Cosechando

Luis Rubio

El gobierno comienza a cosechar lo que sembró. A lo largo de cinco años, la administración del presidente Fox pretendió que su gobierno era como cualquier otro, business as usual. Comenzó por rechazar cambios políticos de gran magnitud y se concentró en modernizar la administración pública, que en muchos sentidos implicó sólo la instalación de intereses particulares en las oficinas de las principales secretarías. El deseo de evitar conflictos a cualquier precio le llevó a decisiones catastróficas, como pudimos atestiguar esta semana en el ámbito laboral. El único terreno en el que nada fue igual es el de la retórica, donde el único límite sobre los grandes cambios y transformaciones que ocurrían era el de la imaginación del presidente.

Un gobierno es siempre responsable de sus acciones y omisiones. A pesar del enorme ímpetu y optimismo con que tomó las puertas del palacio, el presidente Fox nunca entendió el momento político en que le tocó gobernar ni organizó una estructura administrativa idónea para lidiar con él. Aunque era clara la trascendencia mediática de sacar al PRI de los Pinos como él repetía en su campaña, no comprendió lo que eso implicaría para el devenir de su administración y del país. Desperdició los meses que transcurrieron entre la elección y su toma de posesión en un proceso totalmente inadecuado de selección de su personal clave y perdió un tiempo invaluable, todo el primer año de su gobierno, en un debate obtuso acerca del PRI y el pasado, debate caracterizado por un solo defecto: en lugar de partir del reconocimiento de la problemática nacional, estaba encaminado a saldar cuentas. En un acto de sensatez, el presidente optó por olvidarse del asunto específico, pero al así proceder sembró las semillas del conflicto que ahora le explota en las manos.

El primer gobierno después de la era del PRI no podía ser como cualquier otro. La naturaleza del sistema político que heredó entrañaba un desafío implícito que debía ser atendido, reto que el gobierno no supo apreciar. El PRI guardaba una relación simbiótica con la presidencia: uno nutría al otro y ambos se beneficiaban de la interacción. El gobierno empleaba al PRI y sus estructuras para ejercer el poder, mantener el control político y avanzar sus proyectos. Las estructuras del PRI aportaban mecanismos de control, mediatización del conflicto e instrumentos para el fortalecimiento de la legitimidad del sistema. En el ámbito laboral, por citar uno candente, los liderazgos sindicales mantenían el control de sus bases a cambio de privilegios con frecuencia inenarrables. El sistema corporativista permitía gobernar porque existían mecanismos de pesos y contrapesos, que si bien no eran democráticos ni siempre prístinos, eran efectivos. El descabezamiento eventual de algún liderazgo (lo mismo político que sindical, social o empresarial) era una forma, un tanto primitiva, pero efectiva, de hacer valer dichos contrapesos. Hoy sabemos que la clave de toda esa estructura residía en el precario equilibrio que existía entre el PRI y la presidencia.

Al asumir el gobierno, el presidente Fox se consumió disertando cómo se iba a penalizar al PRI y qué se iba a hacer con el pasado. Es decir, en lugar de construir un nuevo régimen político, éste sí democrático, permitió que el debate al interior de su gabinete, pero a través de los medios, se centrara en temas que, a final de cuentas, eran meramente simbólicos. Quizá importantes, pero simbólicos. Mientras eso sucedía, tanto las acciones del gobierno como su inacción comenzaron a fructificar en dos procesos que ahora muestran sus consecuencias a plena luz del día.

Por una parte, la derrota del PRI destruyó ese equilibrio crítico que por décadas había existido entre las estructuras corporativistas del PRI y la presidencia; al eliminar a la cabeza de la estructura, toda ésta quedó suelta. De un PRI integrado se pasó a decenas o cientos de entidades, grupos, organizaciones y sindicatos, cada uno con su propia lógica. Es decir, el PRI dejó de ser una sola estructura en la que se equilibraban distintas fuerzas para convertirse en un cúmulo desintegrado de organizaciones feudales o semi feudales, cada una respondiendo a sus propios intereses y sin contrapeso alguno. El poder de la presidencia migró hacia los gobernadores y los sindicatos, los narcos y otros factores de poder. Ciertamente, al romperse el monopolio que representaba la conjunción del PRI y la presidencia, se abrieron oportunidades de competencia política y una eventual democracia, pero el otro lado de la ecuación, la consolidación de los intereses corporativistas como entidades autónomas, abrió un nuevo frente de enorme riesgo. En el camino se perdió quizá el elemento más importante de toda la estructura: los contrapesos. Es decir, lo que antes había permitido limitar los excesos del corporativismo, y su amenaza implícita al poder legítimo, dejó de existir.

El nuevo gobierno tenía que responder ante la realidad que había heredado. Obviamente no había una sola forma de hacerlo. Una pudo haber sido la de montarse en el viejo aparato priísta y comenzar a utilizarlo, quizá para fines distintos. Otra habría sido procurar la construcción de equilibrios con nuevas fuentes de poder organizado. La más ambiciosa exigía la redefinición integral del régimen político, aglutinando una amplia coalición de partidos y fuerzas políticas en un ejercicio de transformación donde todos tuvieran cabida, siempre y cuando existiera el apego a la ley y dentro de los nuevos parámetros de una institucionalidad democrática. Nada de eso ocurrió. Este sería un gobierno como cualquier otro.

Lo anterior por lo que toca a la inacción, pero donde el gobierno sí actuó no le fue mucho mejor, como ilustra estos días el frente laboral. Al reconocer como líder de los mineros a un personaje que no cumplía con los requisitos para serlo (y que la administración Zedillo se había negado a legitimar), circunstancias conocidas por todos los demás líderes sindicales, el gobierno sentó las bases de un conflicto que hoy parece imparable. El gobierno que actuó de manera flagrantemente ilegal al reconocer al líder entonces, ahora lo desconoce con la misma ineptitud, abriendo la caja de Pandora que con gran habilidad han explotado todos los demás líderes para su satisfacción personal.

Ante los meses complejos que se anticipan, el gobierno que ya no puede desmenuzar lo que hizo y no hizo, al menos podría comenzar a planear cómo habrá de acabar el sexenio. El Atenco de esta semana fue un buen principio.

 

¿Cambiar?

Luis Rubio

Cambiar por cambiar. En México, reza el dicho, nada cambia hasta que cambia. Y cuando cambia, todos los parámetros previamente existentes dejan de ser válidos. Así ocurrió después de Iturbide y también con Porfirio Díaz, la Revolución y el maximato. Nada distinto ocurrió durante los setenta, periodo en el cual todo lo que funcionaba bien en el país fue destruido sin que se corrigiera ninguno de los males, tanto los del momento como los ancestrales.

Nadie, en su sano juicio, duda que la era más exitosa de la economía mexicana en tiempos recientes fue la de los cincuenta y sesenta, cuando se lograron tasas de crecimiento superiores al 7% en promedio con niveles irrisorios de inflación. Ese logro extraordinario, que hizo posible el nacimiento de una sólida clase media y la creación sistemática de empleos, fue destruido de un plumazo al inicio de los setenta por orden del mandamás del momento. Sólo hay que recordar cómo las trabas burocráticas se multiplicaron sin cesar, los monopolios existentes afianzaron su condición, los sindicatos corporativos cobraron vida propia y el país entró en una era de despotismo que sólo comenzó a erosionarse con la apertura económica de los 80 y la derrota del PRI en el 2000. Hoy atravesamos por una tesitura similar: o continuamos por el camino, así sea sinuoso, de una democracia desorganizada o retornamos al gobierno fuerte, centralizado y abusivo.

Nadie puede negar que nos encontramos ante un momento definitorio. En una era en que los disensos son la norma, todos los mexicanos coincidimos en una postura muy clara: el país tiene que cambiar. Donde no hay acuerdo es sobre la forma de cambiar. Algunos abogan por un proceso de transformación paulatina, dentro del marco legal vigente y aceptando los costos de un proceso de cambio dentro de la democracia. Otros plantean la necesidad de llevar a cabo ambiciosos cambios desde el poder y sin dejarse limitar por los mecanismos de un ineficiente y nada funcional sistema democrático.

Hay profundas diferencias también sobre la naturaleza de los cambios que son necesarios. Unos claman por llevar a cabo reformas, unas más ambiciosas que otras, orientadas a elevar la productividad de la economía para, por ese medio, lograr un nivel de competitividad tal que se traduzca en elevadas tasas de crecimiento económico y creación de empleos. Otros plantean el camino contrario: que es necesario retrotraernos a la era en que las cosas funcionaban bien con un gobierno que enfrentaba pocas limitaciones, lo que implicaría cancelar muchas de las estructuras de regulación económica y política que se han construido en las pasadas décadas y replantear todo el modelo de desarrollo en lo político y en lo económico.

En la práctica, los cinco candidatos presidenciales se podrían agrupar en dos propuestas contrastantes. Una que acepta la realidad como es y propone cambios a partir de lo existente y otra que rechaza las condiciones actuales y persigue su radical transformación. El candidato que por mucho tiempo lideró las preferencias, Andrés Manuel López Obrador, ha establecido los términos de esta contienda y ha sido muy claro en cuanto al tipo de gobierno y estrategia que encabezaría. Sus planteamientos tienen una racionalidad política muy clara y no engañan a nadie. Nos dice, con toda vehemencia, que su objetivo es cambiar las reglas del juego, modificar las relaciones entre los poderes públicos y entre el gobierno y la sociedad, centralizar el poder (eliminando o sometiendo a entidades intermedias, como los organismos de regulación económica, el banco central, etcétera) y modificar cabalmente el modelo económico actual. El discurso es claro, directo y no pretende engañar a nadie. De instrumentarse, el país entraría en otra etapa de su evolución tanto en términos de las relaciones de poder como de su desarrollo económico.

El primer paso en la estrategia consistiría en fortalecer el control presidencial sobre las estructuras de gasto del gobierno. Un ejercicio de esta naturaleza, (que, independientemente de la modalidad, es urgente bajo cualquier medida), implicaría el sometimiento de mafias dentro del gobierno y el ataque sistemático a la corrupción en entidades como PEMEX. El segundo paso consistiría en asegurar una mayoría funcional en el Congreso, proceso que seguramente se llevaría a cabo por medios igual nuevos que tradicionales: alianzas, maiceo e imposición. Una estrategia como ésta fue la que permitió a AMLO un control efectivo del gobierno del Distrito Federal y el sometimiento de la Asamblea Legislativa. Tampoco aquí habría sorpresa alguna.

Mucho más trascendente para la vida política y las libertades ciudadanas serían reformas constitucionales que podrían implantar las figuras del plebiscito y el referéndum como medios legítimos para llevar a cabo enmiendas a nuestra Carta Magna. Una acción en este sentido trastocaría los escasos y frágiles pesos y contrapesos que existen en el país al convertir los procesos de decisión en materia legislativa y constitucional en temas de presión política por vía de manifestaciones y plantones. En lugar de tener que pasar por toda la monserga que implica una enmienda constitucional en la actualidad (mayoría calificada en ambas cámaras y luego su ratificación por parte de una mayoría de las legislaturas estatales), el gobierno podría provocar cualquier cambio constitucional con el mero ejercicio de un referéndum, que convierte al asunto en fait accompli. En un cerrar y abrir de ojos, todos los mecanismos de control constitucional pasarían a ser irrelevantes. Como en los viejos tiempos, pero con métodos nuevos.

Muchos se quejan de la ausencia de propuestas en esta contienda electoral. La realidad es que no existe tal. Ciertamente, sería deseable que todos los candidatos se manifestaran sobre un mismo problema para poder dilucidar las diferencias de enfoque. Pero lo que estamos viviendo es una contienda en la que lo que se discute no son formas de resolver problemas o situaciones específicas, sino dos maneras contrastantes de entender la vida y la función del gobierno en el desarrollo de un país. Esos contrastes son claros, directos y transparentes. Nadie puede o debe ignorarlos porque representan dos formas distintas de enfrentar los retos que nos presenta la realidad actual y que determinarán nuestra capacidad para progresar en un mundo complejo, interconectado y competitivo. Los panistas solían emplear un dicho que es perfectamente aplicable a la contienda actual, pero al revés: que nadie se haga ilusiones para que no haya desilusionados.

 

2008

Luis Rubio

Para muchos mexicanos el 2008 no es sino otro año en nuestro futuro; para otros constituye la oportunidad de descarrilar lo poco que sí funciona bien de nuestra economía. De acuerdo a los compromisos contraídos por el país cuando se firmó el TLC norteamericano, todas las importaciones, con excepción del maíz y del frijol en el rubro de agricultura, y de los automóviles usados en el industrial, se liberarían por completo a partir de 2004. El año pasado, el gobierno decidió anticipar la apertura a los automóviles, por lo que, de los acuerdos originales (es decir, exceptuando temas conflictivos como el azúcar y el auto transporte), sólo queda el maíz y el frijol. Los tres candidatos principales a la presidencia, con distintos grados de sensatez o virulencia, han anunciado que no cumplirán el compromiso de liberalizar lo que queda del sector agrícola. Las consecuencias serían mayúsculas.

Es importante comenzar por el principio: por el origen y objetivo estratégico del TLC. Cuando se concibió el TLC, a finales de los ochenta, el país venía precedido por dos décadas de turbulencia e interminables crisis económicas. Los gobiernos de LEA y JLP habían introducido un conjunto de reformas que aspiraban transformar al país, pero sólo lograron trastocar todos los equilibrios financieros, fiscales y políticos, sumiendo al país en un proceso de polarización del que, bien a bien, todavía no salimos.

Los dos resultados más tangibles y palpables de aquella etapa épica de nuestra historia, fueron las crisis cambiarias y la hiperinflación. En un principio, Miguel de Madrid intentó contener la crisis y controlar la espiral inflacionaria de una manera pasiva y sin afectar intereses particulares. Cuando esa manera de proceder resultó infructuosa, su gobierno recurrió a un conjunto de reformas, como la privatización de empresas menores y la liberalización de importaciones. Lo más que logró, que no fue poco, fue evitar que el país se derrumbara en lo económico.

Carlos Salinas comenzó con una serie de agresivas reformas que, sin embargo, no fueron suficientes para recobrar la confianza de la población, los mercados financieros o los inversionistas. Sin esa confianza, resultaba obvio, no había manera de elevar la tasa de crecimiento de la economía y generar los empleos que el país requería. La administración de Salinas buscó formas de afianzar la confianza tanto de la población como de los potenciales empleadores. Emprendió importantes reformas que, sin embargo, se quedaron cortas en su objetivo. El TLC acabó siendo el instrumento que su gobierno encontró para garantizarle a los mexicanos y a los inversionistas extranjeros que esas reformas permanecerían, en buena medida porque el costo de desmantelarlas sería tan oneroso que nadie se atrevería a hacerlo. Pues bien, casi veinte años después, el 2008 podría abrir una puerta a ese desmantelamiento. Y con ello, a la confianza que tanto tiempo tardó en afincarse.

La liberalización de las importaciones de maíz y frijol no es una cosa menor. Una enorme proporción de los más de veinte millones de campesinos depende para su subsistencia de estos dos productos, además de ser la base de la alimentación de la población. Si desde el momento de la firma del TLC a la fecha los gobiernos se hubieran concentrado en su chamba, habrían trabajado con esos campesinos para crear condiciones propicias no sólo para que no se vieran amenazados por las importaciones de maíz y frijol, sino para que pudieran dedicarse (ellos, o al menos sus hijos) a actividades mucho más productivas, incorporarse a la economía moderna y, con ello, matar dos pájaros de un tiro: disminuir, de manera drástica y en una generación, la pobreza en el campo mexicano y crear una nueva base de producción y desarrollo económico. El problema es que, a la mexicana, todo se pospuso para mañana y ahora ese mañana está a la vuelta de la esquina.

En términos numéricos, la liberalización de las importaciones de esos dos bienes no es terriblemente importante, ya que importamos esos productos en amplias cantidades. Sin embargo, el efecto en los precios internos, para beneficio del consumidor pero perjuicio del campesino, puede ser severo. Atendiendo a esa preocupación, el gobierno actual cedió a las presiones de los líderes (léase caciques) del campo y creó un sistema de subsidios que, como siempre, no le llegan al campesino porque son mejor empleados por las estructuras corporativas que prevalecen en el campo. Irónicamente, encima de lo anterior, como los productores más pobres no son autosuficientes en maíz, cualquier protección al maíz los empobrece todavía más.

En todo caso, la gran pregunta es cómo se lleva a cabo el incumplimiento en 2008. En su momento, el gobierno podría anunciar esa decisión de una manera agresiva y militante, saturada de recursos retóricos nacionalistas, lo que provocaría una brutal reacción por parte de los exportadores y políticos estadounidenses y canadienses. Podría igual negociar en privado, atenuar consecuencias y administrar el proceso a fin de evitar una confrontación. Es decir, la misma decisión acarrearía resultados distintos. Pero es importante reconocer la potencial gravedad de la circunstancia: una postura aguerrida podría traer consigo una severa reacción por parte de nuestros socios comerciales y ésta obligaría al gobierno mexicano a definirse frente al TLC en su conjunto. En otras palabras, una acción aparentemente inofensiva y orientada al consumo interno podría revertirse, provocando reacciones descomunales que incluirían, concebiblemente, el fin del TLC.

Nadie sabe qué tan sensible es la estabilidad de una economía hasta que no se tocan sus límites. El problema es que nadie sabe cuáles son esos límites o cuáles son los factores disparadores de una crisis. Lo seguro es que, cuando la confianza de la población y de los empleadores e inversionistas se pierde, el país entra en una nueva era de turbulencia. Nadie sabe dónde está el límite: ¿en la retórica? ¿en la elevación, así sea modesta, del déficit fiscal? Nadie sabe. Nuestra historia demuestra fehacientemente que cruzar esa raya invisible puede cambiarlo todo de tajo. Podemos ingresar en una discontinuidad que puede someter al país en otra más de sus crisis históricas. El TLC, al igual que los mercados financieros, funciona sobre la base de confianza. Hay buenas razones para intentar nuevas formas de resolver problemas que no ceden, pero el riesgo de romper el equilibrio, atravesar esa raya imaginaria, es enorme y los costos de hacerlo inconmensurables.

 

Disputa filosófica

Luis Rubio

A los mexicanos parece que nos encanta el pleito. En lugar de ponernos de acuerdo en lo que compartimos y ver hacia adelante, llevamos décadas, si no es que siglos, disputando el pasado. Aunque sin duda hay muchos temas legítimos debatibles sobre el pasado, lo único que el pasado puede darnos es historia. El resto depende de lo que seamos capaces de construir a partir del presente. La cambiante realidad de nuestro entorno interno y externo es tan impresionante que hace prohibitivamente caro seguir distrayéndonos con esa discusión que sólo mira para atrás. Mientras estamos enfrascados en ello, la realidad nos rebasa al igual que las oportunidades que nos permitirían avanzar hacia el único objetivo con el que todos comulgamos: el crecimiento de la economía.

La realidad mexicana actual es compleja y difícil de resolver. La problemática es tan vasta y golpea a tanta gente de maneras tan distintas que es innecesario, además de presuntuoso, pretender describirla de manera exhaustiva. Independientemente del mundo en que nos movamos –lo mismo los negocios que la política, el trabajo manual, profesional o intelectual–, todos padecemos los estragos de un país estancado, lo que nos hace muy difícil avanzar a nivel personal. A pesar de ello, no todo lo que nos rodea son malas noticias: lo logrado en los últimos años y décadas en materia de libertad, por citar lo más evidente, es trascendental e irreemplazable. Pero la libertad, y lo que la acompaña en otros ámbitos, no es substituto del sustento y el sustento, en un país con una demografía como la nuestra, está directamente vinculado con el crecimiento económico.

Aunque los mexicanos no coincidimos en muchas cosas, todos mantenemos un mínimo acuerdo en torno al tema del crecimiento. Si bien los economistas no están de acuerdo en todo (y vaya que ponerlo así es una exageración), ninguno ignora que los problemas para crecer no son únicamente de carácter técnico. Desde una perspectiva técnica, hay soluciones plausibles y éstas no tienen porque ser un tema de  disputa interminable. Es decir, si en lugar de enfocarnos a lo que ha estado mal de 1970 a la fecha, nos concentráramos, con mano libre, a resolver los impedimentos al crecimiento, en muy poco tiempo lograríamos el resultado deseado. El problema se encuentra en la inexistencia de eso que llamo “mano libre”.

Hay dos temas de disputa respecto al pasado: uno tiene que ver con la diferencia de perspectivas en cuanto a las causas de las crisis cambiarias y, particularmente, en cuanto a la conducción de la política económica durante los años 70 y 90, respectivamente. Esta disputa yace en el corazón de la campaña presidencial actual. No menos importante es el debate filosófico detrás de todo esto: quién debe conducir el desarrollo del país, ¿el ciudadano y consumidor o el productor y el burócrata? Aunque aparentemente inocua, la diferencia es radical.

Sin duda, uno de nuestros peores vicios es no llamar a las cosas por su nombre: nos encantan los sinónimos y los eufemismos. Por ejemplo, el viejo régimen empleaba la palabra democracia como si ella existiera. Esos gobiernos promovieron reformas indispensables en este campo, no porque tuvieran convicciones democráticas, sino porque pretendían afianzarse en el poder a través de las mismas. Pero en lugar de hacer el trabajo completo, dejaron toda una constelación de agrupaciones corporativistas que ahora quieren no sólo echar el reloj para atrás, sino también cancelarle al ciudadano y consumidor los beneficios que ha logrado, aunque frecuentemente éstos ni siquiera son reconocidos.

Esa manera de proceder ha tenido como consecuencia que la opacidad domine por encima de lo que debiera ser transparente, comenzando por los derechos ciudadanos, sus obligaciones y, en especial, los límites a esos intereses particulares que grupos de interés como los sindicatos y los beneficiarios de los subsidios del gas reivindican para sí. Por ello, la ciudadanía no acaba de consolidarse.

Las reformas económicas de los ochenta y noventa abrieron espacios para el desarrollo de las personas y le confirieron un papel medular al consumidor como centro del desarrollo económico. Por su parte, las reformas electorales abrieron espacios políticos, dando vuelo a la posibilidad de la democracia. Si bien la ciudadanía ha aprovechado estas circunstancias, no se ha afirmado como la fuerza transformadora que representa en otras latitudes. De hecho, si algo es patente en el momento actual es que la población ha tendido a ajustarse y crecer con mucha mayor celeridad que los políticos a su derredor.

Por ejemplo, la libertad de importar y exportar tiene enormes beneficios para el consumidor, desde el más modesto hasta el más encumbrado. El que una señora del origen más humilde pueda adquirir productos alimenticios baratos o ropa y zapatos a precios nunca antes vistos, se debe, en buena medida, a toda una concepción filosófica que parte del principio de la competencia económica y la libertad de acción en el ámbito productivo. Esa libertad contrasta de manera directa con la noción, ahora renovada, de privilegiar y proteger al productor a través de subsidios, así como otros mecanismos de protección y promoción.

Pero no por arraigadas, esas nociones de protección tienen validez. El futuro estará construido por las decisiones de millones de consumidores y ciudadanos alrededor del mundo. Los países que entiendan y se inserten en esos procesos serán exitosos y los que permanezcan fuera pagarán un elevadísimo costo, como los que se aprecian ya en la incalculable pérdida de oportunidades y el bajo crecimiento económico registrado en los últimos años. El país ha avanzado tímidamente en la única dirección que le permitirá reanudar tasas elevadas de crecimiento, pero no ha logrado consolidar ese avance y convertirlo en una plataforma de desarrollo para el futuro.

Las diferencias filosóficas que paralizan al país lo están condenando a la pobreza. El futuro se encuentra en actividades que involucran valor agregado, creatividad e innovación, es decir, en la capacidad de aplicar la información y el conocimiento a los procesos productivos en la manufactura, los servicios y la agricultura. Lo urgente, lo imperativo, es crear condiciones para que toda la población sea capaz de participar en esos procesos. Todo el resto es nostalgia o, peor, mera demagogia. La realidad ha rebasado nuestras disputas: tenemos que dejar al pasado en la anécdota para comenzar a enfocarnos hacia el futuro.

www.cidac.org

El miedo

Luis Rubio

El miedo como estrategia de campaña. El miedo como política. El miedo como forma de gobernar. El miedo como protección. Muchos son los usos del miedo, ninguno de ellos novedoso. La historia está plagada de ejemplos de uso y maluso del miedo como instrumento del y para el poder. Detrás del uso del miedo se encuentra siempre al anhelo del poder, la defensa de un interés o de un proyecto. El uso del miedo tiene una larga historia y el que sea parte del panorama electoral actual no debería sorprender a nadie. Pero hay dos cosas inéditas: una es el uso del miedo como mecanismo de alineación política. La otra novedad, la más grave, que el miedo ha permeado tan profundamente que casi nadie se ha atrevido a denunciarlo.

En la contienda electoral podemos constatar la presencia de dos estrategias, una concentrada y otra difusa, ambas orientadas a infundir miedo entre los votantes y la población en general. La primera, la preconcebida y cuidadosamente estructurada y organizada, es inteligente, hábil y, hasta ahora, sumamente exitosa. La otra, fundamentalmente reactiva, es difusa, tiene muchos padrinos y nadie la ha organizado como campaña, aunque en el conjunto adquiera esa forma. La primera es la de AMLO: instigar miedo de que ahí viene el coco en forma paralela al ya ganamos y no hay de otra, así que todo mundo tiene que alinearse. La segunda, la que surge de preocupaciones y temores sobre un eventual triunfo electoral de AMLO, se manifiesta en conversaciones, correos electrónicos y artículos periodísticos. Independientemente del objetivo que cada lado persiga, ambas constituyen una burla a nuestra incipiente y frágil democracia.

La estrategia que diseñó el campo electoral de Andrés Manuel López Obrador es, con mucho, la más acabada e inteligente. Su probada capacidad de manipulación es pasmosa. Su efecto sobre la sociedad mexicana, desde los mexicanos más modestos hasta los más encumbrados, es impactante. El ingenio y creatividad que yace en el corazón de la concepción estratégica es encomiable y ojalá hubiese sido puesto al servicio de una mejor causa. Pero su objetivo es uno y sólo uno: manipular a la población, descalificar cualquier oposición, imponer una visión del mundo y, al mismo tiempo, crear la sensación de que no hay de otra: se trata de un fait accompli. El poder por el poder, a cualquier precio.

Esa campaña de miedo ha tenido el efecto deseado. De hecho, de no haber sido por el cambio reciente en la tendencia de las encuestas, la estrategia habría sido perfecta y, por lo tanto, un éxito rotundo: arribar a la Semana Santa con muchos puntos de ventaja, una oposición opacada y la expectativa de que el puente Semana Santa-campeonato de fútbol pasara con rapidez y sin alterar las preferencias de los votantes. Hoy que se comienzan a apilar encuestas que muestran un posible cambio de tendencia, y que anticipan la reñida contienda que es inherente a una democracia que se respete, es necesario echar una nueva mirada a este proceso, así como a los efectos de la estrategia del miedo que fue empleada.

Si uno quiere medir el impacto de la estrategia del miedo no tiene más que observar dos circunstancias. Una, quizá la más impactante, ha sido la forma en que se fueron alineando toda clase de grupos e intereses. La otra es la emergencia de un credo casi religioso tanto en la bondad del candidato como en la perfidia de los demás. Independientemente de sus preferencias o temores, el alineamiento con la campaña de AMLO ha sido espectacular, igual por parte de sindicatos que de empresarios, intelectuales y periodistas, políticos y medios de comunicación. El miedo no anda en burro reza el dicho y el miedo ha sido tan contagioso que ha llevado a respuestas inusitadas: desde el alineamiento hasta la tolerancia infinita. Si en algo ha sido excepcional esta campaña es en que AMLO ha podido decir barbaridad y media sobre lo que se propone hacer, sobre el presidente, sobre los otros candidatos y sobre quienes dudan de su enfoque, sin que nadie se atreva a ponerlo en evidencia. Pocas dudas caben que, buena o mala, el celo con que Televisa impuso la nueva ley en materia de medios tenía todo que ver con el temor y poco con el diseño futuro de la industria.

No menos extraordinario ha sido la aparición de legiones de creyentes dispuestos a denostar cualquier desviación, atacar cualquier crítica, destruir cualquier oposición. Poseedores de la verdad absoluta, estas legiones han recurrido a fuerzas de choque, negado el derecho de pensar diferente y cancelar toda avenida de disenso. En otras palabras, exactamente la tolerancia que uno espera y asocia con la democracia.

En su estudio sobre este tipo de fenómenos, Eric Hoffer (El Verdadero Creyente) apunta que una vez poseído de la fe, todo el resto entra en acción. Para Hoffer, un creyente es aquel que está en posesión de la verdad única y nunca niega su propia rectitud y probidad; siente que uno está apoyado por una fuerza misteriosa, sea ésta Dios, el destino o las leyes de la historia; está convencido de que su oposición es la encarnación del mal y tiene que ser aplastada; se regocija en la auto negación y la devoción hacia la misión. Todas éstas son cualidades admirables para la acción decidida y despiadada en cualquier medio. El cuadro se completa cuando a los creyentes se les agrega una estrategia para manipularlos y una fuerza de choque para que su devoción no se quede en mera filosofía. Y por ahí vamos.

Esta contienda apenas está comenzando: hasta ahora, más que contienda, parecía aplanadora. La estrategia del miedo sirvió para negar la posibilidad de una contienda, para anular la competencia y para imponer una candidatura, una forma única de pensar. Fue tal el abuso y los excesos de que vino asociada la estrategia que cayó por su propio peso y eso es lo que ahora comienzan a revelar las encuestas. De aquí en adelante, la contienda puede adquirir muchas formas y el resultado ser el que anticipaban las encuestas anteriores o cualquier otro. Pero el voto que resulte habrá sido producto de una competencia en la que todos los contendientes gozaron de la misma legitimidad y en la que se debatieron ideas y programas, no la visión monopólica y consumada de una sola de las partes. Si de aquí al 2 de julio se da esa contienda, la democracia mexicana habrá dado un paso adelante. En ausencia de una competencia real, la democracia quedará herida, potencialmente de muerte.

 

Inviable

Luis Rubio

El problema de todos aquellos proyectos políticos fundados en el voluntarismo es que chocan muy rápido con la realidad. En general se trata de diseños políticos e ideológicos fraguados a la luz de preferencias, esperanzas y del rechazo a lo existente más que de análisis serios y razonados acerca de lo posible y necesario. Y esa manera de enfocar los problemas tiende a chocar con la realidad y es ahí cuando comienzan los problemas. El gran mérito de Luiz Inacio Lula da Silva fue precisamente el no dejarse llevar por sus propias preconcepciones y abortar parcialmente el proyecto económico y político que había prometido para su país cuando se percató de que éste resultaba inviable. La gran pregunta para los votantes mexicanos es si existe esa misma capacidad en la persona del candidato que, al día de hoy, encabeza las encuestas, Andrés Manuel López Obrador.

El proyecto alternativo de nación tiene una racionalidad política impecable, pero nada tiene que ver con la realidad económica de México y del mundo en la actualidad. El planteamiento que se hace tanto en los 50 puntos originales como en el libro que los explica con mayor amplitud, constituye una excepcional evaluación de lo que ha ido mal en el país los últimos años. Siguiendo la lógica democrática de preguntarle al elector: ¿estás mejor ahora que hace cuatro años? que con enorme éxito empleó Reagan para vencer a Carter, AMLO retoma y extiende la pregunta, no a los últimos seis años sino a las últimas décadas. La respuesta automática es predecible: no. Las legiones de votantes potenciales que el tabasqueño ha logrado cautivar demuestran que su mensaje tiene eco. Si la lógica política es tan clara, ¿por qué es tan pobre el planteamiento económico?

La primera inconsistencia salta a la vista tan pronto se ignoran las causas objetivas de los problemas que existen y se prefieren las elucubraciones cuya racionalidad es exclusivamente política e ideológica. Pensar que puede separarse la política económica de los setenta de sus consecuencias en los 80 es inverosímil. Mucho peor, apelar a los años con tasas de crecimiento elevado y aislarlos de sus causas y consecuencias constituye un grave error de razonamiento. No importa cuántas gráficas presenten los asesores de AMLO (por demás sensatos), la noción de que se puede seguir la política económica que uno prefiera independientemente de la realidad es altamente peligroso. En todo caso, eso es exactamente lo que el proyecto político de AMLO critica de los últimos gobiernos: que hicieron lo que quisieron y no lo que se necesitaba.

Aunque el proyecto alternativo se preocupa por comprender la dinámica, las circunstancias y las realidades a las que los pasados gobiernos pretendieron responder, los argumentos de AMLO son estrictamente políticos. La evaluación, correcta en los términos del candidato, es que el bienestar de la población no ha mejorado al paso de las décadas.

A partir de esa premisa, el planteamiento implícito es proponer como alternativa un regreso al pasado (el paraíso terrenal de los 70), pero hacerlo bien: usar los instrumentos de los 60 para hacer posible el proyecto político de los 70. En términos concretos, se establecen cuatro premisas. Primero, que no se exacerbará el déficit fiscal; segundo, que no se va a cancelar (aunque se podría renegociar) el TLC; tercero, que no se va a enfrentar a EUA; y cuarto, que se seguirán los principios de la economía de mercado. Aunque los cuatro pronunciamientos suenan razonables, son poco sostenibles, mucho más cuando se adentra uno en los razonamientos que le dan sustento al proyecto en su conjunto. La propuesta no haría sino acentuar el malestar que él detecta.

Para comenzar, las promesas de gasto que AMLO repite a la menor provocación (subsidios a productores, transferencias a campesinos, apoyos a todos los desprotegidos y desvalidos y protección a la planta productiva) son mucho mayores que los ahorros que se podrían hacer en la administración y en Pemex (aunque resulte obvio que, en este caso, hay más tela de donde cortar que toda la necesaria para cubrir el territorio nacional). Además, el gasto público suele tener vida propia: el gobierno puede recortar, pero el gasto tiende a recrearse. Aunque se pretenden grandes inversiones, mucho de lo que se propone son subsidios. Quizá más relevante es que prácticamente todo lo que el proyecto plantea en el rubro de gasto sea gasto corriente y no inversión, cuyo impacto multiplicador del crecimiento es muy bajo.

Ciertamente, una parte integral de la propuesta de AMLO, ya probada en el DF, consistiría en procurar asociaciones con empresas privadas para la construcción de infraestructura, lo cual abonaría hacia el crecimiento. Pero su forma de llevarlo a cabo en la capital contradijo los principios del mercado: el gobierno escogió ganadores y perdedores e impuso su fuerza para llevarlos a cabo, sin transparencia alguna. Al mismo tiempo, la idea de subsidiar empresarios y empresas cuya viabilidad es, en el mejor de los casos, dudosa, no haría sino consumir recursos que se podrían emplear con mayor rentabilidad en nuevos proyectos de inversión para los cuales una buena parte del empresariado se ha mostrado reacio o incapaz.

El gobierno puede promover, incentivar e impulsar proyectos, pero quienes los instrumentan son los empresarios. Si el gobierno trata de meterse en esos terrenos vía subsidios a la energía, gasto público o crédito forzoso, no hará sino preservar lo que ya no funciona, a un costo enorme. Quizá logre dos o tres años de tasas altas de crecimiento (y eso si es que afecta a los grandes intereses que todo lo impiden), pero no la renovación de la planta productiva o la creación de mejores empleos.

Lo peor de todo es que un proyecto apuntalado en la voluntad de una persona y en la esperanza de muchos no es suficiente para enfrentar los ingentes retos que nos plantea la realidad del país y del mundo en que vivimos. Nadie puede dudar que el país en general y la economía en particular requieren muchos cambios, pero no cualquiera. Por atractivo que sea el planteamiento político, la situación económica del país es muy delicada. Cualquier embate en la dirección errada puede desatar una nueva crisis económica que afectaría a millones de personas que asumieron deudas hipotecarias o de consumo en los últimos años. Suponer que las cosas han ido mal en las últimas décadas porque todos los funcionarios gubernamentales eran torpes o corruptos, suena más a la prescripción de una nueva crisis que a un proyecto serio y viable de desarrollo.

 

Pobre pero digno

Luis Rubio

El mexicano no está satisfecho consigo mismo, pero tampoco quiere cambiar. Tiene una mala impresión de los estadounidenses (y peor de su gobierno) y está convencido que el comercio bilateral es benéfico para ambas partes. Apunta como responsable de nuestra pobreza al mal gobierno y la corrupción, pero cree que es más importante la democracia que un gobierno efectivo. Está en contra del muro, pero no está dispuesto a llevar a cabo ningún cambio significativo en esta materia. A la luz de estas apreciaciones, es evidente que nuestros políticos y gobernantes reflejan el sentir de la población y por eso está paralizado el país.

En la encuesta CIDAC-Zogby que se llevó a cabo en México y Estados Unidos de manera simultánea el mes pasado (www.cidac.org), los mexicanos se manifiestan divididos respecto al TLC norteamericano (el 21% cree que el tratado los ha beneficiado en tanto que el 47% se siente indiferente al respecto), pero creen, de manera abrumadora (80%), que los migrantes benefician a la economía estadounidense. Con la claridad de un migrante que decide irse al norte en vez de hacia el sur, el 55% cree que el país debe buscar un acercamiento con Estados Unidos, mientras que el 24% juzga que nuestra prioridad debe ser América Latina. Al mismo tiempo, una abrumadora mayoría se opone a crear un régimen que favorezca la inversión privada en energía y no está dispuesta a aceptar ningún programa de inversión como el Plan Marshall, que Estados Unidos instrumentó para ayudar a la reconstrucción europea después de la Segunda Guerra mundial, a cambio de que nosotros controlemos los flujos migratorios hacia su territorio.

De estos resultados, uno tiene que concluir que el mexicano está contento con su situación y no quiere llevar a cabo cambio alguno. En el frente político, hay dos preguntas que resultan sorprendentes y paradójicas: primero, por un lado, el 53% piensa que la libertad es un valor superior a la igualdad (45%) pero, por el otro, el 69% considera más importante a la comunidad que al individuo. Además, para el 62%, la democracia es más importante que un gobierno efectivo.

Lo anterior contrasta con la idea de que el país es pobre a causa del mal gobierno (36%) o de la corrupción (37%). La suma de estos dos conceptos  (73%) sugeriría que el mexicano valora al buen gobierno por encima de la democracia. Sin embargo, quizá ello se deba a que para el mexicano promedio tener un buen gobierno es imposible y, por lo tanto, lo importante es limitar su capacidad de hacerle daño a través de la democracia. La encuesta no ofrece suficiente información para arribar a una conclusión al respecto, pero ciertamente permite suponer que el mexicano es mucho más consciente de su realidad de lo que los políticos le conceden.

Quizá el mensaje más importante que se deriva de la encuesta es que el mexicano acepta su pobreza con dignidad: prefiere lo que tiene a un cambio en el statu quo. En esto, la encuesta ofrece un panorama sombrío: cualquiera que sea la causa de su desasosiego, el mexicano no está dispuesto a cambiar nada para mejorar su situación. Uno podría especular sobre las razones por las que ha llegado a esa conclusión (las crisis y fracasos de las décadas pasadas probablemente figuren de manera prominente en esa especulación), pero el hecho es que su percepción es así: pobre pero digno. Al mismo tiempo, es imposible no vincular el contenido de esta encuesta con la contienda por la presidencia: el hecho de que el candidato más identificado con un fuerte liderazgo vaya a la cabeza en las preferencias electorales sugiere que, aunque el mexicano prefiere un gobierno ineficaz a uno abusivo, sigue amarrado a nuestra atávica propensión (que se remite a los aztecas, el tlatoani y Quetzalcóatl) de esperar la llegada de un salvador milagroso que resuelva sus problemas sin el menor esfuerzo.

La forma en que el mexicano se percibe frente a los estadounidenses contrasta con la manera en como ellos nos ven a nosotros. Nuestros vecinos del norte tienen una imagen nada afortunada del gobierno mexicano, pero similar a la nuestra. Al igual que los mexicanos, los estadounidenses no sienten que el TLC los haya beneficiado, pero creen que el comercio bilateral favorece a las dos partes. También, en proporción muy similar a la nuestra, los norteamericanos rechazan el muro en la frontera aunque creen que debe haber un régimen mucho más estricto que regule el ingreso de los migrantes. De manera idéntica a como nosotros nos percibimos, aunque en una proporción un poco menor, consideran que los mexicanos son muy trabajadores y tan respetuosos de las leyes como ellos lo son. En el terreno ético y de valores, las semejanzas son pasmosas: ambos privilegian la libertad sobre la igualdad, aceptan que hay discriminación contra los mexicanos y ven con simpatía los matrimonios entre mexicanos y estadounidenses.

Donde las opiniones chocan es en temas menos bilaterales y más domésticos. Los estadounidenses están convencidos (70%) que su éxito en términos económicos se debe a la libertad de que gozan; en cambio, los mexicanos piensan que sus vecinos son ricos porque explotan a los demás países (62%). Mientras que para el 67% de los estadounidenses México es un país occidental “como España, Canadá y Estados Unidos”, sólo el 26% de los mexicanos se percibe de esa manera. Esa diferencia de percepción quizá explique nuestras pequeñas grandes diferencias en foros como el de las Naciones Unidas e invita a concluir que los mexicanos y estadounidenses nos entendemos perfectamente como personas pero diferimos radicalmente en nuestras posturas como países. Aquí reside una lección importante para el futuro de la relación bilateral: integremos la economía (que es, a final de cuentas, la actividad más fundamental de las personas), pero mantengamos muy claras las líneas de demarcación en materia política, donde las diferencias son abismales.

La encuesta es muy clara en términos de la relación bilateral al definir dónde coincidimos y dónde no. Pero donde es reveladora es en las diferencias de flexibilidad y disposición de cada una de las partes a actuar y resolver sus problemas. Los mexicanos pueden no estar felices con su realidad objetiva, pero se muestran poco dispuestos a hacer algo por mejorarla. Esto nada tiene que ver con la relación bilateral, pero nos dice mucho de nuestra propia realidad política interna. Capaz que, a final de cuentas, es válido aquel dicho de que cada quien tiene el gobierno que se merece.

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Yo más

Luis Rubio

“Yo también quiero ser parte del éxito que ha vivido el país” fue la frase temática del artículo que escribí la semana pasada y que desató muchas cartas y correos que agradezco ampliamente. Todos mis lectores ofrecían ideas y comentarios de gran interés y valía, pero hubo un mensaje muy claro y consistente en todos ellos: los simpatizantes de AMLO no lo quieren por su mensaje y propuesta política o por el objetivo de procurar un “modelo alternativo”, sino porque se le ve como un medio para expresar una gran frustración. La frustración de no poder ser parte de algo que la población considera atractivo e interesante para sí, pero a lo cual no tiene acceso, de ahí que mire con envidia a quienes sí son parte de esa modernidad deseada. La población va muy adelante de AMLO y a kilómetros del resto de los candidatos.

El mundo no es como lo pinta el candidato del PRD. A juzgar por las encuestas, mis observaciones y las cartas que recibí en estos días, hay dos razones por las cuales AMLO es atractivo, ninguna derivada de sus posturas públicas: una, porque no representa a ninguno de los otros dos partidos que ya intentaron sacar al país del hoyo y no pudieron; y, dos, porque parece capaz, o al menos así lo ven sus simpatizantes, de tomar las duras decisiones que el país requiere y los otros partidos no han sido capaces de llevar a cabo. La gran ironía es que en ambos temas, quienes manifiestan una preferencia electoral por AMLO, esperan de él exactamente lo opuesto de lo que pregona: quieren que lleve a cabo reformas profundas, integre al país a la modernidad y rompa los obstáculos que hoy impiden el desarrollo económico en la era de la globalización.

La gran genialidad de Andrés Manuel López Obrador ha residido en su extraordinaria habilidad para convertir un conjunto de situaciones sociales y económicas en una realidad política. Las situaciones tienen que ver con el desencuentro entre las promesas de gobernantes anteriores y la realidad cotidiana, la ausencia de empleos de alto valor agregado, la frustración de los egresados de carreras universitarias que sólo encuentran empleo de taxistas y, sobre todo, el choque de expectativas, atizadas una y otra vez, con la dura realidad de un país que no parece avanzar. AMLO convirtió esas situaciones en un movimiento de protesta y ese mérito, esa habilidad, lo ha colocado como puntero en las encuestas. La paradoja reside en que el reclamo de sus seguidores parece ser exactamente el opuesta al suyo: la gente no quiere ir a los setenta (para comenzar, tres cuartas partes del electorado no tienen ni idea de qué es eso) y, en cambio, sí desea acceso directo y por fast track al mundo de la modernidad que observa a través de las pantallas de televisión, en los recuentos de sus familiares que viven del otro lado y, crecientemente, por Internet.

La realidad objetiva es compleja y, en este momento, choca con las percepciones que ha alimentado la campaña electoral de López Obrador. Si bien es evidente que no se han logrado los empleos de alto valor agregado  (y sueldo) que fueron prometidos en la retórica (que generó imponentes expectativas), la realidad cotidiana indica que los consumidores mexicanos nunca han estado mejor. Por primera vez en la historia, las importaciones no sólo han mejorado la oferta de bienes y servicios a precios cada vez más competitivos, sino que han forzado a los productores mexicanos a ser mejores y a competir exitosamente por la preferencia del consumidor. Hasta hace veinte años, todo en la política económica estaba orientado a privilegiar al productor y a someter al consumidor. Los productores gozaban de protección respecto a las importaciones, se beneficiaban de subsidios y créditos blandos, podían vender cualquier producto sin importar su calidad y, si algo se les atoraba, subían el precio sin miramiento alguno. Desde la apertura, esa tan criticada por AMLO, su base electoral —los consumidores— ha ganado una enorme batalla sin darse cuenta. El día en que nazca un defensor de los derechos de los consumidores, la política mexicana experimentará su primera verdadera transformación político-democrática y nos colocará en otro plano en todos los ámbitos.

Las campañas electorales han pasado por alto otra realidad política que, en este momento, beneficia a AMLO, pero podría cambiar rápidamente. La gran cantidad de contenidos que los medios de comunicación e Internet le ofrecen a una juventud cada vez más “conectada”, posee el doble efecto de abrirle los ojos a toda una generación de chavos urbanos que antes tenían por referencia sólo lo que veían en el país, pero también, y por la misma razón, les genera una gran frustración al no tener la posibilidad de acceder a ese mundo y hacerlo suyo. El mexicano no cuenta con instrumentos como la educación y la infraestructura para poder ser partícipe de lo que ve y envidia. Se trata de una nueva realidad tanto social como política que yace en el corazón de la disputa política actual. No entenderlo y ofrecer como soluciones el cierre de las importaciones de maíz y frijol o convertir las Islas Marías en «la isla de los niños», puede generar una frustración todavía mayor a la construida por Fox.

El común denominador de buena parte de los votantes no tradicionales del PRD que en la actualidad expresan su preferencia por AMLO, no es un convencimiento que los lleve a ver en el tabasqueño al candidato más adecuado, sino que lo ven como un medio para ventilar su frustración y como un vehículo efectivo para su futuro. De hecho, aunque las comunicaciones recibidas esta semana no son una muestra estadísticamente significativa, el mensaje es clarísimo: no queremos a AMLO, queremos un vehículo para poder, en palabras de uno de los correos, “entrarle a las grandes ligas” que hoy parecen inalcanzables. AMLO no enfrenta competencia porque nadie ha entendido este conjunto de frustraciones y deseos, pero si lo hubiera, podría rápidamente hacerse competitivo.

Existe un México pujante, un México que quiere ser parte del mundo exitoso, pero que está frustrado por la incompetencia de sus gobernantes que no terminan por otorgarle una oportunidad. Paradójicamente, ese México que ve al futuro y tiene tantos deseos de “hacerla”, muestra una acusada preferencia, al menos ahora, por el candidato que rechaza esa visión para el futuro de México. A menos de que ese candidato, aprovechando el apoyo y legitimidad que ha forjado, encabece los cambios que le urgen al país y a cada uno de sus habitantes.

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Yo también

Luis Rubio

Yo también quiero. Ese es el mensaje de la abrumadora mayoría que piensa votar por AMLO. Quieren ser ganadores y no han tenido la oportunidad. Esto es lo que no han entendido Calderón y Madrazo, pero también es un mensaje que escapa al propio AMLO: la gente no quiere venganza ni echar el reloj para atrás, tampoco ignorar al resto del mundo. Lo que la gente desea es ser parte del desarrollo: tener una oportunidad. El riesgo de confundir el sentido de este anhelo es enorme.

El mensaje del votante mexicano, sobre todo de quienes simpatizan con AMLO, es de insatisfacción por haber quedado marginado del desarrollo del país: existe el deseo por ser parte integral del mismo. Alienados por un proceso de cambio económico que los ha dejado a un lado, esos votantes no quieren seguir así. En el pasado, habrían tenido que apechugar. Hoy, el voto les ha dado la oportunidad de hacer valer su reclamo. El gran mérito de AMLO es haber reconocido esa veta en la sociedad mexicana, ese sentido de alienación  y esos miedos y haberlos convertido en un movimiento capaz de ganar una elección. Pero, al mismo tiempo, el riesgo es que AMLO y su equipo malinterpreten el verdadero clamor popular que él ha convertido en un movimiento social. Como demuestra cada mexicano que migra hacia Estados Unidos, lo que la población quiere es una oportunidad, no una vuelta a un pasado inefable y mucho más intolerable que el presente.

Una manera de apreciar el momento político actual es preguntarse qué ve el votante a su derredor que le lleva a manifestar su preferencia por AMLO. No es muy difícil: contempla un mundo cerrado e inaccesible. Y, por si fuera poco, se da cuenta cómo los sindicatos más abusivos hacen de las suyas, obtienen prestaciones inconfesables y viven cual reyes, mientras ellos tienen que sobrevivir en condiciones miserables. Ven cómo Carlos Slim se dedica a pontificar un día sí y otro también sobre cómo crear medios para preservar y aumentar su propia riqueza en formas que no son atractivas ni posibles para ningún otro ciudadano. Observan todo eso y, al verse en el espejo todos los días, concluyen lo obvio: ¿y yo por qué no?

La forma agresiva y hasta violenta en que se manifiesta la campaña de AMLO no debe distraernos del tema central: el verdadero reclamo popular no es por cambiar el rumbo, sino por ser parte del mismo: ser ganador y no un eterno peón de una hacienda en la que sólo el patrón sale adelante. En esto, los contrastes en nuestra economía son dramáticos precisamente porque perviven dos mundos que difícilmente son asibles para el ciudadano común y corriente: estamos avizorando el potencial del mundo globalizado, pero insistimos en reproducir formas de organización y producción de la era de la Revolución Industrial.

En las últimas décadas dimos algunos pasos extraordinarios, tanto en lo económico como en lo político, hacia el desarrollo, pero éste no ha trasminado hacia la población en general y de ahí el enorme resentimiento que ha canalizado AMLO. La pregunta es si los votantes aceptan todo el discurso proferido por AMLO en su campaña o sólo lo están viendo como un medio para exigir lo que legítimamente perciben es su derecho. El entorno democrático les ha conferido una herramienta invaluable para hacer sentir su inconformidad y el discurso de AMLO ha resultado sumamente creíble y atractivo para esa porción del electorado que sabe que no se ha beneficiado pero cuyo objetivo es ser parte del México exitoso.

México no es el primer país que transita por una situación semejante. India es quizá el mejor ejemplo de ello. Por más de una década, el gobierno impulsó ambiciosas reformas económicas que comenzaron a transformar la base productiva de un país extraordinariamente pobre. Unos cuantos cambios, relativamente modestos, abrieron oportunidades que antes parecían impensables. Millones de hindúes formaron parte de la nueva sociedad económicamente integrada y exitosa; la capacidad de consumo comenzó a crecer y tanto políticos como ciudadanos empezaron a hablar en términos del enorme potencial que había hacia adelante.

Pero vinieron las elecciones y, contra toda expectativa, el Partido del Congreso ganó, de manera avasalladora, con un discurso retardatario, restaurador, socialista en contenido, es decir, el viejo discurso del partido que había dominado la política hindú por décadas desde su fundación: el equivalente del discurso que hoy enarbola AMLO. Pero al triunfar, el liderazgo del partido, en la persona de Sonia Gandhi, reconoció que la población no había votado por ellos o su discurso, sino por la alienación que la población percibía por la falta de oportunidades. En una palabra, el partido reconoció que lo que la población había manifestado era su desprecio por no ser parte de la nueva economía que comenzaba a trasformar a la India. Acto seguido, el partido nombró como primer ministro al hombre que había sido el padre de las reformas veinte años antes: Manmohan Singh, un tecnócrata como los nuestros.

Algo similar ocurrió en Brasil con la elección de Lula. Luego de una campaña militante y agresiva, al asumir la presidencia, el ex líder obrero comprendió que urgía, no una reversión a lo disfuncional, sino una estrategia de fortalecimiento de las oportunidades de la población pobre para que pudiera integrarse a los circuitos de la economía moderna. Tanto Brasil como India, dos economías que enfrentan retos similares a la nuestra, están intentando lo posible por salir de la trampa de la pobreza en que han vivido por décadas o siglos. La diferencia con nosotros es que, en estos últimos años, han aprendido que no es con encono como se avanza hacia un mejor estadio para el desarrollo, sino con la integración de la sociedad pobre al desarrollo productivo. Y en esta era, eso se llama globalización. Lo que hace falta es crear las condiciones para que toda la población, y no sólo una parte, tenga acceso a esa oportunidad.

El mexicano quiere integrarse al desarrollo. Si no fuera así, no estaría buscando migrar a Estados Unidos ni pagaría porciones enormes de su ingreso para que sus hijos tengan una educación mejor que la disponible de forma gratuita en el sistema educativo público. Ese México pobre se manifiesta por primera vez de una manera tan asertiva porque encontró el medio para lograrlo —el voto— y el conducto que entiende sus dilemas —AMLO—, no porque desee acabar con lo existente, sino porque quiere ser parte del éxito. No hay nada más legítimo que eso ni más meritorio. Falta que lo entiendan los tres candidatos, porque en realidad ninguno muestra la menor claridad al respecto.

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14 mitos

Luis Rubio

Atico:  México está saturado de mitos que no hacen sino cegar la vista y fomentar la guerra sucia que hace imposible una contienda electoral limpia y democrática

Mitos, puros mitos, son las imágenes que arroja el entorno electoral. Esas historias imaginarias que sobredimensionan la realidad son un poderoso instrumento de la política. Algunos mitos son positivos, otros perniciosos; los políticos construyen o apelan a ellos para impulsar sus candidaturas o defender una causa y muchos los aprovechan para evadir toda explicación sobre sus verdaderos intereses u objetivos. Los mitos crecen en entornos en que escasea la información y en los que la educación juega un papel de control en vez de desarrollar el juicio crítico. Estamos saturados de mitos de toda índole. Veamos algunos de los más obvios en el panorama actual.

 

  1. “La izquierda no puede ganar”. Viejo mito que hoy desmienten las encuestas y que, salvo un error mayúsculo de AMLO o el cambio dramático de estrategia de alguno de sus contrincantes, será desmentido en las urnas.
  2. “Son injustas y caras las pensiones a ex presidentes”. Caras en un sentido absoluto sin duda lo son, pero también son un factor de estabilidad y, en un país sin Estado de derecho, un fuerte incentivo para la honorabilidad. La alternativa es infinitamente más cara.
  3. “Todo lo que se requiere es aplicar la ley”. Muchas leyes, pocos derechos y cero Estado de derecho. ¿Quién, y con qué criterio, va a ser responsable de aplicar la ley: ¿el policía de la esquina? ¿el juez corrupto? ¿el gobernador de las grabaciones? Nos urge un Estado de derecho que sólo puede surgir de un amplio acuerdo político y una disposición a hacerlo valer de manera indiscriminada.
  4. “La democracia ha hecho libres a todos los mexicanos”. Sin embargo, el contraste entre encuestas con urna (donde AMLO se sitúa más arriba) y sin urna (donde se registra una pequeña diferencia entre AMLO y Calderón) sugiere que muchos mexicanos piensan votar por AMLO pero no se sienten libres de expresarlo.
  5. “Los pobres cubanos frente al imperio yanqui”. Pobres sin duda e imperio también; pero el absurdo embargo estadounidense es mucho más útil y funcional a Castro que a los propios americanos y ha tenido el efecto de sostener a un régimen represivo que ha sido tan diestro en capotear temporales gigantescos como la disolución de la URSS lo mismo que en manipular la política mexicana. Cada vez que caemos en su juego abandonamos nuestros propios intereses y seguimos a pie juntillas un script confeccionado en el Caribe.
  6. “El PRI está muerto, el PRI va a arrasar”. Todo puede pasar, pero el PRI es parte integral de nuestra historia moderna. Seguramente morirá en algún momento pero, como alguna vez dijera Mark Twain, “las noticias sobre mi muerte son exageradas”.
  7. “El PAN es un partido”. Si lo fuera estaría tratando de ganar. Pero el único que quiere ganar, independientemente de si está avanzando en esa dirección, es Calderón. Su partido está en otra cosa.
  8. “AMLO está con los pobres, Calderón con los ricos, Madrazo con los corruptos”. Tres mitos artificiosamente construidos. Igual hay corruptos en el PAN, el PRI y el PRD que integrantes profundamente preocupados por la desigualdad en el blanquiazul y el tricolor. Todos los candidatos están con los ricos porque saben que son los empleadores que el país necesita. Pero la mitología que cada candidato ha hecho suya, o le ha impuesto a los otros, permite construir clientelas y leyendas (o las dos) que son parte fundamental de la guerra sucia en que se ha convertido la contienda actual. No hay que olvidar que los candidatos están con ganar a cualquier precio.
  9. “Estados Unidos, el enemigo histórico”. Su expansionismo fue en buena parte a nuestras costillas, pero el uso caprichudo de la historia, sobre todo en la era del PRI, tuvo un propósito muy específico: legitimar al régimen revolucionario y protegerlo de desafíos políticos internos. Eso provocó –provoca– una indefinición sobre nuestro interés nacional y, peor, la imposibilidad de hablar de frente con nuestros vecinos para resolver o canalizar las diferencias y construir causas comunes a partir de las oportunidades que ofrece la frontera. Todo en lo obscurito.
  10. “La institucionalidad democrática”. Todo mundo festina que ya somos un país democrático y contamos con instituciones a prueba de bala. Pero muchos de los mismos que festejan también dudan de la fortaleza de esas mismas instituciones. Aunque contamos con instituciones ejemplares como el IFE y el TRIFE, los partidos minan la credibilidad y legitimidad de estos órganos. La prueba de fuego: ¿qué pasa si AMLO no gana? ¿Qué pasa con el movimiento que ha construido  que, por su misma naturaleza, no comenzó en esta temporada electoral y tampoco terminara el 2 de julio?
  11. “Tres candidatos (o cinco) a la presidencia”, cuando en realidad tenemos dos candidatos y un movimiento social. Tema de enormes implicaciones potenciales.
  12. “Ningún partido tendrá mayoría en el congreso por lo que todo seguirá paralizado”. Tal vez sí y tal vez no, pero hay que considerar dos aspectos: los últimos dos presidentes no eran políticos y nunca entendieron esa palabra. Además, como en la Rusia de Putin, no es imposible que el próximo presidente vuelva a centralizar el poder y a imponer su mando sobre todos los demás.
  13. “El TLC protege la estabilidad porque hace sumamente oneroso cambiar sus reglas”, que es equivalente a decir que “los mercados financieros son envolventes y penalizan severamente cualquier cambio en la política económica de un país”. Aquí reside el tema más sensible en los próximos meses y años de México: ¿de verdad serán tan formidables estos mecanismos institucionales para garantizar la estabilidad? De emprender el próximo gobierno cambios importantes en materia económica, este mito doble se pondría a prueba como ninguno otro.
  14. “Los derechos humanos son para los humanos, no para las ratas”, reza un mito hábilmente construido. Pero a su artífice se le olvidó que todo lo que sube tiene que bajar y ahora uno se pregunta ¿qué derechos irá a reclamar ahora?

La existencia de mitos es parte integral de la historia de todas las sociedades. No todos los momentos de la construcción de una nación son encomiables y eso lleva a la construcción, intencional o casual, de mitos: igual de los enemigos de la patria (como Iturbide) que de sus héroes (los Niños Héroes). La pregunta hoy es cuál de ellos probará ser realidad y no pura imaginación exacerbada.

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