De vuelta al corporativismo

Luis Rubio

Los mexicanos tenemos que llegar a un acuerdo sobre qué clase de país y sociedad queremos ser. Durante casi doscientos años de historia independiente, México se ha debatido por encontrar su esencia: centralista o federalista, liberal o conservadora, democrática o dictablanda, de Occidente o del tercer mundo, moderna o tradicional. Como Sisifo, cuando, finalmente, parece estar a punto de hallarla, las dudas y alegatos comienzan de nuevo, desatando torbellinos que luego ya nadie puede controlar. Las controversias que consumen a la sociedad mexicana actual exigen definiciones, una vez más. Aunque nadie lo está planteando de esta manera, la disyuntiva que enfrentamos es si queremos avanzar en torno a la construcción de una sociedad moderna, democrática y rica, o si preferimos el retorno a una sociedad corporativizada, centralizada e incapaz de impulsar el desarrollo económico, político y social. Este es el tema que yace detrás de la reciente propuesta de constituir un Consejo Económico y Social (CES) que nos obliga, por sus implicaciones, a definirnos más pronto que tarde.

La mayor parte de los promotores de CES son personas y organizaciones de buena fe. Más que ninguna otra cosa, los anima la urgencia de acabar con el desorden que caracteriza al país, impulsar un derrotero claro hasta ahora ausente, recuperar el crecimiento económico y quizá, por encima de todo, reestablecer esquemas del pasado que asocian con estabilidad, tranquilidad y certidumbre. El recuerdo de esos tiempos es una fuente generosa de mitos y fantasías e invita, casi por reflejo, a tratar de recrearlas. El modo que ahora se propone para lograrlo es un Consejo cuyo propósito es reunir a sindicatos, productores y legisladores con el objeto de proponer soluciones a los problemas que estos grupos de interés enfrentan y presionar al gobierno para que actúe de acuerdo a sus intereses. El Consejo le conferiría legitimidad a las iniciativas que de ahí emanaran, cerrando un círculo perfecto. Perfecto, cabe agregar, para los involucrados en ese pacto de intereses especiales y mezquinos, pero costosísimo para el resto de la población y el desarrollo político del país.

La idea de crear un CES responde a un problema real. Muchos países, sobre todo en Europa, cuentan con una instancia semejante para resolver diferendos y avanzar una agenda económica y social. Pero hay dos diferencias fundamentales entre aquellas naciones y el México de hoy. Esas diferencias explican porqué allá pudo operar el mecanismo (aunque nunca ha sido perfecto en ningún lado) y aquí no funcionaría más que para un puñado de intereses especiales y por demás limitados.

La primera diferencia reside en que esas naciones adoptaron un CES luego de haber consolidado sus procesos democráticos y, por esa vía, desarrollaron tanto medios para la resolución de disputas como instrumentos efectivos para hacer cumplir la ley y respetar los contratos. Es decir, se trataba de sociedades maduras, y por cualquier definición democráticas, que apostaron por la creación de un mecanismo adicional para enfrentar desafíos importantes para la planta productiva con la suma de esfuerzos de sindicatos y empresas.

Ningún mexicano razonable y sensato puede afirmar que la nuestra es una sociedad madura y democrática con mecanismos efectivos para la protección de los derechos ciudadanos, la resolución de disputas y el cumplimiento de la ley. Por citar un ejemplo que bien ilustra la imposibilidad de imitar el esquema europeo, la membresía sindical del Consejo Económico y Social de España es designada por las organizaciones sindicales más representativas en proporción a su representatividad de acuerdo a lo dispuesto en la ley respectiva. Yo me pregunto qué sindicato en México va a someterse a una análisis honesto sobre su representatividad. En este sentido, no hay fundamento alguno para pensar que el Consejo propuesto funcionaría como complemento a la sociedad organizada que ya existe y funciona, en lugar de convertirse en un substituto de la frágil democracia que hoy nos caracteriza. En lugar de contribuir a la resolución de diferendos económicos y sociales, el CES se convertiría en un grupo de presión al servicio de los intereses más retrógrados del país, así como de los monopolios que impiden que se liberen las fuerzas productivas y se desarrolle cada individuo y cada región. Una entidad de esta naturaleza no haría sino socavar los ya de por sí pocos derechos ciudadanos, políticos y económicos que como votantes y consumidores tenemos.

La otra diferencia fundamental con las naciones europeas que cuentan, o que en alguna época contaron, con una entidad como el CES es el contexto en que surgieron. Hay dos grupos de naciones que han creado Consejos con este perfil. Unas son sociedades ya de por sí corporativizadas, como Jordania, Malasia y Libia. Las otras son aquellas europeas que, con sólo un par de excepciones, crearon sus Consejos respectivos en el contexto de la posguerra, momento en el que sus economías se encontraban totalmente devastadas. El marco histórico que sirvió de escenario al surgimiento del CES en Europa, no guarda paralelo alguno con el México actual. Allá, la guerra había dejado un panorama desolador en el que la primera prioridad era llegar a acuerdos que permitieran echar a andar la economía de inmediato. La guerra explicaba la urgencia, en tanto que los mecanismos políticos existentes garantizaban los derechos ciudadanos y la representación política. En nuestro caso, las enormes carencias y deficiencias que caracterizan a nuestra economía son producto de la acción paciente, consciente y sistemática de una sucesión de gobiernos y sus beneficiarios organizados dentro de la estructura corporativista de antaño que, a juzgar por el debate sobre el CES, no acaba por extinguirse.

A diferencia de Europa, donde se buscó construir un mecanismo para la resolución de disputas y el forjamiento de consensos entre empresas y sindicatos con la mirada puesta en el futuro, la institución propuesta para México fija su atención en el pasado. Hay tres casos particularmente sugerentes que evidencian lo absurdo, y hasta a-histórico de la propuesta.

Primero, Alemania se distingue por el hecho de que no cuenta con una institución como ésta, a pesar de ser una nación en la que, por ley, existe representación sindical en los consejos directivos de las empresas. Ello se explica, en buena medida, por la ocupación norteamericana al final de la guerra. Segundo, el Reino Unido creó el mecanismo en los cincuenta, pero luego, en los ochenta, cuando éste entró en contradicción con la vida democrática y el potencial de desarrollo económico, fue eliminado. No es casual que la economía inglesa sea, entre sus pares europeas, la que ha experimentado mayores tasas de crecimiento en la última década. Finalmente, el caso de España es axiomático: el Consejo no se creó sino hasta el año 1991, una vez que el país contaba con una democracia plenamente consolidada. Como vemos, el prurito de imitar acaba siendo producto de la ignorancia o de la mala fe.

La propuesta del CES para México está inspirada en la idea de recrear un pasado que ya no es posible, excepto para un puñado de empresas y sindicatos en busca de protección y subsidios, renuentes a la competencia como mecanismo generador de oportunidades y reacios a supeditar sus intereses a las prerrogativas de los votantes y consumidores. En su más puro espíritu corporativista, persigue sobreponer los intereses de un núcleo de empresas y sindicatos que se ufanan de sus virtudes monopólicas sobre los de la colectividad. En un ámbito un tanto distinto pero inspirado en el mismo principio, el caso reciente de la salvaguarda impuesta por el gobierno mexicano para la importación de pollo es indicativo de la andanada que yace detrás del CES: por arte y magia de esa decisión, el consumidor mexicano ahora tiene que pagar seis veces más que antes, todo para proteger a tres grandes productores de pollo, dos de los cuales son norteamericanos y canadienses. Es el mismo espíritu constructivo de quienes propugnan por el CES: que los consumidores se frieguen.

Por las razones antes expuestas, la idea de un CES no constituye un complemento, sino un substituto, una alternativa a un sistema político que aspira a ser democrático y representativo y a una economía que busca mejorar con base en la competencia y la generación de oportunidades para todos los integrantes de la sociedad, sin excepción. Con su propuesta, los impulsores de un CES afianzan la protección de los intereses de las empresas a las que representan, privilegian a las organizaciones sindicales que gozan de la ventaja de no tener competencia y apoyan a otras organizaciones políticas cuya motivación principal reside en tratar de reconstruir las partes positivas del viejo corporativismo. El problema es que los componentes de ese pasado que los propugnadores del CES ven como positivos, son precisamente los que impiden el desarrollo una economía moderna, productiva y competitiva. Es decir, se trata de una disyuntiva fundamental: o avanzamos hacia una economía abierta y competitiva sin la presencia de entidades e intereses corporativizados, o nos retraemos a los esquemas superados de antaño, altamente discriminadores y responsables de que la mayor parte del país viva en la miseria. En esto no hay puntos intermedios.

Más allá del CES, es evidente que el país enfrenta un problema para construir acuerdos y llevar a cabo las reformas que requiere para salir de su letargo. La pregunta es quién determina la agenda de esas reformas. Evidentemente, quienes proponen la creación de un Consejo están en su pleno derecho de avanzar su agenda, como lo han venido haciendo desde que comenzó la apertura de la economía. Lo que es inaceptable, porque constituye una afrenta a la incipiente democracia mexicana y la rendición final de las instituciones existentes-, es apoyar una agenda sectaria y mezquina a través de un mecanismo de presión legalmente constituido y sancionado por ley. ¿Quién habla por la ciudadanía, los consumidores y, en todo caso, los millones de mexicanos que el corporativismo excluyó?

 

Convergencia

Luis Rubio

La economía mexicana ha perdido su sentido de dirección. Hasta hace unos cuantos años, el crecimiento económico, si bien insuficiente para resolver los problemas del país, permitió al menos avanzar en frentes tan diversos como el de generar nuevas empresas y fuentes de riqueza, empleos e ingresos gubernamentales para atender la ingente agenda social. Pero ese crecimiento no se ha sostenido, circunstancia que ha abierto la caja de Pandora retórica en la política mexicana. Hay muchas propuestas, pero poca acción; muchos objetivos, pero pocas estrategias concretas para alcanzarlos; muchas ideas, pero poco realismo. Por diez años, la economía funcionó razonablemente bien, aun a pesar de la crisis del 95, gracias a que se mantuvo un claro sentido de dirección: converger con nuestros vecinos del norte. Las opciones hipotéticas son todas, pero la realidad sólo es una y la economía volverá a su cauce cuando así lo acepte la sociedad mexicana y sus políticos. Sólo podremos superar la parálisis actual si recuperamos esa brújula.

La economía se comportó de una manera razonablemente benigna a lo largo de los noventa gracias a las reformas con que se inauguró la década. Algunas de ellas fueron por demás acertadas, mientras que otras sufrieron diversos descalabros a lo largo del tiempo. Unas probaron ser sólidas y se convirtieron en pilares del crecimiento, otras representaron un elevado costo para el país en general y para el erario en lo particular. Pero más allá de reformas específicas, lo que hizo posible la gradual transformación de una parte significativa de la economía del país fue la existencia de un sentido de dirección, de un vector metafórico que permitió que todos los involucrados en los procesos económicos supieran a que atenerse. Es posible que no todos los participantes en la actividad económica gustaran de las reformas o se beneficiaran de ellas, pero todos sabían a qué atenerse. Más allá de la estabilidad macroeconómica, la mayor falla del actual gobierno ha sido, precisamente, esa: su incapacidad para proyectar un sentido creíble de dirección.

Las reformas de los tempranos noventa le dieron a la economía un fuerte impulso porque indicaban un camino, señalaban una dirección. No olvidemos que el país llevaba más de una década a la deriva, después de que en los setenta, los gobiernos desbarrancaran la economía gracias a la contratación excesiva de deuda, la expropiación de los bancos, la generación de subsidios insostenibles y otras medidas que acabaron siendo no sólo infructuosas, sino extraordinariamente costosas. Muchos de los mitos sobre el quehacer nacional, además de la deuda que todavía registran los libros gubernamentales se remontan a esos años de lujuria en la retórica gubernamental y en el gasto público. Las reformas de los noventa permitieron romper el círculo vicioso en que había caído la economía del país y, al constituirse en una brújula, confirieron a todos los actores en el plano económico una gran claridad de rumbo.

Por definición, una reforma supone modificar lo existente. En consecuencia, toda reforma entraña la afectación de algún interés particular. Si no fuera así, las reformas serían innecesarias. Las reformas de los tempranos noventa alteraron el orden vigente en la economía mexicana: la apertura a las importaciones, por ejemplo, representó un giro dramático no sólo en la manera de operar de las empresas y en su entorno, sino sobre todo en su relación de poder con los consumidores. Por décadas, toda la economía mexicana se había volcado hacia los productores: el gobierno desarrolló una casi impenetrable estructura de protección para los empresarios nacionales, a quienes con frecuencia saturaba de apoyos, subsidios y otros beneficios, siempre a costa del consumidor, quien debía aceptar precios elevados de los bienes y servicios, mala calidad y ausencia de opciones. Para los empresarios, la clave del éxito residía en la relación con la burocracia y no en la satisfacción del consumidor. La apertura de la economía obligó a los productores a invertir sus prioridades de la noche a la mañana. Ahora tendrían que competir por el favor del consumidor con productores de todo el mundo.

Algo semejante ocurrió con la privatización de empresas que el gobierno acumuló y con la desregulación de los disfuncionales procedimientos de una abusiva y abultada burocracia. Si bien no todas las privatizaciones resultaron felices, nadie puede negar que contribuyeron a crear un entorno propicio para el establecimiento de nuevas empresas, la atracción de inversionistas del exterior y el desarrollo de una vigorosa industria de exportación. Todo esto hizo posible que, a pesar de las obvias insuficiencias, los noventa fueran años propicios para el crecimiento económico.

Una pregunta en la que no se insiste lo suficiente, a pesar de lo nutrido de la retórica que caracteriza los debates públicos en torno a la reactivación de la economía nacional, es ¿por qué el sector exportador funciona pero no así el mercado interno? Por definición, las exportaciones responden a la demanda del exterior; cuando esa demanda disminuye o, como en la actualidad, no crece, las exportaciones tampoco lo hacen. El estancamiento de las exportaciones ha propiciado muchos monólogos (y pocos debates serios) sobre cómo reactivar el mercado interno. La premisa obvia es que no hay nada más lógico y saludable para cualquier economía en el mundo que el desarrollo activo y acelerado de su economía interna. Reacios a mirar la historia de los setenta y ochenta, algunos proponen la receta de siempre: más gasto público. Otros proponen soluciones políticas: pactos entre todos los afectados por las reformas para resarcir daños y restaurar los privilegios, subsidios y protecciones que ciertamente favorecieron a los productores y sindicatos, no así al crecimiento sostenido de la economía.

La activación de mercado interno requiere exactamente lo contrario de lo que se propone: lo urgente no son arreglos en lo obscurito entre intereses creados al amparo de consejos de desarrollo económico y social, ni un gasto burocrático e improductivo como el que hoy en día caracteriza buena parte del presupuesto público, sino de nuevas reformas que de manera natural confluyan para activar el desarrollo del mercado interno. Tal y como ocurrió en la década pasada.

Lo que urge es un sentido de dirección, algo que sólo puede ser provisto por acciones concretas que vayan dando orientación a la actividad de las empresas, a los inversionistas, ahorradores, consumidores y sindicatos. Esto implica nuevas fuentes de inversión, un mejor uso del gasto público, un entorno regulatorio propicio y un gobierno dispuesto a enfocar sus esfuerzos y los de la sociedad hacia la reactivación económica. Ninguna de estas cosas es nueva ni particularmente innovadora. Pero el desarrollo económico de una sociedad requiere, más que grandes cambios o ideas novedosas cada rato, de constancia y claridad de rumbo. En lugar de sumarnos a proyectos ajenos, si algo hay que copiarle a Lula, el nuevo presidente de Brasil, es esto: definir un rumbo claro y alinear todos los recursos gubernamentales en esa dirección.

El rezago del mercado interno tiene una explicación muy sencilla: al arrancar los noventa, diversas reformas persiguieron facilitar el comercio exterior y atraer la inversión externa; nada semejante se llevó a cabo en el interior del país. Es decir, la mayoría de las reformas que tuvieron lugar en los noventa se enfocaron hacia el comercio y la inversión extranjera. Por diez años, esas reformas le confirieron extraordinaria vitalidad a la economía, al grado de transformar a buena parte del aparato productivo del país. Ahora que las exportaciones ya no crecen a los ritmos de antes, se han comenzado a evidenciar las limitaciones del mercado interno, lo anquilosado de sus estructuras y las enormes limitantes que debe enfrentar para su reactivación. Si verdaderamente se desea reactivar ese mercado, es tiempo de enfrentar los impedimentos que se le oponen, en lugar de negar su existencia.

La reactivación del mercado interno requiere de la existencia de polos de atracción tanto físicos como conceptuales, es decir, factores que acerquen la inversión y den garantías de permanencia y de seguridad jurídica a los inversionistas Por lo que toca al componente material, la atracción la generaría el conjunto de reformas orientado a liberar recursos y abrir oportunidades en sectores y actividades que hoy están vedadas, como la infraestructura, la electricidad, la petroquímica y el petróleo. Lo políticamente atractivo sería inventar nuevos conceptos y aportar ideas distintas a las que todo mundo conoce, pero la realidad es que en esto no hay grandes novedades. Se requiere la apertura de sectores que impulsen el desarrollo económico del país, pues en la actualidad su enorme potencial se encuentra reducido y el gobierno no tiene la capacidad financiera para aprovecharlo. Cada uno de estos sectores, que nos encanta llamar estratégicos, opera en el subdesarrollo porque carece de los recursos necesarios para convertirse en el pilar económico que debería y podría ser.

Un sinnúmero de ejemplos anecdóticos ilustra muy bien cómo el país pierde oportunidades de inversión en los más diversos sectores, pues muchas empresas apuntan hacia otras latitudes ante la incertidumbre del abasto eléctrico o petroquímico. Además de atraer inversión directa para el desarrollo de cada una de estas actividades, la apertura de estos sectores permitiría atraer inversión y generar polos de atracción para empresas mexicanas en todas las regiones del país, simplemente por la derrama que grandes inversiones siempre traen consigo. Las oportunidades de desarrollo del país son ingentes, pero sólo si se les deja existir.

La gran transformación de los noventa tuvo menos que ver con las reformas mismas que con la idea de converger con las naciones desarrolladas de nuestro continente. Las reformas abrieron espacios y crearon oportunidades. Pero más que nada, le dieron a la población y a los empresarios un sentido de dirección. Eso es lo que hoy no existe: claridad de rumbo. Con sentido de dirección se puede recuperar la confianza de la población y no hay nada más poderoso que eso para el desarrollo de un país.

 

Confusión

Luis Rubio

Una profunda confusión  domina el debate público en el país. La ausencia de un claro liderazgo presidencial respecto a los retos que México enfrenta y el estoicismo, casi fatalista, con que la población acepta el statu quo como algo natural y hasta deseable, han fortalecido la parálisis y el impasse que caracteriza al poder legislativo y al país en general. Atrás parece haber quedado la noción de que la vida política, económica y social del país puede mejorar y ahora nos conformamos con que no haya sobresaltos. Esta es quizá la medida de los tiempos, pero no por eso deja de ser engañosa. Aunque no hay razón alguna para anticipar una situación de crisis financiera como las del pasado reciente, el país enfrenta ingentes desafíos para recuperar tasas razonables de crecimiento económico y fuentes generadoras de riqueza y empleo sostenibles. A la larga, la crisis de estancamiento, improductividad y desempleo puede acabar siendo mucho peor que las del pasado.

México vive momentos difíciles, aunque pocos parecen dispuestos a reconocerlo. La economía ha logrado mantenerse estable gracias a un feroz control de las cuentas fiscales, pero la estabilidad no es substituto del crecimiento económico para una sociedad con el perfil demográfico de la nuestra y los niveles de pobreza que la caracterizan. La economía está estancada no porque la economía norteamericana crezca a un ritmo menor que en el pasado, sino porque existen fallas en nuestra economía que no han sido resueltas. El desafío es identificar correctamente el origen de esas fallas y construir acuerdos para resolverlas. Ése y no otro debería ser el mandato del gobierno y del legislativo.

Por varios años, los problemas de nuestra economía parecían menores porque las exportaciones crearon un motor de crecimiento que permitió compensar nuestras carencias. En los últimos años, sin embargo, las cosas han cambiado. Ciertamente, la economía estadounidense crece menos que antes, pero eso no es lo único que explica el estancamiento de la nuestra. A final de cuentas, dado el enorme tamaño de aquélla, cualquier brote de demanda allá se traduce en grandes oportunidades aquí. Si tuviéramos capacidad de aprovechar esas oportunidades, el estancamiento actual no existiría. La realidad cotidiana  revela que no tenemos esa capacidad de adaptación. Naciones como China y otras de menor tamaño en Asia, así como algunas en Centroamérica y el Caribe, han mostrado mucha mayor flexibilidad en sus estructuras internas, lo que les ha permitido ajustarse con celeridad a los cambios en nuestro principal mercado de exportación. Aunque es indispensable y urgente desarrollar fuentes o motores de crecimiento internos, los problemas estructurales de nuestra economía tienen que resolverse, pues de otra manera no romperemos el círculo vicioso en que nos encontramos.

Si revisamos la historia reciente, hay dos problemas obvios, aunque hoy, en medio de la confusión y necedad aparentemente intencionales que atraviesan todo debate público, no muchos quieran reconocer. El primero es que la economía mexicana, y todo el modelo de desarrollo del país hasta 1982, se colapsó y, de hecho, quebró en ese año. Lo que se hizo antes, sobre todo en los setenta, fue tan oneroso que todavía hoy seguimos pagándolo. El segundo es que si no fuera por las reformas emprendidas al inicio de los noventa, el país hace mucho habría enfrentado otro colapso como el de entonces. Por diez años, a lo largo de los noventa, la economía mexicana vivió del impulso de reformas como la desregulación, las privatizaciones, el TLC y, sobre todo, de la expectativa de oportunidades crecientes asociadas al éxito de las mismas.

Sin embargo, para el inicio de la década actual, la ausencia de nuevas reformas y, sobre todo, las contradicciones de las que se emprendieron, desinflaron las expectativas y pusieron en aprietos a la economía mexicana aun antes de que la economía norteamericana entrara en recesión. Nada se mueve hoy en la economía mexicana; el tránsito se volvió asentamiento y el ímpetu de las reformas iniciales ha terminado en inacción. La economía mexicana no acaba de definir cuál es su vocación. Lo anterior no ignora los avances que se han logrado. Pero la economía mexicana no ha retomado una senda de crecimiento sostenido que permita generar oportunidades para una población creciente que se incorpora a los mercados laborales. Si bien ha logrado diferenciarse de otros mercados ahora en crisis, la economía mexicana corre grandes riesgos ante el entorno internacional por su falta de competitividad y escasa productividad.

La población, acostumbrada a crisis recurrentes, casi instintivamente prefiere el statu quo, que ahora implica estancamiento, al riesgo de caer en otro torbellino de contracción económica y desempleo. Ese instinto parece haberse transferido al ejecutivo y a los legisladores, cuyas propuestas y acciones no hacen sino acentuar la improductividad, restaurar viejos privilegios y, por lo tanto, posponer todavía más la recuperación.

Todas las economías del planeta deben ajustarse a un entorno cambiante. El problema de la economía mexicana, sin embargo, no es sólo uno de ajuste en el margen, sino uno de esencia. Muchas de las reformas del pasado desataron energías contenidas por los controles impuestos sobre la economía, pero dejaron intactos los iconos del nacionalismo económico y, detrás de ellos, los privilegios y cotos de poder. Esto ha impedido que se creen condiciones mínimas para que el desarrollo encuentre un cauce natural. El éxito empresarial, por tanto, ha dependido de la capacidad individual de cada empresario, de su visión y de su acceso al financiamiento. Los que no cuentan con estos tres elementos –en términos absolutos, la gran mayoría-, han sufrido un deterioro creciente. No ha habido una política gubernamental para acabar de transformar la economía y para que los sectores rezagados se ajusten, salgan de su letargo o, de ser necesario, cierren de una manera ordenada.  En ello debería concentrarse el esfuerzo gubernamental.

La mitad del problema reside en los errores de las reformas pasadas, pero la otra mitad se explica por la ausencia de continuidad en el proceso de reforma. Las reformas abrieron la economía a la competencia internacional, pero en lo interno se mantienen regulaciones que protegen de la competencia a sectores vitales para la competitividad del país. Puesto en otros términos, el estancamiento no es producto de la casualidad. Lo anterior tiene una manifestación concreta: las empresas y los consumidores mexicanos pagan más por servicios (como la telefonía, las tarifas aéreas, el peaje carretero y la electricidad, si se consideran los subsidios) que sus contrapartes en otras latitudes. Las empresas mexicanas parten así de una situación de desventaja. Lo único que medio compensa esos costos es el relativamente bajo costo de la mano de obra; es decir, el mexicano promedio compensa con su bajo ingreso los elevadísimos costos de nuestra anquilosada economía. Las opciones ya no son muchas. Para la inversión extranjera la opción es emigrar, como lo están haciendo empresas trasnacionales de gran tamaño, y para la mayoría de las empresas mexicanas la opción es cerrar o apenas sobrevivir.

La idea predominante en diversos medios es que la existencia de estos monopolios no hace mucha diferencia, pero las pruebas en contrario son abrumadoras. Si uno observa el comportamiento de las empresas responsables de la energía eléctrica, la electricidad y la telefonía y lo compara con sus pares en otras naciones, el resultado es patético. Las tres empresas son mucho menos eficientes que sus contrapartes en otras naciones, pero además generan incertidumbre en cuanto al suministro de los servicios o insumos que proveen y pasan la factura de su ineficiencia al resto de la economía. Y, evidentemente, no se trata de sectores marginales sino centrales para el resto de la actividad productiva.

El problema de la economía mexicana no tiene su origen en las reformas económicas de las últimas décadas. Sin las reformas, hace mucho que la economía se habría estancado, con todas las consecuencias que eso podría traer consigo. El problema radica en la ausencia de reformas y en la incongruencia de muchas que se llevaron a cabo. Las reformas no transformaron de fondo el paradigma en la acción gubernamental.

El gobierno no se reformó lo suficiente como para constituirse en un verdadero motor de cambio. Esto no tiene que ver con su tamaño, con los activos que son de su propiedad o con el número de burócratas que albergan sus distintas instancias, sino con su efectividad y con la lógica que anima su actuación. El gobierno ha sido incapaz de establecer reglas del juego claras, regulaciones propicias a la competencia, instituciones que faciliten el intercambio, que generen certidumbre y confianza y en última instancia permitan la “destrucción creativa”, inherente a toda economía de mercado. No existen o no se han consolidado instituciones para que un modelo de economía liberal pueda arraigarse y funcionar. Esta debería ser la agenda de reforma del Estado.

En el último lustro las exportaciones que demandaba el enorme dinamismo de la economía estadounidense disfrazaban la realidad estructural de la economía mexicana; hoy su problemática es evidente. Los políticos –el ejecutivo y el legislativo- pueden proseguir por el camino de reforma, intentar navegar “de muertito”, o retroceder. Lo que no puede es pretender que la economía va a lograr tasas elevadas de crecimiento en las actuales condiciones o con las reformas parciales e inadecuadas que se proponen de manera cotidiana: desde la renegociación del TLC hasta la constitución de un Consejo Económico y Social. Su única alternativa es reformar.

Se requiere un nuevo impulso reformador que oriente el desarrollo del país. Clave en esto es la manera de actuar del propio gobierno (para ello debería ser la reforma del Estado y no para seguir saldando cuentas entre políticos), la reforma fiscal (que libere el gasto público para acelerar la inversión y el desarrollo de infraestructura) y la reforma energética, que permita explotar  el enorme potencial de este sector clave de la economía nacional. Ante todo, hay que acabar con la confusión.

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El PRI y nuestra disfuncional democracia

Luis Rubio

La democracia es un sistema diseñado para que una sociedad tome decisiones. Por tal razón requiere de un conjunto de mecanismos de representación popular, de resolución de disputas, la separación de poderes (es decir, la acotación de atribuciones entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial) y, en su estructura ideal, de organizaciones formales e informales, algunas generadas por el propio sistema político (como el IFE) y muchas otras por la sociedad en general. A diferencia de los sistemas políticos que concentran el poder (desde las dictaduras hasta los sistemas de partido único), la democracia requiere de una organización muy peculiar esencialmente de pesos y contrapesos efectivos dentro del contexto de un sistema de legalidad- que permita la toma de decisiones y el progreso de la sociedad en todos sus ámbitos. Es evidente que, en la actualidad, nuestra democracia no cuenta con estos atributos. La pregunta es qué debemos hacer para desarrollarlos.

A propósito de otros temas, Montesquieu, el gran teórico de la división de poderes, afirmó que en los estados modernos, la libertad compensa la existencia de impuestos onerosos; en los estados despóticos, el equivalente de la libertad son los impuestos modestos. Esta cita resume muchos de los dilemas que enfrenta hoy la democracia mexicana. Para empezar, el ciudadano común no ha derivado beneficio alguno de nuestro arribo, al menos formal, a la democracia. La razón es muy simple, el país todavía no acaba de adoptar las formas y características de una democracia funcional y, por tanto, no se le puede pedir que rinda sus potenciales beneficios. Si nos atenemos al tema fiscal que menciona Montesquieu, lo evidente es que a la fecha nadie se ha querido hacer responsable de la construcción de una sociedad moderna, razón por la cual la democracia no ha podido avanzar. En esto el tema fiscal es por demás revelador, pero no por lo adecuado o inadecuado de la estructura tributaria o la de gasto, sino por lo que éste esconde. El tema de fondo es que un gobierno (entendido éste en su conjunto) que no está organizado para gobernar, no goza de la capacidad ni de la legitimidad para avanzar la causa del desarrollo.

No se trata de un mero juego de palabras. Nuestra realidad es una en la que las deficiencias se apilan y retroalimentan, haciendo cada vez más complejo el problema. Aunque la correlación de poder ha cambiado entre el ejecutivo y el resto de la sociedad, las instituciones que administran las relaciones de poder siguen siendo esencialmente las del pasado. El viejo presidencialismo ha desaparecido, pero no así la esperanza de que el presidente será el redentor. Mucho más grave es que los mecanismos formales de interacción entre el ejecutivo y el legislativo permanezcan casi intactos, siendo que la correlación de poder entre ambos haya cambiado de manera dramática. Lo mismo se puede decir de la relación entre la federación y los gobernadores. El hecho es que todo ha cambiado menos los mecanismos que vinculan a las partes. Esta nueva realidad no sólo es disfuncional, sino altamente volátil.

El resultado práctico de lo anterior es visible en todos los espacios sociales: la economía no crece; la inversión pública decrece y el gasto público, ahora administrado mayoritariamente por los gobernadores, se dispendia cada vez más; la productividad de la actividad económica permanece estancada y, en muchos casos, comienza a retraerse; el desempleo se incrementa de manera sistemática; la educación no rinde frutos y los trabajadores mexicanos están siendo cada vez menos competitivos respecto a los del resto del mundo; la inversión privada no se materializa y mucha se orienta hacia naciones como China; un número creciente de mexicanos sale del país en busca de las oportunidades que aquí no encuentra y, en vez de responsabilizarse y actuar, lo único que los políticos hacen al respecto es demandar que los norteamericanos resuelvan el problema, suponiendo que se trata de una dádiva y no de un intercambio. Ante la ausencia de un sentido de dirección, la población se desilusiona y pierde fe en la viabilidad de la democracia, en particular, y del país en general. A menos que se haga algo, y pronto, el deterioro puede llegar a ser extremo, como tantas veces lo ha sido en el pasado.

La democracia mexicana se ha convertido en el santuario de vacas sagradas e intereses particulares y lo único que prospera en este ambiente son los mitos: el mito de que todo lo viejo era mejor; el mito de que el gasto público resuelve todos los problemas; el mito de que el TLC destruye a la agricultura; el mito de que el gobierno es mejor administrador que los privados de los recursos (como los energéticos); el mito de que el gobierno todo lo puede. Prácticamente todos los partidos y políticos contribuyen a engrosar esta mitología con los suyos propios. Unos sirven para esconder o disfrazar intereses particulares, otros simplemente enaltecen verdades a medias o mentiras completas que no hacen sino preservar un statu quo dañino y pernicioso para la abrumadora mayoría de la población.

El hecho de que el gobierno vaya mucho más allá de la rectoría y monopolice la administración de los recursos energéticos no perjudica sólo a las empresas, sino al mexicano más pobre, que es quien más comúnmente acaba desempleado. El hecho de que el gobierno pontifique sobre las obligaciones que tiene para con nosotros el gobierno norteamericano en materia migratoria, no hace sino reducir las oportunidades para los mexicanos más desamparados que han acabado por cifrar sus esperanzas en un empleo del otro lado porque aquí nadie hace nada por crear oportunidades. El discurso político en México está preñado de mitología y, por consiguiente, la toma de decisiones tiende a preservar los intereses más pequeños, a impedir que el país prospere y a cerrar oportunidades de desarrollo al conjunto de la población. El acuerdo político en materia agrícola, recientemente firmado, es tan brutalmente obvio en este sentido que, de no hacerse nada al respecto, seguramente fincará los cimientos del museo de la pobreza permanente en el país.

Los legisladores gustan afirmar, contra toda evidencia, que su labor y productividad supera a la de legislaturas pasadas. Esto sin duda es cierto en términos cuantitativos, pero es igualmente cierto que no se están avanzado los temas centrales para el desarrollo del país. Lo anterior sin duda se origina en la ausencia de un sólido liderazgo presidencial, pero también en la dinámica legislativa que caracteriza a nuestra incipiente democracia y en los incentivos perversos que llevan a que las decisiones de gasto de los gobiernos estatales privilegien el aumento de burocracias y gastos suntuarios, en lugar de proyectos de inversión que apuntalen las oportunidades de desarrollo económico.

De seguir por este camino, el país tarde o temprano acabará en una crisis. Mientras el gobierno sostenga una política fiscal y monetaria tan sólida como la actual, el riesgo de una crisis del corte de las que caracterizaron el último cuarto del siglo veinte es relativamente menor. Pero aun este manejo ortodoxo de la economía no resuelve el problema de la deuda contingente que, de manera creciente, enfrenta el gobierno federal (sobre todo por las pensiones no financiadas de la federación y los gobiernos estatales y municipales). Más serio es el riesgo de que el estancamiento que hoy caracteriza a la sociedad y a la economía acabe conduciendo a una crisis social y, de ahí, a una crisis política. El problema no es de carácter técnico: soluciones existen y no son particularmente novedosas. Lo que no hay es la capacidad política para llevarlas a la práctica.

De no hacerse nada, es posible que el país entre en una crisis política creciente. Para evitarla sería necesario que los partidos y fuerzas políticas cobraran conciencia de lo pernicioso de la situación actual y el riesgo que implicaría perder el camino. En este momento, los conflictos internos que enfrentan los partidos casi todos referidos a la próxima sucesión presidencial- tienden a ocultar el problema más grande: la crisis institucional que vive el país en general y de la cual no escapan sus propios procesos internos. La democracia, así sea incipiente, puede favorecer la participación política y la apertura de espacios únicos de libertad, pero no constituye, como hemos podido observar, una garantía para la optimización en el uso de los recursos o para generar crecimiento económico.

En ausencia de una propuesta y de la articulación de intereses por parte del ejecutivo federal, quizá sólo el PRI o, más propiamente, algunos o muchos priístas- tenga la capacidad de encabezar un esfuerzo de reconstrucción institucional. Podría parecer irónico proponer que sea el PRI (o los priístas) quien pudiera liderar un proyecto de renovación, pues, al final de cuentas, por más que todos los partidos estén saturados de mitos, nadie como el PRI ondea el estandarte del pasado, prende incienso a las vacas sagradas y antepone los intereses particulares a los del resto de la sociedad. Pero en cierta forma, lo opuesto también es verdad: por su historia y naturaleza, nadie como ellos (incluyendo a los expriístas y a quienes abandonen el barco en el futuro mediato) entiende el poder y su ejercicio.

A la fecha, los priístas se han dedicado a ordeñar al sistema, al erario y al pueblo de México como si no hubiera futuro. Por ello la gran pregunta es si podrán ser capaces de resolver los problemas fundamentales del país y reconstruir los marcos institucionales para hacer posible el progreso y el desarrollo económico, antes que proteger intereses y vacas sagradas, la que ha sido su propensión por muchos años. En Argentina fueron los peronistas, los grandes defensores de las vacas sagradas, quienes comenzaron a sacrificarlas. La pregunta es si el PRI tendrá los tamaños para construir en lugar de seguir medrando.

¿Y el consumidor qué?

Algunas empresas, sindicatos y partidos pretenden unirse en un Consejo Económico y Social para supuestamente avanzar el proceso de reforma económica. Es un intento por demás burdo por restaurar el corporativismo, minar las frágiles e incipientes instancias democráticas y, una vez mas, trasquilar al consumidor.

 

Petróleo y migración

Luis Rubio

Difícil encontrar dos sociedades más diferentes y dispares en su naturaleza y modo de ser. Hasta en las concepciones más elementales, las formas políticas y los modos de interactuar, los mexicanos y los norteamericanos somos totalmente distintos. Lo que aquí parece natural y es por demás emblemático, allá resulta ser incomprensible; y viceversa, lo que a ellos les parece evidente y lógico, aquí resulta ser ajeno, intervencionista y a todas luces abusivo. Nuestro modo de presentar las cosas tiende a ser maximalista, es decir, se demanda todo y se juega a ganar o perder, en tanto que allá todo es sujeto de negociación y el objetivo de la política es lograr un acomodo entre las partes. Cuando los gobiernos de las dos naciones se sientan a negociar, enfrentan diferencias no sólo de objetivos, sino de esencia. Esto es lo que se puso de manifiesto con el claro mensaje que enviaron aludiendo a los temas más álgidos en cada una de las dos naciones, el petróleo para nosotros y la migración para ellos.

El mensaje fue nítido y preciso, pero indirecto. No fue un miembro del poder ejecutivo quien presentara la nueva postura norteamericana con relación a nuestro país; la comunicación llegó en la forma de un addendum a una legislación presupuestal. La enmienda, patrocinada por un grupo de Republicanos, todos ellos miembros del Comité de Relaciones Internacionales de la cámara baja en el congreso norteamericano, tenía por objeto decir algo así como “antes éramos amigos y aliados, ahora somos vecinos, ambos adultos y tenemos que relacionarnos como tales; entendemos que su prioridad con nosotros es la protección legal de sus connacionales que residen ilegalmente en Estados Unidos, así como la migración de mexicanos hacia este país, en tanto que nuestra prioridad es la apertura del sector petrolero a la inversión norteamericana. Es tiempo de negociar con base en nuestros intereses mutuos y no de amistades contingentes”.

El Representante Class Ballinger, en forma poco sutil, fue el encargado de plantear los términos de la negociación en materia petrolera y migratoria. La respuesta mexicana a tal planteamiento fue la lógica y predecible, pero no necesariamente la más conveniente para el desarrollo del país. En su expresión más fundamental, la reacción mexicana pone de manifiesto la incapacidad e indisposición para analizar y debatir los temas más elementales del desarrollo del país, la relación con Estados Unidos y la primacía del tema migratorio en la agenda política nacional.

Hay tres ángulos que son clave para evaluar el desafío formulado por el gobierno norteamericano: el porqué del mensaje, el brutal contraste en la manera de plantear la agenda de negociación entre las dos naciones y, lo más trascendental, cómo vamos a financiar el desarrollo del país en el largo plazo. El conjunto de estos tres elementos permite apreciar el planteamiento norteamericano en su dimensión real.

La postura estadounidense vino en la forma de una enmienda, que es la manera en que se denomina en el congreso norteamericano al conjunto de adiciones y condicionantes que los congresistas emplean frecuentemente para avanzar sus posiciones. Al agregar una enmienda a una legislación importante, un congresista incrementa las probabilidades de que su interés avance porque nadie quiere arriesgar el éxito de la legislación en su conjunto por una condicionante que, a menudo, es poco atractiva para los demás legisladores. Pero ese no fue el caso de esta enmienda en particular; aquí el objetivo era enviar un mensaje más que imponer una condicionante. Esta enmienda, similar a los “puntos de acuerdo” del congreso mexicano, establece que cualquier acuerdo con México en materia migratoria debe incluir la correspondiente disposición de nuestro país para abrir el petróleo a la inversión norteamericana.

Como era de esperarse, la enmienda recibió poca cobertura periodística en Estados Unidos. Este hecho no disminuye la importancia del mensaje, aunque se trata nada más de eso, una comunicación. Su importancia reside en dos factores: primero, en la frustración que refleja del establishment norteamericano respecto a México; y, segundo, en la nueva postura norteamericana sobre nuestro país. Todo sugiere que el remitente del mensaje no es un grupo de representantes marginales, sino el propio presidente norteamericano, en cuyo caso su importancia sería todavía mayor. Sea como fuere, nuestros vecinos reconocen así que no podemos ignorarnos el uno al otro y que, por lo tanto, se tienen que encontrar maneras de resolver los problemas comunes. Al mismo tiempo, el mensaje indica, con toda claridad, que ellos están en la mejor disposición de negociar con México como iguales: no más concesiones. Y, como iguales, ambos tenemos que ceder para avanzar.

Pero una cosa fue el mensaje y otra muy distinta la respuesta del destinatario. Independientemente de lo que los estadounidenses hayan querido decir o de la manera en que hayan estimado que los mexicanos reaccionaríamos, nuestro talante era completamente anticipable: se descalificó la propuesta, se acusó de intervensionistas a los norteamericanos y se invocó a la bandera nacional para evitar una discusión seria del asunto. Este es uno de los muchos ejemplos sobre las diferencias abismales entre las percepciones y modos de actuar de las dos naciones.

Para los norteamericanos, los conflictos y las diferencias, independientemente de su naturaleza, se resuelven negociando. Las partes debaten a sabiendas de que no van a ganar todos sus puntos ni alcanzar todos sus objetivos, pero seguros de que todos los involucrados alcanzarán un acomodo, logrando lo suficiente como para sentirse victoriosos. Sus leyes y decisiones legislativas son siempre producto de una negociación donde todos participan en espera de beneficios, tanto  por el proceso como por el resultado. Cuando proponen una transacción de petróleo por migración, no significa que busquen quedarse con Pemex, sino sólo emprender un proceso en el que ambas partes lleven adelante sus posturas: algo de liberalización en el tema migratorio a cambio de algo de apertura en el ámbito petrolero.

Nuestra manera de actuar es casi exactamente la opuesta. La postura mexicana es la de todo o nada. En el caso migratorio, el (desafortunado) término que empleó el gobierno mexicano para plantear su postura lo dice todo: quería “toda la enchilada” y no migajas, es decir, quería una apertura total a los migrantes mexicanos y no aceptaría nada menos que eso. A casi tres años de iniciada esa “negociación”, hoy sabemos qué es lo que obtuvimos a cambio de esa posición maximalista: nada. El tema migratorio nunca se formuló como un tema de negociación, sino como un asunto de derecho humanos y laborales: no estábamos negociando nada, sino exigiendo concesiones de los norteamericanos. Su respuesta ahora es muy clara: si queremos migración, tendremos que negociar; para los estadounidenses la migración es lo más sensible y políticamente difícil, por lo que están dispuestos a negociar con México por algo equivalente.

El planteamiento migratorio del actual gobierno contrasta fuertemente con la negociación del TLC. En retrospectiva, quizá lo más impactante de aquella negociación fue el hecho de que el gobierno mexicano fuera capaz de desarrollar una organización y una concepción conducentes a una negociación de iguales. En lugar de demandar todo y quedarse con las manos vacías, aquel equipo negociador analizó las fortalezas y debilidades de ambas partes, desarrolló una estrategia cabal y logró una negociación extraordinariamente ventajosa para el país. En lugar de estrategia y de un intento por comprender la lógica y los intereses de nuestra contraparte, los planteamientos del actual gobierno se fundamentaron exclusivamente en una lectura de las encuestas nacionales. Con esto no es difícil explicar el fracaso al que se llegó.

Independientemente de que en algún momento las dos naciones entren en una negociación de petróleo por migración, el tema petrolero es uno que los mexicanos ya no podemos eludir. Es irónico que, tratándose de un sector tan importante, con un potencial enorme para activar el desarrollo, hayamos optado por coartar su crecimiento, limitar su potencial y desaprovechar el par de décadas que aún le quedan como fuente de desarrollo (antes de que otras fuentes de energía resulten competitivas). Al limitar la inversión, el petróleo no hace sino financiar parte del costo del gobierno y la burocracia. De abrirse la inversión, obviamente bajo un esquema de estricto control soberano y en forma paralela a Pemex, el país podría gozar de enormes ingresos adicionales, más  empleos y nuevas fuentes de riqueza en la forma de refinerías, petroquímicas y demás. El Pemex actual, sobre todo en el contexto de un gobierno que recauda tan poco, no puede sino seguir siendo una fuente marginal de recursos. O, puesto en otros términos, la estructura monopólica de la industria petrolera que hoy existe constituye un fardo, el lugar de una oportunidad, para el desarrollo del país. Tratándose de un sector denominado como estratégico, lo lógico sería dedicarle todos los recursos posibles; pero lo que ocurre es que estamos cuidando tanto el recurso que quizá acabemos guardándolo en el subsuelo aún después de que haya dejado de ofrecer las oportunidades que hoy son asequibles.

En todo esto, el tema importante no es la negociación con Estados Unidos, sino nuestra propensión casi instintiva a cerrarnos oportunidades. Los americanos han optado por decirnos que si no somos capaces de organizarnos para crear riqueza y fuentes de empleo suficientes para todos los mexicanos, busquemos otras posibilidades, no concesiones de su parte. La estructura de nuestra industria petrolera y eléctrica, usualmente pilares de cualquier economía, no es adecuada para contribuir al desarrollo del país. Si no queremos que otros nos estén enviando mensajes, deberíamos comenzar a organizarnos y resolver nuestros problemas por nosotros mismos. La alternativa es negociar opciones que resuelvan dos problemas centrales a una misma vez: el petróleo y la migración.

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¿Gobierno vs. crecimiento económico?

Luis Rubio

Sin crecimiento económico, ninguna sociedad con el perfil demográfico de la nuestra puede sostenerse por mucho tiempo. De hecho, más allá de posturas ideológicas y preferencias políticas, entre los mexicanos hay consenso sobre la imperiosa necesidad de lograr y sostener tasas elevadas de crecimiento. Desafortunadamente, no hay un acuerdo equivalente en las acciones que tendrían que ser emprendidas para poder alcanzarlas. Mucho peor, no hay  reconocimiento de que buena parte de las acciones gubernamentales y legislativas, así como las de muchas organizaciones productivas y sociales, atentan contra el crecimiento de la economía. El estancamiento de nuestra economía es producto de lo que se ha hecho y de lo que ha faltado por hacerse. La responsabilidad es toda nuestra.

El panorama actual está lleno de contrastes. Por un lado, todo mundo quiere que la economía crezca; por el otro, hay una tendencia creciente a hacer lo posible por perpetuar el estancamiento y nadie reconoce la conexión entre ambas cosas. El empresario que se queja de las demandas de los (supuestos) representantes de los campesinos es con frecuencia el mismo que se queja de las importaciones chinas; el diputado que le reclama al gobierno más gasto para su causa favorita, es el mismo que votó en contra de la reforma fiscal; el gobernador que exige ampliaciones de fondos es el que instruye a su bancada en el poder legislativo para que obstruya las iniciativas del ejecutivo. Los senadores que rechazan la necesidad de una nueva reglamentación para la industria petrolera y petroquímica son los mismos que critican al presidente por la falta de resultados. Fox ofrece mejores resultados, pero su administración se empeña en obstaculizar al empresariado. Todas éstas son dos caras de una misma moneda.

Puesto en otros términos, el crecimiento económico es una aspiración generalizada pero nadie quiere asumir los costos que entraña el crear las condiciones para hacerlo posible. “Que el costo lo paguen los bueyes del compadre”, es la premisa común. Así vemos que el presidente quiere quedar bien con todos los intereses y acaba quedando mal con todos los mexicanos. Los senadores del PRI quieren hacer valer sus preferencias ideológicas y, a la vez, impedir que el presidente tenga algún éxito, haciendo imposible la inversión privada en las pocas áreas que ofrecen un potencial de revitalización económica relativamente rápida. Los diputados que piensan que impidiendo una recaudación fiscal más elevada y equitativa a través del IVA van a castigar al gobierno del presidente Fox, acaban paralizando a la administración pública en su conjunto. Todos y cada uno de estos actores políticos tienen buenas razones para comportarse como lo hacen y su retórica es florida y rica en justificaciones. Pero el hecho es que la economía del país está estancada y nadie asume su responsabilidad en este resultado.

La gran pregunta es a quién beneficia el estancamiento económico. Si bien es cierto que el crecimiento económico favorece al presidente en turno, un sistema político que no permite la reelección impide que el ejecutivo obtenga el beneficio electoral. Es posible que el partido del presidente logre algún beneficio, pero la relación entre una cosa y la otra tiende a ser menos evidente, como pudimos apreciar en el 2000. Quizá algún día existan mecanismos que le permitan al ciudadano efectivamente exigirle cuentas a sus representantes, pero mientras eso no suceda, es posible, como sugieren las encuestas, que los perjuicios por el estancamiento sean mayores para todos los políticos, independientemente del partido al que pertenezcan, que los beneficios que alguno de ellos pudiese obtener por la recuperación.

Siendo así, la pregunta es por qué hay una virtual “conspiración” en el país contra el crecimiento. En lugar de que la suma de los intereses de miles o millones de individuos y grupos reditúe en un beneficio para la colectividad, como se esperaría de una sociedad bien organizada, México está en el centro de intereses encontrados que no encuentran tamices y mecanismos de intermediación que permitan obtener un beneficio para todos. De esta manera, el beneficio percibido por unos (como los que demandan las organizaciones políticas que representan o dicen representar a campesinos del país) choca con el desarrollo del resto de la sociedad. La protección de las importaciones que demandan algunos grupos de productores implicaría mayores costos y quizá menor calidad para los consumidores. Todo esto es sintomático de la desorganización que nos ha tocado vivir.

No hay nada de anormal en las demandas y manifestaciones de los diversos intereses en la sociedad. Es natural que cada quien vele por su propio interés. Lo errático es el proceso de toma de decisiones de la sociedad en su conjunto, pues éste permite que los intereses de unos paralicen a los otros, máxime cuando se apela a vías no institucionales como el cierre de carreteras, el bloqueo de puentes fronterizos o la amenaza del uso de machetes. Por si lo anterior no fuera suficiente, los miembros del poder legislativo suelen representar intereses distintos a los de sus electores, lo que se traduce en prebendas para los grupos tradicionales dentro de los partidos. En aras de proteger a un sindicato, por ejemplo, todas las familias mexicanas están pagando tarifas eléctricas muy superiores a las que pagarían si la inversión en el sector fuera mayor y la empresa pública más eficiente.

Esta situación es novedosa por dos razones. Primero, por décadas, el sistema de decisiones operó bajo el principio, muy dudoso, de que el presidente sabía mejor que el resto de la población lo que convenía al país. Bueno o malo, ese mecanismo permitía resolver los conflictos por medio de una decisión lapidaria dentro del ejecutivo. Al terminar la era priísta en la presidencia, se rompió esa mecánica y quedó un sistema incapaz de tomar decisiones de manera colectiva. La novedad radica en la inexistencia de mecanismos que permitan procesar las demandas de la sociedad en forma tal que se logre conciliar diferencias y se avance el desarrollo del país. Segundo, por varios años, la economía gozó de tasas más o menos altas de crecimiento debido, fundamentalmente, a la inversión extranjera y las exportaciones generadas por la entrada en vigor del TLC. Lo nuevo desde entonces es el menor dinamismo de la economía estadounidense en los sectores en que nuestra economía puede exportar, además de que ya no son tan relevantes los factores que atrajeron a la inversión extranjera en el pasado.

En consecuencia, la economía del país requiere de nuevas fuentes de crecimiento que se sumen a las ya existentes. El problema es que no hay decisiones ni acciones orientadas en esa dirección El gobierno federal ha sido incapaz, al menos hasta ahora, de generar condiciones propicias para el desarrollo económico dentro de su propio ámbito administrativo (a través de mejores y menos onerosas regulaciones, para comenzar), así como para impulsar iniciativas de reforma sólidas en materia energética, petroquímica y petrolera. El congreso, por su parte, se ha ocupado más  en cultivar los intereses particulares y partidistas de sus miembros que los de la población en general, arrojando una situación de parálisis que a todos debiera preocupar.

Gobierno y Congreso pueden emplear sus vastos recursos retóricos para culparse entre sí o para asignar culpas a terceros (los campesinos, la guerra, la economía estadounidense, la recesión mundial, el conflicto India-Pakistán o lo que sea), pero no pueden renunciar a su responsabilidad. Sus acciones, lo mismo que sus inacciones, han provocado que el país se retrase, que diversos proyectos de inversión no se consoliden y que la economía navegue a la deriva. Las cifras de inversión extranjera para el año pasado son sugerentes: todo  indica que éstas fueron sensiblemente inferiores a las de la década pasada. Una vez más, lo fácil es culpar a los inversionistas y a la recesión, a la economía china o a la vecina del primo en Tingüindín, pero la realidad es que el país está perdiendo competitividad frente a otras naciones.

La ausencia de crecimiento en la economía refleja no sólo el hecho de que otras naciones resultan más atractivas como punto de localización o producción que la nuestra, sino también el enorme deterioro que caracteriza a la seguridad pública, la infraestructura, la educación y la capacidad de resolución de conflictos. La falta de crecimiento impacta a toda la sociedad, pero particularmente a aquéllos que ven deteriorada su capacidad adquisitiva,  ya no por la inflación, sino por la carencia de activos personales (en la forma de educación o habilidades) o simplemente de un empleo. De no corregirse estos males, el país puede acabar adicionando nuevas generaciones de mexicanos pobres, incapaces de integrarse a la economía moderna. Nada de esto es trivial.

Cada vez que el gobierno falla en resolver un conflicto en favor del crecimiento, el país pierde decenas de oportunidades potenciales. Tanto la ciudadanía como los inversionistas, mexicanos y extranjeros, están pendientes de lo que hace el gobierno, de los criterios que guían las decisiones (o, en los últimos tiempos, indecisiones) de los legisladores y arriban a conclusiones propias que les animan a ahorrar o gastar, invertir aquí o allá. Desde esta perspectiva, el actuar del ejecutivo en los últimos dos años ha sido particularmente preocupante: no sólo no ha resuelto los problemas de esencia, como el de la inseguridad pública, sino que ha mostrado una particular incompetencia en la solución de problemas específicos, todos ellos simbólicos y por demás significativos. Baste citar el frustrado proyecto de construcción del nuevo aeropuerto de la ciudad de México o los avatares en el conflicto de TV Azteca con Canal 40. También ha mostrado incapacidad para forjar una relación funcional con el poder legislativo, misma que impacta de manera definitiva el crecimiento. Hay muchas salidas para la economía del país, pero éstas requieren acciones y decisiones. Requieren, sobre todo, disposición y capacidad de actuar.

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Llegó el tiempo de pagar los platos rotos

Luis Rubio

Ahora que el ministro iraquí de información ya no aparece en el televisor para informarnos de los extraordinarios avances de su ejército y de la inminente derrota de los norteamericanos, alguien en el gobierno mexicano tiene que comenzar a reconocer los costos de nuestra política exterior y hacer algo al respecto. Si bien es sencillo describir la sucesión de ideas, conceptos y objetivos que nos llevaron a confrontarnos con los norteamericanos, así haya sido de una manera legítima y popular, no debemos dejar de preguntarnos si esa estrategia de política exterior fue la idónea y adecuada para México. Todo indica que, por el contrario, los costos de lo ya hecho serán abismales.

Ahora que la guerra ya terminó (y, con todos sus vaivenes, resultó ser más popular en Irak de lo que millones de personas y políticos alrededor del mundo pensaban), el gobierno y la sociedad norteamericanas se ocupan nuevamente de los temas cotidianos. Desde la perspectiva estadounidense, es el momento de restaurar relaciones con el resto de las naciones, compensar a quienes los apoyaron y determinar cómo lidiar con quienes se les opusieron. Ciertamente puede ser denigrante para una nación soberana atravesar por un proceso de esta naturaleza. Pero dada la enorme asimetría de poder que hoy caracteriza al mundo, lo que en realidad debe ser cuestionado es la decisión que, de manera soberana, tomó el gobierno del presidente Fox para colocar al país en contra de nuestro principal socio comercial y la más importante de nuestras relaciones políticas y diplomáticas en el mundo. Así es esto de jugar con las potencias.

Este tipo de cuestionamientos están teniendo lugar alrededor del mundo, sobre todo en Francia, pero también en Alemania, Bélgica y Rusia. Ahora que los costos de la política anti-norteamericana han comenzado a evidenciarse,  diversos políticos y periodistas en esos países intentan entender los porqués de una estrategia tan visceral que no tenía posibilidad alguna de éxito. En algunos casos, sobre todo en el de las naciones con una clara e histórica vocación de potencia, como Rusia y Francia, lo extraño fue el extremo al que sus gobiernos estuvieron dispuestos a llegar. Antes de esta última confrontación, lo típico del comportamiento de ese tipo de naciones había sido la política de brinkmanship (de empujar y empujar hasta el extremo, pero sin dar el paso final al abismo), que se ilustró con el primer voto sobre Irak (resolución 1441) al final del año pasado: Rusia y Francia amenazaron con vetar la resolución y presionaron hasta el último minuto, sólo para promover después una resolución unánime. Naciones sin experiencia en estos menesteres, como la nuestra, fueron sorprendidas por los profesionales.

Pero en la propuesta de segunda resolución ganaron las pasiones, hasta las de los profesionales. La característica de ese proceso fue más bien la lujuria retórica de personajes como el presidente francés, pero también de nuestro presidente Fox. En ambas instancias, la retórica inflamó los ánimos de la población y elevó la popularidad de los gobernantes, haciendo imposible una evaluación racional de los costos y beneficios de votar de una manera u otra. No pasó mucho tiempo antes de que el presidente Chirac experimentara los primeros rechazos, sobre todo el desprecio que le mostraron las nuevas democracias del este de Europa, quienes dependen de EUA para su seguridad geopolítica, dada su vecindad con la antigua Unión Soviética. El berrinche del gobierno francés exhibió las grietas existentes dentro de Europa, además de poner en entredicho la alianza atlántica que le había dado consistencia y estabilidad a la sociedad de naciones desde el fin de la segunda guerra mundial.

En nuestro caso, dada la historia de invasiones e intervenciones estadounidenses, pero sobre todo de su explotación política por parte de gobiernos priístas a lo largo de muchos años, no era necesario rascarle mucho a la superficie de la cultura popular para encontrar una jugosa viña de rechazo a las soluciones violentas y un profundo anti-norteamericanismo. El presidente Fox no sólo encabezó el rechazo popular, sino que lo llevó a niveles extremos, haciéndose notorio no por su pretendida promoción de la paz, sino por exacerbar los ánimos y el descrédito insistente al gobierno de nuestro vecino del norte. Fox acabó elevando sus niveles de popularidad, creyendo que esto sería gratuito. En medio de todo lo anterior se evidenció la supina y extrema ignorancia de nuestras autoridades sobre el modo de proceder de los norteamericanos y, en particular, de su actual gobierno. Esa ignorancia nos va a costar carísima.

Nada de lo anterior pretende justificar la andanada norteamericana en el Medio Oriente ni sugiere que su estrategia de combate al terrorismo sea la correcta o que, en todo caso, amerite nuestra aprobación. La lógica de su ataque a Irak y su proyecto de contención de la organización responsable de los ataques terroristas del once de septiembre puede ser la correcta o no, y su decisión de llevarla a cabo unilateralmente, contra de muchos de sus aliados tradicionales,  por demás condenable. Las encuestas sugieren que la abrumadora mayoría de los mexicanos no tiene ni la menor duda sobre lo que opina al respecto. A pesar de lo anterior, no es nada obvio que la manera de proceder del gobierno del presidente Fox a lo largo de estos meses y años haya sido la más conveniente para el país.

México se colocó en la línea de fuego del gobierno norteamericano al buscar con insistencia formar parte del Consejo de Seguridad de la ONU. Hay que recordar que esa membresía se logró en el mes de octubre del año 2001, es decir, varias semanas después de que todo en la política norteamericana cambiara súbitamente y que el presidente Bush definiera con toda claridad su postura de ese momento en adelante: el que no estuviera con ellos, estaría con los terroristas. De esta manera, es evidente que el gobierno mexicano no tomó sus providencias en materia de política exterior: de una manera totalmente irresponsable, estimó que nuestra membresía en el Consejo de Seguridad le traería un enorme prestigio al gobierno y al país, sin jamás reparar en la posibilidad de que, tarde o temprano, se colocaría entre la espada y la pared, como efectivamente ocurrió a raíz del conflicto en Irak. Mientras que para los observadores de la política estadounidense era obvia la transformación de todos los marcos de referencia norteamericanos después de los ataques terroristas, el gobierno mexicano prosiguió con sus planes con una ceguera total.

Nuestra membresía en el Consejo de Seguridad, aunada a la verborrea pacifista y de superioridad moral del gobierno mexicano,  va a acabar siendo sumamente onerosa. Ahora que el resultado de la guerra de Irak les es sumamente favorable, Estados Unidos reivindica todas sus premisas (y excesos), a la par que la estatura del presidente Bush crece de manera asombrosa en su propio terreno político. Mientras tanto, las percepciones norteamericanas sobre nuestro gobierno se han empequeñecido de una manera no sólo preocupante, sino potencialmente catastrófica. Aunque los responsables dentro de nuestro gobierno estiman que se trata de un distanciamiento reparable, es evidente que la brecha es enorme y que, dada la estructura binaria que anima las decisiones de aquél gobierno, la relación será irreparable al menos en lo que resta de la administración del presidente Bush. Esto no significa que pudieran existir iniciativas expresamente diseñadas en contra de México, pero sí que sólo habrá receptividad ante las peticiones o iniciativa del gobierno mexicano que sean de su interés particular. El resto quedará excluido. Incluso, está en duda la asistencia del presidente Bush a las reuniones de jefes de Estado que en materia de seguridad hemisférica están previstas para los próximos meses en nuestro país.

Mucho de lo que ocurra en los próximos meses y años va a depender de lo que el gobierno estadounidense decida hacer respecto a sus aliados tradicionales. Es posible que, siguiendo la máxima churchiliana, el gobierno norteamericano acabe siendo magnánimo con su victoria y que eso abra espacios para estrechar los vínculos entre las principales potencias occidentales, incluyendo a Rusia. De ser así, nosotros seguramente también podríamos encontrar alguna manera de sumarnos. Como ya resultó evidente, el tema de seguridad fronterizo, que para ellos es central, podría servir de cuña para comenzar a restablecer canales de comunicación. En todo caso, lo más probable es que la magnanimidad del gobierno de EUA se limite a quienes fueron sus aliados y, sobre todo, a Irak, donde tiene la intención de desarrollar un modelo de sociedad para el resto de las naciones del Medio Oriente y forzar, por este medio, un cambio en la región en general. De ser así, las gélidas temperaturas que hoy caracterizan a algunas de las relaciones trasatlánticas serán la norma para nosotros.

Los costos de una política exterior amateur van a acabar siendo enormes, pero tal vez poco mesurables. Aunque no parece haber ninguna razón para pensar que habrá modificaciones en el plano económico de la relación bilateral, es de esperarse que muchas de nuestras ventajas competitivas sufran una erosión todavía más acelerada cuando las otrora ventajas y concesiones nuestras se otorguen a la mayoría de las naciones centroamericanas que, nominalmente, formaron parte de la alianza contra Irak. Mientras otros negocian ventajas futuras, nosotros nos quedamos con lo que logramos hace lustros. Todo esto tendrá un costo en crecimiento económico y en los satisfactores con los que éste viene acompañado.

La aventura de una política exterior agresiva nos va a acabar saliendo muy cara. La pregunta es quién o qué se benefició y qué ganamos con alienar a nuestro principal socio comercial y motor de nuestra economía. Por muchos años, el país optó por no participar en foros donde los costos potenciales de nuestra presencia fueran infinitamente mayores que los beneficios. Es tiempo de reconocer la sabiduría de ese principio informal de la política exterior y comenzar a pagar los costos de una fiesta por demás irresponsable.

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El motor de la economía

Luis Rubio

El estancamiento económico de los últimos años ha dado rienda suelta a todos los críticos de la apertura de la economía, así como a los intereses que se verían beneficiados de un mayor proteccionismo, canonjías y subsidios, en el más puro estilo de los setenta. Si uno observa el panorama político en torno a la economía, las voces dominantes son las de grupos de empresarios y burócratas que comparten la impresión de que han perdido en estos años y aprovechan el río revuelto para avanzar sus intereses. Lo que está de moda es criticar la apertura, proponer una renegociación del TLC y demandar mayor gasto público. En suma, restaurar las políticas que nos llevaron a padecer años de crisis. Las épocas de crisis destruyen el ahorro familiar, desaparecen empleos y empobrecen a la población en general pero también hacen riquísimos a muchos empresarios, poderosos a líderes sindicales y políticos, y abren el camino para hacer de la intermediación de las burocracias un elemento clave. En lugar de discutir los temas urgentes del país, vivimos el debate impuesto por los intereses y frivolidades de los vivales de siempre. Evidentemente es imperativo crear condiciones que restauren la capacidad de crecimiento de la economía, pero invocar a lo que no funcionó, no sólo es absurdo, sino un tanto ominoso.

Vivimos un momento de excepcional –y nada despreciable- estabilidad macroeconómica, pero no podemos perder de vista que la economía no crece mayor cosa y que la esperada reactivación va a requerir de acciones inteligentes y políticamente costosas. A pesar de lo anterior, la mayor parte de los políticos, incluyendo a muchos de los actuales candidatos al congreso, así como innumerables comentaristas y críticos, apelan a la necesidad de hacer tabla rasa del pasado y recurrir a mecanismos de protección y subsidio que pondrían en entredicho lo poco de la economía que sí funciona y funciona muy bien.

Lo fácil, aunque por demás irresponsable, es ignorar las causas de los problemas que enfrenta el país en general y sectores específicos en lo particular, y proponer soluciones políticamente rentables, así sean costosísimas en lo económico. Así, unos quieren que se erosionen las leyes que protegen la propiedad industrial para darle negocio a sus familiares, otros demandan subsidios para el campo y otros más se desviven por culpar al TLC de los males estructurales del campo mexicano. No todos los quejosos son tontos o ignorantes: algunos afirman, por ejemplo, que el TLC no es responsable de las dificultades que enfrenta el campo mexicano y que el problema radica en los ajustes que no se han realizado en ese ámbito. Aun reconociendo lo anterior, afirman que hay que renegociar el Tratado. No falta quien proponga una u otra regulación o política para satisfacer las necesidades de unos cuantos particulares y burócratas.

Los avances en materia política a lo largo del último par de décadas han sido muchos; sin embargo, la emergente democracia mexicana parece haber abierto espacios para que resurjan todos los intereses particulares que se han visto afectados en estos años. En no pocas ocasiones, dichos reclamos se disfrazan con la bandera nacional o la pobreza de tal o cual sector o grupo, cuando en realidad reivindican intereses particulares por encima de cualquier otro. Los farmacéuticos se escudan tras horribles enfermedades como el SIDA para disfrazar sus objetivos pecuniarios, sin importarles que la consecución de los mismos pudiera implicar que los mexicanos perdieran acceso a medicamentos modernos; tras sus ardides nacionalistas, los electricistas esconden los ingentes (e inexplicables) beneficios sindicales de que gozan; las asociaciones de autores exigen prebendas para sus líderes en lugar de protección a los derechos de los autores que sufren de la piratería; las burocracias campesinas, principales culpables de la reproducción de las estructuras de control y dominación en el campo, se escudan tras la pobreza en el sector para demandar mayores ingresos y beneficios para sus líderes. Que todo esto entrañe costos crecientes para el mexicano común y corriente es lo que menos les importa. El México patrimonialista y corporativista está primero.

Efectivamente, la economía mexicana requiere cambios fundamentales, pero éstos tienen que ir en línea con la realidad del mundo en que vivimos y ser congruentes con los requerimientos de toda la población. No cabe la menor duda de que el TLC ha tenido un efecto sumamente grande y positivo sobre la economía mexicana, toda vez que le abrió mercados de exportación, atrajo montos de inversión, nacional y extranjera, que de otra manera hubieran sido imposibles y generó -y sigue generando- empleos en el país. El TLC, sin embargo, no resolvió todos los problemas del país, no integró al conjunto de la economía ni resolvió los problemas estructurales del campo mexicano. El TLC ha cumplido, con creces, los objetivos para los que fue negociado y le sigue ofreciendo a la economía mexicana formidables oportunidades para su desarrollo futuro.

Pero el TLC no es más que un instrumento para el desarrollo de nuestra economía. Lo que se requiere es crear y desarrollar otros instrumentos que, como el TLC, contribuyan igualmente a resolver los problemas que enfrenta el país y a crear las condiciones propicias para que, poco a poco, surjan fuentes de riqueza y empleo. Esto implicaría impulsar más cambios y reformas en lugar de renegociaciones y retornos a esquemas de desarrollo que no funcionaron en el pasado.

Nuestro problema económico puede resumirse en dos grandes componentes: por un lado, existen vastas oportunidades de desarrollo, pero los impedimentos para que éstas se materialicen son insalvables en la actualidad; por el otro, todo mundo apela a soluciones mágicas que, sin costo alguno, corrijan problemas ancestrales de la noche a la mañana. El resultado de la convivencia de estas dos circunstancias es motivo de choque permanente. Los políticos prefieren tomar la salida mágica porque así no tienen que hacerse responsables de nada: si las cosas mejoran, ellos se llenan de gloria; si empeoran o nada mejora, el culpable siempre es otro: el gobierno, el TLC, Estados Unidos, los empresarios, etc. Nuestro sistema político crea políticos irresponsables porque no permite al ciudadano exigirle cuentas a quien debe entregarlas.

La economía mexicana requiere cambios estructurales fundamentales, ninguno de ellos producto de un capricho sino de la disfuncionalidad que aqueja a la economía y de los cambios que experimenta la economía internacional. Estructuras económicas de antaño, como las del campo mexicano, no han generado más que pobreza entre los campesinos: los políticos y líderes de las organizaciones del campo pueden reclamar subsidios y cambios en el TLC, pero todos sabemos que los problemas de ese sector nada tienen que ver con lo uno o lo otro. ¿Acaso el campesino mexicano era rico y exitoso en las épocas de bonanza de los subsidios y antes del TLC?

De la misma manera, el viejo sistema político propició abusos y la configuración de estructuras disfuncionales que eran políticamente convenientes, aunque muy costosas, en parte porque no había opciones tecnológicas; el mejor ejemplo de lo anterior es la aristocracia sindical que existe en el sector eléctrico, cuyo costo es brutal para todos los mexicanos y se refleja en tarifas elevadísimas, un mayor déficit presupuestal e inversiones muy poco rentables. Hoy en día existen opciones tecnológicas que permiten inversiones privadas en el sector eléctrico que no ponen en entredicho la soberanía del país ni los legítimos derechos sindicales de los trabajadores. Además, la inversión que llegara del sector privado permitiría liberar recursos públicos para asignarse a otro de esos sectores que se empleó como instrumento de control y dominación en el pasado, la educación. De esta forma se conseguiría el desarrollo del capital humano de la población y oportunidades para lograr mejores empleos y mayores ingresos. Las reformas que se requieren no son puro capricho, sino la posibilidad de romper el círculo que nos condena a la pobreza, y no hay nada que la retórica y el populismo de los críticos, candidatos, burócratas y políticos vaya a hacer al respecto, excepto empeorarla.

Canadá es un país que, como México, se caracteriza por una estrechísima relación económica con Estados Unidos. Al igual que nosotros, la abrumadora mayoría de sus exportaciones se dirige hacia ese país y buena parte de su inversión se origina en aquella nación. Pero las semejanzas terminan ahí: mientras Canadá ha crecido en estos años, México se encuentra estancado. Esto no ha sido producto de la casualidad, sino de una situación muy específica: los canadienses llevan casi dos décadas fortaleciendo sus estructuras fiscales y convirtiendo el TLC en un instrumento para el desarrollo de su economía y población. En contraste, México debilita sus cuentas fiscales (por medio de más gasto y subsidios, así como de la persistencia de una estrategia de recaudación llena de agujeros y excepciones) y estigmatiza al TLC. Todo esto frente a los esfuerzos canadienses por reducir el gasto público, fortalecer la recaudación fiscal y utilizar al TLC para ganar mercados, elevar la competitividad de su economía y generar riqueza y empleos. La gran pregunta es por qué insistimos en imitar a países como Bangladesh y Zimbabwe, naciones que se empeñan en ser pobres a través de políticas como las que proponen muchos de nuestros políticos, en lugar de emular a naciones ricas, pujantes y exitosas como Canadá.

El fin de la era priísta abrió una gran cada de Pandora: la de los intereses particulares. El viejo sistema navegaba a través de las prebendas a ciertos grupos, los subsidios y regulaciones burocráticas de diverso tipo. Las crisis de las últimas décadas ocurrieron por los excesos de ese sistema. Sería sumamente irónico, y profundamente reaccionario, que todos los mexicanos acabemos pagando el precio del retorno a ese mundo de intereses y privilegios justamente ahora que la democracia acabó con el reino indisputado del PRI.

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Migración en parcelas

Luis Rubio

Al igual que España y Portugal en los cincuenta y sesenta, México es hoy un país exportador de personas. Los mexicanos migran de sus comunidades, típicamente hacia el norte, en busca de empleo, oportunidades y una vida digna. Lo hacen de manera legal e ilegal, solos y en familia. En el camino son frecuentemente vejados y sufren enormes calamidades, pero la abrumadora mayoría logra superar los obstáculos y construir un mundo nuevo de oportunidades. A pesar de ello, la ilegalidad de su status migratorio constituye una fuente permanente de incertidumbre e inseguridad.  Desde esta perspectiva, la lógica de un pacto migratorio es obvia y necesaria, pero quizá la verdadera solución resida menos en un gran planteamiento, amplio y definitivo, que en una serie de arreglos parciales con varios países que, en conjunto, transformen el fenómeno de manera integral.

Para cualquier mexicano consciente de las dimensiones del problema, lo lógico es negociar un pacto migratorio con Estados Unidos. A final de cuentas es ahí donde se concentra la abrumadora mayoría de los migrantes mexicanos y es ahí a donde se dirigen todos los que aspiran a obtener ingresos que difícilmente la economía mexicana les puede ofrecer. Ciertamente, Canadá es un destino más, pero los números en el caso estadounidense son incomparables. Según algunas encuestas, más de la mitad de la población tiene algún familiar o conocido cercano que vive en Estados Unidos, ha trabajado allá o está a punto de cruzar “la línea”. Por ello, la política de defensa de los migrantes es una prioridad que la mayoría de los mexicanos reconoce como suya.

Por décadas, un gobierno tras otro desplegó diversos mecanismos de presión sobre los estadounidenses para garantizar un trato digno a los mexicanos que cruzaban la frontera, con el objeto de disminuir la violencia asociada al fenómeno. La manera en que han cambiado los términos y calificativos que se utilizan para referirse a los migrantes, incluso del lado norteamericano, habla de un cambio cualitativo importante: hace años eran “espaldas mojadas”; luego fueron ilegales. En los últimos años, todos, incluso el propio presidente de Estados Unidos, rechazan la palabra ilegal y prefieren el concepto de “indocumentado” para referirse a una población que se ha convertido en mano de obra necesaria para la economía norteamericana.

Más allá de los aspectos jurídicos involucrados en el cruce ilegal de una frontera, en nuestro caso la migración es un fenómeno económico, uno de oferta y demanda. En el momento actual, existe un empate casi perfecto entre el mercado de trabajo en Estados Unidos, que demanda mano de obra para la cual no hay oferentes, y la carencia de oportunidades para mexicanos urgidos de empleo a lo largo y ancho del territorio nacional. Para esos muchos mexicanos, la frontera resulta ser un mero obstáculo temporal, una barrera que finalmente se puede penetrar. El tránsito migratorio es un fenómeno cotidiano en la relación México-Estados Unidos.

Desde su inicio, el gobierno del Presidente Vicente Fox decidió romper con la lógica de sus antecesores en materia migratoria. En lugar de limitarse a la demanda de atención y cuidado, respeto a los derechos humanos y creación de mejores condiciones para los migrantes, la administración Fox abordó el fenómeno con otro enfoque. Antes de tomar posesión, el presidente abrió fuego con un planteamiento por demás ambicioso: propuso un esquema de libre tránsito, un pacto migratorio que, con el tiempo, eliminara las fronteras para permitir el libre tránsito de personas entre ambos países. Lo anterior vendría a complementar el intenso intercambio de bienes y servicios a lo largo de la frontera promovido por el tratado comercial (TLC).

La propuesta del gobierno mexicano fue recibida con una mezcla de reconocimiento y preocupación. Reconocimiento por lo atrevido del planteamiento pero, sobre todo, por surgir de un gobierno que, a diferencia de sus predecesores, podía presumir de sus credenciales democráticas (el “bono democrático”, como lo llamara el presidente). La idea de que dos naciones tan disímbolas, ambas ahora con sistemas democráticos de gobierno, así fuese incipiente en uno de ellos, pudieran avanzar en un tema tan complejo era, sin duda, cautivadora. No tardaron ambos gobiernos en ponerse a trabajar en los detalles de lo que podría entrañar un acuerdo de esa naturaleza.

La propuesta mexicana también causó asombro e inquietud, toda vez que la lucha por la aprobación del tlc en 1993 y, sobre todo, la crisis de 1995 habían dejado profundas heridas en el entorno político norteamericano en todo lo referente a nuestro país. A pesar del enorme éxito que ha tenido el TLC en los planos comercial, de inversión y del empleo, prácticamente a nadie en esa nación le gusta hablar del tratado. Se trata, en cierta forma, de una “mala palabra”: todos saben de sus beneficios, pero pocos se atreven a mencionarla en los círculos políticos. En ese contexto, la invitación mexicana para ir más allá —de hecho, mucho más allá— del TLC, en ámbitos que son sensibles en la política norteamericana, fue recibida con reticencia y escepticismo, sobre todo por la dificultad de satisfacer la propuesta mexicana en el entorno norteamericano del momento.

Ambos gobiernos se reunieron y analizaron diversas opciones. La postura mexicana no dejó de ser ambiciosa e insistió en la necesidad de un acuerdo amplio, en tanto que los norteamericanos se pronunciaron por desarrollar y expandir los mecanismos migratorios ya existentes. Es decir, mientras que el gobierno mexicano buscó cambiar el paradigma que domina el pensamiento bilateral en la materia, su contraparte buscó todos los medios posibles para ampliar el número de visas, permisos y cambios de categoría migratoria, a fin de multiplicar sensiblemente no sólo el número de personas con derecho a migrar y trabajar en Estados Unidos de manera legal, sino para legalizar a las que ya se encontraban allá. Como puede advertirse, se trataba de dos posiciones muy distintas en enfoque y alcance, aunque ciertamente no incompatibles entre sí.

De hecho, el gobierno mexicano mantuvo dos líneas simultáneas de negociación: una enfocada a cambiar el paradigma y otra a tratar de elevar los números por el lado de las visas. Todo indica que los avances fueron pequeños en el primer camino, mientras que los progresos en el otro ámbito fueron muy significativos. Desafortunadamente, el fatídico 11 de septiembre modificó de inmediato las prioridades del gobierno norteamericano. Meses después, la pregunta es qué camino seguir y qué es posible y razonable alcanzar en las circunstancias actuales.

El gobierno mexicano sigue explorando los dos caminos. Por el lado “pragmático”, sigue avanzando planteamientos nada despreciables, sobre todo si uno observa menos los grandes números y más las dramáticas implicaciones que tiene para una persona vivir en la legalidad. El documento que formaliza la estancia de un migrante en los Estados Unidos tiene para un mexicano en esa situación un valor inconmensurable, pues ello le permite tener una vida normal, con derechos y sin la incertidumbre que inevitablemente se asocia con la ilegalidad. De esta manera, sin abandonar el objetivo más grande y ambicioso de transformar la relación en el futuro, cualquier avance en la legalización de inmigrantes, constituye un enorme progreso en la relación bilateral y un logro para el gobierno de Vicente Fox.

Dada la reticencia de la sociedad norteamericana para una negociación amplia y de largo alcance en materia migratoria, quizá lo más sensato sea buscar acuerdos parciales en éste y otros ámbitos, a fin de conferirle una mayor vitalidad a la relación bilateral. Al mismo tiempo, tal vez haya llegado el momento de pensar en otros esquemas tan atrevidos como el planteamiento migratorio original, pero en otras latitudes.

A final de cuentas, la migración hacia el norte es un mero reflejo de un serio problema interno. Por un lado, las políticas demográficas de los setenta (época en que gobernar se identificaba con poblar), llevaron a una expansión brutal de la población mexicana sin que hubiera la capacidad para crear los empleos y los servicios que esa población demandaría, esencialmente en los campos de salud y de educación. La consecuencia fue la reproducción de una población pobre y sin oportunidades. Por otro lado, las políticas populistas que acompañaron a la expansión demográfica, retrasaron el desarrollo económico por años, además de que dejaron un pesado fardo, en la forma de una deuda de grandes magnitudes, que desde entonces obstaculiza el crecimiento. No menos importante es el hecho de que buena parte de la población pobre del país reside en las zonas rurales, lo que exacerba el problema de provisión de servicios y generación de oportunidades de empleo. Por donde uno le busque, no hay indicios de que los flujos migratorios puedan disminuir en el corto y mediano plazos.

El gobierno está haciendo todo lo que tiene a su alcance para reducir las tribulaciones y mejorar las condiciones de vida de los migrantes mexicanos. Tal vez algún día se pueda materializar un acuerdo de amplios vuelos pero, mientras tanto, lo imperativo es avanzar sobre la única senda posible, que es la de multiplicar las visas y medios legales de acceso a los Estados Unidos. Pero, al mismo tiempo, también resulta inevitable buscar otras opciones. España, por ejemplo, es hoy uno de los países con menor crecimiento demográfico del mundo. Su realidad poblacional y su creciente riqueza la han convertido en un país demandante de mano de obra foránea. Yo me pregunto si no sería posible negociar un acuerdo migratorio con España para exportar trabajadores mexicanos a ese país, trabajadores que serían, de entrada, infinitamente más compatibles con la sociedad española que los migrantes africanos que dominan hoy la totalidad de la oferta en el país ibérico. Así sea por la reconquista, pero en sentido inverso, bien valdría la pena discutirlo.

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Desarmar la Economía

Luis Rubio

El diseño institucional de las entidades gubernamentales tiene una razón de ser. Los gobiernos, como sistemas de decisión y procesamiento de demandas políticas, requieren equilibrios internos que permitan asegurar o, al menos, elevar la probabilidad que sus decisiones beneficien a la población a la que atienden. Mientras mayores y más efectivos sean los mecanismos de contrapeso dentro de cada entidad gubernamental, el gobierno en su conjunto será más efectivo. En este sentido, si bien es obvio que toda estructura gubernamental es susceptible de transformación, modernización y mejoría, hay cambios que son inherentemente indeseables, cuando no peligrosos. Uno de ellos es el trasladar las negociaciones comerciales internacionales de la Secretaría de Economía a la de Relaciones Exteriores. Los efectos perniciosos de este cambio, que todavía no se consagra en ley, ya son evidentes.

Históricamente, por las décadas o siglos en que las negociaciones comerciales internacionales fueron prácticamente inexistentes, los ministerios del exterior se dedicaron a todo lo que tuviera que ver con el mundo, en tanto que el resto de las secretarías lidiaba con los asuntos internos. En lo económico, era típico encontrar una entidad gubernamental dedicada a los asuntos financieros y fiscales, en tanto que otra u otras se abocaban a los temas comerciales e industriales. En la medida en que las negociaciones comerciales internacionales se han convertido en un asunto central de la actividad económica de cualquier país, la separación de éstas respecto al manejo de la política exterior, ya sea de facto o de jure, se ha convertido en la tendencia predominante en nuestros tiempos. Hay buenas razones para ello.

En algunos países, particularmente en EUA, las negociaciones comerciales se concentraron en una entidad independiente, mientras que en la mayoría de los casos, incluido México, se incorporaron a los ministerios de economía o comercio. Prácticamente no hay nación en el mundo, con excepción de los miembros del Mercosur y Chile, que haya mantenido la antigua estructura. Hay muchas y muy buenas razones para mantener separadas las funciones diplomáticas de las comerciales. De ahí que sea imperativo considerarlas con cuidado antes de instrumentar cambios que pudiesen ser catastróficos o de mantener una situación irregular como la actual.

Hay tres razones que deben contemplarse al analizar la mejor ubicación del manejo de las negociaciones comerciales internacionales. La primera tiene que ver con la necesidad de mantener separadas las decisiones técnicas (que corresponden a las secretarías) de las decisiones políticas (que le corresponden al presidente de la República). La segunda se refiere al equilibrio natural que debe existir dentro de cada secretaría y a los efectos que se podrían producir de separar los temas de industria y comercio internos de los del comercio internacional. Finalmente, la tercera es diplomática: cuáles podrían ser los efectos de mezclar responsabilidades comerciales y diplomáticas en una misma entidad. Veamos.

Cuando se concentran demasiados temas y funciones diversas en una misma secretaría, las decisiones técnicas se vuelven políticas y el presidente acaba siendo privado de los elementos que requiere y le corresponden para poder tomar una decisión final. Esta es una de las razones por las cuales los gobiernos se estructuran de manera tal que separan los criterios de decisión entre la diversas secretarías, favoreciendo el que cada titular abogue por su postura, pero dejando al presidente la decisión de Estado.

En los temas comerciales internacionales es frecuente encontrar conflicto entre naciones, lo que típicamente conduce a que el responsable de los temas económicos y comerciales abogue por una postura agresiva, en tanto que los responsables de los temas políticos y/o diplomáticos avalen una actitud más negociadora y pacífica. En algunos casos, la economía requiere de acciones contundentes, pero en otras los riesgos diplomáticos pueden ser excesivos. En la última década, por ejemplo, los presidentes han tenido que decidir en muchas ocasiones si ceden o avanzan sin cuartel en temas tan variados e importantes como el de jitomates, cemento y autotransporte, pero siempre buscando tener todos los criterios de decisión en sus manos. Si los temas comerciales y los diplomáticos se reúnen en una misma secretaría, esas decisiones las estaría tomando el titular de la secretaría, en medio de un gran conflicto de intereses, y no el presidente.

Además, es importante reconocer que los diplomáticos tienen una propensión natural a evitar el conflicto, pues esa es en buena medida su razón de ser. Los negociadores comerciales, sin embargo, tienen que enfrentar dilemas que implican costos y beneficios, en ocasiones enormes, para los productores del país. En la medida en que las negociaciones económicas y comerciales se mantienen separadas de las diplomáticas y políticas, los exportadores y productores pueden confiar que contarán con un abogado efectivo, sin duplicidades de funciones o conflictos inherentes a ellas, para avanzar sus intereses frente a los de otras naciones. Y sobra decir que, en la medida en que ganan los productores mexicanos, se incrementan las oportunidades de creación de riqueza y empleo. Pero lo inverso también es cierto. En la medida en que dominan los criterios diplomáticos, los productores nacionales pierden fuerza y capacidad de defenderse de sus competidores en el exterior.  Se trata de un tema de enormes consecuencias potenciales.

De la misma manera en que son cruciales los equilibrios entre las distintas secretarías, es indispensable crear y promover los contrapesos al interior de cada una de ellas. En este sentido, la remoción de las negociaciones comerciales internacionales de la Secretaría de Economía crearía dos vicios. Primero, en ausencia de una activa promoción de las negociaciones internacionales, la propensión natural de la secretaría sería abandonar al consumidor y defender a los comerciantes y productores. En la actualidad, la SE tiene (al menos hasta el inicio de este año) las dos funciones: la de atender los intereses de los productores y la de mantener y nutrir las negociaciones comerciales con el exterior. Ambos soportes son clave para que ni los negociadores internacionales se avoracen y dañen a los productores, ni los productores dicten la agenda económica nacional, en detrimento del empleo, la competitividad y la creación de riqueza. Segundo, al separar las negociaciones comerciales de la SE se estaría desvinculando temas que corresponden a los dos lados de una misma ecuación, como son los programas de ajuste, la atención de los problemas de dumping y, en general, todos los problemas de instrumentación interna que se derivan de los acuerdos comerciales. Si de por sí ha sido difícil el ajuste de la economía mexicana a la apertura en muchos sectores, una separación burocrática entrañaría riesgos enormes para la producción nacional y para la competitividad de país.

Además de las graves consecuencias antes descritas, fusionar las negociaciones internacionales con las diplomáticas entrañaría aún mayores riesgos. La separación de lo comercial y lo diplomático tiene la enorme ventaja de poner cada asunto en su lugar; esto que parece obvio, debe analizarse en su debido contexto. Las negociaciones comerciales tienden a ser agresivas, duras y, en ocasiones, saturadas de dramatismo: los negociadores se enojan, se retiran, amenazan y, en general, procuran cualquier medio para avanzar sus posiciones. Esto es algo que todos los que viven en ese medio entienden y aprecian en su justa dimensión: corresponde a la naturaleza propia de su función. Los diplomáticos, por su parte, prefieren las negociaciones pacíficas y evitan los riesgos: su función y responsabilidad les obliga a cuidar las relaciones de su país con los demás y hacen hasta lo indecible por evitar controversias o por ofender a su contraparte. Se trata, para ponerlo en términos coloquiales, de agua y aceite. Así como una delicada negociación diplomática que se deja en manos de un negociador comercial puede conducir a una amenaza de rompimiento de relaciones, si no es que a una acción bélica, una negociación comercial que se deposita en manos de los diplomáticos bien puede acabar trasquilando a los consumidores y haciendo añicos a sus productores, máxime cuando se trata de diplomáticos de un lado y negociadores comerciales del otro.

Por si lo anterior fuera poco, hay dos elementos adicionales que hacen sumamente peligrosa la virtual fusión las negociaciones comerciales con la diplomacia. El primero se refiere a las presiones diplomáticas que pueden desatarse por la peculiar mezcla de asuntos en una sola instancia. Si la nación con la que México está negociando un tema comercial tiene interés de que México vote de determinada manera en la ONU, para citar un caso meramente hipotético, la mezcla de las dos responsabilidades conduce a que se contaminen los dos temas, en detrimento de los intereses económicos y políticos del país.

Además, el tema de las negociaciones comerciales no puede verse en un vacío, sino en el contexto de la realidad mexicana actual. Nuestra principal contraparte comercial y diplomática es EUA; la forma que adopten nuestras estructuras de relación y negociación internacional debe reconocer ese hecho como algo sine qua non. Desde esta perspectiva, resulta evidente que lo que más nos conviene es tener estructuras similares que permitan diferenciar lo comercial de lo diplomático. Dado que esa es la estructura que prevalece en EUA, el que nosotros combináramos las funciones no haría sino crear verdaderas pesadillas para todos: los consumidores, los diplomáticos, los productores y para nuestras contrapartes. Dada nuestra evidente diferencia de tamaños, poder político y preferencias políticas y diplomáticas, la mezcla de los dos temas no haría sino abrir frentes de disputa que, además de innecesarios, generarían fuentes de tensión y conflicto y el riesgo de que cualquier negociación fuera percibida como un daño a la soberanía o una cesión de derechos inexplicable. El país tiene muchos problemas en la actualidad; lo último que necesita es enfrascarse en uno tan absurdo como éste.

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