Luis Rubio
En política, como en física, todo acaba respondiendo a las leyes de la naturaleza. Aunque la ambición puede prolongar la agonía y dar la impresión de que es posible desafiar a la realidad, ésta acaba imponiéndose tarde o temprano. El movimiento encabezado por López Obrador ha gozado de ventajas excepcionales, pero no sobrenaturales. Ha sabido explotar una gran capacidad de manipulación mediática, utilizar el perfil de víctima que construyó desde la época del desafuero y, sobre todo, sacar enorme provecho del deseo de todas las fuerzas perredistas y sus aliados de no dejar la impresión de un rompimiento interno. En adición a lo anterior, muchos de los más aguerridos aliados y operadores del tabasqueño esperan traducir su apoyo, incluidos los excesos, en una herencia directa para ellos una vez que el movimiento pase a su siguiente etapa. En otras palabras, más que por convicción, la mayoría de los soportes principales del movimiento siguen ahí por un cálculo que, como todos, les puede salir igual bien que mal.
Mucho se ha discutido y escrito sobre el por qué del movimiento de protesta post electoral: que si AMLO nunca esperó perder y no había internalizado la posibilidad; que si en el fondo no es un demócrata y está demostrando ahora su verdadera cara; que si en realidad hubo un fraude (a la moderna o a la antigüita); que si AMLO está dispuesto a cualquier cosa, incluso el extremo de provocar la remoción del gobierno constitucional como ocurrió por su propia mano en Tabasco hace dos décadas (y como ha pasado recientemente, en manos de Evo Morales, en Bolivia). Sea cual fuere la explicación última, queda claro que no estamos viviendo una lucha democrática o por la democracia. Igual de claro es que este movimiento es posible y se mantiene porque, entre sus apoyos, hay muchos que perciben que sus pérdidas serían mayores de abandonarlo en este momento.
Todo esto comenzará a cambiar tan pronto se pronuncie el Tribunal Electoral. Una vez calificada la elección, los distintos integrantes del movimiento comenzarán a proteger y avanzar sus propias posiciones. Esto es obvio para los partidos que se integraron en la coalición electoral, pues sus intereses no coinciden con el devenir de López Obrador, sino con las curules que lograron en la cámara de diputados y el senado; en resumen, nada harán que amenace esos avances fundamentales. Pero el rompimiento necesariamente alcanzará también a las tribus del PRD, donde los cálculos y preocupaciones sobre el futuro no se han hecho esperar. Uno de los ejercicios más serios en este sentido se puede consultar en un documento publicado por el Instituto de Estudios de la Revolución Democrática con fecha del 3 de agosto del 2006 (Dos de julio de 2006: escenarios, alternativas y propuestas para impulsar la transición democrática en México) en el que se analizan los diversos escenarios postelectorales y, aunque se mantiene la ficción del triunfo de su candidato, en realidad se enfoca hacia la siguiente etapa de lucha, posterior al final del actual proceso.
No podía ser de otra manera. Si bien dentro del PRD hay contingentes dispuestos a dar la lucha hasta el final e incluso utilizar medios violentos para lograr su cometido, la mayoría de los perredistas son políticos que han aceptado la institucionalidad y la lucha democrática como valores y objetivos insoslayables. Para esos contingentes, el movimiento encabezado por López Obrador ha significado un retroceso con relación a los avances logrados por el partido para construir su propia legitimidad democrática. El movimiento no sólo ha minado la credibilidad del PRD, sino que ha puesto en primer plano a los contingentes más duros y recalcitrantes, aquellos acostumbrados a la violencia como medio de acción política, y existe el riesgo que ésta sea la imagen fija en la mente del electorado durante los años por venir.
La imagen es importante. Cuando se le preguntó por qué había tan pocos estadistas en el mundo, Napoleón afirmó que para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr, pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad. Cualquiera que sea la postura que cada ciudadano tenga sobre la elección del dos de julio pasado, nadie puede negar que hemos vivido mucho más la mezquindad que la grandeza. La mezquindad de quienes apoyan de manera pública y activa el movimiento que ha logrado desquiciar a la ciudad de México, incomodar a la población que más decididamente apoyó y votó por el PRD y ahora sólo se pregunta: ¿qué sigue?
Lo que sigue debe ser distinto para la sociedad y el PRD que ha aceptado la institucionalidad, respecto a quienes acaben perseverando en el movimiento iniciado por López Obrador. La sociedad mexicana ha vivido un proceso de polarización política e ideológica (más que social) que ha cimbrado a las instituciones. Antes, la fortaleza estructural de la presidencia permitía corregir el rumbo cuando un presidente se excedía en su retórica o en su actuar; pero la presidencia de hoy ya no cuenta con esos atributos y el actual ocupante no sabría emplearlos aun si los tuviera.
Además de proponer cursos distintos para el desarrollo futuro del país, la contienda pasada sirvió para crear o afianzar nociones de lucha de clases que dejan un halo de incertidumbre en el futuro. Para una parte de la sociedad, aquella que cree que su situación es culpa de los otros, la contienda habrá dejado la certeza de que, efectivamente, esos otros derrotaron un movimiento popular y no quedarán satisfechos con el porvenir. Para aquellos que creen en la necesidad de construir un orden social de convivencia como fundamento de credibilidad para un desarrollo económico efectivo, la contienda dejó mal sabor de boca: algo no está bien en el país y podría fácilmente empeorar. Ambas perspectivas son reales en el México de hoy y, de no matizarse, podrían convertirse en una profecía auto inflingida. Pero ahí también hay una oportunidad.
Las próximas semanas van a ser ricas en definiciones políticas y personales. Será un periodo particularmente arduo y penoso para quienes de manera igual inocente que premeditada, apoyaron una movilización cada vez más dudosa, riesgosa y preocupante. En lugar de repetir la mezquindad del candidato perdedor, la sociedad entera, incluyendo el gobierno y el candidato ganador, deberían exhibir la grandeza que ha estado ausente, darles generosa cabida y aceptar su reintegración en la sociedad institucionalizada, sin rencores.
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