Luis Rubio
Los mexicanos tenemos que llegar a un acuerdo sobre qué clase de país y sociedad queremos ser. Durante casi doscientos años de historia independiente, México se ha debatido por encontrar su esencia: centralista o federalista, liberal o conservadora, democrática o dictablanda, de Occidente o del tercer mundo, moderna o tradicional. Como Sisifo, cuando, finalmente, parece estar a punto de hallarla, las dudas y alegatos comienzan de nuevo, desatando torbellinos que luego ya nadie puede controlar. Las controversias que consumen a la sociedad mexicana actual exigen definiciones, una vez más. Aunque nadie lo está planteando de esta manera, la disyuntiva que enfrentamos es si queremos avanzar en torno a la construcción de una sociedad moderna, democrática y rica, o si preferimos el retorno a una sociedad corporativizada, centralizada e incapaz de impulsar el desarrollo económico, político y social. Este es el tema que yace detrás de la reciente propuesta de constituir un Consejo Económico y Social (CES) que nos obliga, por sus implicaciones, a definirnos más pronto que tarde.
La mayor parte de los promotores de CES son personas y organizaciones de buena fe. Más que ninguna otra cosa, los anima la urgencia de acabar con el desorden que caracteriza al país, impulsar un derrotero claro hasta ahora ausente, recuperar el crecimiento económico y quizá, por encima de todo, reestablecer esquemas del pasado que asocian con estabilidad, tranquilidad y certidumbre. El recuerdo de esos tiempos es una fuente generosa de mitos y fantasías e invita, casi por reflejo, a tratar de recrearlas. El modo que ahora se propone para lograrlo es un Consejo cuyo propósito es reunir a sindicatos, productores y legisladores con el objeto de proponer soluciones a los problemas que estos grupos de interés enfrentan y presionar al gobierno para que actúe de acuerdo a sus intereses. El Consejo le conferiría legitimidad a las iniciativas que de ahí emanaran, cerrando un círculo perfecto. Perfecto, cabe agregar, para los involucrados en ese pacto de intereses especiales y mezquinos, pero costosísimo para el resto de la población y el desarrollo político del país.
La idea de crear un CES responde a un problema real. Muchos países, sobre todo en Europa, cuentan con una instancia semejante para resolver diferendos y avanzar una agenda económica y social. Pero hay dos diferencias fundamentales entre aquellas naciones y el México de hoy. Esas diferencias explican porqué allá pudo operar el mecanismo (aunque nunca ha sido perfecto en ningún lado) y aquí no funcionaría más que para un puñado de intereses especiales y por demás limitados.
La primera diferencia reside en que esas naciones adoptaron un CES luego de haber consolidado sus procesos democráticos y, por esa vía, desarrollaron tanto medios para la resolución de disputas como instrumentos efectivos para hacer cumplir la ley y respetar los contratos. Es decir, se trataba de sociedades maduras, y por cualquier definición democráticas, que apostaron por la creación de un mecanismo adicional para enfrentar desafíos importantes para la planta productiva con la suma de esfuerzos de sindicatos y empresas.
Ningún mexicano razonable y sensato puede afirmar que la nuestra es una sociedad madura y democrática con mecanismos efectivos para la protección de los derechos ciudadanos, la resolución de disputas y el cumplimiento de la ley. Por citar un ejemplo que bien ilustra la imposibilidad de imitar el esquema europeo, la membresía sindical del Consejo Económico y Social de España es designada por las organizaciones sindicales más representativas en proporción a su representatividad de acuerdo a lo dispuesto en la ley respectiva. Yo me pregunto qué sindicato en México va a someterse a una análisis honesto sobre su representatividad. En este sentido, no hay fundamento alguno para pensar que el Consejo propuesto funcionaría como complemento a la sociedad organizada que ya existe y funciona, en lugar de convertirse en un substituto de la frágil democracia que hoy nos caracteriza. En lugar de contribuir a la resolución de diferendos económicos y sociales, el CES se convertiría en un grupo de presión al servicio de los intereses más retrógrados del país, así como de los monopolios que impiden que se liberen las fuerzas productivas y se desarrolle cada individuo y cada región. Una entidad de esta naturaleza no haría sino socavar los ya de por sí pocos derechos ciudadanos, políticos y económicos que como votantes y consumidores tenemos.
La otra diferencia fundamental con las naciones europeas que cuentan, o que en alguna época contaron, con una entidad como el CES es el contexto en que surgieron. Hay dos grupos de naciones que han creado Consejos con este perfil. Unas son sociedades ya de por sí corporativizadas, como Jordania, Malasia y Libia. Las otras son aquellas europeas que, con sólo un par de excepciones, crearon sus Consejos respectivos en el contexto de la posguerra, momento en el que sus economías se encontraban totalmente devastadas. El marco histórico que sirvió de escenario al surgimiento del CES en Europa, no guarda paralelo alguno con el México actual. Allá, la guerra había dejado un panorama desolador en el que la primera prioridad era llegar a acuerdos que permitieran echar a andar la economía de inmediato. La guerra explicaba la urgencia, en tanto que los mecanismos políticos existentes garantizaban los derechos ciudadanos y la representación política. En nuestro caso, las enormes carencias y deficiencias que caracterizan a nuestra economía son producto de la acción paciente, consciente y sistemática de una sucesión de gobiernos y sus beneficiarios organizados dentro de la estructura corporativista de antaño que, a juzgar por el debate sobre el CES, no acaba por extinguirse.
A diferencia de Europa, donde se buscó construir un mecanismo para la resolución de disputas y el forjamiento de consensos entre empresas y sindicatos con la mirada puesta en el futuro, la institución propuesta para México fija su atención en el pasado. Hay tres casos particularmente sugerentes que evidencian lo absurdo, y hasta a-histórico de la propuesta.
Primero, Alemania se distingue por el hecho de que no cuenta con una institución como ésta, a pesar de ser una nación en la que, por ley, existe representación sindical en los consejos directivos de las empresas. Ello se explica, en buena medida, por la ocupación norteamericana al final de la guerra. Segundo, el Reino Unido creó el mecanismo en los cincuenta, pero luego, en los ochenta, cuando éste entró en contradicción con la vida democrática y el potencial de desarrollo económico, fue eliminado. No es casual que la economía inglesa sea, entre sus pares europeas, la que ha experimentado mayores tasas de crecimiento en la última década. Finalmente, el caso de España es axiomático: el Consejo no se creó sino hasta el año 1991, una vez que el país contaba con una democracia plenamente consolidada. Como vemos, el prurito de imitar acaba siendo producto de la ignorancia o de la mala fe.
La propuesta del CES para México está inspirada en la idea de recrear un pasado que ya no es posible, excepto para un puñado de empresas y sindicatos en busca de protección y subsidios, renuentes a la competencia como mecanismo generador de oportunidades y reacios a supeditar sus intereses a las prerrogativas de los votantes y consumidores. En su más puro espíritu corporativista, persigue sobreponer los intereses de un núcleo de empresas y sindicatos que se ufanan de sus virtudes monopólicas sobre los de la colectividad. En un ámbito un tanto distinto pero inspirado en el mismo principio, el caso reciente de la salvaguarda impuesta por el gobierno mexicano para la importación de pollo es indicativo de la andanada que yace detrás del CES: por arte y magia de esa decisión, el consumidor mexicano ahora tiene que pagar seis veces más que antes, todo para proteger a tres grandes productores de pollo, dos de los cuales son norteamericanos y canadienses. Es el mismo espíritu constructivo de quienes propugnan por el CES: que los consumidores se frieguen.
Por las razones antes expuestas, la idea de un CES no constituye un complemento, sino un substituto, una alternativa a un sistema político que aspira a ser democrático y representativo y a una economía que busca mejorar con base en la competencia y la generación de oportunidades para todos los integrantes de la sociedad, sin excepción. Con su propuesta, los impulsores de un CES afianzan la protección de los intereses de las empresas a las que representan, privilegian a las organizaciones sindicales que gozan de la ventaja de no tener competencia y apoyan a otras organizaciones políticas cuya motivación principal reside en tratar de reconstruir las partes positivas del viejo corporativismo. El problema es que los componentes de ese pasado que los propugnadores del CES ven como positivos, son precisamente los que impiden el desarrollo una economía moderna, productiva y competitiva. Es decir, se trata de una disyuntiva fundamental: o avanzamos hacia una economía abierta y competitiva sin la presencia de entidades e intereses corporativizados, o nos retraemos a los esquemas superados de antaño, altamente discriminadores y responsables de que la mayor parte del país viva en la miseria. En esto no hay puntos intermedios.
Más allá del CES, es evidente que el país enfrenta un problema para construir acuerdos y llevar a cabo las reformas que requiere para salir de su letargo. La pregunta es quién determina la agenda de esas reformas. Evidentemente, quienes proponen la creación de un Consejo están en su pleno derecho de avanzar su agenda, como lo han venido haciendo desde que comenzó la apertura de la economía. Lo que es inaceptable, porque constituye una afrenta a la incipiente democracia mexicana y la rendición final de las instituciones existentes-, es apoyar una agenda sectaria y mezquina a través de un mecanismo de presión legalmente constituido y sancionado por ley. ¿Quién habla por la ciudadanía, los consumidores y, en todo caso, los millones de mexicanos que el corporativismo excluyó?