Luis Rubio
En el país hay una multiplicidad de visiones sobre el futuro en casi todo: en la economía, en la política, en la relación con Estados Unidos y, en general, en el conjunto del país. Cada mexicano tiene sus propias ideas sobre cada uno de estos temas, pero la ironía de nuestro momento político actual es que todas esas ideas se pierden en los espacios políticos. Partidos y políticos tienden a dividir las opiniones más que a construir puentes que permitan desarrollar una visión común del futuro. La ausencia de esa visión común daña al país todos los días y en todos los ámbitos. Pero quizá no haya tema con más costos que el de la relación con Estados Unidos y Canadá. En esa arena, las pérdidas son cotidianas.
La competencia entre ideas y posturas es una de las fuentes principales de riqueza en cualquier sociedad; son, de hecho, el componente medular de cualquier democracia que se respete. En este sentido, la competencia entre ideas y la diversidad de posturas es una muestra de salud política. Desafortunadamente, la diversidad de posturas que se expresan en la arena política no refleja la diversidad y aspiraciones de la sociedad mexicana. La mayor parte de los mexicanos son mucho más pragmáticos de lo que piensan los políticos que dicen representarlos. Hay múltiples temas sobre los que diferentes grupos de mexicanos tienen una opinión común y, sin embargo, los políticos se muestran incapaces de llevarlos a una feliz conclusión.
Si bien esta contradicción se manifiesta en un sinfín de temas, tal vez no haya otro en el que la praxis y la política sean tan opuestas como en el caso de la relación con nuestros vecinos norteamericanos. A diferencia de temas como el de la política energética del país, sobre el que ningún mexicano en lo individual puede actuar al margen de las decisiones políticas, al menos dentro de la ley, en la relación cotidiana entre México y Estados Unidos no existe tal limitación. Mientras que los políticos y los intelectuales se desgarran las vestiduras discutiendo la historia y los inconvenientes de la vecindad con Estados Unidos, millones de mexicanos cruzan la frontera de manera cotidiana. Muchos de ellos, miles de ellos cada día, votan con sus pies, como dice el dicho, manifestando lo que piensan de la política mexicana. En lugar de esperar a que el gobierno o los políticos tomen las decisiones que les permitirían mejorar sus niveles de vida, obtener una mejor educación o beneficiarse del tipo infraestructura que les serviría para salir del círculo vicioso de la pobreza, todos esos mexicanos se ahorran la discusión y marchan a donde sí hay oportunidades.
Dada la naturaleza de la competencia política en el país -y del discurso que de ahí emana- y de su desvinculación con la vida cotidiana de la mayoría de la población, no debería ser extraño para nadie que sea virtualmente imposible articular una postura común para el desarrollo de nuestra relación con Estados Unidos y, en general, con la región norteamericana. Existe, por supuesto, un fundamento muy sólido para la integración comercial de la región a través del TLC norteamericano. Sin embargo, ese es un instrumento que, aunque extraordinariamente efectivo, ha sido ya rebasado por la realidad.
El TLC norteamericano nació al principio de los noventa como una respuesta a la crisis económica que el país sufrió a lo largo de los ochenta. Aunque su propósito era facilitar el comercio y los flujos de inversión a través de las tres naciones norteamericanas, su principal objetivo fue el crear un mecanismo que impidiera revertir el proceso de liberalización económica experimentado por México en los años anteriores. Es decir, su principal propósito era de naturaleza política. El país se encontraba por demás dividido y la disputa sobre qué estrategia de desarrollo económico adoptar era de tal magnitud, que ya había causado varias crisis devaluatorias a lo largo de los setenta y ochenta. Una idea central del TLC era la de aislar a la política económica, al menos una parte central de ésta, de las disputas políticas. No es casual que muchos empresarios e inversionistas vieran al acuerdo comercial como una garantía de continuidad.
Lo que el TLC sin duda ha logrado es evitar que haya una regresión extendida en política económica, en general, y en política comercial, en particular. Aunque en muchas áreas la política de liberalización económica ha sufrido profundos reveses, algunos por demás graves, lo cierto es que no ha habido una regresión generalizada. Pero, al mismo tiempo, tampoco ha habido continuidad en el proceso de reforma y modernización: la última reforma significativa en materia económica tuvo lugar hace más de diez años y sólo ha habido dos reformas de similar magnitud en el ámbito político en ese mismo periodo. Así, aunque podría argumentarse, con muchos asegures, que no ha habido retrocesos demasiado grandes, es por demás evidente que tampoco ha habido avances significativos y esto, en un mundo en el que el avance de otros implica un rezago relativo para todos los demás, entraña un retroceso sistemático. Puesto en términos específicos, el estancamiento de la economía mexicana es producto de la ausencia de reformas, no del éxito de otras naciones: mientras que naciones como China se transforman y lo siguen haciendo, la única industria que ha crecido en la política mexicana es la de las quejas y las disputas.
El TLC constituye un fundamento sólido para la construcción de una vecindad económica exitosa. Sin embargo, el TLC se ha venido erosionando por tres razonas principales: primero, porque otros acuerdos comerciales le han dado un acceso igual de privilegiado a la economía estadounidense a naciones que compiten con nosotros. Segundo, porque en lugar de acelerar el proceso de integración, lo que ha ocurrido es que se han interpuesto un sinnúmero de barreras: desde salvaguardas para productos específicos hasta incumplimientos en los compromisos de apertura. Es decir, aunque ha habido un proceso de profunda integración, ésta ha sido más limitada e incompleta de lo aparente y, por lo que nos toca a nosotros, hoy en día existen un sinnúmero de empresas y personas que han logrado erigir mecanismos de protección que los benefician en lo particular, pero con cargo al resto de la población.
Finalmente, la tercera razón por la que se han erosionado los beneficios reales y potenciales del TLC se explica porque el gobierno mexicano se olvidó del Tratado desde el día en que éste entró en operación. Todo mundo sabía que un instrumento como el TLC entrañaría cambios profundos en la estructura económica mexicana. Sin embargo, no ha habido un solo programa gubernamental, al menos a nivel federal, en todos estos años que se haya dedicado a ayudar a que las empresas y la sociedad mexicana en general se ajustaran a la competencia económica que el TLC entraña. La inacción (y extrema irresponsabilidad) ha redundado en enormes costos para muchos mexicanos que han perdido en el proceso de ajuste. Si uno ve lo extraordinariamente exitosos que son muchos de los mexicanos que emigran a Estados Unidos, es evidente que muchísimas de las personas y empresas que han perdido en el proceso de integración, habrían sido naturales ganadores. Como están las cosas, los únicos que han ganado son aquellos que tuvieron la ventaja del conocimiento y la información y, por lo tanto, la capacidad de comprender la naturaleza del desafío.
Más allá del TLC, los mexicanos no hemos avanzado en torno a la definición de lo que queremos que sea la región norteamericana en el futuro. Detrás de las disputas políticas que caracterizan a la política nacional en la actualidad, se esconden prejuicios muy claros y fuertemente arraigados que hacen sumamente difícil el arribo a una visión que tenga sentido práctico y político. Ese conjunto de prejuicios oscila entre extremos como el de quienes formaron sus opiniones a partir de la invasión norteamericana en 1847, hasta quienes creen que una integración energética nos lleva automáticamente al nirvana. Entre esos dos puntos existe una enorme dispersión de ideas y posturas que mezclan oportunidades con impedimentos, ceguera ideológica y repudio a la historia. Aunque todas las opiniones son respetables, las contradicciones que les son inherentes impiden definir una política respecto al futuro de la región y eso trae por consecuencia el que se pierdan oportunidades y, sobre todo, el que el país avance sin brújula.
Parece plausible pensar que hay tres grandes grupos de posturas respecto al futuro de la región norteamericana: una que aboga por la profundización de los procesos de integración económica, siempre y cuando se respeten las diferencias políticas y culturales que son la esencia de cada una de las tres naciones. Otra reconoce la inevitabildad de la globalización, pero prefiere que la integración no sea con Estados Unidos, sino con el sur del continente o Europa. Finalmente, una más preferiría regresar al pasado, negar la realidad de la globalización y recrear la era del aislacionismo y la autarquía. Independientemente de la viabilidad o de que tan deseables sean cada una de estas visiones, la ausencia de mecanismos que permitan adoptar una visión única y clara, como la que tiene Canadá -un país con características en muchos sentidos similares a las nuestras- respecto a Estados Unidos, tiene enormes costos para nuestro desarrollo.
El peor de todos los mundos es aquel en el que se deja que las cosas tomen su propio curso, sin que éste sea debidamente analizado y construido. La ausencia de definiciones no frena la realidad; al revés, la realidad arrolla con todo, todos los días. Pero en ausencia de una política de integración, ésta cobra formas que son siempre menos buenas de las que podrían resultar si se enmarcaran en un amplio consenso político. Siempre hay costos por la indefinición, pero esta manera, muy mexicana, de no decidir en los temas regionales repercute en una integración difícil, costosa, poco transparente, sin organizador ni brújula. Nadie se va a sentir orgulloso de lo que de ahí resulte.
El PRI y la reforma fiscal
La decisión del PRI de no entrarle a la reforma demuestra la ausencia de visión: cualquiera puede negarse a enfrentar los temas duros; pero son los difíciles los que hacen la diferencia. Podrá el PRI retornar a Los Pinos, pero seguirá siendo incapaz de gobernar.
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