubernamental, o en el bodrio que emergió del congreso, un beneficio para sí o para el desarrollo del país. Al final de cuentas, sigue siendo una población de derechohabientes y no de ciudadanos.Pero sería excesivo esperar una respuesta ciudadana de una población sin derechos, excepción hecha del voto. Los derechos de los mexicanos son extraordinariamente limitados y abrumadores los abusos del aparato gubernamental y de los cacicazgos creados en el pasado que siguen dominando la escena nacional. Ante esa realidad, la respuesta ciudadana es la más natural: «pretendo que tengo derechos mientras tú gobierno haces como que existe una democracia». El resultado es una parálisis que amenaza con hacer inviable el desarrollo económico y político del país.
Ante esta nueva realidad, el gobierno tiene dos opciones: una reside en encabezar un movimiento ciudadano en el que intercambie impuestos por ciudadanía real. Puede también acabar como todos los gobiernos del pasado, caracterizado por la impunidad. Se trata de un momento definitorio para el gobierno, pero también para el futuro político del país. Las decisiones que adopte el gobierno y las acciones que emprenda habrán de determinar el tipo de democracia que México logre consolidar. A diferencia del pasado, la ciudadanía ya cuenta, pero todavía no se convierte en un factor de acción positiva, de acción transformadora. La oportunidad para el presidente Fox reside en convertirla en ese factor de cambio, tal y como ocurrió en julio del 2000.