Luis Rubio
Las elecciones son el medio para que un candidato acceda al poder, no son un fin en sí mismo. El poder, el gobierno, es el medio a través del cual se conduce el proceso de desarrollo de una sociedad. Para que sea posible llevar a cabo esa función de conducción y desarrollo es imperativo que toda la sociedad sea parte del mismo y ahí yace la razón elemental por la cual es imperativa la tolerancia hacia las diferencias, no sólo las que arrojó el proceso postelectoral, sino sobre todo las que se evidenciaron a lo largo de las campañas por la presidencia. Lo que hoy estamos viviendo es un proceso de desgaste que se retroalimenta y no contribuye a crear condiciones para lograr el desarrollo. Por ello es tan importante cambiar los términos de la disputa actual.
La disputa actual está caracterizada por círculos viciosos. Desde la campaña, dominó la noción de que se trataba de una contienda entre la izquierda y la derecha, cuando en realidad éstas son meras etiquetas para ponerle nombres distintos a un mismo proceso. Este es un primer círculo vicioso del que no hemos salido: ni es cierto que se trataba de dos posturas antagónicas en el eje derecha-izquierda, ni existe un Estado capaz de imponer un camino único para el devenir social como hace tres o cuatro décadas.
Otro círculo vicioso ha surgido del empecinamiento falaz del recuento general o la ilegalidad del recuento. Una falacia lleva a la otra: ciertamente, un fraude generalizado como el que plantea el candidato del PRD es imposible (además de que, si fuera cierto, el PRD no tendría hoy 60% más escaños en la Cámara de Diputados y el Senado), pero igualmente cierto es que el TRIFE tiene amplias facultades para decidir en materia electoral. No hay racionalidad para el empecinamiento sobre temas que no son lógicos y sobre los cuales el Tribunal puede y debe decidir. Ambas partes en esta disputa han caído en círculos viciosos que los (nos) tienen empantanados.
La noción de un recuento general choca con toda la lógica de un proceso tan estructurado y consolidado como el que hoy existe en el país. La mera idea de que alguien pudiera urdir un fraude generalizado en el que participaron no sólo los funcionarios del IFE, sino toda la estructura ciudadana que sustenta el proceso e incluso los representantes de los partidos en cada casilla, constituye una afronta no sólo a la legalidad, sino a la respetabilidad de todos los que participaron en el proceso: desde los votantes hasta los ciudadanos responsables de los centros de votación.
Nadie razonable en el México de hoy puede creer en un fraude generalizado. Pero igual de chocante es pensar que los resultados arrojados el día de la elección por un sistema diseñado para compensar las desconfianzas del pasado no puedan ser revisados. El fraude no es un argumento razonable, pero se apuntala y adquiere credibilidad por el dogmatismo del lado contrario. Mejor disminuir las tensiones y dejar que sea el tribunal, en un entorno menos rijoso y más propicio para una decisión saludablemente judicial y no política, quien tenga la última palabra.
Todos los partidos políticos, igual los que ganaron y los que perdieron, enfrentan profundas contradicciones internas. El PRD es quizá el caso más patético: fue, con mucho, el partido que más ganó y, sin embargo, el que más dificultades encuentra para procesar su victoria. Ningún partido experimentó los avances legislativos que logró el PRD, pero su militancia está poniendo en entredicho la posibilidad de consolidar esa victoria para ganar en la próxima contienda presidencial. Pero también es comprensible la lógica interna del PRD, pues el partido está operando, porque así se ha conformado el entorno político y porque así conviene a su candidato (y ambos asuntos se retroalimentan), en un contexto de aislamiento: mientras sus integrantes se sientan más aislados, mayor su sensación de encontrarse amenazados y, por lo tanto, menos dispuestos a resolver las contradicciones internas. En tanto persista esa sensación de amenaza externa, será posible que se mantenga el absurdo de la demanda dual, lógicamente incompatible, del recuento y la anulación, conceptos obviamente excluyentes pero que, por alguna extraña razón, los perredistas aceptan como compatibles.
Al PRI, por su parte, le encantaría enfrentar los dilemas que tiene frente a sí un partido en ascenso como el PRD. El gran perdedor de la contienda, el PRI, tiene que comenzar la reforma interna que no emprendió luego de su derrota en el 2000. A diferencia del PRD y del PAN, las contradicciones que enfrentan los priístas son mucho más obvias y tajantes: la pregunta para ellos es si serán capaces de remontar sus diferencias internas en aras de recuperar el poder o si se dejarán consumir por sus rivalidades históricas (de hecho, de origen) ya sin el poder, hasta acabar en la más absoluta irrelevancia. Lo irónico de la situación, es que el PRI posee la mejor y más efectiva estructura territorial y eso tiene un enorme valor económico y político; pero también es cierto que un partido con una diversidad tan grande de intereses y grupos (producto de su historia y la del país) sería el que más se beneficiaría de una reorganización general del sistema de partidos.
Las contradicciones más absurdas son sin duda las del PAN. El partido presuntamente ganador en la contienda presidencial enfrenta las contradicciones propias de un partido demócrata cristiano que nunca abandonó los rasgos de la derecha anterior a la segunda guerra mundial, periodo en el que se formó. A diferencia de sus contrapartes europeos, que no tuvieron más remedio que transformarse, el PAN sigue siendo una extraña mezcla de modernidad y anquilosamiento reaccionario. La pregunta es cuál de las dos corrientes dominará en los forcejeos internos.
Todas estas contradicciones son producto del pasado. La política mexicana no ha sido capaz de cerrar el ciclo político del autoritarismo y dejar atrás sus características y modos de funcionar. Lo que estamos viviendo es la consecuencia de una transición política confusa, no conducida ni concluida. Nuestro proceso político se parece más al juego de Juan Pirulero donde cada quien atiende a su juego antes que a una democracia en ciernes que aspira al desarrollo, definido éste en todas sus dimensiones.
Nada de ese desarrollo será posible mientras los perredistas sean incapaces de moderar sus procesos internos, los priístas renovarse y los panistas modernizarse. Un poco de tolerancia podría comenzar a encauzar estos procesos necesarios, pero el tiempo para esto no es ilimitado.