Luis Rubio
Las empresas multinacionales, sobre todo las menos grandes, no entienden a los políticos mexicanos. Por una parte, reciben un mensaje claro y sin cortapisas: la prioridad número uno del país es el crecimiento económico. Por la otra, no ven acción alguna que contribuya a atraer su inversión. Tratándose de empresas propiedad de extranjeros (típicamente europeos, asiáticos o norteamericanos), su lealtad no es a un país en abstracto sino a las oportunidades que éste puede ofrecer. Por ello sus decisiones constituyen una medida por demás objetiva de la realidad económica y del entorno político y regulatorio que caracteriza al país.
Las empresas multinacionales reconocen en México dos cualidades excepcionales. La primera es su cercanía con el mercado más grande del mundo y esa realidad geográfica constituye una atracción sin paralelo en el planeta. Nosotros podemos estar muy orgullosos de contar con la red más grande de tratados de libre comercio, pero ello refleja menos nuestras capacidades que el interés de otros por acercarse al mercado estadounidense a través del TLC norteamericano. En otras palabras, nuestra principal fuente de atracción no son las condiciones que podemos ofrecer, que en realidad son muy pocas, sino el acceso, que alguna vez fue excepcional y privilegiado, al mercado estadounidense. La segunda cualidad que esas empresas coreanas y francesas, canadienses y japonesas, reconocen en México es el potencial del mercado mexicano. Lamentablemente, ese mercado no ha prosperado mayor cosa en los últimos años y, en la medida en que la economía norteamericana siga cabizbaja, el atractivo que podemos representar para la inversión del exterior es por demás magro.
Irónicamente, las cifras de inversión extranjera captada por el país no reflejan este desencanto. De acuerdo a las estadísticas, la inversión extranjera ha crecido aproximadamente de diez a doce mil millones de dólares por año a lo largo de la última década, cifra que duplica los montos en el rubro antes de la negociación del TLC. A juzgar por las cifras crudas, parecería evidente que no tenemos un problema con la inversión extranjera y que, en todo caso, cualquier dificultad se explica sobre todo por la recesión internacional. Desafortunadamente, esa conclusión no es la única posible y sólo sirve para tranquilizar a los burócratas, pero no al resto de los mexicanos.
Si uno analiza la evolución de la inversión extranjera en el país, lo que resulta impactante es el que en la actualidad la abrumadora mayoría de ella se dirige a la adquisición de empresas ya existentes, siendo que en el pasado ésta se orientaba a la creación de nuevas fuentes de riqueza y empleo. Esto no es malo en sí mismo, pues las empresas adquiridas tienden a modernizarse y elevar su productividad con gran velocidad, lo que se traduce en más producción, exportaciones, empleos, etcétera. Pero la nueva tendencia sí refleja claramente un cambio en la importancia que tiene el mercado mexicano para esas empresas.
Antes, las multinacionales veían a México como una base de operaciones para exportar al mercado norteamericano y como un espacio de producción para el mercado mexicano. Esa estrategia requería grandes inversiones, con una escala suficiente para poder ser competitivas a nivel global. Así nacieron muchas de las grandes plantas automotrices asentadas en estados como Jalisco, Guanajuato, Coahuila y Sonora, entre otros; lo mismo fue el caso para las industrias química y petroquímica en la zona del Golfo de México.
Aunque muchos desprecian a las maquiladoras como si fueran algo inmoral, muchas de las plantas industriales más grandes, complejas y modernas que existen en el país se crearon bajo ese régimen legal, independientemente de que ahora son indistinguibles del resto, excepto porque tienden a ser mucho más eficientes y productivas que las demás. Toda esa inversión del exterior es responsable de por lo menos la mitad de las exportaciones manufactureras de los últimos años, exportaciones que constituyeron el principal motor de crecimiento de la economía en general. Nada que pueda despreciarse.
Pero la realidad actual es sensiblemente distinta. Hoy la mayoría de las nuevas inversiones se orienta a la adquisición de empresas existentes con el objeto de participar en el mercado mexicano o aprovechar oportunidades más limitadas de exportación. La suma de una menor competitividad de la economía mexicana con la falta de nuevas oportunidades de inversión, ha hecho que los inversionistas del exterior se contenten con permanecer en un mercado que, por su tamaño y localización, no pueden ignorar, pero al que no le ven un particular atractivo para establecer una base de operaciones dirigida al mercado norteamericano. Otras naciones, particularmente China, han comprendido esa lógica y se han convertido en un formidable competidor por esa inversión.
Lo cierto es que lo que observan los inversionistas del exterior no es distinto a lo que perciben los empresarios mexicanos. La diferencia reside en que para estos últimos el país es una prioridad fundamental en sus preferencias de inversión, pero no cabe la menor duda de que ambos están conscientes de los mismos problemas, como hace poco lo señaló el presidente de uno de los consorcios industriales más importantes de Monterrey. El país se ha estancado, la productividad ha disminuido, los costos se han elevado y el atractivo para invertir disminuye casi de manera inversa a la verborrea que producen los políticos y burócratas respecto al crecimiento de la economía. Todos hablan de crecimiento y de atraer la inversión, pero nadie hace nada para que ésta se haga realidad.
La economía mexicana se ha estancado no porque la economía norteamericana se encuentre en recesión ni por el manejo de la macroeconomía (sin el cual estaríamos sumidos en un caos económico como tantos otros en el pasado), sino por la ausencia de oportunidades de inversión y de regulaciones que alienten la inversión y la competencia en la economía. A ello se suman las enormes barreras que limitan la inversión en sectores como el de las comunicaciones, la energía, la electricidad, la petroquímica, entre otros. El país quiere crecimiento pero no alienta la inversión que lo podría hacer posible.
Los obstáculos que existen a la competitividad en el país son muchos y de muy variada naturaleza. Algunos responden estrictamente a nuestra legendaria mitología histórica, en tanto que otros reflejan aquellos intereses particulares que se verían perjudicados si se eliminaran esos obstáculos. Muchos de esos mitos protegen a esos intereses de una manera tan efectiva que los hace intocables. Por ejemplo, aunque hay buenas razones políticas e históricas para el régimen legal que gobierna a las industrias eléctrica y petrolera, la mitología que los circunda impide reconocer los cambios tecnológicos que han tenido lugar (y que hacen posibles y rentables inversiones relativamente pequeñas en generación y distribución de electricidad), mientras protegen los intereses de sindicatos que no hacen sino expoliar a costa del conjunto de la población. En muchas ocasiones, la soberanía se ha convertido en un mito y, por lo tanto, en un obstáculo al desarrollo del país. Como excusa para no realizar los cambios en el régimen legal, los arranques patrióticos son por demás pobres y, sin embargo, algunos partidos le han sacado un kilometraje de verdad impresionante en este terreno, para no hablar de los auténticos intereses que se esconden detrás.
Las quejas y preocupaciones de los empresarios y de las empresas multinacionales no hacen sino precisar la gravedad de nuestra situación. La economía mexicana ha logrado mantenerse estable, pero no ha crecido de manera significativa en varios años. Al inicio de los noventa, la inversión creció de manera sensible gracias a dos elementos: uno, la privatización de empresas paraestatales que de manera directa atrajo flujos de inversión a sectores tan variados como la banca, las comunicaciones, los fertilizantes, el acero y demás; y dos, la expectativa de que las reformas que se iniciaron al final de los ochenta se profundizarían y harían cada vez más competitiva a la economía mexicana. En los primeros años de los noventa, algunas empresas multinacionales enfilaron todas sus baterías hacia el país y crearon una base exportadora excepcionalmente productiva y exitosa; esas mismas empresas siguen manteniendo aquellas plantas en el país, pero buena parte de sus nuevas inversiones se está localizando en China.
Parte de la explicación de este cambio tiene que ver con la propia economía china y con el dinamismo de la región asiática. Pero muchas de las inversiones que hoy se localizan en China, sobre todo de empresas estadounidenses orientadas al mercado norteamericano, igual podrían haberse localizado en México. Que no ocurra así debería ser materia de enorme preocupación, pues constituye una evidencia contundente de que algo en el país no está funcionando.
Si de verdad queremos resolver el problema de crecimiento de la economía mexicana tenemos que comenzar por ser honestos sobre nuestras propias condiciones. El problema no reside en la competencia china pues, al igual que en México hace unos años, su principal atractivo consiste en el bajo costo de su mano de obra y la promesa de acceso al mercado más poblado del mundo, sino en el hecho de que seguimos compitiendo en función del bajo costo de la mano de obra y de una promesa al futuro. Para impulsar el desarrollo del país, debemos comenzar por concentrarnos en los temas de fondo, que también son, con la mayor de las frecuencias, los temas y sectores de la economía copados por intereses protegidos y mitos que les acompañan, como la educación, la infraestructura, la energía eléctrica, la fortaleza fiscal del gobierno y la competitividad en general. El país progresará sólo en la medida en que enfrente sus problemas de manera directa y no con pura y vetusta retórica; de lo contrario, renunciemos de una vez por todas a la búsqueda de un pretendido desarrollo que nunca llega.