Luis Rubio
La elección no cambió los problemas de México. Tampoco los agudizó, pero sí los hizo más urgentes y, sobre todo, más obvios. Algunos problemas, sobre todo en el ámbito electoral e institucional, han vuelto a la palestra política y asoman su repugnante cabeza una vez más. Pero estamos hablando de matices. La gran pregunta es si, al final del argüende postelectoral, habrá la visión y capacidad política para llevar a cabo una verdadera transformación institucional y económica.
México necesita romper los platos de la vajilla tradicional, un dictado bíblico, para corregir las barbaridades de nuestra realidad cotidiana. El mexicano enfrenta tantos círculos viciosos que su realidad no es la de un mundo lleno de oportunidades como del que pueden jactarse otras sociedades, sino de un infinito lidiar con burocracias e intereses particulares que coartan la libertad, impiden el desarrollo y reproducen una realidad opresiva, saturada de pobreza y desazón. La nueva realidad política invita a pensar en la oportunidad de entrar de lleno a la modernidad y asumirla con un principio filosófico simple pero fundamental: eliminar obstáculos al desarrollo de las personas. En lugar de reformas a medias e iniciativas que nunca logran su cometido, como fueron las de décadas recientes, es tiempo de entrarle de lleno a una era de cambios integrales que hagan posible el desarrollo.
No se requiere una gran visión sino de un poco de sentido común: las personas responden a los incentivos que enfrentan. Lo que requerimos es un conjunto de incentivos que hagan posible el desarrollo. Ideas como las siguientes, todas ellas de sentido común.
Acabar con la partidocracia: en la última década pasamos del presidencialismo semiautoritario al reino de los partidos. En lugar de que el fin del reino del PRI significara una oportunidad de desarrollo para la ciudadanía, acabamos en un mundo controlado por la burocracia de los partidos. Esto explica en gran medida el fracaso del experimento democratizador y la razón por la cual la población no convirtió a la democracia en una oportunidad productiva. Cualquier reforma fracasará en tanto la soberanía política no pase a manos de los ciudadanos, sobre todo por dos vías: primero, reelección de diputados y senadores y, segundo, flexibilización del régimen de partidos a fin de que cualquier ciudadano pueda crear un partido político. En lugar de regulaciones excesivas, que sea la voluntad de los ciudadanos la que decida el día de la elección: partido que no llegue al umbral mínimo, se muere y ya.
Acabar con el sistema actual de financiamiento de los partidos. La idea de que sea el presupuesto de donde provenga el financiamiento de los partidos es defendible, pero siempre y cuando eso no los haga impermeables a las demandas e intereses ciudadanos, como ocurre ahora. Hemos adoptado los peores vicios del sistema francés y el estadounidense: excesivos montos de financiamiento y demasiada laxitud en los donativos privados. Lo peor es que ese financiamiento ha creado burocracias distantes de la ciudadanía sin el menor interés por avanzar sus intereses y prioridades. Sería mucho mejor emplear esos mismos recursos en programas de combate a la pobreza y a la ignorancia (no lo que hoy llamamos educación, sino algo serio).
Simplificar el pago de los impuestos. Mucho se ha hecho para mejorar la recaudación de impuestos y reducir su tasa. Pero nada se ha trabajado para disminuir el costo por su cumplimiento: haciéndolo fácil menos formas, más sencillas, menos veces al año se elevaría la recaudación y la productividad. Es insultante, además de absurdo, que quienes sostienen a los partidos y políticos tengan, además, que pasar las de Caín para lograrlo.
Enfrentar el problema de criminalidad y convertirlo en prioridad nacional. Hay soluciones al problema de la criminalidad, pero no todos las quieren ver o adoptar, a pesar de que es una prioridad de la ciudadanía. Aunque en la mayoría de los casos el problema es responsabilidad de cada estado, es tiempo de sumar las capacidades estatales y federales.
Eliminar trabas a la creación y desarrollo de empresas. Su persistencia constituye un tapón intolerable al crecimiento económico, una fuente permanente de informalidad, un impedimento a la generación de riqueza y una causa directa de los bajos niveles de productividad factor determinante del empleo y los salarios que caracterizan a la economía. Al eliminar los obstáculos a la formalización de empresas se debe emplear la fuerza pública para acabar con al informalidad. Sin gobierno no hay economía y la informalidad es una muestra de la inexistencia de gobierno.
Abrir la competencia. Monopolios como PEMEX, CFE y Telmex fortalecen a la burocracia, fomentan la existencia de sindicatos poderosos y depredadores y crean empresas y empresarios dedicados a impedir la creación de nuevas empresas. Pero esto hay que hacerlo de manera inteligente y no indiscriminada, con un criterio de productividad y competencia global.
Acabar con la desigualdad: atacarla de una vez por todas, pero no a través de mecanismos milenarios que no tienen ni la menor probabilidad de lograrlo, como los subsidios, transferencias y más burocracia. Mejor hacerlo con instrumentos que fortalezcan las capacidades de la población, lo que pomposamente se llama capital humano, es decir, educación y salud, para que la desigualdad y la pobreza sean erradicadas en una generación. Esto se ha logrado en múltiples países: lo que se requiere no es mucho dinero sino menos ceguera ideológica.
Reducir los impuestos a las empresas: lo que urge es inversión productiva que cree empleos y riqueza para que, en el futuro, los mexicanos podamos gozar de servicios y beneficios tipo europeo. Pero empezar al revés, primero los servicios y los altos impuestos, es una receta que garantiza la pobreza y la inmovilidad. Irlanda es el mejor ejemplo de lo que se puede lograr en muy poco tiempo.
Acabar con los sindicatos corporativos. Se trata de una fuente interminable de abuso que no hace sino mantener la pobreza e impedir la movilidad social. Mejor la democracia.
Utilizar a la infraestructura física como detonador del crecimiento, sobre todo en el sur del país.
Es tiempo de romper algunos platos, no para destruirlo todo, sino para comenzar a construir un país moderno. Crear una base de igualdad de oportunidades, facilitar la entrada de nuevos empresarios e inversionistas y crear un orden político liberal. El potencial es infinito.