Vivir del pasado

Luis Rubio

En todas partes del mundo, lo típico y, de hecho, lo natural, es que los padres se dediquen a construir un mejor futuro para sus hijos. Los padres ahorran lo que pueden, invierten en educación y hacen sacrificios diversos en aras de garantizar mejores oportunidades para la siguiente generación. Si extrapoláramos a la economía nacional esa noble vocación humana, nos encontraríamos con una realidad terrible: los mexicanos estamos viviendo del pasado, consumiendo lo que nuestros padres produjeron y crearon, sembrando zozobra en el futuro de nuestros hijos. La ausencia de reformas en la economía incrementa el riesgo de encontrar un futuro que resulte peor que el pasado.

La economía mexicana está viviendo de las reformas que se realizaron principalmente entre 1985 y 1993. Otros cambios institucionales se llevaron a cabo en los siguientes dos años, pero desde entonces la característica esencial ha sido la parálisis. A través de las reformas que se emprendieron en ese periodo, se sentaron algunos de los fundamentos de una economía moderna y se transformaron sectores enteros, creando oportunidades potenciales para el desarrollo general del país. Sin embargo, esas reformas están dando de sí y muchas han probado ser erróneas o, en todo caso, insuficientes. Es tiempo de retomar el espíritu reformador, simplemente no hay otra alternativa.

La razón original de las reformas, tanto en lo económico como en lo político y social, es, simple y llanamente, crear condiciones para hacer posible el desarrollo. El objetivo de una reforma no es nunca debe ser- el de cambiar por cambiar, sino enfrentar problemas que se van creando de manera natural durante el desarrollo de una sociedad. Por ejemplo, en un momento pudo tener sentido proteger a la planta productiva para crear un núcleo de empresas capaces de operar por sí mismas. Más adelante, sin embargo, la protección acabó siendo dañina para el resto de la economía, pues en lugar de constituirse en un factor promotor del desarrollo, se convirtió en un obstáculo.

Un ejemplo de ello fueron las políticas proteccionistas en la industria de la informática. En algunos países fue popular hace un par de décadas adoptar políticas muy estrictas de promoción a la industria de la computación. La idea era que si se cerraba y protegía el mercado interno para esos productos, se desarrollaría una industria de computación potente y capaz de competir con las mejores del mundo. Pero el argumento acabó siendo falaz y sumamente costoso. Por un lado, la velocidad de desarrollo de la industria nacional siempre pequeña en relación al mundo-.en un sector tan dinámico fue muy inferior a la del resto del orbe. De esta forma, cuando en esos países se produjo un caso verídico una computadora personal de 64K de velocidad, que se anunciaba como un logro excepcional, en las naciones más adelantadas en este campo ya había computadoras del mismo tipo pero ocho o diez veces más veloces. En consecuencia, el resto de las empresas en otros sectores que requerían de computadoras tenía que limitarse, por ley, a lo que la industria informática nacional les ofrecía. Así, mientras la industria informática era protegida, el resto se rezagaba por tener que emplear computadoras obsoletas y se colocaban en desventaja frente a sus competidores de otras partes del mundo o, en todo caso, no desarrollaba su propia capacidad competitiva.

Una de las principales reformas emprendidas en México consistió en liberalizar las importaciones, de tal manera que las empresas no dependieran más de proveedores que con frecuencia limitaban su desarrollo. La apertura de la economía no buscaba destruir a la planta productiva doméstica, aunque sin duda muchas empresas sufrieron en el camino, sino crear oportunidades para que todo el conjunto de la economía experimentara oportunidades que hasta ese momento eran imposibles. Todo el potencial de desarrollo del país se estaba estrangulando por la protección que gozaban diversos sectores.

El mismo principio se aplica a otro tipo de reformas, algunas de las cuales se llevaron a cabo hace más de una década: desde la eliminación de regulaciones excesivas y onerosas hasta la privatización de empresas, el equilibrio en las cuentas fiscales y la promoción de la inversión extranjera. Todas y cada una de esas reformas tenían como propósito facilitar el desarrollo de la actividad productiva, favoreciendo la iniciativa individual. Aunque hubo muchas empresas que perdieron en el camino, otro enorme número de ellas surgió o se fortaleció a lo largo de estos años. En definitiva, las reformas han tenido, en general, un enorme beneficio para el país. Una de éstas, la negociación del Tratado de Libre Comercio norteamericano, ha tenido el efecto de generar miles de millones de dólares en exportaciones y cientos de miles de empleos, típicamente con mejores sueldos que el promedio. Por ello lo que requerimos son más reformas y mayor dinamismo en las mismas.

Hay dos razones que exigen un avance y profundización de las reformas: la urgencia de acelerar la tasa de crecimiento y la competencia que representan otras naciones que sí están avanzando en sus reformas, como es el caso de China. A pesar de que hay, o ha habido, un gran dinamismo en diversos sectores, como el manufacturero en general, existen muchos obstáculos que impiden que ese dinamismo se acelere y generalice. Un ejemplo dice más que mil palabras: mientras que en buena parte del mundo en el curso de la última década se dio un boom espectacular en toda la industria de la computación, las comunicaciones y la Internet, en México ese desarrollo prácticamente no existió. Mientras que cientos de miles de empresas de ese campo se crearon y, en algunos casos, prosperaron, en países tan distintos como Brasil y Alemania, Francia y Japón, China y Estados Unidos, en México ese avance brilló por su ausencia. La pregunta es por qué.

Hay dos posibles explicaciones: una hablaría de la incompetencia de los mexicanos y la otra de que no existieron las condiciones para que se diera ese proceso explosivo. La primera hipótesis se puede desechar automáticamente, no sólo por inaceptable, sino porque la evidencia en contra es abrumadora, toda vez que muchos mexicanos fueron parte de dicho desarrollo en otras partes del mundo. La explicación hay que encontrarla en otros lados, que van desde la naturaleza oligopólica del sector de las comunicaciones en el país hasta la enorme dificultad que existe para conseguir capital de riesgo, además de la compleja maraña fiscal y de regulaciones diversas que impide se creen y cierren empresas con facilidad.

La paradoja del momento actual reside en la enorme necesidad de emprender reformas y en lo difícil que resulta lograrlo. Mucha gente duda de las reformas del pasado o teme de las que ahora se proponen, no sin razón. El desencanto con la idea de reformar proviene, en buena medida, de las reformas fallidas o extremadamente costosas del pasado. Sin embargo, si uno aprecia al conjunto, si uno compara al país de hoy con el de hace quince o veinte años, no es posible más que concluir que ha habido avances, en muchos casos, espectaculares. De no haber sido por las reformas de los últimos veinte años, la economía probablemente se habría desplomado; las exportaciones serían una fracción de lo que son ahora; la democracia, al menos en su dimensión electoral, representaría una mera posibilidad; y la oportunidad de consolidar un Estado de derecho se ostentaría como una promesa. Visto en perspectiva, en todos y cada uno de estos rubros hubo cambios asombrosos quizá incompletos e insuficientes-, pero imposibles sin las reformas. Todavía más importante, como mostró la decisión de la Suprema Corte en materia eléctrica, algunas de las reformas emprendidas en estos años tienden a hacer cada vez más difícil que reformas futuras resulten erróneas o se decidan de manera arbitraria.

Las reformas venideras deberán atender dos ámbitos muy específicos. Por un lado, es indispensable que faciliten la transición económica. Por el otro, también es urgente que creen y fortalezcan las condiciones que generen un clima de confianza y credibilidad en el que el ahorrador, el productor y el inversionista puedan operar. Respecto a lo primero, nada ilustra mejor la urgencia de nuevas reformas que los apreciables contrastes entre distintas regiones del país y sectores de la economía. La frontera norte, donde se aplican reglas laborales de excepción, más similares a las norteamericanas, ha experimentado tasas de crecimiento muy superiores a las del resto del país. En otras partes del país, donde la ley laboral con frecuencia estrangula o, en el más benigno de los casos, desincentiva la creación de empleos, las tasas de crecimiento han sido menores. Esto no es un argumento para debilitar la protección que la ley laboral legítimamente le confiere al trabajador, sino para poner en evidencia dilemas muy claros en estas materias: si queremos atraer más inversión y generar más empleos, tenemos que adaptar la legislación laboral a fin de que contribuya al dinamismo de la economía en lugar de ser un obstáculo. Lo mismo se puede decir de la electricidad: ¿es razonable utilizar recursos destinados a la educación y la salud para financiar la generación de energía eléctrica, cuando hay decenas de inversionistas dispuestos a hacerlo con su dinero de haber las condiciones legales que lo propicien?

Una reforma no hace sino afectar intereses particulares, que con frecuencia son por demás poderosos. En este sentido, cualquier reforma va a afectar siempre a alguien. Sin cambios todos salimos afectados, comenzando por la población más pobre, que generalmente es la que concentra las mayores tasas de desempleo. Paralizar las reformas no sólo es una manera de negar oportunidades a la población pauperizada, sino dictar una condena a las próximas generaciones por causa de las necedades de la actual.

 

El comercio exterior en el desarrrollo

Luis Rubio

Al igual que la mexicana, la estrategia canadiense de comercio exterior fue, por décadas, una de diversificación. Determinados por la geografía a comerciar y convivir con la principal potencia del mundo, los canadienses procuraron por muchos años abrir nuevos mercados, desarrollar vínculos políticos y comerciales con Europa y Asia y, en general, equilibrar su política exterior, en el más amplio sentido, por medio de la diversificación política y comercial. A pesar de lo anterior, en los ochenta, Canadá decidió negociar un tratado de libre comercio con Estados Unidos. Esa decisión no fue el resultado de un cambio de estrategia política, sino del reconocimiento, un tanto paradójico, de que sólo a través de una exitosa relación comercial con Estados Unidos podrían rendir mayores frutos sus esfuerzos de diversificación. En todo, la estrategia canadiense es comparable a la mexicana. La gran diferencia reside en que Canadá no restringió su proyecto al comercio exterior, sino que preparó a su sociedad para hacer posible que las exportaciones se convirtieran en una palanca para la diseminación de la riqueza.

El peso de la vecindad es enorme. Estados Unidos no es sólo la mayor (y prácticamente única) superpotencia militar, sino también la nación más rica del mundo. El consumo de su población es mayor que el de decenas de países sumados, incluyendo entre ellos a naciones con varias veces la población norteamericana. En estas circunstancias es imposible ignorar el peso que Estados Unidos tiene para sus vecinos. Es por ello que tanto Canadá como México intentaron por décadas diversificar sus relaciones políticas y comerciales. La doctrina Estrada es tan sólo una de las medidas que se idearon en México para evitar sucumbir ante la presión de la vecindad. En el ámbito comercial, en México siempre se argumentó la necesidad imperiosa de diversificar el comercio, so pena de acabar dependiendo irremediablemente de Estados Unidos.

La relación con Canadá no es muy distinta, aunque la canadiense es una sociedad vinculada históricamente con la norteamericana (el país fue fundado por personas leales a la corona inglesa que emigraron de las trece colonias cuando comenzó la guerra de independencia). Por buena parte del siglo XX, los canadienses buscaron opciones a sus relaciones políticas y comerciales. Primero intentaron acercamientos con los europeos y luego con los asiáticos, promulgaron leyes que favorecían la diversificación comercial y se abstuvieron de ser parte de organismos internacionales que tendían a concentrar sus relaciones con los estadounidenses. A pesar de lo anterior, en el curso de los años, se acentuó la concentración de su comercio con el vecino país. Fue hasta los ochenta cuando, luego del fracaso de la estrategia anterior, acabaron por adoptar un nuevo enfoque para su desarrollo.

En ese momento, luego del fracaso de la estrategia anterior, los canadienses concluyeron que la única manera de dar un giro era, paradójicamente, por medio de un mayor acercamiento comercial. Es decir, en lugar de procurar una diversificación como estrategia, optaron por facilitar el comercio con Estados Unidos y remover toda clase de barreras arancelarias y no arancelarias. Desde su perspectiva, si los exportadores canadienses podían triunfar en el mercado más competido del mundo, también podrían hacerlo en todos los demás mercados. Y así ha sido. A partir de la negociación del TLC, Canadá ha multiplicado sus relaciones comerciales con el resto del mundo.

Quizá lo más importante del ejemplo canadiense estriba menos en su proceso de aceptación de lo inevitable, de la inexorable cercanía con el mercado estadounidense, que en todas las medidas adicionales que han ido adoptando a lo largo del tiempo para tratar de beneficiar a su población y enriquecerla en el camino. Aunque Canadá exporta un porcentaje similar de su PIB el valor agregado de sus exportaciones es mucho mayor al nuestro, circunstancia que refleja sus mejores niveles educativos, un sistema de salud de amplia cobertura, la calidad de infraestructura y otros componentes clave para el desarrollo. Mientras mayor sea el valor agregado, mayor la riqueza que se acumula en el país exportador.

Las exportaciones mexicanas han crecido de una manera verdaderamente prodigiosa en los últimos años. De ser un país si bien no estrictamente autárquico pero sí volcado a su mercado interno, la economía mexicana se ha diversificado de una manera notable. Hay una gran variedad de exportaciones y se producen múltiples bienes y servicios de buena calidad. Aunque el nivel de vida del mexicano promedio sigue siendo relativamente bajo y, seguro, mucho menor al de su potencial, hoy ya se pueden apreciar estructuras salariales muy promisorias en aquellos sectores y actividades que agregan un mayor valor a la producción. Mientras que antes prácticamente toda la planta productiva pagaba los mismos salarios, hoy la varianza es extraordinaria. Hace décadas se llamaba aristocracia sindical a los liderazgos obreros generalmente corruptos-de las empresas paraestatales, muchas de las cuales arrojaban arrojan– niveles ínfimos de productividad. En el futuro podría llegarse a usar ese término para los trabajadores de empresas y sectores que no solamente son ultra competitivos, sino que constituyen la mejor prueba de que le futuro puede ser mucho mejor que el pasado.

Sin duda es cierto que una parte significativa de las exportaciones mexicanas se concentra en la maquila. Pero la connotación negativa que muchas veces se asocia con esta palabra es meramente ideológica. Hay un sinnúmero de empresas que caen bajo el régimen legal de las maquiladoras y, sin embargo, se trata de plantas notables por su modernidad donde se agrega mucho más valor que en empresas fuera de esa definición. En todo caso, generar mejores salarios para un trabajador y mayor riqueza para un país depende de la combinación de productividad y valor agregado, no del régimen legal bajo el cual se instala una planta industrial o una empresa de servicios. La clave radica en la capacidad del trabajador para producir un mayor número de bienes con menores recursos (energía, tiempo, etcétera) y que esos productos empleen cada vez menos su capacidad física y cada vez más su raciocinio. Aunque la productividad se ha elevado de manera significativa en la industria mexicana, nuestra diferencia vertebral con los canadienses es el valor agregado.

El problema del valor agregado es que hay un límite a lo que puede agregar un trabajador en el proceso de producción. Pero ese límite no lo determina el dueño de la planta o el gobierno del país donde ésta opera, sino factores como la educación y la infraestructura. Por mejor y más diestro que pudiese ser el trabajador mexicano promedio, no podrá agregar el mismo valor a su trabajo si a duras penas completó una educación primaria de calidad africana, en comparación a quien tiene estudios de preparatoria o superiores en una escuela del primer mundo. De la misma manera, es casi imposible que una empresa mexicana logre los mismos índices de productividad y, por lo tanto, de competitividad, que su par canadiense. La segunda confía en que todo lo existente a su derredor funcionará sin problemas, mientras que la primera lidia con cortes frecuentes de luz, falta de inversión en infraestructura hidráulica, asaltos en las carreteras, comunicaciones deficientes e inseguridad jurídica y pública. Una medida de la verdadera calidad de muchos de nuestros empresarios reside precisamente en el hecho de que, a pesar de estos handicaps, efectivamente hay muchas empresas mexicanas que son más productivas que sus pares en otros países. Puesto en otros términos, nuestra estrategia de desarrollo y todo lo que se monte sobre ella, como el comercio exterior y la diversificación de nuestros vínculos internacionales avanzará tanto como lo propicie el entorno general.

Y el entorno general es particularmente hostil al desarrollo económico del país. Lo vemos en casi todos los ámbitos: igual en educación que en infraestructura, que son los más obvios porque están más cerca del proceso productivo. Pero las dificultades se extienden al entorno más extenso en que vivimos. En lugar de resolver problemas, anticipar retos y maximizar el beneficio potencial de determinada actividad o política, nuestra propensión es dejar que las cosas se hagan, no por la mano del hombre, sino, como reza el dicho, al ahí se va o, cuando bien nos va, a la buena de Dios. En lugar de invertir en la construcción del futuro, vivimos de las realizaciones del pasado y, en ocasiones, negamos lo evidente cuando algo no funciona o resulta más cómodo no molestar a un interés particular. Aunque esto siempre ha sido así, en los últimos años se ha agudizado de manera notable. El gran avance que dio la economía mexicana hace una década se debió en buena medida a las reformas emprendidas en los ochenta y principios de los noventa, pero la ausencia de reformas adicionales y, en general, de seguimiento y profundización de las ya emprendidas, impide que se pueda dar un nuevo ímpetu al desarrollo económico.

La reticencia a promover reformas es casi ubicua. Lo fácil es culpar a unos o a otros de la parálisis (y los tecnócratas se han vuelto un blanco de preferencia). Las encuestas sugieren que el colectivo mexicano demanda avances en todos los frentes pero, al mismo tiempo, tiene enormes reparos en crear condiciones para que esos avances se puedan materializar. Todo mundo demanda satisfactores pero al mismo tiempo se muestra reticente a realizar las inversiones o reformas necesarias para que éstos se puedan generar: igual en términos de impuestos que de evaluación de la calidad educativa, por mencionar dos temas de discusión reciente. Parafraseando al dicho popular, todo mundo quiere que el progreso se haga en su casa, pero los costos los carguen los bueyes del compadre. Con esa actitud, estamos muy lejos de tener la posibilidad de imitar los éxitos económicos y políticos del otro país vecino de nuestro principal socio comercial. Pero eso no impide que las culpas se asignen de manera generosa y, peor, generalmente donde no corresponde.

 

2003 elecciones cruciales

Luis Rubio

Las elecciones del 2003 tendrán un impacto desproporcionado sobre el devenir de la política mexicana. Irónicamente, es predecible que su impacto se refleje menos en el funcionamiento del gobierno actual que en la alineación de las fuerzas políticas hacia el futuro. Los comicios del año entrante, bien podrían añadir un sismo más a un sistema político que ya ha experimentado varios cambios y giros de gran importancia. De hecho, quizá lo más trascendente de la justa electoral resida en que va a poner a prueba las premisas de todos los partidos políticos y, muy particularmente, las del PRI y el PAN.

Las elecciones intermedias suelen servir de termómetro de la situación política del momento. Aunque muchas veces no tienen mayores consecuencias, en otras cobran una importancia enorme. En Francia, a lo largo de la última década, dos elecciones intermedias condujeron a la llamada cohabitación entre un presidente de izquierda y un gobierno de derecha y viceversa. En 1991, las elecciones le confirieron al entonces presidente Carlos Salinas la legitimidad que no obtuvo en 1988 y en 1997, por primera vez en la historia moderna del país, el PRI perdió la mayoría en la cámara de diputados. Aunque no fue exactamente una elección intermedia, en 1996 Clinton logró conquistar su segundo período al frente de la presidencia de los Estados Unidos a pesar de la baja popularidad que le atribuían las encuestas. Sin duda, por cada elección intermedia relevante hay muchas que no lo son; pero el proceso de 2003 pinta de manera muy distinta.

En el 2003 se van a disputar muchas cosas de manera simultánea, y por ello la trascendencia y la complejidad de los próximos comicios serán enormes. Más allá de la competencia y confrontación entre partidos, naturales en un proceso de esta naturaleza, se someterán a prueba muchas de las hipótesis formuladas por políticos y analistas acerca de las causas e implicaciones del triunfo del hoy Presidente Fox y, no menos importante, la histórica derrota del PRI. Al mismo tiempo, se pondrán a prueba las estrategias que los partidos y sus precandidatos presidenciales buscarán utilizar en el 2006. Todo sugiere que el 2003 será fundamental y no es gratuito que todo en la política mexicana se defina hoy, como hace dos años, a la luz de un proceso electoral.

Lo que está en juego para el PRI difícilmente puede simplificarse. Los priístas enfrentan la necesidad imperiosa de recuperar el poder o, al menos en esta ocasión, mostrar que no han sido derrotados y que lo sucedido en el 2000 fue pasajero, fácilmente explicable por las circunstancias particulares del momento. Las hipótesis que los priístas formulan para justificar su derrota son múltiples, algunas más aventuradas que otras. Para comenzar con los menos destrampados, hay toda un ala del partido y sus asesores externos que atribuyen la derrota a un factor único y específico: el candidato. Piensan que si el contendiente hubiera sido Bartlett o Madrazo, los resultados habrían sido distintos. Desde luego, como dicen los estudiosos, en la historia y en la política el hubiera no existe. Sin embargo es elocuente la propensión de los priístas a imputar a factores externos o secundarios, casi aleatorios, su derrota, mucho más que a ocuparse de quién y por qué ganó.

En toda campaña electoral hay aciertos y errores. Algunos se refieren a aspectos tan básicos como la personalidad del candidato, pero otros, muchas veces decisivos, pueden ser tan aparentemente insignificantes como una frase inadecuada, un chiste en el momento perfecto, una lágrima que no debió derramarse, etcétera. Francisco Labastida era un candidato ideal para muchos priístas, mientras otros le juzgaban desastroso. Muchos analistas estiman, por ejemplo, que de no haberse dado el famoso martes negro, el del hoy, hoy, hoy, Labastida sería presidente. En la competencia política cualquier cosa puede inclinar el fiel de la balanza, sobre todo cuando las preferencias están muy cerradas. Tal vez no sea casualidad que fuera precisamente ese día, ese martes negro, en que la mayoría de los analistas daba por perdido al candidato del PAN y el PRI comenzaba en respirar tranquilo, que dio inicio el sprint final de Fox.

Pero el tema fundamental no es la percepción del PRI sobre los detalles y las anécdotas de la fallida campaña de 2000, sino su convicción de que el verdadero PRI, el llamado PRI histórico, no perdió. La mayoría de los políticos tradicionales considera que los verdaderos derrotados fueron los tecnócratas y su proyecto, enarbolado a partir de la crisis de 1982. Desde esta perspectiva, el descalabro fue para Ernesto Zedillo y todas las políticas liberales asociadas a él y sus dos predecesores. Para quienes así cuentan la historia, los grandes errores del PRI fueron alejarse del nacionalismo revolucionario de antaño, ceder el control de empresas y sectores estratégicos, y abandonar el populismo que enriqueció a muchos de sus principales próceres.

En lugar de hacer un verdadero examen de la situación, un ejercicio concienzudo de las causas de la derrota, el diagnóstico interno del PRI tradicional sintetiza todos los prejuicios y sesgos ideológicos del pasado y convenencieramente excluye cualquier reconocimiento a lo expresado por todas las encuestas antes de la fecha de la elección: a saber, que al pri se le responsabilizaba de la corrupción, los rezagos históricos y demás factores que aquejaron a la sociedad mexicana en las últimas décadas. Al optar por el camino fácil, el de la arrogancia, los priístas podrían ser crucificados por el presidente al que tanto critican, pero entre cuyos activos se encuentra uno nada despreciable: ser el más formidable competidor electoral que el país tenga en la actualidad.

De esta manera, en el 2003 los priístas se van a jugar mucho más que el pellejo. De triunfar con una mayoría absoluta, no sólo conseguirían paralizar al ejecutivo, sino que confirmarían sus hipótesis, abriendo con ello una nueva caja de Pandora, el posible regreso al populismo. El otro lado de esa misma moneda podría manifestarse con una política de obstruccionismo a ultranza, la cual es posible que les lleve a una derrota en el 2006. Un triunfo del PAN, en cambio, quizá obligaría a los priístas a lanzar, ahora sí, un proceso de reforma interna, pero también podría acelerar su fragmentación, aun cuando se comportaran como bloque al votar en el Congreso.

Una mayoría absoluta del PAN en la Cámara de Diputados confirmaría el viraje en las preferencias de los electores, un mensaje al PRI y una oportunidad envenenada para el PAN. Este escenario sería resultado del activismo de Fox, de una estrategia electoral concebida para solicitar el apoyo de los votantes para, ahora sí, avanzar la agenda del cambio y transformar al país de una vez por todas. De triunfar en las elecciones, el presidente seguramente reclamaría el triunfo como suyo y desataría una nueva generación de expectativas, la mayoría de éstas tan inalcanzable como las anteriores. El presidente y el PAN comenzarían a trabajar en conjunto o, al menos, en estrecha comunicación. Es previsible, entonces, que las iniciativas de ley fluirían a través de la cámara baja del Congreso. Todo marcharía como relojito.

Los problemas aparecerían cuando el Senado, donde el PRI tiene 60 de 128 escaños asegurados hasta el 2006, bloqueara las iniciativas aprobadas por los diputados. Si bien una estrategia de obstrucción en el Senado no elevaría los bonos del PRI, el electorado se encontraría ante una tesitura típica de la era mediática: aunque el PRI fuese culpable de obstaculizar, el presidente acabaría pagando un costo por ofrecer el Nirvana en caso de que el voto favoreciera a su partido en las elecciones intermedias. El gran perdedor de una muralla priísta infranqueable en el Senado igual podría ser el propio presidente Fox, cuyas promesas habrían resultado excesivas y desacertadas.

El PRD tiene pocas probabilidades de hacer mella en los comicios de 2003. Independientemente de la historia, el PRI actual, el de los políticos tradicionales, le ha robado al PRD sus banderas nacionalistas y revolucionarias, además que los principales y más visibles de sus candidatos ven hacia el 2006 y no hacia el próximo Congreso. Además, la lucha fundamental en el próximo proceso electoral sin duda será entre el PAN y el PRI, lo cual tampoco ayudará al PRD. Por otra parte, en el 2003 habrá nuevos partidos que competirán, algunos de ellos, con banderas afines a las del PRD. Con la excepción de algunas regiones, el PRD poco podrá avanzar en las próximas elecciones. Pero el hecho de que el PRD se encuentre relativamente marginado de la próxima contienda, igual constituye una bendición para ese partido. El PRD podría acabar cosechando los beneficios que produce la falta de involucramiento. De saturarse los votantes por el obstruccionismo del PRI o la incapacidad del PAN para resolver los problemas del país, los perredistas podrían utilizar el siguiente trienio para lanzar su embestida en busca de la presidencia en el 2006.

Lo maravilloso de la política electoral es que nada está escrito sino hasta el día en que se vota. Hasta ese momento, todo, incluso las encuestas, es mera especulación. Lo interesante de la elección que se avecina es que el tamaño de lo que está en juego se asemeja a lo del 2000. La gran pregunta es si los políticos, esos que viven de soñar y obstaculizar, tendrán la capacidad de actuar a favor de los votantes, esos eternos olvidados.

 

¿Argentinización?

Luis Rubio

La situación económica de varios países latinoamericanos es precaria. Países como Argentina y Brasil enfrentan enormes retos, cada uno por razones diferentes, pero con una característica común: sus economías se encuentran en serias dificultades. Argentina padece los efectos de una década de excesos fiscales dentro de una estructura cambiaria inflexible, en tanto que Brasil carga el peso de una enorme deuda pública y los temores que genera entre los administradores de fondos internacionales, el próximo relevo presidencial. En franco contraste con lo que sucede en esas naciones, México parece una isla de estabilidad. Pero no hay nada que garantice que esa situación vaya a perdurar y, mucho menos, que sea permanente. Es crucial comprender el riesgo potencial que enfrentamos, pues de lo contrario, corremos el riesgo de acabar sumidos en una crisis más.

El riesgo latente de acercarnos a una situación como la argentina volvió a surgir cuando el Secretario de Hacienda lo advirtió ante senadores de la república esta misma semana. Dado el entorno político y mediático tan efervescente en que vivimos, sus palabras fueron inmediatamente reproducidas fuera de contexto, provocando una interminable ráfaga de reacciones y respuestas, unas más absurdas que otras, que revelan el problema de fondo: la enorme brecha en las concepciones sobre el desarrollo económico y la función de la política fiscal y monetaria que prevalece entre distintos mexicanos. Detrás de ese debate se esconde una convicción, arraigada profundamente en muchos, de que el crecimiento económico va de la mano, si no es que es resultado directo, del gasto público.

Es evidente que el gasto público es un componente central de las economías modernas, en las que el gobierno tiene una elevada incidencia sobre el desempeño económico. Pero la dinámica del gasto no se limita al hecho de gastar, sino también a la manera en que éste se financia. Cuando el gobierno eroga los recursos que ingresa por concepto de impuestos, esa erogación puede tener un efecto benéfico, siempre y cuando se haga de manera saludable. Pero cuando ésta se financia con deuda, es decir, sin recursos derivados de la recaudación de impuestos, se compra un problema a futuro, pues esa deuda tendrá que ser eventualmente sufragada. El riesgo de “argentinización” existe toda vez que el gobierno incurre en gastos que no están sustentados en ingresos y que, por lo tanto, implican costos incrementales en el futuro. Máxime cuando los pasivos contingentes del gobierno, como los fondos de pensiones de los empleados federales, estatales y municipales, podrían elevar varias veces el déficit fiscal.

Sin afán de entrar en detalles, Argentina padece una profunda crisis generada, en gran medida, por una combinación de dos políticas contradictorias. Por un lado, el gobierno argentino adoptó un régimen de tipo de cambio fijo amarrado al dólar, conocido como “régimen de convertibilidad”, que le dio una década de estabilidad cambiaria y de precios luego de años de hiperinflación. Simultáneamente, mantuvo una política de gasto muy liberal que acabó por exacerbar los equilibrios fiscales. El resultado fue que todo el régimen cambiario y la estructura económica dieron de sí, creando un caos social y político, además de económico.

Comparada con Argentina, la realidad mexicana sobresale por su estabilidad. Es cierto que la economía mexicana no ha experimentado las tasas de crecimiento económico que serían deseables, pero la solución, como demuestran tanto Argentina como Brasil, no reside en un mayor gasto deficitario. De hecho, en la actualidad, hay dos circunstancias que distinguen a la economía mexicana de las sureñas y que no deben despreciarse. Una tiene que ver con la política fiscal y monetaria de los últimos años; la otra, que es consecuencia de la anterior, con la distancia que los mercados financieros internacionales han establecido entre México y naciones como Brasil, Argentina y Venezuela. Esa diferenciación ha permitido reducir la carga de intereses que representa la deuda externa y ha abierto las puertas del crédito externo a un sinnúmero de empresas mexicanas. El riesgo de borrar esas diferencias podría ser costosísimo.

En México el gobierno lleva varios años sosteniendo una estricta disciplina monetaria y fiscal. A partir de la crisis del 95 y a lo largo de prácticamente todo el sexenio pasado, el gobierno se dedicó a construir lo que se dio por llamar un “blindaje” financiero cuyo objetivo era garantizar una transición económica pacífica que, sin necesariamente anticiparlo, coincidió con el mayor cambio político de la historia reciente del país. Ese “blindaje” no sólo le ha dado estabilidad a la economía mexicana y al cambio de mando en el gobierno, lo que no sucedía desde 1976, sino que también ha permitido ampliar el horizonte de ahorro e inversión que, a la larga, podría traducirse en la solidez económica e industrial que el país requiere. Puesto en otros términos, ese “blindaje” ha comenzado a sembrar los pininos de lo que podría ser una economía estable y moderna. La pregunta es si los mexicanos tendremos la visión y la inteligencia para mantener el curso y el paso.

El beneficio de corto plazo de la disciplina fiscal es más que evidente. Por supuesto, hubiera sido deseable mantener esa estabilidad en un entorno de crecimiento económico, pero no siempre se pueden lograr todos los objetivos de manera simultánea. Y aquí es precisamente donde hay una diferencia de percepciones respecto a lo que es posible y deseable. Muchos políticos y algunos analistas, que parecen haber olvidado el origen de las crisis recientes, sugieren que la solución al problema de estancamiento económico reside en un mayor gasto público, aunque eso implique también un mayor endeudamiento del país. Si bien existe teoría en el campo económico que sustenta esa noción, la realidad es que nuestra economía, como ya lo demostró la de Argentina y Brasil, no puede sobrevivir una crisis más y una política de gasto deficitario no haría sino llevarnos en esa dirección de una manera inmediata.

La gran virtud de la férrea disciplina fiscal de los últimos años ha sido la señal que se ha enviado a los potenciales inversionistas así como a los operadores de los mercados financieros, quienes han acabado por diferenciar a México del resto de los países en desarrollo o, en su nomenclatura, de los países emergentes. Esa distancia le ha generado al país beneficios que hace décadas parecían inasequibles. En primer lugar, el costo de la deuda externa ha disminuido, toda vez que el llamado “premio” en las tasas de interés que el país debía pagar sobre su deuda (una sobre tasa con respecto a las que pagan las naciones desarrolladas), disminuyó drásticamente. En los últimos años, el erario mexicano se ha ahorrado varios miles de millones de dólares en servicio de la deuda por ese concepto. No menos significativo es que los inversionistas comienzan a ver a México como un lugar estable en el que se pueden realizar inversiones de largo plazo. Estos son tan sólo dos ejemplos de los beneficios intangibles que trae consigo la estabilidad financiera. Parecería absurdo querer cambiar lo que sí funciona.

Pero el hecho es que existen dos fuentes de presión que podrían conducir, si no es que ya lo están haciendo, a una mayor inestabilidad. La primera son los llamados a un mayor gasto que cotidianamente se escuchan en las tribunas políticas y en los medios electrónicos e impresos. Pareciera que una gran mayoría aboga por un mayor gasto, sin importar su destino y mucho menos que éste se desperdicie de las maneras más pueriles, sobre todo a través del mal llamado federalismo fiscal. La otra fuente de presión está relacionada con las percepciones. En la medida en que México se acerque más a naciones como Argentina y Brasil, o que los operadores en los mercados perciban que en México no se están emprendiendo las acciones necesarias para mantenerse apartada de naciones en situación crítica, los beneficios que ha traído aparejada la diferenciación comenzarán a disminuir, si no es que a desaparecer. Desde la perspectiva de los operadores en los mercados financieros, la ausencia de reformas en temas críticos como el fiscal, eléctrico, recaudatorio, garantías, petroquímico y demás, son indicaciones claras de que México ha ido avanzando en la dirección equivocada. La volatilidad del tipo de cambio en los últimos días es elocuente al respecto.

La estabilidad económica no está garantizada, es importante reiterarlo. Si bien el “blindaje” sigue operando, muchos de sus soportes se han ido debilitando. En un mundo como el de hoy, en que para los mercados las percepciones son tan importantes como las realidades, México ha perdido puntos al no moverse hacia delante y, en este contexto, la percepción sobre el país inevitablemente se deteriora. El que no se esté actuando para eliminar las fuentes potenciales de riesgo económico no hace sino exacerbar los ánimos. La lección que arroja la crisis argentina para México es muy clara: si bien todos quisiéramos experimentar tasas de crecimiento más elevadas que las actuales, éstas no se pueden alcanzar gastando más, ni mucho menos con un gasto deficitario. El riesgo de romper los equilibrios fiscales es tan grave que nos podría llevar a una nueva crisis en un santiamén.

En lugar de perdernos en debates que no nos llevan a ningún lado y que empiezan a resultar costosos para el país, lo importante es seguir avanzando las reformas que nos acerquen a las economías desarrolladas, es decir, lo importante es seguir avanzando en un proceso de convergencia con nuestros principales socios comerciales. Eso, y no salidas falsas como un mayor gasto, es lo que va a asegurar el desarrollo de largo plazo del país. Argentina y Brasil merecen nuestra solidaridad, pero el desarrollo de México y de los mexicanos requiere que se mantenga el rumbo económico y se siga el ejemplo de los países ricos, que por algo lo son.

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La inasible reforma eléctrica

Luis Rubio

Dos visiones contrastantes se enfrentan en el debate sobre el futuro de la electricidad: la de aquellos que defienden el statu quo a ultranza y enarbolan la consigna popular “más vale malo por conocido que bueno por conocer”; y la de quienes albergan la esperanza de utilizar los recursos del fisco con mayor eficiencia y rentabilidad social, ya sea en el combate a la pobreza o en la construcción de infraestructura básica (como educación y salud) antes que en el subsidio a la generación de electricidad. Los primeros se amparan en el argumento de que la eléctrica es una industria estratégica y que sólo el gobierno debe intervenir en ella. Los segundos, más atentos a lo que acontece en este campo en el resto del mundo, consideran que lo único estratégico de la industria son los intereses políticos y sindicales alrededor de ella. No obstante, lo que ninguno de los dos bandos parece haber contemplado es la complejidad inherente al desarrollo de una industria eléctrica moderna. Mientras esto no ocurra, cualquier reforma que eventualmente llegara a aprobarse sería insuficiente, si no es que inadecuada.

Aunque los colores de la disputa en materia eléctrica son nacionales, la discusión tiene una dimensión global. Hoy no existe prácticamente nación que evada el debate sobre cómo desarrollar la industria eléctrica. Por décadas, la electricidad fue un monopolio gubernamental en casi todos los países del mundo por dos razones fundamentales. Primero, porque las redes de distribución del fluido eléctrico eran consideradas un monopolio natural. Eso significaba que sólo podía haber una red de cableado en cada ciudad y, por lo tanto, la competencia en el sector no podía existir. Segundo, las plantas generadoras de electricidad, incluidas las grandes presas, eran de dimensiones tan colosales, que sólo en algunas naciones era posible que el sector privado las realizara. En este sentido, no es casual que durante muchos años la generación privada de electricidad fuera una excepción.

Todo comenzó a cambiar con el avance tecnológico que experimentó el sector. En lugar de enormes plantas generadoras con costos multimillonarios, hace algunas décadas comenzaron a surgir nuevas opciones de generación de menor escala, más eficientes y limpias y con costos perfectamente asequibles para inversionistas de menor escala. En lugar de depender de las grandes termoeléctricas, algunas empresas o parques industriales empezaron a generar electricidad de manera competitiva. Además, con el tiempo, evolucionaron las concepciones sobre el monopolio tradicional. Si bien la necesidad de una red urbana de distribución era un obstáculo para la competencia, las autoridades de diversas naciones se preguntaron por qué tenía que extenderse esa noción a la transmisión del fluido eléctrico. Es decir, una cosa eran las ciudades y otra muy distinta era la transmisión de una planta a una ciudad o entre las propias ciudades. ¿Cómo justificar un monopolio en ámbitos donde no tienen razón de ser alguna?, se preguntaron los reguladores.

Estas interrogantes motivaron a diversos países a replantear el desarrollo del sector. Inglaterra, nación pionera tanto en el desarrollo de la industria eléctrica privada como en su posterior estatización, emprendió la más ambiciosa privatización y desregulación de la industria que se conozca hasta la fecha. Al inicio de los ochenta, Inglaterra comenzó a desmantelar sus monopolios eléctricos y a privatizar la industria en su conjunto. Lo que hicieron entonces se ha convertido en un modelo para todo el mundo. De hecho, tan grande ha sido su éxito, que hoy se discute el modelo inglés en naciones tan distintas y dispares como China y Francia y, en su momento, en Argentina y Chile. Pero no todos los imitadores han reproducido el éxito de los británicos. Aquí estriba el meollo del asunto, el punto crucial que deberíamos atender los mexicanos.

La clave del éxito inglés residió en decisiones muy simples pero primordiales, que se formularon desde un principio y constituyeron las piedras de toque de todo el proceso. Para comenzar, el gobierno británico se propuso crear una estructura funcional que garantizara el desarrollo a largo plazo de la industria; es decir, a diferencia de muchas de las privatizaciones mexicanas, el proyecto inglés buscó el desarrollo de la industria por encima de un ingreso fiscal de corto plazo o la satisfacción de intereses y corruptelas inmediatas. Los ingleses idearon dos estructuras que, a diferencia de sus malos imitadores alrededor del mundo, han aguantado el paso del tiempo. Me refiero a la entidad reguladora y a la separación de funciones en la industria.

El diseño de la desregulación y privatización en ese país europeo se empeñó en construir equilibrios a todo lo largo de la cadena industrial. De esta manera, estableció una separación tajante entre los generadores de electricidad, los transmisores del fluido y los encargados de distribuir el producto. Una empresa dedicada a la generación no podía ser también transmisora y distribuidora o viceversa. Cada una tendría su lugar en el proceso y la clave del éxito dependería de la existencia de una regulación que no favorecieran a ninguna de ellas para asegurar, así, equilibrios naturales. Por su parte, la entidad reguladora creada para este fin fue absolutamente independiente y autónoma en su gestión, y contó con poderes suficientes para hacer cumplir la regulación. El objetivo último era asegurar la viabilidad de la industria y el suficiente suministro para las necesidades del crecimiento económico, así como elevar la eficiencia y competencia en el sector para que el consumidor se viera beneficiado tanto por el precio como por la calidad del servicio. El éxito británico no fue casual ni gratuito.

Nadie en México puede dudar de la proximidad de una crisis eléctrica por generación o por la pésima condición de buena parte de la infraestructura de distribución. Si bien hay suficientes plantas generadoras en proceso de construcción, que seguramente serán suficientes para cubrir la demanda de los próximos tres o cuatro años, el artificio legal bajo el cual éstas se amparan acaba de ser cuestionado por la Suprema Corte de Justicia, lo que cancela la posibilidad de nueva inversión utilizando el mismo esquema. Esto obliga a encarar el problema de frente y resolverlo. Pero ahí es donde los problemas empiezan: ni los grupos opositores a cualquier reforma, la que sea, parecen comprender el costo potencial de no resolver la futura crisis eléctrica; ni los promotores del cambio aprecian la complejidad de las reformas que se necesitan para resolverla. Así, tenemos una feroz oposición a cualquier cambio, oposición que refleja tanto los intereses directos (y en ocasiones personales) de la vieja clase política como la supina incapacidad para apreciar el tamaño del reto, el enorme costo que representa (decenas de miles de millones de dólares) y la falta de capital para sufragarlo. Mejor permanecer ciegos y pretender que los problemas se resolverán por arte de magia, parecen decir los defensores del statu quo.

Pero si la oposición a cualquier reforma sensata prefiere cerrar los ojos a la realidad, los impulsores de las reformas con frecuencia pecan de lo contrario: para ellos lo único importante es aprobar una reforma legislativa, como si esto fuera suficiente para transformar a la industria. Desgraciadamente nuestra historia muestra cuan falaz es esta visión. Si uno compara el éxito británico en materia eléctrica con la evolución de la industria de las telecomunicaciones en México a lo largo de la última década, lo menos que podemos hacer es extremar la cautela. Mientras que en Gran Bretaña el propósito fue desarrollar una industria competitiva al servicio del consumidor, la privatización de las telecomunicaciones en México buscó solamente incrementar las arcas gubernamentales. La diferencia de enfoques explica todo lo que siguió: mientras que allá se constituyó una instancia fuerte y autónoma encargada de regular con equidad y promover la competencia lo mismo que la calidad del servicio y el abasto, aquí se creó un órgano regulador débil, subordinado a la autoridad gubernamental, y una regulación que favorecía amplia y generosamente al jugador más grande (pues de otra manera nunca hubiera pagado el monto que sufragó, ni sería tan rentable como lo es hoy). Mientras que en Inglaterra se apostó por la diversificación entre generadores, transmisores y distribuidores de la electricidad, aquí se preservó el monopolio. El punto es que nuestra experiencia con desregulaciones y privatizaciones ha sido tan mala desde el punto de vista de la competencia, el servicio y el beneficio al consumidor, que no hay motivos para suponer que las reformas propuestas en materia eléctrica vayan a ser diferentes.

La clave del éxito británico estuvo en el diseño institucional. Desde esta perspectiva, las preguntas pertinentes para la industria eléctrica no son, o no deberían ser, si éste se abre y desregula, sino, más bien, cómo asegurar que se genere la electricidad necesaria a tiempo, qué mecanismos o instancias crear para asegurar una competencia fructífera y cómo velar por los intereses de los consumidores en cuanto al precio y calidad del producto.

Mientras que el “debate”, si así se le puede llamar a la pantomima y evasión de responsabilidades que caracteriza a los participantes políticos en este proceso, pone énfasis en los valores ideológicos y políticos, todos ellos orientados a ensalzar un nacionalismo mal entendido (porque sin luz toda pretensión de soberanía es un poco inútil), los verdaderos temas de fondo son de carácter institucional: ¿cómo asegurar la independencia del regulador?; ¿quién garantizará el cumplimiento de los contratos?; ¿cómo se asegurará la transparencia administrativa de las nuevas empresas así como de las decisiones del regulador en la materia?

Estos temas son medulares no sólo para la industria eléctrica, sino para el desarrollo del país en general. En este sentido, lo cierto es que mientras no resolvamos estos entuertos, la viabilidad económica de México seguirá en entredicho.

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La paradoja de la educación

Luis Rubio

Si un tema preocupa a todos los mexicanos ese es, sin duda, el de la educación. No sólo todos aspiramos a una buena enseñanza para nuestros hijos, sino que vemos en ella, al menos en abstracto, una garantía de movilidad social. Los adultos que no tuvieron acceso a la educación posiblemente tienen menor capacidad para evaluar la calidad de la enseñanza que se imparte y sus alcances, a diferencia de quienes han padecido las deficiencias de la instrucción pública. Sin embargo, no ignoran la trascendencia que para la vida posee una adecuada formación educativa. Por ello, así como la necesidad de la educación nos une, el total divorcio que existe entre la necesidad y la calidad, la altísima demanda y la ausencia de soluciones, los abusos que cometen el sindicato y las autoridades, y la incapacidad de millones de ciudadanos para salir adelante por la pésima calidad del servicio, divide al mexicano común de sus políticos y gobernantes. La evaluación de la calidad educativa, por tanto, es una necesidad inaplazable.

El desarrollo económico tiene un vínculo directo con la educación. Esto es así lo mismo en nuestro país que en el resto del mundo. Por siglos, la educación fue privilegio de una elite. Eran pocos los que tenían acceso a ella gracias a los tutores privados, una figura propia de la realeza. Baste recordar las novelas de Víctor Hugo, Dostoievski y Charles Dickens para observar cómo vivía la mayor parte de la población en tres de las principales potencias de hace sólo siglo y medio. Fue hasta que se masificó el acceso a la educación, sobre todo con el surgimiento de las escuelas públicas, que comenzó el verdadero desarrollo económico en el mundo. Por siglos, las economías de prácticamente todas las naciones se mantuvieron esencialmente estáticas y su crecimiento, cuando se registraba, era más extensivo que intensivo, esto es, crecían –y se enriquecían o empobrecían- por una mayor o menor disponibilidad de insumos y materias primas. Eso sucedió en España cuando súbitamente contó con los recursos minerales del continente americano. La expansión educativa a un número cada vez más creciente de personas revolucionó al planeta. La era del crecimiento comenzaba a ser posible.

Si la educación impactó a la economía cuando se trataba de sociedades relativamente aisladas y, hasta cierto punto, retrógradas, hoy, en la era de la globalización, la educación, junto con la salud, es el capital más importante con que cuenta una persona, capital que le servirá para trabajar, desarrollarse y crecer. Mientras mejor sea la calidad de esa educación, mayores serán el crecimiento y las posibilidades de las personas que la disfrutan. Además, lo que es cierto para el individuo, también lo es para las empresas y el país. La educación es un pilar fundamental del desarrollo. Cuando ese pilar no es muy sólido, como ocurre en nuestro país, ese potencial se ve mermado.

Parte del problema es nuestra vaga idea sobre la calidad de la educación en el país. Ante la inexistencia de medidas objetivas, independientes y comparativas de la calidad de la educación en el país, los ciudadanos y los padres de familia carecen de un patrón para actuar. Mucha gente supone que cualquier debate sobre la calidad entraña una disputa ideológica profunda, un desafío a todo el concepto y estructura de la educación pública. Nada de esto podría estar más alejado de la realidad. El que la calidad de la educación pública sea mala (lo cual no implica necesariamente que la educación privada sea buena) tiene consecuencias graves en, por lo menos, tres órdenes: primero, porque le niega oportunidades a la población con menos ventajas y posibilidades propias, es decir, a los más pobres, a los que de entrada padecen las consecuencias de la desigualdad; segundo, porque impide que el país se desarrolle, con todo lo que eso implica en términos de creación de riqueza, empleos y oportunidades; y tercero, porque preserva y agudiza la desigualdad. Por donde uno lo vea, y contra la imagen convencional, un sistema educativo que no ofrece calidad, aunque haya alcanzado la universalidad, constituye un fardo que preserva los males del país e impide salir adelante.

El crecimiento de la economía y, en general, el éxito del desarrollo del país, dependen de la existencia de una organización económica eficiente, un sistema crediticio apropiado, certidumbre jurídica, así como seguridad física y patrimonial. Pero para que la economía progrese, para que el valor de lo producido se eleve y aumente la productividad (única manera de incrementar el ingreso de la población en el largo plazo), es imperativo contar con una población analítica, creativa y participativa. En la actualidad, el sistema educativo no contribuye al desarrollo de las personas ni al del país. Quienes tienen capacidad de acceder a escuelas privadas, generalmente consiguen mejores oportunidades en la vida, mientras el resto se queda rezagado por el delito de ser pobre. De esta manera, se contradice el objetivo principal de la educación pública: disminuir la desigualdad. O, puesto en otros términos, el sistema privilegia el poder del sindicato a costa del desarrollo del país.

La formación del capital humano, en que la educación juega un papel neurálgico, constituye la base del desarrollo tecnológico y de la innovación, del valor agregado y de la productividad. La posibilidad de formar ese capital humano está íntimamente ligada a la calidad del sistema educativo y es a partir de éste que tiene que lograse ese desarrollo. La pregunta es cómo revertir las tendencias actuales, cómo modificar la pésima calidad educativa y cómo dar el mayor alcance al enorme potencial que representan el sistema educativo mismo y los niños que a éste ingresan cada año.

En la actualidad, las disputas políticas dominan el tema: que si el sindicato debe decidir la política educativa o someterse a una evaluación objetiva acerca de dónde estamos y cómo avanzamos; que si el debate sobre la calidad de la educación entraña una agenda política o ideológica ulterior; que si los padres deben incidir en las políticas educativas que afectan el desarrollo de sus hijos. Las disputas y la defensa a ultranza del statu quo educativo y sindical por parte de gobiernos y partidos, en especial del PRI y el PRD, hablan por sí mismas. En aras de mantener prebendas políticas (y su propia tranquilidad), el establishment político ha optado por preservar la desigualdad implícita en el sistema educativo actual.

El tema de la evaluación educativa a cargo de una entidad independiente, amenaza con severidad a los aparatos educativo y sindical. Pero esa amenaza es más aparente que real. Para comenzar, los maestros de hoy son y serán, por necesidad, quienes asumirán la responsabilidad de transformar la educación de acuerdo a las necesidades del país. En este sentido, la amenaza percibida por los maestros en la forma de una evaluación externa, sólo es real en la medida que se opongan de manera tajante y absoluta a cualquier cambio. De hecho, frente a la presión que representa el aparentemente interminable conflicto entre el sindicato (SNTE) y los grupos de maestros disidentes agrupados dentro de la Coordinadora Nacional (CNTE), lo más lógico sería que el propio gremio encabezara la demanda por una transformación educativa, antes que la sociedad se los imponga. Pero, desafortunadamente, el sindicato, como buena parte del establishment político, no tiene otro propósito que el de preservar sus fueros, y persiste en mantenerse ciego y sordo ante una sociedad cada vez más demandante y conocedora de sus derechos.

Una evaluación seria y frecuente de la calidad de los servicios educativos, permitiría a las autoridades y a la sociedad en su conjunto saber dónde estamos. Hay muchas hipótesis encontradas sobre el estado de las cosas en este ámbito, pero pocos datos objetivos que permitan desarrollar programas correctivos, reentrenar profesores y abrir nuevas oportunidades. Pero, como tantos otros asuntos en la política nacional, la idea de crear una institución autónoma dedicada a realizar evaluaciones de manera independiente ha sido presa de intereses facciosos comprometidos con que nada cambie. Así, mientras la SEP ha tratado de negociar lo que debería ser su obligación central, los opositores se han fortalecido al punto de paralizar el país, que en este caso implica no sólo el abuso de la ciudadanía ante las interminables manifestaciones, plantones y marchas, sino también la derrota del gobierno en una de las promesas más claras de la campaña presidencial de Vicente Fox: una educación de calidad.

Hay países parecidos al nuestro, como Chile, que han logrado transformar a la educación pública y convertirla en lo que debe ser: un pilar para el desarrollo de las personas y la economía. Ahí, la evaluación de los resultados arrojados por el proceso educativo es constante y sistemática; además, encarna el criterio medular para la asignación del presupuesto en ese rubro. Gracias a este instrumento, una infinidad de escuelas ha visto cómo se eleva su presupuesto y se incrementan los sueldos de sus profesores. En lugar de ser museos y campos de alabanzas a un pasado inexistente, como en nuestro caso, las escuelas públicas chilenas se han convertido en uno de los principales agentes de cambio. Los políticos dejaron atrás la demagogia que habla siempre en nombre de los pobres, a quienes de hecho no protegían, para darles oportunidades reales y efectivas de combatir la desigualdad a la que la historia y otras circunstancias los había condenado.

La pregunta que es por qué los mexicanos tendríamos que aceptar algo distinto y conformarnos con miserias. Si hay un instrumento real y efectivo de movilidad social ese es, sin temor a equivocarnos, la educación. Es tiempo de que los políticos, siempre prestos a invocar a los pobres en sus discursos, les cumplan verdaderamente. Evaluar los resultados de la educación a través de una institución autónoma e independiente para garantizar la objetividad e imparcialidad del proceso, es la mejor manera de comenzar.

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Nueva atonía

Luis Rubio

La última vez que México vivió un periodo en el que parecía “no pasar nada” fue en 1971, año que acabó siendo conocido como de “atonía”. La abrumadora mayoría de los mexicanos nunca vivió un año como ese, tan importante ahora que bien vale la pena recordarlo. No sería exagerado afirmar que, en retrospectiva, 1971 fue decisivo para el país. De hecho, tantas cosas cambiaron a partir de ese momento que hasta resultan difíciles de creer. Para muestra un botón: tan elevadas habían sido las tasas de crecimiento de la economía a lo largo de las dos décadas previas, que el país entró en una virtual crisis política cuando la economía experimentó una “recesión”. Lo que en aquel tiempo se entendía por recesión era un crecimiento inferior al promedio de los años anteriores. Algo debía estar muy, pero muy mal, afirmaban los próceres del gobierno entrante en ese momento, que la economía sólo había crecido 4.2% en 1971. El diagnóstico que se hizo de la situación económica en ese entonces llevó a una década de lujuria y dos de crisis de las que todavía, bien a bien, no nos acabamos de reponer. Es crucial poner las cosas en perspectiva antes de que la “atonía” del 2002 llegue a convertirse en otro parteaguas desastroso para el desarrollo del país.

1971 fue peculiar en más de un sentido. Dos hechos lo marcarían para siempre: el primero fue el comienzo de una nueva administración que se inauguró casi literalmente de las cenizas del movimiento estudiantil de 1968 y cuya consecuencia fue la de imprimirle una dinámica muy distinta a la política interna en los años subsecuentes.  El otro fue el súbito viraje que experimentó la política económica, un verdadero golpe de timón que llevaría al país a abandonar más de dos décadas de crecimiento económico con estabilidad de precios para encaminarlo por una senda de crisis y conflicto que perdura hasta nuestros días.

La historia que precedió al fatídico año de 1971 es importante. Luego de muchos años de altibajos en materia económica después de la épica revolucionaria, al principio de los cuarenta el país comenzó a experimentar tasas cada vez más altas de crecimiento y una tendencia progresiva hacia la estabilidad de precios. Para el fin de los cuarenta y principios de los cincuenta, el país no sólo experimentaba tasas tan altas como 10% y hasta 12% en algunos años, sino que lo hacía con índices de inflación que durante varios años fueron inferiores al 3%. En varias ocasiones a lo largo del periodo conocido como desarrollo estabilizador, la inflación fue menor a la de países como Estados Unidos. Aunque ciertamente no todo era un lecho de rosas en el país o en la economía, es imposible dejar de reconocer que la administración de la economía era excepcional. Sólo para reforzar el punto, lo espectacular de los logros alcanzados entonces, sobre todo entre 1952 y 1970, se puede apreciar mejor cuando se comparan con los objetivos de crecimiento de las administraciones recientes que, cuando han sido ambiciosas, se han ubicado entre cinco y siete por ciento.

A pesar de los desafíos, sobre todo de naturaleza estructural, que la economía mexicana enfrentaba al cierre de la década de los sesenta, la situación económica era tan favorable que cualquier gobierno del mundo habría hecho hasta lo imposible por preservarla. Sin embargo, en 1971 se conjuntaron dos circunstancias que habrían de tener un enorme impacto sobre la administración de la economía mexicana. Por una parte, el movimiento estudiantil de 1968 había evidenciado una problemática por demás seria y trascendente. El nuevo gobierno, en funciones desde diciembre de 1970, se fijó como derrotero ocuparse de los conflictos derivados del 68 y estuvo dispuesto, literalmente, a pagar cualquier precio para lograr su objetivo. El mejor testamento de esa decisión reside precisamente en su frivolidad: el costo, tanto económico como político, pero especialmente social, de esas decisiones, acabó siendo tan monstruoso –tres décadas de crisis- que sorprende escuchar todavía hoy a quien propugna por políticas económicas “no ortodoxas” para construir un país del primer mundo.

La otra circunstancia que vino a complicar la situación política del país, sobre todo en un momento tan sensible, fue el manejo de las variables monetaria y fiscal a que recurrió la administración. En su afán por preservar la estabilidad de precios, las autoridades monetarias y fiscales provocaron una caída en la tasa de crecimiento. De esta manera, en lugar de alcanzar tasas similares al promedio alcanzado en las dos décadas anteriores, es decir, de 6.5%, la economía mexicana logró una tasa de crecimiento apenas superior al 4%. Esa tasa, que hoy sería motivo de jauja y libertinaje, fue considerada tan terriblemente baja que no era infrecuente el uso de la palabra recesión para explicar el nuevo fenómeno. Algún despistado acabó por llamarle “atonía” a una situación que con franqueza no se podía tildar de recesión. Pero el hecho político, a diferencia de la realidad económica, fue que el pobre desempeño de la economía en ese año crucial acabó provocando una reacción de brutales consecuencias.

Para el régimen de Luis Echeverría (1970-1976), la situación económica era deplorable e insostenible; requería de cambios definitivos. Desde su perspectiva, los problemas políticos de años anteriores demandaban un giro fundamental en la naturaleza de la actividad gubernamental. De esta forma, el gobierno se abocó a modificar la estructura tanto del sistema político como del económico. Por el lado político, el gobierno concluyó que el movimiento estudiantil de 1968 era tan sólo la punta del iceberg y que el problema constituía una amenaza a la estabilidad del país, a la sobrevivencia de la “familia revolucionaria” y al sistema político construido en torno al PRI. Acto seguido, el gobierno se dedicó a movilizar a la sociedad, y a crear nuevos mecanismos de participación política, así como organizaciones y organismos leales al presidente y al “sistema”; igualmente subsidió una enorme variedad de grupos e intereses. Todo se valía y no había límite alguno para las acciones emprendidas por el gobierno. A final de cuentas, no hay que olvidar, la estabilidad del país en su conjunto se encontraba en riesgo.

Dado que la percepción de crisis por parte del gobierno era tan seria, no había razón alguna para proseguir con la misma política económica, a pesar de que, al menos hasta ese momento, había probado ser por demás generosa en sus resultados. Esto es, desde la óptica gubernamental, la economía no era sino un instrumento más a su alcance para avanzar en sus objetivos políticos. De esta forma, la nueva política económica, que comenzó a instrumentarse a partir de 1972, iba orientada casi exclusivamente a apoyar los objetivos políticos del gobierno. En lo específico, en lugar de mantener los equilibrios macroeconómicos más elementales —sobre todo en lo relativo a las finanzas públicas— el nuevo gobierno optó por duplicar el gasto público, es decir, buscó procurar una rápida reactivación de la economía de manera artificial. En 1973 volvería a repetir el mecanismo y otra vez en 1974. Al final, el gasto público se multiplicó de una manera sin precedentes en sólo tres años.

Las consecuencias, buenas y malas, del nuevo activismo gubernamental en materia económica no se hicieron esperar. Por el lado positivo, la economía, en respuesta al extraordinario estímulo que recibió, experimentó una súbita recuperación, naturalmente acompañada de beneficios en términos de empleo, salarios y demás. Pero muy poco después comenzaron a aparecer las consecuencias negativas: la balanza de pagos comenzó a experimentar un creciente desequilibrio, la deuda externa se incrementó hasta volverse impagable, las tensiones políticas internas no sólo no se atajaron sino que se exacerbaron y, para 1976, el país entró en la primera crisis económica de las muchas que caracterizaron a la última parte del siglo XX.

Las consecuencias del viraje económico fueron brutales e impactaron hasta lo más íntimo de la vida de los mexicanos. Casi todos los malestares que ha sufrido la sociedad mexicana desde 1970 se remiten a las decisiones adoptadas en 1971: desempleo, polarización económica, crisis recurrentes, devaluaciones, inflación, desequilibrio demográfico, burocracia y burocratismo, sindicatos abusivos, empresarios subsidiados, concesiones inexplicables, empresas paraestatales ineficientes servidoras de los intereses de sus propios sindicatos y administraciones, y por encima de todo, un sinnúmero de oportunidades perdidas. Lo único que desafortunadamente no se perdió como consecuencia del golpe de timón de 1971, fue la creencia de que todos los males se pueden resolver con más gasto público, más burocracia y más de eso que llaman nacionalismo, que no es otra cosa sino una pantalla para beneficiar los intereses particulares que han vivido de depredar al gobierno.

Hoy que nos encontramos en un momento difícil donde la economía crece mucho menos de lo deseable, vuelven a aparecer voces que se niegan a entender esta historia. Unos quieren más gasto público, en tanto que otros se niegan a reformar entidades, instituciones y sectores convertidos en obstáculos para el desarrollo del país. Lo vemos en las disputas por el gasto y en las resistencias a una reforma fiscal; en la negativa a abrir espacios para la competencia en materia eléctrica y de telecomunicaciones; en la necedad de aferrarse a los remanentes de un modelo económico emprendido en los setenta, que probó con absoluta contundencia su capacidad para empobrecer a los mexicanos. La atonía es mucho más peligrosa de lo que aparenta.

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El “nuevo” Bush y México

Luis Rubio

El viaje del Presidente George W. Bush a Europa la semana pasada ha sido revelador en más de un sentido, además de que entraña importantes lecciones para nosotros. En Europa, Bush fue recibido entre manifestaciones públicas —algunas agresivas y desafiantes— y fuertes sermones pronunciados por algunos líderes europeos. La dinámica que ahí se desarrolló no puede sernos ajena, pues en alguna medida evidenció los espacios y parámetros que existen para avanzar nuestra propia agenda con Washington.

Las manifestaciones, a veces agresivas y violentas, con motivo de la visita de un mandatario norteamericano a Europa no son nuevas. Basta recordar los tiempos de Vietnam. Lo característico en las recientes, las que acompañaron al presidente Bush en su viaje por el viejo continente, fue el mensaje duro pero lo pacífico de su estilo en la mayoría de ellas. Algunos protestaban por la negativa de la administración Bush a suscribir el Protocolo de Kyoto en materia ambiental, en tanto que otros reprobaban su política hacia Medio Oriente. El discurso de los políticos europeos, por su parte, tenía un tono y significado muy distintos. Un primer mensaje, quizá el más difícil de transmitir al presidente de una nación que recientemente sufrió uno de los mayores ataques terroristas de la historia moderna, fue el que no se puede juzgar todo a la luz del terrorismo. Uno tras otro de los mandatarios coincidieron en que los ataques terroristas cambiaron al mundo, pero que no podían constituirse en el leitmotiv de todas las acciones de un gobierno, ni el criterio para actuar en conflictos como el árabe-israelí, tema por el cual los europeos y los norteamericanos han chocado sistemáticamente en los últimos meses.

Desde la perspectiva europea, el terrorismo ha sido una realidad cotidiana por décadas aunque, por supuesto, nunca ha sido tan brutal y vistoso como el del 11 de septiembre pasado. Por años, el Ejército Republicano Irlandés causó estragos permanentes en la vida de los ingleses y la eta no ceja en su esfuerzo por diezmar al gobierno español. Sin embargo, nada de eso ha impedido que los respectivos gobiernos sigan funcionando de manera normal. Los europeos fueron claros y llanos en su mensaje: por graves que hayan sido los ataques, la política exterior norteamericana no debe adoptar el maniqueísmo intolerante que todo lo reduce a una definición del bien y el mal, de mis amigos y mis enemigos.

Las diferencias y críticas no se limitan al tema del terrorismo, aunque éste fue un tema medular del discurso, toda vez que el presidente Bush lo ha convertido en el elemento central de su política exterior. En el camino, se externaron otros planteamientos igualmente conflictivos. El presidente Putin señaló que las quejas norteamericanas respecto a la transferencia de tecnología nuclear de Rusia hacia Irán deberían verse a la luz de similares transferencias por parte de Estados Unidos hacia Corea del Norte. Añadió que a los rusos les preocupa el desarrollo de misiles en Taiwán. Otros criticaron la política estadounidense hacia Irak, al argumentar que Siria podría ser incluida en el “eje del mal” definido por Bush, mientras Arabia Saudita, ese socio estratégico de Estados Unidos, estaba lejos de caracterizarse por ser una sociedad democrática y plural. Todos intentaron convencer al presidente de Estados Unidos de modificar el prisma que anima la política de la Casa Blanca hacia los palestinos. Para los europeos, los estadounidenses siempre están dispuestos a recurrir a las armas, cuando muchos de ellos perciben que la guerra no es solución a ninguno de los problemas que se pretenden resolver por ese medio. El colorido que emplearon los europeos para hacer sus críticas y comentarios puede bien entenderse como un intento por tratar de “educar” al presidente Bush, de aleccionarlo sobre un mundo mucho más complejo de lo que para ellos sugieren los slogans maniqueos, simplistas y peligrosos, tan socorridos por el mandatario norteamericano.

Ninguna de estas críticas a la política estadounidense es novedosa. Las diferencias entre europeos y norteamericanos, algunas más relevantes que otras, son viejas, producto de realidades y circunstancias contrastantes. Pero desde la segunda Guerra Mundial, esas diferencias siempre se matizaron por la existencia de un enemigo común en el contexto de la Guerra Fría. Ahora, diez años después del fin de esa era, las diferencias han aflorado de una manera incontenible. Las realidades cotidianas de los europeos son cada vez más distantes de las preocupaciones geopolíticas norteamericanas. Para un continente sumido en debates sobre el euro, la integración, la inmigración, la ultraderecha, los conflictos raciales y religiosos o la criminalidad cotidiana, los temas económicos y de seguridad, el pan de cada día de los estadounidenses en la actualidad, resultan ininteligibles. ¿Para qué perderse en los grandes asuntos cuando se tiene que lidiar con la complejidad inherente a la construcción de un mundo nuevo, reflejado con nitidez en el actuar diario de la Unión Europea?

Los europeos acusan a los estadounidenses de inmaduros y provincianos, critican su propensión a disparar desde las rodillas; dicen que su poder excede su capacidad de juicio. Por su parte, los norteamericanos tienden a ver a los europeos como más inteligentes que sabios, siempre dispuestos a meterse en problemas que sólo el poderío militar estadounidense puede resolverles.  Al margen de las caricaturas implícitas en estas típicas exageraciones, las tensiones entre unos y otros reflejan visiones distintas del mundo y, sobre todo, intereses contrastantes. Un agudo estudioso de la relación trasatlántica, Robert Kagan, argumenta que los europeos viven una gran paradoja. Por un lado, dice, han pasado a una concepción “postmoderna” del mundo, en el que el sistema internacional ya no descansa en el balance del poder, sino en el rechazo al uso de la fuerza y en reglas de comportamiento que cada actor cumple por su propia voluntad. Pero, por el otro, sostiene Kagan, los europeos no se han percatado de que su camino hacia la postmodernidad está garantizado por una potencia (Estados Unidos) que actúa bajo las reglas de la política del poder. Más bien, dice este autor, la postmodernidad europea sería imposible sin un Estados Unidos como es. Sea como fuere, la dinámica política europea tiende a distanciarse de la estadounidense sin que nadie reconozca que se trata de diferencias fundamentales y no meros matices en un contexto común.

Independientemente de que a los europeos les asista o no la razón, o de lo acertado de su perspectiva en algún conflicto o tema específico, la visión que tienen de Estados Unidos arroja importantes lecciones para nosotros. En principio, por más sermones que le dirigieron al presidente estadounidense, la política de su país apenas cambió. En los días siguientes al fin de la gira, la prensa europea manifestó su desencanto frente a lo que percibe como una obsesión norteamericana y una incapacidad para aceptar sus preocupaciones como centrales en el mundo moderno. Los europeos fueron enfáticos en su argumentación, pero incapaces de hacer que los norteamericanos la aceptaran e hicieran suya. La superioridad moral que enarbolaron los europeos puede ser loable, pero acabó siendo ineficaz en su acercamiento al gobierno norteamericano o en su intento de convencerlo de que se trata de preocupaciones legítimas, moralmente superiores a las norteamericanas. Los estadounidenses, unidos como nunca en años recientes por la percepción compartida de vulnerabilidad frente al terrorismo, no tuvieron el menor empacho en rechazar la embestida y afirmar lo que han definido como su “claridad moral”.

Por lo anterior, luego de años de debatir sin ponerse de acuerdo sobre proyectos que van desde la construcción de un bombardero europeo hasta el lanzamiento de un sistema de satélites propio, súbitamente ha emergido un consenso intra-europeo. La paradoja reside en que a pesar de que las diferencias internas no han disminuido, las tensiones con los norteamericanos han hecho posible concluir un conflicto que en ocasiones parecía interminable. La implicación de estas desavenencias difícilmente podría ser más clara para nosotros. Quizá la lección más importante es que no hay forma de avanzar la agenda con Estados Unidos excepto si el tema se convierte en parte de sus obsesiones. Puesto en otros términos, la única manera en que podremos avanzar aspectos como el migratorio, será vinculándolo con los temas que preocupan a los norteamericanos y, de hecho, haciéndolos parte de ellos. La migración tiene que ser vista como un componente esencial de la estrategia de seguridad estadounidense.

Canadá, un país que en muchos sentidos enfrenta circunstancias similares a las nuestras, ha formulado su agenda comercial, sobre todo en lo relativo a mecanismos como el anti dumping, que desean fervientemente eliminar, en términos de seguridad. Los canadienses no han tenido recato para manifestar sus argumentos; por lo contrario, han sido enfáticos y ruidosos al argumentar que su éxito depende de convertir sus preocupaciones en temas prioritarios para los norteamericanos. De manera similar, México tiene que plantear su agenda como un asunto prioritario para los estadounidenses.

Muchos mexicanos preferirían pintar una raya respecto a Estados Unidos, marcar las diferencias, renegociar los acuerdos y procurar un distanciamiento antes que rendirnos a su racionalidad. Ciertamente no hay razón para someter nuestros intereses a los de país alguno, pero hay inquietudes cruciales para los mexicanos que inexorablemente cruzan la línea fronteriza. Los migrantes, por ejemplo, requieren de acciones concretas, los exportadores necesitan mecanismos institucionales que hagan posible su desarrollo y los agricultores demandan alternativas frente a decisiones económicas internas de nuestro país vecino. Si lo que requerimos es efectividad en cada uno de estos rubros, tenemos que plantear nuestra agenda como tema prioritario de los estadounidenses. Si no, acabaremos distantes y sin soluciones, como los europeos, pero desafortunadamente sin sus niveles de vida y riqueza.

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México y Norteamérica

Luis Rubio

Los canadienses están corriendo para convertir los actos terroristas del pasado 11 de septiembre en la base de una nueva relación con Estados Unidos y, por lo tanto, en una ventaja competitiva adicional para su economía y desarrollo. Las implicaciones para México de lo que ellos hagan, propongan y logren con nuestro vecino país del norte serán enormes, razón por la cual tenemos que prepararnos para esa contingencia y, de hecho, ser parte integral de ese proceso de negociación.

Los canadienses reconocen que el mundo ha cambiado y están buscando la manera idónea de adaptarse para mejorar su potencial de crecimiento. En eso no son diferentes al resto de los humanos. Sin embargo, así como en los años ochenta optaron por negociar un tratado de libre comercio con Estados Unidos, que tuvo consecuencias para México, la respuesta de Canadá al nuevo escenario será igualmente central en esta ocasión. Más ahora porque las tres naciones norteamericanas forman una misma estructura de relaciones económicas. No podemos mantenernos al margen, como parte interesada que somos, del proyecto canadiense, que revolucionará y tendrá, sin duda, enormes consecuencias para todo el subcontinente.

Al igual que el resto del mundo, los canadienses resintieron los ataques terroristas de una manera directa. De hecho, después de Estados Unidos, Canadá fue el país más directamente afectado por los ataques mismos, toda vez que una gran parte de los vuelos internacionales que llegaba a Estados Unidos ese día, acabó aterrizando en suelo canadiense. A partir de ese momento, los canadienses, como los otros países, comenzaron a evaluar las consecuencias e implicaciones de los ataques para su propio futuro. Esa primera evaluación llevó a acciones inmediatas en materia de seguridad fronteriza, aduanas, flujos migratorios e intercambio de información, entre otros. Exactamente el mismo proceso tuvo lugar del lado mexicano y ha seguido de una manera natural.

Algunos meses después comenzaron a emerger propuestas concretas para el futuro. Estas propuestas, todavía circunscritas al ámbito académico, muestran un considerable cambio en los lineamientos que por décadas siguió Canadá en su relación con Estados Unidos. Recordemos que de manera similar a México, Canadá optó por negociar un Tratado de Libre Comercio (tlc) de manera renuente, en gran medida porque, como nosotros, había intentado por décadas diversificar sus relaciones comerciales. Decidirse por una negociación semejante, implicó un gran cambio de orientación política y estratégica. Cualquiera que haya visto el edificio de la embajada de Canadá en Washington, advertirá la dimensión simbólica del hecho. Situada entre el Capitolio y la Casa Blanca, se trata de una magna construcción con la que los canadienses no sólo decidieron la cercanía con su vecino sureño, sino que lo hacen evidente a todas luces.

Los atentados de septiembre del 2001 les llevaron a replantear toda su relación. A raíz de los atentados, algunos canadienses se preguntaron de qué servía un tratado de libre comercio si un terrorista podía paralizar todo el comercio transfronterizo en un abrir y cerrar de ojos. Esa interrogante ha calado profundamente no sólo en Canadá, sino también en México. De hecho, muchas de las acciones que se han emprendido en el ámbito aduanero, por citar un ejemplo obvio, se inspiran en este principio. Es el caso también de la política canadiense que integra sus sistemas y computadoras en materia migratoria y aduanera con los de Estados Unidos.

Pero esas fueron tan sólo las reacciones inmediatas. Ahora, varios meses después, comienzan a aparecer planteamientos infinitamente más grandes y ambiciosos, todos ellos importantes para México. Un documento que ha comenzado a dar la vuelta en círculos académicos canadienses, plantea tres posibles esquemas de relación. El primero, una unión aduanera que implicaría la adopción de un arancel común frente al resto del mundo. Una segunda fórmula plantea avanzar en la dirección de un mercado común, quizá menos ambicioso y complejo que el de la Unión Europea, pero con la expectativa de ser igualmente amplio. Finalmente, el tercer esquema iría más lejos y consistiría en una amplia integración de los mecanismos de regulación económica y algunas instituciones clave de seguridad.

Independientemente de las virtudes, dificultades o problemas que cada uno de estos planteamientos entraña, su significado es transparente. La propuesta de algunos canadienses influyentes reconoce, a partir de la nueva realidad geopolítica, la necesidad de profundizar los vínculos económicos y de seguridad entre ambas naciones para mitigar las consecuencias negativas de los ataques terroristas y de las medidas que se han instrumentado desde entonces. Para Canadá, los cambios ocurridos en Estados Unidos y en el mundo tras el 11 de septiembre pasado son suficientemente grandes como para demandar acciones fundamentales de su parte. La pregunta que ellos se formulan, y los mexicanos debemos hacernos, es si nuestro país participará en esta nueva etapa o se quedará a la zaga.

Los componentes de las propuestas canadienses no son aún del todo específicos y suponen en lo individual diversos problemas, tanto para ellos como para nosotros. Por ejemplo, casi cualquiera de los esquemas en la que han estado pensando implicaría un arancel común frente al resto del mundo, lo que obligaría a  México a cambiar su estrategia de diversificación comercial y de inversión a través tratados de libre comercio. Es poco probable que nuestro país pudiera tener un tratado de libre comercio con la Unión Europea y, al mismo tiempo, unificara sus tarifas aduaneras con los países vecinos de Norteamérica, pues existen innumerables conflictos arancelarios y no arancelarios en ambos esquemas comerciales. Otros elementos de la propuesta canadiense no son aplicables a México, toda vez que se refieren a asuntos que nos son ajenos, como los de carácter militar, que incluyen desde la pertenencia a la OTAN hasta la presencia de misiles y armamentos nucleares en territorio canadiense. Pero más allá de las potenciales complicaciones y diferencias, la esencia de la propuesta canadiense es económica, totalmente en línea con el TLC trilateral.

Cuando en 1990 México planteó ante el gobierno estadounidense la negociación de un tratado de libre comercio bilateral, los canadienses se encontraron ante el dilema de cómo responder. Para entonces, Canadá llevaba cinco años con su propio acuerdo con Estados Unidos; esos cinco años habían sido sumamente difíciles en Canadá, sobre todo porque habían coincidido con una severa recesión. Lo último que el gobierno quería, por tal motivo, era reabrir las heridas políticas. Y, sin embargo, Canadá vislumbró las enormes implicaciones para su economía de una negociación entre Estados Unidos y México, lo que le llevó a incorporarse a la negociación y convertirla en lo que hoy es el TLC norteamericano.

México enfrenta ahora un dilema semejante. Si bien el tlc ha sido lo mejor que le ha ocurrido a la economía mexicana en décadas, al tratarse de la principal fuente de inversión, exportaciones y empleos en los últimos años, mucha gente culpa al Tratado de diversos males. Independientemente de la validez de los cargos, el TLC es menos popular de lo que quizá debería ser. Sin embargo, más allá de las percepciones y preferencias políticas internas, el planteamiento canadiense es tan trascendente y sus consecuencias potenciales tan grandes, que los mexicanos simplemente no podemos simplemente.

Las ventajas de sumarnos a una negociación trilateral son obvias, toda vez que, por fuerza, se tendrían que incluir temas centrales de la agenda mexicana para la relación bilateral. Un esquema más avanzado y profundo de integración económica y de mecanismos de seguridad, tendría que acompañarse de una liberalización, así sea en etapas, en materia laboral y migratoria. De igual forma, una mayor integración implicaría estándares comunes en materia de infraestructura y, concebiblemente, de medios para financiarla. Desde luego, avances en estos campos no serían gratuitos. Si bien un esquema de mayor integración contribuiría a incrementar la seguridad territorial de Estados Unidos, hay temas en la agenda norteamericana, incluyendo el de energía, que no podrían evadirse como sí lo fueron cuando se negoció el TLC.

Vivimos en un mundo dinámico que cambia de manera sistemática y no hay anclas permanentes que garanticen el desarrollo del país. Mucho de lo que se avance o retroceda en los próximos años va a depender de las decisiones que se tomen y de las acciones que se emprendan en reformas que eleven la competitividad del país, contribuyan a elevar la productividad y aseguren las fuentes de inversión, es decir, la creación de riqueza y empleo.

El TLC se ha convertido en un pilar fundamental para el desarrollo económico del país, pero las nuevas realidades internas y externas obligan a pensar en los pasos que siguen. En ausencia de una capacidad interna para tomar la iniciativa y mirar hacia adelante, los canadienses lo están haciendo. Ahora tendremos que responder y esa respuesta, cualquiera que sea, tendrá consecuencias por muchas décadas.

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¿Queremos crecer?

Luis Rubio

Si existe un objetivo que virtualmente todos los mexicanos suscribirían sin disputa ese es, sin duda, el del crecimiento económico. El crecimiento, todo mundo reconoce, es fuente de riqueza y empleos, oportunidades y desarrollo. Dado este virtual consenso, lo impresionante es la total ausencia de disposición -en la sociedad, el poder legislativo o el gobierno- para tomar las duras decisiones que implica sentar bases firmes y definitivas para que ese crecimiento sea de verdad posible.

Argumentar a favor del crecimiento económico en México es como hablar de la familia o la virgen de Guadalupe. Es decir, es algo tan importante y necesario que nadie lo pone en duda. Lo que es más, a los mexicanos nos encanta diferenciar -y despotricar- respecto a los diversos «modelos» de crecimiento que serían deseables. Hace años, cuando se descubrieron vastos yacimientos de petróleo, se decía que no queríamos ser como Arabia Saudita, sino como Japón. Años más tarde eso mismo se decía respecto a Puerto Rico y a quien queríamos emular era a los llamados «tigres» asiáticos. El debate y la retórica han sido generosos, pero no así las acciones concretas. Todavía estamos lejos de sentar las bases de un desarrollo firme y sostenido.

Lo interesante es el poco entusiasmo que generan las reformas que serían necesarias para lograr el objetivo del crecimiento económico de una manera cabal y sostenida. La población, y en particular los políticos, tienen ideas muy claras de lo que quieren en un sentido abstracto y en el largo plazo, pero típicamente se encuentran cegados e indispuestos a actuar en el presente para que ese futuro pueda materializarse. Algunos ejemplos dicen más que mil palabras.

Todo mundo sabe, por ejemplo, que la seguridad jurídica es esencial para que una economía pueda funcionar. Sin embargo, la inseguridad jurídica es la principal característica del entorno en que se desenvuelven las personas y las empresas en nuestro país. La economía informal es una muestra fehaciente del fenómeno, que ha llegado al extremo de hacer menos costosa la operación de una actividad económica fuera del ámbito legal y regulatorio que dentro de éste. Lo mismo ocurre con los bancos: aunque cuentan con recursos para prestar no lo hacen por lo arriesgado y costoso que resulta la recuperación de un crédito en la actualidad. Destruida la cultura del cumplimiento después del episodio reciente del Fobaproa, y sin los medios legales para que las instituciones financieras puedan cobrar o hacer efectiva una garantía, el financiamiento bancario prácticamente no está disponible. La inseguridad jurídica es pasmosa y entraña costos altísimos para las personas y, en general, para el país.

El caso de la vivienda es ilustrativo. Según un cálculo del profesor Richard Roll, de la Universidad de California, los costos de la construcción de una vivienda informal en las condiciones imperantes en México (es decir, sin documentos, drenaje y otros servicios básicos) son entre dos y tres veces superiores a los de una vivienda formal, que además normalmente cuenta con acceso a todo tipo de servicios. La razón por la cual mucha gente, sobre todo la más pobre, opta por medios informales para hacerse de una casa es porque no existe un mercado hipotecario que les permita acceder a los mercados de vivienda formal y éste no existe por la inseguridad jurídica imperante. Se trata de un círculo vicioso tras otro que en vez de extinguirse se retroalimentan.

Hace unas cuantas semanas se dio un caso que puede acabar forzando cambios de fondo en la realidad jurídica nacional. Una empresa extranjera, Metalclad, se estaba instalando en el estado de San Luis Potosí después de haber satisfecho todos los requisitos y regulaciones que las autoridades tanto estatales como federales le habían solicitado. Luego de haber iniciado el proceso de construcción e instalación de su planta, el gobierno estatal, presionado por movilizaciones políticas, expropió la planta y luego procedió a modificar la zonificación del predio, declarándolo reserva ecológica. Es decir, el gobierno local modificó las reglas bajo las cuales Metalclad había decidido realizar la inversión y ahora tiene que pagar la indemnización que determinó un panel arbitral. Desafortunadamente, casos como el citado no son la excepción sino la regla. Se trata de un problema frecuente para empresarios, constructores, inversionistas y mexicanos en lo general. Al gobernante le importa un comino el hecho de que exista un proyecto, que se hayan comprometido recursos en su consecución y que un cambio de regulaciones afecte su viabilidad. La arbitrariedad en pleno.

A diferencia de lo que ha sido la experiencia en el pasado, en este caso particular el gobierno tendrá que pagar por su arbitrariedad. Al amparo de las reglas que establece el TLC, la empresa extranjera demandó al gobierno del estado referido y acabó obteniendo una indemnización de 16 millones de dólares, cifra sin duda enorme para el presupuesto de San Luis Potosí. La arbitrariedad tuvo consecuencias para la autoridad, aunque ahora el gobierno estatal está tratando de evadir el pago. Lo patético es que los mexicanos comunes y corrientes no contamos con semejante protección. Es tiempo de comenzar a desarrollarla.

Nuestros políticos y burócratas muchas veces suponen que las regulaciones y, en particular, la arbitrariedad que caracteriza su proceso de decisiones, no tienen consecuencias. El hecho es que las tienen, son muy onerosas y afectan principalmente a quienes menos pertrechados se encuentran para afrontarlas, los más pobres. Esto es, los que más sufren las consecuencias de la ausencia de seguridad jurídica, de mecanismos efectivos para hacer cumplir un contrato y de justicia expedita son precisamente aquellos a los que los políticos dicen querer ayudar.

Lo que es cierto para el mercado hipotecario también lo es para todos los demás ámbitos de la vida económica del país. Mientras que una persona con recursos puede apalancar sus activos – desde su dinero o propiedades hasta su educación y talento-, un pobre, como muestra Hernando de Soto en su libro El Misterio del Capital, no es susceptible de hacerlo por la manera en que opera el sistema. De esta forma, mientras que un rico tiene acceso al crédito, el pobre no puede apalancar sus activos para obtener financiamiento y menos para respaldar un título de propiedad, mucho menos puede financiar una actividad productiva. No es casualidad que el crecimiento de la economía sea inconsistente, profundamente desigual y, aun en los mejores momentos, efímero.

Si queremos lograr una plataforma económica sana y fuerte que permita tasas elevadas de crecimiento económico tenemos que reconocer que el crecimiento no es un problema financiero (dinero sí hay), sino un problema de seguridad jurídica y certidumbre de que las reglas del juego permanecerán inalteradas por largos periodos. Hace unos años se afirmaba que el crecimiento sólo sería posible en la medida en que hubiera ahorro. Hoy que tenemos niveles más elevados de ahorro seguimos registrando un crecimiento económico precario. Resulta obvio que el ahorro no es suficiente para lograr el objetivo. Lo crucial, lo que no tenemos, es la certidumbre jurídica, regulatoria y administrativa de que las reglas de hoy seguirán siendo las mismas mañana. Es decir, no contamos con un entorno que favorezca el intercambio de bienes y servicios de una manera rentable entre los agentes económicos sin riesgo de expropiación, repudio o confiscación por la vía regulatoria. Eso es lo que nos diferencia de los “tigres” asiáticos o de otras naciones que han logrado largos periodos de crecimiento atasas verdaderamente envidiables.

Virtualmente nadie en México confía en las instituciones públicas, muestra cabal del problema que yace en el fondo del tema económico. Las instituciones no son confiables porque el gobierno las maneja de manera abusiva y arbitraria, porque el congreso no logra congruencia entre unas acciones y otras y por la permanente propensión a modificar las reglas del juego. En esto, la decisión de la Suprema Corte respecto a la electricidad constituye un buen principio en la dirección correcta. El ejemplo de Metalclad sugiere que los inversionistas del exterior van a seguir invirtiendo, ahora que han probado que las salvaguardas y protecciones que contempla el TLC sí son efectivas. La pregunta es por qué no podemos los mexicanos gozar de iguales derechos y garantías.

La debilidad institucional en México es patente. Tanto así que el TLC se concibió originalmente como una medida para consolidar y dar credibilidad a las reformas internas más que para abrir mercados en el exterior. De hecho, una anécdota interesante de esa etapa muestra la verdadera dimensión del problema: cuando se anunció la negociación del TLC, el gobierno le solicitó a las organizaciones empresariales que hicieran estudios profundos del impacto que la apertura a lasimportaciones podría traer para cada sector de la economía y que propusieran puntos concretos a negociar para su sector o área de actividad. Tratándose de su supervivencia, los empresarios realizaron más de 120 estudios detallados, sector por sector. Lo que fue sorprendente no fue la seriedad y profundidad de la mayor parte de éstos, sino el hecho de que la abrumadora mayoría de las propuestas, demandas y quejas que proponían los estudios no se referían a Estados Unidos y Canadá, sino al gobierno mexicano. Prácticamente nada de eso ha cambiado más de diez años después.

El país se encuentra en un momento crítico para su desarrollo. Aunque hay evidencia de que la actividad económica comienza a recuperarse, la ausencia de anclas institucionales, leyes y reglamentos favorables a la inversión en ámbitos como el laboral y energético, así como una complejidad indescriptible – y propensión burocrática a la arbitrariedad-, reducen el potencial máximo de recuperación de la economía mexicana. Puesto en otros términos, la apuesta del crecimiento sigue anclada en la demanda del exterior, en salarios bajos y en una industria tradicional poco eficiente. Es tiempo de darle una mejor oportunidad a los mexicanos y al país.