Luis Rubio
‘Fatiga para reformar’ es una frase que emplean algunos políticos para explicar (aunque más correcto sería decir para justificar) su falta de acción en los temas más importantes y trascendentes para el desarrollo del país y, por lo tanto, para la ciudadanía. Se atribuye la supuesta fatiga a la población, la que, se dice, ya no quiere más cambios. Obviamente, los fatigados e indispuestos son los políticos que leen mal a la ciudadanía: la población no puede oponerse a cambios que le benefician; se opone, por el contrario y con toda razón, a reformas incompletas, cambios arbitrarios y reformas que no cristalizan los resultados prometidos. La gente reacciona, sobre todo, contra el abuso de cualquier especie.
Nuestra historia reciente es una muestra clara de abusos sistemáticos contra la ciudadanía. Se le promete la panacea y se le obliga a pagar altísimas tarifas por los servicios públicos; se le ofrecen tasas de crecimiento elevadísimas y a cambio se le entrega una virtual recesión; se le prometen empleos mientras la desocupación se eleva sistemáticamente. Las últimas décadas se han caracterizado por crisis, promesas y una total incapacidad de cumplirlas. Aunque muchos políticos se rehusaran a aceptar la responsabilidad que esto implica, dado que virtualmente todas esas promesas requirieron mayorías legislativas para aprobarse, con frecuencia mayorías constitucionales, la responsabilidad trasciende los pasillos políticos. Por ello, si alguien se pone en los zapatos del ciudadano común y corriente, difícil sería pedirle que confíe en los políticos, cualquiera que fuere su filiación partidista. El sistema político en su conjunto no sólo ha ignorado a la ciudadanía; con sus acciones muestra un ostensible desprecio por ella.
El escudo (y la excusa) de que la población se rehúsa a aceptar más reformas es por demás pobre. Una población que ha sido víctima del abuso y vejada de manera sistemática, tiene buenas razones para ver con escepticismo cualquier nueva promesa. Los políticos populares de hoy, son justamente quienes en lugar de prometer, hacen cosas, cualquier cosa. El PRI comprendió esa lógica desde tiempo atrás: la campaña electoral típica se caracterizaba por la entrega de beneficios antes de la elección; de esta manera, al son de que “más vale pájaro en mano que cientos volando”, la ciudadanía lograba al menos algún beneficio de los políticos. La legitimidad que por años experimentó el PRI se debió en no poca medida al hecho de que había menos promesas y más continuidad. Todo eso se rompió a partir de los setenta, cuando proliferó el abuso burocrático, la legislación reaccionaria y la infinidad de promesas que por poco hunden al país.
La politización y creciente conciencia política de la ciudadanía no son producto de la casualidad, sino de la incapacidad de los políticos por mantener al menos un mínimo de estabilidad en la economía. Por décadas, la mexicana fue una sociedad esencialmente pasiva en lo político; todo eso cambió a raíz del movimiento estudiantil de 1968 y de las crisis económicas que comenzaron a partir de los setenta. Pero una vez rebasado el umbral de la politización, ya no es posible volver hacia atrás. Puesto en otros términos, la pretensión de muchos políticos de verle la cara a la población una y otra vez es absurda, como lo prueban las tres últimas elecciones federales. No menos importante es el hecho de que el factor crítico para la ciudadanía no reside en la pureza de las intenciones, sino en la capacidad de gobernar.
Al país le urgen reformas en los ámbitos político y económico; no más reformas que cambien todo para que nada cambie o para que cambie sólo lo mínimo sin afectar intereses centrales de la burocracia y sus aliados tradicionales. Ciertamente, es comprensible la suspicacia con que muchos mexicanos reciben la iniciativa de abrir espacios a la inversión privada en sectores como el eléctrico, pues aunque se nos ha prometido un mercado competitivo –en el que los precios igual pueden subir que bajar-, ningún mexicano ha visto jamás que los precios de los servicios provistos por el gobierno, como la electricidad y las gasolinas, disminuyan. El país ya no puede seguir adelante en las condiciones actuales, pero tampoco con un conjunto de medidas aisladas e incompletas. Lo que urge es un conjunto de reformas integrales que transformen no sólo algunos sectores, sino la manera de funcionar del país.
Esto que parece demasiado ambicioso es, de hecho, lo mínimo que una ciudadanía demandante puede esperar. De nada sirve abrir incluso un poco al sector eléctrico, si las tarifas serán determinadas por un conjunto de burócratas que no son responsables ante nadie y cuyas decisiones no siguen procedimientos transparentes y visibles por todos. Los procedimientos de decisión en el sistema político mexicano, tanto en lo judicial como en lo legislativo y ejecutivo, se caracterizan por la discrecionalidad y ausencia de rendición de cuentas. Los legisladores, lo mismo que los burócratas, responden sólo ante sí mismos e incluso se molestan cuando algún ciudadano les reclama información sobre su manera de decidir o los criterios que animaron su decisión. ¿Cómo no ser escéptico de los políticos cuando uno ve que la motivación central para rechazar algunas reformas se explica por la protección de intereses sindicales y a corruptelas indescriptibles? Resulta evidente que no es la población la que se opone a las reformas per se, sino a reformas incompletas e insuficientes que no hacen sino ahondar su precariedad.
Los legisladores, en su calidad de representantes populares, tienen que decidir si su inacción es sostenible. Por supuesto que el liderazgo del ejecutivo resultaría indispensable para consolidar una fuerza política capaz de transformar al país, pero quizá más importante que el liderazgo mismo sea el riesgo inherente a la parálisis que experimenta el país. La ausencia de fortaleza en un poder no constituye un impedimento al actuar político. Más bien, son los mitos que dominan a buena parte del aparato político los que amenazan la viabilidad del país.
Las reformas que el país requiere son tanto políticas como económicas, y ambas tienen que avanzar de la mano. Unas no tienen sentido sin las otras. En eso reside tanto la oportunidad como la amenaza. Amenaza porque, por definición, una reforma entraña la afectación de intereses. Oportunidad porque una vez que una reforma ha tenido la posibilidad de funcionar, todos los que la promovieron ganan. Muchos políticos son reacios a considerar nuevas iniciativas y reformas porque su experiencia les ha enseñado que los riesgos son elevados. La verdad es que los riesgos de una reforma mal llevada a cabo son enormes, pero eso no es un argumento válido para no emprenderlas, pues de esa manera todo mundo pierde. Lo responsable es diseñar y emprender bien las reformas desde el inicio y, además, estar dispuestos a llevar a cabo los cambios subsecuentes para que el resultado final sea óptimo.
Muchos legisladores se encuentran renuentes a considerar una reforma fiscal. Justifican su resistencia con dos argumentos: uno, que la mayoría suscribe, es que un aumento general del IVA es esencialmente regresivo y afecta principalmente a los más pobres. El otro, abanderado por el PRI, tiene su origen en el mito: que el aumento del IVA del 10% al 15% en 1995 tuvo por consecuencia la derrota electoral del partido dos años después. El tema del IVA es importante por la naturaleza del impuesto, que es esencialmente distinta a la de cualquier otro impuesto. El IVA es un impuesto que se genera en todos los pasos del proceso productivo, desde la materia prima hasta que el producto llega al consumidor final. Si todos los involucrados pagan su IVA y lo deducen del anterior, el IVA se convierte en uno de los mejores mecanismos de fiscalización existentes. Con un IVA generalizado para todos los bienes y servicios, el potencial de evasión fiscal disminuye drásticamente; de la misma forma, cada excepción a la generalidad se convierte en un reducto para la evasión. Las virtudes del IVA son tan grandes que la discusión debería orientarse hacia lo único que de verdad importa: cómo compensar a la población pobre del país que sin duda sufriría con la introducción de un IVA a todos los bienes y servicios que hoy están exentos o tienen una tasa cero. Pero regresando al PRI, el argumento que responsabiliza al IVA de su derrota en las elecciones de 1997 es no sólo absurdo, sino por demás supino: la población rechazó mayoritariamente al PRI en las urnas aquel año no por el IVA, sino por una crisis que disminuyó a la mitad su poder adquisitivo.
El sistema político mexicano actual es disfuncional y propenso a la parálisis. No cabe la menor duda que aun en esas circunstancias, un conjunto de líderes partidistas y políticos visionarios y decididos podrían construir la necesaria capacidad no sólo para tomar decisiones, sino para transformar al sistema político mexicano. El gran problema es que la mayoría de los políticos que hoy tenemos no se distingue por su habilidad e inteligencia para construir el tipo de instituciones y mecanismos que el país necesita. Este planteamiento no es ocioso. El mundo de hoy exige estructuras y mecanismos institucionales para encauzar las decisiones de los individuos tanto en el ámbito económico como en el político. Lo que se requiere no son cientos o miles de reglamentos y códigos que especifiquen cada detalle y luego lo consagren en ley. En un entorno político y económico tan cambiante, lo que se requiere es un marco institucional que propicie e incentive comportamientos responsables y una visión de largo plazo por parte de todos los ciudadanos, cualquiera que sea el ámbito en que se desempeñen. Si nuestros políticos no están dispuestos a pensar en la ciudadanía, mejor que ni lo intenten. Quizá con mucha más visión que la de los políticos, el escepticismo de la población sobre la posibilidad de lograr semejante marco institucional es lo que le ha llevado a no otorgarle una mayoría absoluta a los partidos en las tres últimas justas electorales. La ciudadanía es una realidad; la pregunta es cuánto tardarán los políticos para hacerla florecer y, con ésta, al país.