Luis Rubio
El instinto natural de la mayoría de los políticos mexicanos, y uno de nuestros grandes mitos, es el de preferir la inversión gubernamental sobre la privada. Nuestra historia postrevolucionaria es rica en anécdotas que ilustran esta propensión y que, a fuerza de repetirse, han acabado por convertirse en verdades indisputadas. Aunque hay diversos modelos de interacción entre la empresa privada y la pública, no cabe la menor duda de que las sociedades más ricas del planeta se distinguen por crear condiciones para que los empresarios acepten tomar riesgos, compitan y creen riqueza. Esto ocurre igual en países con mucha presencia gubernamental, como Francia, así como en países con poca, como Estados Unidos. El secreto del éxito no reside en limitar los campos de acción de la inversión privada, sino en alinear los objetivos e incentivos de los empresarios con los del país.
El mito de la empresa paraestatal es viejo, pero sin duda adquirió relevancia con la expropiación petrolera. Los abusos imputados a las empresas concesionarias como argumento para la expropiación de la industria petrolera pasaron a la mitología política y, a partir de entonces, han dominado cualquier discusión sobre la naturaleza de la administración que debería caracterizar a sectores como el eléctrico y el petrolero. Por muchos años, la situación llegó al extremo de generalizarse hacia prácticamente toda la economía: en los setenta, por ejemplo, el gobierno llegó a administrar (es un decir) incluso panaderías y zapaterías, además de empresas acereras, manufactureras, vinícolas y otras más. La desconfianza hacia las empresas privadas había llegado a su cúspide.
Treinta años después la mitología sigue ahí, pero el pragmatismo ha ganado un enorme terreno. Aunque sigue existiendo una suspicacia en el mundo político hacia el empresariado, el impulso automático de querer resolverlo todo por medio de la creación de empresas paraestatales ha desaparecido. Sin embargo, la fallida privatización de muchas empresas públicas tuvo el efecto de alentar de nuevo dichas suspicacias. Los abusos de algunos empresarios “privatizados” y la corrupción asociada a algunas de las privatizaciones, no hicieron sino atizar las dudas y matizar el supuesto de que el camino hacia el desarrollo pasaría por el empresariado.
Pero la pregunta esencial en torno al empresariado no es si los empresarios son santos, sino si contribuyen al desarrollo económico del país. La crítica más frecuente es acusar al empresario de perseguir sólo el interés propio. La verdad es que esa es la maravilla de los empresarios y, de hecho, del concepto de empresa. Las empresas son el mecanismo más eficiente encontrado por la humanidad para descentralizar la toma de decisiones en el ámbito económico. Por ello, todas las sociedades modernas, independientemente de la ideología que profesen sus gobiernos, han creado empresas para satisfacer las necesidades de producción y distribución de bienes y servicios al conjunto de la población. Ciertamente, cada sociedad le ha dado un sesgo particular a la forma de propiedad que caracteriza a las empresas, pero con la salvedad de las naciones comunistas más recalcitrantes, su objetivo de entrada es asegurar que la existencia de múltiples empresas garantice la disponibilidad de esos bienes y servicios. Las naciones desarrolladas y ricas van un paso más adelante: buscan apuntalar la existencia de empresas diversas y competitivas con el objeto de procurar no sólo la disponibilidad de los bienes, sino generar una competencia que eleve la calidad de los productos y disminuya sus precios.
Pero más allá de las virtudes de las empresas y los empresarios, la noción de que los empresarios son sospechosos por el hecho de que persiguen su mejor interés particular no deja de ser peculiar. Si observamos la manera en que funciona la sociedad, constatamos que aquello de lo que se acusa a los empresarios es tan solo una manifestación más de la naturaleza humana. Prácticamente no hay individuo en esta tierra que no procure su interés propio. Los políticos y los periodistas, los burócratas y las amas de casa, todos buscan lo que juzgan como su mejor interés. Así es la naturaleza humana. La gran pregunta es cómo asegurar que ese conjunto de percepciones y comportamientos egoístas contribuyan al desarrollo del conjunto de la sociedad.
En México llevamos décadas de ignorar lo obvio (la naturaleza egoísta de ser humano) y de esgrimir una doble moral: acusar a unos de ser egoístas mientras se enaltece a otros por supuestamente no serlo. Es probable que haya personas ajenas a la búsqueda de beneficios para sí mismos (las monjas en un convento o algunos profesores que viven en la era del apostolado), pero se trata sin duda de excepciones. El común de los mortales concibe al mundo de acuerdo a sus propios objetivos y actúa en función de ello. En la medida en que los objetivos de cada uno de los individuos coincidan con los de la sociedad, todos ellos tendrán el incentivo de colaborar en aras del desarrollo del país.
No se trata que cada individuo piense en el país cada vez que compra manzanas o decide cómo invertir su dinero. El punto es que si los incentivos de los individuos están debidamente alineados con los de la sociedad, las millones de decisiones adoptadas por cada persona contribuirán al progreso de la sociedad. Por el contrario, al no coincidir los incentivos de las personas con los del país, como ocurre con frecuencia en la actualidad, esas millones de decisiones cotidianas acabarán produciendo resultados contradictorios.
La historia de la fallida privatización bancaria ilustra bien estas deficiencias. Cuando se comenzaron a privatizar los bancos al inicio de los noventa, las autoridades crearon un marco legal y regulatorio que dislocaba los intereses de los banqueros con los del desarrollo de largo plazo del país. Por ejemplo, en lugar de incentivar la capitalización integral de los bancos en venta, los responsables de la privatización propiciaron comportamientos financieros peligrosos. Si uno pone atención en lo que las autoridades hicieron más que en lo que dijeron, resulta evidente que su objetivo no era el de constituir bancos sólidos y viables, sino el de vender los bancos al precio más elevado, sin reparar en las consecuencias. Por tal razón, el propio gobierno procuró el otorgamiento de créditos a los futuros banqueros, a pesar de que los precios que éstos estaban pagando eran excesivos bajo cualquier comparación internacional. En consecuencia, los bancos nacieron débiles y con una enorme urgencia de recuperar lo invertido. Esto llevo a que los nuevos banqueros otorgaran créditos con tasas elevadísimas y a los acreditados más riesgosos en términos de su capacidad de pago. No hay duda que los banqueros cometieron infinidad de errores y, algunos de ellos, fraudes extraordinarios. Pero tampoco hay duda de que la manera de privatizar sentó los incentivos para que los banqueros se comportaran como lo hicieron. En descargo de los vendedores habría que decir que los incentivos que enfrentaron eran igualmente perversos y contraproducentes: era tal la suspicacia sobre el potencial de corrupción en el proceso de privatización que los vendedores decidieron que el criterio de “la mejor oferta monetaria” imprimiría transparencia y protegería su probidad.
La historia de la privatización bancaria es muestra fehaciente de las consecuencias de la existencia de incentivos contradictorios. Aunque la corrupción o las prácticas fraudulentas son imposibles de erradicar por completo aun en un entorno en el que hay congruencia entre los objetivos de la sociedad, los vendedores y los compradores, bajo un escenario de esta naturaleza, estas prácticas serían excepcionales y los riesgos de un colapso como el que experimentamos muy menores.
Los individuos actúan de acuerdo al que perciben como su mejor interés. Esto es cierto para los empresarios y para los políticos, así como para todos los demás. No hay político alguno que, de manera consciente, patrocine una iniciativa que pudiera ser contraproducente o rechace la oportunidad de explorar una acción que le prometa dividendos en la próxima elección. Esa es la naturaleza humana. Si queremos ser exitosos como país tenemos que dejar de negar esta obviedad y ver a las personas como son (con toda su carga egoísta). Se podrá así comenzar a alinear los incentivos de todos para que con el trabajo individual de millones de personas que actúan de manera egoísta, la sociedad prospere.
Justamente para prosperar, la sociedad requiere de la existencia de muchos empresarios dispuestos a arriesgar su capital en aras de hacerse ricos. Si los incentivos que propician las regulaciones y las prácticas gubernamentales se conciben como mecanismos para orientar el comportamiento empresarial en favor del desarrollo del país, los empresarios van a incorporarlos en sus decisiones cotidianas. Algunos serán exitosos y otros no, algunos perderán en el camino y algunos más cometerán tropelía y media. Sin embargo, en su conjunto, la actividad empresarial arrojará resultados favorables para todos. Un ejemplo permite ilustrar este fenómeno: si el empresario sabe que no hay riesgo de quebrar porque el gobierno siempre lo va a rescatar, su comportamiento será temerario; si, por el contrario, el empresario está consciente de que cualquier violación a la ley será penalizada, su comportamiento será ejemplar. Como el de cualquier otro ser humano.
Vistos en forma individual, los empresarios pueden ser probos o corruptos, pero siempre se apegarán a los incentivos que perciben en el entorno en que operan. Si estos últimos favorecen la competencia y la competitividad, la economía mexicana saldrá ganando, independientemente de cómo le vaya a cada uno de ellos en lo particular. Esto es lo que permite pensar en introducir una sana competencia incluso en sectores “sensibles” como el eléctrico y el petrolero sin que eso entrañe riesgos excesivos ni traiciones a la patria.