Yo más

Luis Rubio

“Yo también quiero ser parte del éxito que ha vivido el país” fue la frase temática del artículo que escribí la semana pasada y que desató muchas cartas y correos que agradezco ampliamente. Todos mis lectores ofrecían ideas y comentarios de gran interés y valía, pero hubo un mensaje muy claro y consistente en todos ellos: los simpatizantes de AMLO no lo quieren por su mensaje y propuesta política o por el objetivo de procurar un “modelo alternativo”, sino porque se le ve como un medio para expresar una gran frustración. La frustración de no poder ser parte de algo que la población considera atractivo e interesante para sí, pero a lo cual no tiene acceso, de ahí que mire con envidia a quienes sí son parte de esa modernidad deseada. La población va muy adelante de AMLO y a kilómetros del resto de los candidatos.

El mundo no es como lo pinta el candidato del PRD. A juzgar por las encuestas, mis observaciones y las cartas que recibí en estos días, hay dos razones por las cuales AMLO es atractivo, ninguna derivada de sus posturas públicas: una, porque no representa a ninguno de los otros dos partidos que ya intentaron sacar al país del hoyo y no pudieron; y, dos, porque parece capaz, o al menos así lo ven sus simpatizantes, de tomar las duras decisiones que el país requiere y los otros partidos no han sido capaces de llevar a cabo. La gran ironía es que en ambos temas, quienes manifiestan una preferencia electoral por AMLO, esperan de él exactamente lo opuesto de lo que pregona: quieren que lleve a cabo reformas profundas, integre al país a la modernidad y rompa los obstáculos que hoy impiden el desarrollo económico en la era de la globalización.

La gran genialidad de Andrés Manuel López Obrador ha residido en su extraordinaria habilidad para convertir un conjunto de situaciones sociales y económicas en una realidad política. Las situaciones tienen que ver con el desencuentro entre las promesas de gobernantes anteriores y la realidad cotidiana, la ausencia de empleos de alto valor agregado, la frustración de los egresados de carreras universitarias que sólo encuentran empleo de taxistas y, sobre todo, el choque de expectativas, atizadas una y otra vez, con la dura realidad de un país que no parece avanzar. AMLO convirtió esas situaciones en un movimiento de protesta y ese mérito, esa habilidad, lo ha colocado como puntero en las encuestas. La paradoja reside en que el reclamo de sus seguidores parece ser exactamente el opuesta al suyo: la gente no quiere ir a los setenta (para comenzar, tres cuartas partes del electorado no tienen ni idea de qué es eso) y, en cambio, sí desea acceso directo y por fast track al mundo de la modernidad que observa a través de las pantallas de televisión, en los recuentos de sus familiares que viven del otro lado y, crecientemente, por Internet.

La realidad objetiva es compleja y, en este momento, choca con las percepciones que ha alimentado la campaña electoral de López Obrador. Si bien es evidente que no se han logrado los empleos de alto valor agregado  (y sueldo) que fueron prometidos en la retórica (que generó imponentes expectativas), la realidad cotidiana indica que los consumidores mexicanos nunca han estado mejor. Por primera vez en la historia, las importaciones no sólo han mejorado la oferta de bienes y servicios a precios cada vez más competitivos, sino que han forzado a los productores mexicanos a ser mejores y a competir exitosamente por la preferencia del consumidor. Hasta hace veinte años, todo en la política económica estaba orientado a privilegiar al productor y a someter al consumidor. Los productores gozaban de protección respecto a las importaciones, se beneficiaban de subsidios y créditos blandos, podían vender cualquier producto sin importar su calidad y, si algo se les atoraba, subían el precio sin miramiento alguno. Desde la apertura, esa tan criticada por AMLO, su base electoral —los consumidores— ha ganado una enorme batalla sin darse cuenta. El día en que nazca un defensor de los derechos de los consumidores, la política mexicana experimentará su primera verdadera transformación político-democrática y nos colocará en otro plano en todos los ámbitos.

Las campañas electorales han pasado por alto otra realidad política que, en este momento, beneficia a AMLO, pero podría cambiar rápidamente. La gran cantidad de contenidos que los medios de comunicación e Internet le ofrecen a una juventud cada vez más “conectada”, posee el doble efecto de abrirle los ojos a toda una generación de chavos urbanos que antes tenían por referencia sólo lo que veían en el país, pero también, y por la misma razón, les genera una gran frustración al no tener la posibilidad de acceder a ese mundo y hacerlo suyo. El mexicano no cuenta con instrumentos como la educación y la infraestructura para poder ser partícipe de lo que ve y envidia. Se trata de una nueva realidad tanto social como política que yace en el corazón de la disputa política actual. No entenderlo y ofrecer como soluciones el cierre de las importaciones de maíz y frijol o convertir las Islas Marías en «la isla de los niños», puede generar una frustración todavía mayor a la construida por Fox.

El común denominador de buena parte de los votantes no tradicionales del PRD que en la actualidad expresan su preferencia por AMLO, no es un convencimiento que los lleve a ver en el tabasqueño al candidato más adecuado, sino que lo ven como un medio para ventilar su frustración y como un vehículo efectivo para su futuro. De hecho, aunque las comunicaciones recibidas esta semana no son una muestra estadísticamente significativa, el mensaje es clarísimo: no queremos a AMLO, queremos un vehículo para poder, en palabras de uno de los correos, “entrarle a las grandes ligas” que hoy parecen inalcanzables. AMLO no enfrenta competencia porque nadie ha entendido este conjunto de frustraciones y deseos, pero si lo hubiera, podría rápidamente hacerse competitivo.

Existe un México pujante, un México que quiere ser parte del mundo exitoso, pero que está frustrado por la incompetencia de sus gobernantes que no terminan por otorgarle una oportunidad. Paradójicamente, ese México que ve al futuro y tiene tantos deseos de “hacerla”, muestra una acusada preferencia, al menos ahora, por el candidato que rechaza esa visión para el futuro de México. A menos de que ese candidato, aprovechando el apoyo y legitimidad que ha forjado, encabece los cambios que le urgen al país y a cada uno de sus habitantes.

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Yo también

Luis Rubio

Yo también quiero. Ese es el mensaje de la abrumadora mayoría que piensa votar por AMLO. Quieren ser ganadores y no han tenido la oportunidad. Esto es lo que no han entendido Calderón y Madrazo, pero también es un mensaje que escapa al propio AMLO: la gente no quiere venganza ni echar el reloj para atrás, tampoco ignorar al resto del mundo. Lo que la gente desea es ser parte del desarrollo: tener una oportunidad. El riesgo de confundir el sentido de este anhelo es enorme.

El mensaje del votante mexicano, sobre todo de quienes simpatizan con AMLO, es de insatisfacción por haber quedado marginado del desarrollo del país: existe el deseo por ser parte integral del mismo. Alienados por un proceso de cambio económico que los ha dejado a un lado, esos votantes no quieren seguir así. En el pasado, habrían tenido que apechugar. Hoy, el voto les ha dado la oportunidad de hacer valer su reclamo. El gran mérito de AMLO es haber reconocido esa veta en la sociedad mexicana, ese sentido de alienación  y esos miedos y haberlos convertido en un movimiento capaz de ganar una elección. Pero, al mismo tiempo, el riesgo es que AMLO y su equipo malinterpreten el verdadero clamor popular que él ha convertido en un movimiento social. Como demuestra cada mexicano que migra hacia Estados Unidos, lo que la población quiere es una oportunidad, no una vuelta a un pasado inefable y mucho más intolerable que el presente.

Una manera de apreciar el momento político actual es preguntarse qué ve el votante a su derredor que le lleva a manifestar su preferencia por AMLO. No es muy difícil: contempla un mundo cerrado e inaccesible. Y, por si fuera poco, se da cuenta cómo los sindicatos más abusivos hacen de las suyas, obtienen prestaciones inconfesables y viven cual reyes, mientras ellos tienen que sobrevivir en condiciones miserables. Ven cómo Carlos Slim se dedica a pontificar un día sí y otro también sobre cómo crear medios para preservar y aumentar su propia riqueza en formas que no son atractivas ni posibles para ningún otro ciudadano. Observan todo eso y, al verse en el espejo todos los días, concluyen lo obvio: ¿y yo por qué no?

La forma agresiva y hasta violenta en que se manifiesta la campaña de AMLO no debe distraernos del tema central: el verdadero reclamo popular no es por cambiar el rumbo, sino por ser parte del mismo: ser ganador y no un eterno peón de una hacienda en la que sólo el patrón sale adelante. En esto, los contrastes en nuestra economía son dramáticos precisamente porque perviven dos mundos que difícilmente son asibles para el ciudadano común y corriente: estamos avizorando el potencial del mundo globalizado, pero insistimos en reproducir formas de organización y producción de la era de la Revolución Industrial.

En las últimas décadas dimos algunos pasos extraordinarios, tanto en lo económico como en lo político, hacia el desarrollo, pero éste no ha trasminado hacia la población en general y de ahí el enorme resentimiento que ha canalizado AMLO. La pregunta es si los votantes aceptan todo el discurso proferido por AMLO en su campaña o sólo lo están viendo como un medio para exigir lo que legítimamente perciben es su derecho. El entorno democrático les ha conferido una herramienta invaluable para hacer sentir su inconformidad y el discurso de AMLO ha resultado sumamente creíble y atractivo para esa porción del electorado que sabe que no se ha beneficiado pero cuyo objetivo es ser parte del México exitoso.

México no es el primer país que transita por una situación semejante. India es quizá el mejor ejemplo de ello. Por más de una década, el gobierno impulsó ambiciosas reformas económicas que comenzaron a transformar la base productiva de un país extraordinariamente pobre. Unos cuantos cambios, relativamente modestos, abrieron oportunidades que antes parecían impensables. Millones de hindúes formaron parte de la nueva sociedad económicamente integrada y exitosa; la capacidad de consumo comenzó a crecer y tanto políticos como ciudadanos empezaron a hablar en términos del enorme potencial que había hacia adelante.

Pero vinieron las elecciones y, contra toda expectativa, el Partido del Congreso ganó, de manera avasalladora, con un discurso retardatario, restaurador, socialista en contenido, es decir, el viejo discurso del partido que había dominado la política hindú por décadas desde su fundación: el equivalente del discurso que hoy enarbola AMLO. Pero al triunfar, el liderazgo del partido, en la persona de Sonia Gandhi, reconoció que la población no había votado por ellos o su discurso, sino por la alienación que la población percibía por la falta de oportunidades. En una palabra, el partido reconoció que lo que la población había manifestado era su desprecio por no ser parte de la nueva economía que comenzaba a trasformar a la India. Acto seguido, el partido nombró como primer ministro al hombre que había sido el padre de las reformas veinte años antes: Manmohan Singh, un tecnócrata como los nuestros.

Algo similar ocurrió en Brasil con la elección de Lula. Luego de una campaña militante y agresiva, al asumir la presidencia, el ex líder obrero comprendió que urgía, no una reversión a lo disfuncional, sino una estrategia de fortalecimiento de las oportunidades de la población pobre para que pudiera integrarse a los circuitos de la economía moderna. Tanto Brasil como India, dos economías que enfrentan retos similares a la nuestra, están intentando lo posible por salir de la trampa de la pobreza en que han vivido por décadas o siglos. La diferencia con nosotros es que, en estos últimos años, han aprendido que no es con encono como se avanza hacia un mejor estadio para el desarrollo, sino con la integración de la sociedad pobre al desarrollo productivo. Y en esta era, eso se llama globalización. Lo que hace falta es crear las condiciones para que toda la población, y no sólo una parte, tenga acceso a esa oportunidad.

El mexicano quiere integrarse al desarrollo. Si no fuera así, no estaría buscando migrar a Estados Unidos ni pagaría porciones enormes de su ingreso para que sus hijos tengan una educación mejor que la disponible de forma gratuita en el sistema educativo público. Ese México pobre se manifiesta por primera vez de una manera tan asertiva porque encontró el medio para lograrlo —el voto— y el conducto que entiende sus dilemas —AMLO—, no porque desee acabar con lo existente, sino porque quiere ser parte del éxito. No hay nada más legítimo que eso ni más meritorio. Falta que lo entiendan los tres candidatos, porque en realidad ninguno muestra la menor claridad al respecto.

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14 mitos

Luis Rubio

Atico:  México está saturado de mitos que no hacen sino cegar la vista y fomentar la guerra sucia que hace imposible una contienda electoral limpia y democrática

Mitos, puros mitos, son las imágenes que arroja el entorno electoral. Esas historias imaginarias que sobredimensionan la realidad son un poderoso instrumento de la política. Algunos mitos son positivos, otros perniciosos; los políticos construyen o apelan a ellos para impulsar sus candidaturas o defender una causa y muchos los aprovechan para evadir toda explicación sobre sus verdaderos intereses u objetivos. Los mitos crecen en entornos en que escasea la información y en los que la educación juega un papel de control en vez de desarrollar el juicio crítico. Estamos saturados de mitos de toda índole. Veamos algunos de los más obvios en el panorama actual.

 

  1. “La izquierda no puede ganar”. Viejo mito que hoy desmienten las encuestas y que, salvo un error mayúsculo de AMLO o el cambio dramático de estrategia de alguno de sus contrincantes, será desmentido en las urnas.
  2. “Son injustas y caras las pensiones a ex presidentes”. Caras en un sentido absoluto sin duda lo son, pero también son un factor de estabilidad y, en un país sin Estado de derecho, un fuerte incentivo para la honorabilidad. La alternativa es infinitamente más cara.
  3. “Todo lo que se requiere es aplicar la ley”. Muchas leyes, pocos derechos y cero Estado de derecho. ¿Quién, y con qué criterio, va a ser responsable de aplicar la ley: ¿el policía de la esquina? ¿el juez corrupto? ¿el gobernador de las grabaciones? Nos urge un Estado de derecho que sólo puede surgir de un amplio acuerdo político y una disposición a hacerlo valer de manera indiscriminada.
  4. “La democracia ha hecho libres a todos los mexicanos”. Sin embargo, el contraste entre encuestas con urna (donde AMLO se sitúa más arriba) y sin urna (donde se registra una pequeña diferencia entre AMLO y Calderón) sugiere que muchos mexicanos piensan votar por AMLO pero no se sienten libres de expresarlo.
  5. “Los pobres cubanos frente al imperio yanqui”. Pobres sin duda e imperio también; pero el absurdo embargo estadounidense es mucho más útil y funcional a Castro que a los propios americanos y ha tenido el efecto de sostener a un régimen represivo que ha sido tan diestro en capotear temporales gigantescos como la disolución de la URSS lo mismo que en manipular la política mexicana. Cada vez que caemos en su juego abandonamos nuestros propios intereses y seguimos a pie juntillas un script confeccionado en el Caribe.
  6. “El PRI está muerto, el PRI va a arrasar”. Todo puede pasar, pero el PRI es parte integral de nuestra historia moderna. Seguramente morirá en algún momento pero, como alguna vez dijera Mark Twain, “las noticias sobre mi muerte son exageradas”.
  7. “El PAN es un partido”. Si lo fuera estaría tratando de ganar. Pero el único que quiere ganar, independientemente de si está avanzando en esa dirección, es Calderón. Su partido está en otra cosa.
  8. “AMLO está con los pobres, Calderón con los ricos, Madrazo con los corruptos”. Tres mitos artificiosamente construidos. Igual hay corruptos en el PAN, el PRI y el PRD que integrantes profundamente preocupados por la desigualdad en el blanquiazul y el tricolor. Todos los candidatos están con los ricos porque saben que son los empleadores que el país necesita. Pero la mitología que cada candidato ha hecho suya, o le ha impuesto a los otros, permite construir clientelas y leyendas (o las dos) que son parte fundamental de la guerra sucia en que se ha convertido la contienda actual. No hay que olvidar que los candidatos están con ganar a cualquier precio.
  9. “Estados Unidos, el enemigo histórico”. Su expansionismo fue en buena parte a nuestras costillas, pero el uso caprichudo de la historia, sobre todo en la era del PRI, tuvo un propósito muy específico: legitimar al régimen revolucionario y protegerlo de desafíos políticos internos. Eso provocó –provoca– una indefinición sobre nuestro interés nacional y, peor, la imposibilidad de hablar de frente con nuestros vecinos para resolver o canalizar las diferencias y construir causas comunes a partir de las oportunidades que ofrece la frontera. Todo en lo obscurito.
  10. “La institucionalidad democrática”. Todo mundo festina que ya somos un país democrático y contamos con instituciones a prueba de bala. Pero muchos de los mismos que festejan también dudan de la fortaleza de esas mismas instituciones. Aunque contamos con instituciones ejemplares como el IFE y el TRIFE, los partidos minan la credibilidad y legitimidad de estos órganos. La prueba de fuego: ¿qué pasa si AMLO no gana? ¿Qué pasa con el movimiento que ha construido  que, por su misma naturaleza, no comenzó en esta temporada electoral y tampoco terminara el 2 de julio?
  11. “Tres candidatos (o cinco) a la presidencia”, cuando en realidad tenemos dos candidatos y un movimiento social. Tema de enormes implicaciones potenciales.
  12. “Ningún partido tendrá mayoría en el congreso por lo que todo seguirá paralizado”. Tal vez sí y tal vez no, pero hay que considerar dos aspectos: los últimos dos presidentes no eran políticos y nunca entendieron esa palabra. Además, como en la Rusia de Putin, no es imposible que el próximo presidente vuelva a centralizar el poder y a imponer su mando sobre todos los demás.
  13. “El TLC protege la estabilidad porque hace sumamente oneroso cambiar sus reglas”, que es equivalente a decir que “los mercados financieros son envolventes y penalizan severamente cualquier cambio en la política económica de un país”. Aquí reside el tema más sensible en los próximos meses y años de México: ¿de verdad serán tan formidables estos mecanismos institucionales para garantizar la estabilidad? De emprender el próximo gobierno cambios importantes en materia económica, este mito doble se pondría a prueba como ninguno otro.
  14. “Los derechos humanos son para los humanos, no para las ratas”, reza un mito hábilmente construido. Pero a su artífice se le olvidó que todo lo que sube tiene que bajar y ahora uno se pregunta ¿qué derechos irá a reclamar ahora?

La existencia de mitos es parte integral de la historia de todas las sociedades. No todos los momentos de la construcción de una nación son encomiables y eso lleva a la construcción, intencional o casual, de mitos: igual de los enemigos de la patria (como Iturbide) que de sus héroes (los Niños Héroes). La pregunta hoy es cuál de ellos probará ser realidad y no pura imaginación exacerbada.

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Cuatropeado

Luis Rubio

En un mundo que se caracteriza por la globalización de los procesos productivos, tecnológicos y comerciales, el éxito de las naciones depende de las capacidades de sus habitantes. Y la esencia de la capacidad de las personas reside en lo que pomposamente llamamos capital humano, que no es otra cosa que los activos y atributos con los que cada persona cuenta, determinados en buena medida por la educación recibida y la calidad de los servicios de salud a los que se tiene acceso. Suponiendo que los servicios de salud proveen al menos un fundamento básico para que cada persona pueda gozar de su vida, mientras mejor sea la calidad del sistema educativo, mayor será el potencial de desarrollo de las personas. Bajo este rasero, nuestro sistema educativo es un desastre y no está avanzando en la dirección correcta.

Todo mundo habla de la educación, pero poco se hace por transformarla. Más allá de decisiones grandilocuentes, pero irrelevantes, como decretar un nivel de gasto artificial que no empata con realidad alguna, ni la presupuestal ni la política, el congreso y el gobierno no han hecho nada para avanzar en el terreno educativo. Es cierto que existen reformas de diversos tipos y que se han creado mecanismos de evaluación tanto de profesores como de alumnos, pero el marco de referencia que emplean es incorrecto, pues no tiene relevancia en el mundo en el que nos ha tocado vivir. La educación es un instrumento y, como tal, debe ser apropiado para las condiciones del mundo en el que tendrán que emplearlo sus beneficiarios; si el instrumento no empata con las necesidades y circunstancias de la realidad, es simplemente irrelevante. Mucho de irrelevante tienen los programas educativos que hoy existen en el país.

El punto de partida es el mundo en que vivimos. El niño que asiste a la escuela actualmente, enfrenta la necesidad de prepararse para competir con niños como él en otras latitudes. Es decir, a diferencia del pasado, el niño que nace el día de hoy en Tingüidín no medirá sus fuerzas y competencias con otros niños de su localidad, sino con sus pares en el resto del mundo. La globalización ha creado un entorno de competencia real del que ningún país o gobierno se pueden abstraer. Algunos pensarán que si cerramos las puertas al comercio, por citar un argumento típico, el problema quedará resuelto. Pero sólo desde el colmo de la insensatez puede sostenerse semejante argumento. Cerrar las puertas al comercio y a la globalización sólo profundizaría la pobreza (como de hecho está ocurriendo).

El caso de la India es revelador. Para comenzar, se trata de un país mucho más pobre que México: su ingreso per cápita es apenas el 20% del mexicano. Pero, en los últimos años, la combinación de una revolución educativa con otra tecnológica, forjó condiciones propicias para que la economía creciera de manera sistemática a tasas cercanas al 8% anual. Súbitamente, esfuerzos que se habían realizado décadas atrás con la creación de institutos tecnológicos y la formación, en consecuencia, de millones de graduados técnicamente competentes, coincidieron con la disponibilidad de medios de comunicación eficientes a través de Internet. Esta combinación de circunstancias abrió oportunidades de negocios que miles de empresarios hindúes aprovecharon con oportunidad. Las elecciones nacionales recientes celebradas en India, en las que la mayoría rural derrotó al gobierno que incitó esta revolución educativa, tecnológica y económica, mostraron que toda la población desea tener acceso a los mismos beneficios de que gozan los habitantes de las zonas urbanas.

Algo semejante ha ocurrido en México. El norte ha crecido mucho más que el sur y la población urbana se ha beneficiado mucho más que la rural. Lo cierto es que el país en su conjunto no ha logrado salir del hoyo porque no se ha atendido el tema fundamental: el de las capacidades y habilidades de los individuos, que tienen en su centro a la educación.

El punto clave es que la capacidad de crecimiento y desarrollo de una persona a lo largo de su vida, dependerá de las habilidades que logre desarrollar a partir de su nacimiento, comenzando por la salud, pero sobre todo por las que adquiera en el aula. Si la escuela lo prepara para el mundo en que vivimos en la actualidad, ese niño o niña tendrán oportunidades descomunales de desarrollo, mucho mayores a las que tuvieron sus padres y las generaciones anteriores. El éxito incipiente de la India es prueba fehaciente de que no hay nada de natural en la pobreza, ni razón alguna para suponer que ésta es una condición insalvable. Más importante, demuestra que un enfoque educativo adecuado puede hacer verdaderos milagros.

El enfoque que se le dé a la educación es trascendental. La burocracia educativa y su sindicato, sin embargo, se han mostrado incapaces de entender esta cuestión fundamental. Para empezar, no entienden los profundos cambios que ocurren en el entorno mundial, pero tampoco reconocen la centralidad de la educación para el desarrollo de las personas y, sobre todo, la nueva realidad de la globalización y lo que eso implica en términos de competencia para los educandos de hoy.

Es evidente que el magisterio o la burocracia educativa no son culpables de todos los males de la economía mexicana. La pésima calidad del gobierno en general es un factor tan trascendental para el desarrollo como lo es la educación. Pero la corrupción y el sesgo ideológico que los responsables de la educación le imprimen a ese proceso, no hacen sino preservar la desigualdad social y hacer imposible el desarrollo. El impactante éxito de la India en los últimos años demuestra que la educación es un factor determinante del éxito económico de un país y de su población en general. Además de preparar a cada uno de los estudiantes para el futuro, la educación podría permitir que la población deje de ser simple espectadora, para convertirse en el actor principal en la trama del desarrollo nacional.

La educación no tiene sentido si no le abre oportunidades a los niños de hoy, si no se constituye en el puente que haga posible que un niño pobre de hoy se transforme en un ciudadano de clase media mañana. En un país tan desigual como el nuestro, si el tema educativo no se enfoca correctamente, la igualdad de oportunidades acabará siendo, más que una utopía, otro recurso demagógico más. Todos los candidatos deberían aceptar el reto planteado por UNICEF de hacer de los niños y su educación una prioridad central.

 

Lo que no vemos

Luis Rubio

México se debate entre un conflicto de visiones y, con frecuencia, la total ausencia de visión. Unos se preocupan por cómo nos ven desde afuera, en tanto que a otros les inquieta, por sobre todas las cosas, lo que ven adentro y no les gusta. Aunque el contraste puede fácilmente convertirse en un factor de enfrentamiento y polarización (ambos habituales en el México de hoy), es evidente que se trata de dos maneras de entender un mismo fenómeno. Quienes ven la desigualdad y la pobreza como asuntos medulares de nuestra realidad, no son distintos a quienes están preocupados por la falta de inversión del exterior. Ambos quieren el desarrollo del país, pero tienen dos maneras muy distintas de enfocar el problema. Cada uno ve cosas distintas, a pesar de que su preocupación última no es muy diferente. Pero lo que unos no ven bien podría cultivar las semillas del colapso del país en los próximos años.

Nadie en su sano juicio puede minimizar los problemas de pobreza, desigualdad y carencia de oportunidades que privan en el país. Se trata no sólo de dramas personales, familiares y nacionales, sino de una injusticia intolerable. El problema es que situar estas realidades como el corazón de un programa gubernamental no haría sino desperdiciar recursos e impedir que se revierta esa injusticia y se acabe con la pobreza. En palabras de Michael Novak, un filósofo norteamericano que lleva décadas meditando sobre estos temas, es fundamental entender las causas de la pobreza, pero es mucho más importante y útil comprender las causas de la riqueza. Quien entiende las causas de la pobreza va a tener una comprensión cabal del problema, pero no sabrá cómo resolverlo. Sólo alguien que se dedique a crear riqueza sabrá cómo transformar una sociedad.

Quienes están preocupados por cómo nos ven desde afuera, quizá estén pensando menos en problemas como el de la pobreza y la desigualdad. Su enfoque está centrado en cómo crear la riqueza que haga posible transformar al país y darle un espacio a todos y cada uno de los mexicanos. Desde esta perspectiva, a diferencia de muchos en la izquierda, estoy seguro que gran parte de las reformas instrumentadas en la sociedad mexicana en las últimas décadas han abierto oportunidades que podrían traducirse en fuentes de riqueza que hoy parecen inconcebibles. En contraste con muchos en la derecha, no comparto la idea de que ya se hizo todo lo necesario o que, con unas cuantas reformas más, podríamos entrar en el Nirvana. El país tiene un potencial enorme para su desarrollo, pero está tan mal enfocado que no es posible construirlo ni aprovecharlo. Por resultado tenemos la perplejidad que hoy nos paraliza.

Quizá la mayor fuente de ceguera resida en la naturaleza de la transformación que ha ocurrido en el resto del mundo. Y mucha de esa ceguera es voluntaria, auto inducida, producto de una visión que quizá era razonable hace décadas, pero no tiene ahora ninguna relevancia. Hace cuarenta o cincuenta años, el mundo se conformaba por un conjunto de naciones que experimentaba un mayor o menor grado de interacción entre sí, lo que dejaba un enorme espacio para la organización autónoma de cada nación. El mundo de hoy está cada vez más integrado y dicha integración impacta a todos los demás. El caso más obvio e imponente de este proceso de integración es el de China, país que vivió décadas de aislamiento detrás de su muralla, para súbitamente convertirse si no en el factotum de la economía mundial, ciertamente en el factor más evidente e impresionante de la transformación que experimenta la economía del mundo en general y de cada nación en particular. China ha hecho evidente que las oportunidades de crecimiento y transformación internas son literalmente infinitas y, en eso, nos ha dado una lección que no por obvia parece ser evidente en nuestro entorno.

Las circunstancias y formas que hicieron posible el crecimiento de la economía y del empleo entre los treinta y sesenta del siglo pasado ya no existen. Entonces, el gobierno podía imponer sus preferencias, los industriales vivían en un mundo de protección que les permitía imponer sus términos a los consumidores y la ciudadanía no existía. En ese esquema era fácil adulterar los precios para favorecer a los cuates, otorgar subsidios a costa del consumidor y promover el crecimiento de la economía sin limitaciones, aunque ese crecimiento hubiera podido ser muy superior de no existir una red de intereses particulares tan desarrollada.

Tal vez no haya mejor evidencia del cambio que hemos experimentado que el valor decreciente de la mano de obra. En la medida que la tecnología impacta de manera cada vez más decidida la manera de producir y organizar a la economía, el valor de la mano de obra (la fuerza física) disminuye. No es solamente que otros países (China, Haití y otros) tengan poblaciones más pobres que estén dispuestas a cobrar menos por hora que los trabajadores mexicanos, sino que las economías del mundo se están transformando tecnológicamente, lo que hace mucho más valiosa a la fuerza de trabajo intelectual, a diferencia de la manual. Este es quizá el tema económico más importante de nuestra era: lo que importa hoy en día en la producción (y, por lo tanto, en la productividad, en los salarios y en la disponibilidad de empleos) es la capacidad de agregar valor y lo que más valor agrega no es la capacidad física de las personas, sino su capacidad intelectual. Por ejemplo, vale mucho más la mano de obra dedicada al desarrollo de software o al diseño que la concentrada en mover cajas de un lugar a otro.

En estas circunstancias, un proyecto de desarrollo económico debe partir de premisas que nada tienen que ver con las del pasado. Por supuesto que se debe seguir promoviendo y, de hecho, apalancando el desarrollo de actividades tradicionales como, por ejemplo, la construcción, pues ahí están los empleos de hoy, pero las verdaderas fuentes de riqueza futura se encuentran en actividades que involucran el desarrollo integral de las personas. Y, en esto, lo crucial es la educación.

La competitividad del país, es decir, la clave de su crecimiento en los próximos años, no radica en la política ni en la firma de más acuerdos comerciales (aunque siempre ayudan), sino en qué tan bien educamos a nuestros niños, comenzando por los que han sido víctimas históricas de la pobreza y la desigualdad. Sólo con un programa educativo transformador será posible romper con las ataduras de la pobreza y por eso es tan crucial cómo nos ven desde afuera. Nuestra ceguera tiene consecuencias.

 

Los patiños

Luis Rubio

Ayudantes de payaso. Así se vieron nuestros políticos, funcionarios, líderes partidistas y “representantes” populares. El titiritero organiza el tinglado y todos los actores bailan al son de su danzón. Predecibles como siempre, nuestros funcionarios no saben qué está pasando, no obstante siempre saben cómo reaccionar. Generalmente mal. Sólo un jugador, ese factotum de la política mexicana, sabe lo que persigue y todos los demás se alinean. Algunos actúan pretendiendo que entienden, otros no tienen idea de lo que pasa pero el libreto contempla sus torpezas y les da amplia cabida. Al final del día, el gobierno mexicano -federal y local- acaba siendo arbitrario y torpe, sin jamás haber entendido el guión. Peor, quizá el asunto acabe delineando la naturaleza del año electoral.

La comedia de errores y torpezas en torno a la expulsión de un grupo de cubanos del hotel María Isabel Sheraton no tiene desperdicio. En la tertulia acabaron embarrados desde el secretario de Relaciones Exteriores, que nunca entendió la trama, hasta el Jefe del Gobierno del Distrito Federal, que al no encontrar por dónde comprar boleto, inició toda clase de procesos, la mayoría arbitrarios pero todos políticamente motivados y con graves consecuencias. Los partidos y legisladores se pronunciaron sin que entendieran bien a bien qué estaba pasando o quién estaba organizando el drama. Me recordó nuestro triste desempeño en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: mucho histrionismo y poco conocimiento de causa.

La confusión era tan grande, que los actores en el drama de la semana ni siguiera pudieron ponerse de acuerdo en el qué y por qué de la expulsión de la comitiva cubana. Quizá más importante, ninguno de los participantes en la guerra retórica llegó a sospechar que existiera la posibilidad de que alguien hubiera anticipado su comportamiento. Nuestra política y nuestros políticos se han vuelto tan predecibles que Pirandello los emplearía de marionetas en lugar de personajes.

Comencemos por el principio: todo el asunto del Sheraton se fundamenta en una aberración histórica: el embargo comercial con que el gobierno norteamericano respondió a la Revolución cubana. De acuerdo a las reglas del embargo, ninguna empresa estadounidense o sus subsidiarias establecidas en terceros países, puede tener contacto comercial con Cuba. En el caso que nos concierne, el hotel María Isabel, como subsidiaria de una empresa norteamericana, está obligado por las reglas del embargo aunque esto pudiera llegar a violar leyes de nuestro país. Me parece evidente que este hecho no es desconocido para ningún funcionario cubano (e incluso existen precedentes explícitos al respecto en los últimos años), razón por la cual nada de esto fue sorpresivo. Es evidente que todo este asunto fue cuidadosamente planeado para provocar exactamente lo que ocurrió: para que los patiños respondieran al guión.

El embargo a Cuba, al igual que la ley Helms Burton (que versa sobre propiedades de norteamericanos expropiadas por el gobierno revolucionario sin indemnización y, por lo tanto, ajena a este incidente), entraña la aplicación extraterritorial de la ley estadounidense. Aunque no es del todo evidente la sucesión de circunstancias que llevó a la expulsión de los cubanos del hotel, es perfectamente plausible que el hotel haya actuado de acuerdo a  procedimientos previamente establecidos por empresas de esa magnitud, lo que abona a la noción de predictibilidad y, por lo tanto, del infinito potencial de manipulación. Desde la perspectiva de una empresa confrontada con el dilema de optar entre el cumplimiento de una ley y la posibilidad de ser sancionada, Sheraton actuó a sabiendas de que podría haber repercusiones. Todo esto no quita ni disminuye lo obvio: que se trata de una legislación de aplicación extraterritorial y, por lo tanto, intolerable para países que no son superpotencias. Eso es precisamente lo que la SRE no tuvo capacidad de comprender.

El embargo norteamericano a Cuba no sólo no tumbó a Fidel Castro, sino que le ha garantizado décadas de férreo control sobre su población. Independientemente de la postura que uno guarde respecto a la vida del cubano promedio en la actualidad y de la calidad de su gobierno, el hecho es que este embargo ha logrado exactamente lo opuesto de lo que se proponía alcanzar. Además, más allá de las preferencias de algunos o todos los mexicanos, la realidad es que el gobierno mexicano ha aceptado el embargo sin protestar. Específicamente, en ningún momento se ha obligado a empresa alguna, mexicana o extranjera radicada en el país, a comerciar con la isla, lo que implica una aceptación tácita del embargo.

Lo patético de todo este incidente es lo absurdo del actuar de nuestros funcionarios y políticos. Aun sin conocimiento de causa, la SRE decide que se trata de un asunto entre particulares, mientras que los usual suspects asumen la defensa de la isla sin reparo alguno. No pretendo criticar a aquéllos que tienen convicciones profundas en torno a la Revolución cubana o respecto a cualquier otro tema. Lo criticable es lo predecible de su comportamiento y, por lo tanto, lo manipulable que resulta para quien pretenda sacar raja de ello. Lo único evidente a todas luces es que se trató de un guión perfectamente orquestado, probablemente por el propio Fidel, quien ha aprendido a manejar y manipular  la política mexicana como si fuera terreno propio.

Ante la embestida de legisladores, partidos y opinión pública, el gobierno se vio obligado a retractarse y, para variar, a contradecirse. Dando una vuelta de ciento ochenta grados, la SRE decidió que siempre no se trataba de un asunto entre particulares, pero tampoco de una violación a la soberanía, sino de todo lo contrario. Por su parte, la Secretaría de Gobernación, siguiendo su propia consigna de evitar el conflicto sin importarle el costo, anunció que se trataba de una violación fundamental a nuestra legislación. Si los funcionarios del gobierno hubieran tenido un poco más de oficio, habrían entendido que su reacción tenía que haber sido exactamente la contraria: encabezar la protesta contra la arbitrariedad cometida por el hotel para después administrar las consecuencias. Como quedaron las cosas, el gobierno del DF acabó dando un giro brutal (del fraude patriótico del PRI al cierre patriótico del PRD) al recurrir a excesos autoritarios como el de clausurar el hotel por irregularidades menores como el que no cuente con menús en Braille. No vaya a ser que los próximos visitantes cubanos, además de despistados intencionales, sean invidentes.

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Juicios orales

Luis Rubio

La propensión natural de un pueblo asediado por la criminalidad es la de exigir el endurecimiento de la legislación penal y demandar más recursos para la seguridad pública. Pero ¿de qué sirve mayor dureza si todo el aparato judicial y policial es disfuncional y corrupto? Mucho mejor sería enfocar los esfuerzos y recursos a una mayor eficacia y eficiencia, por un lado, y a un sistema más justo por el otro. Lo más increíble de todo es que existen mecanismos capaces de lograr ambos objetivos sin necesariamente consumir más recursos. Pero lograrlo sí requeriría un cambio de enfoque y, sobre todo, colocar al ciudadano en el centro de la trama. Los juicios orales serían un buen comienzo.

En un mundo normal, nadie tendría que ser convencido de la trascendencia de la seguridad pública y la justicia. Sin seguridad pública nada puede funcionar, pues la gente, desde el individuo más modesto hasta el más encumbrado, pasa horas del día preocupado por ese mal que carcome no sólo la manera de ser de los individuos, sino a la vida social en general. ¿Cómo puede prosperar una economía si el investigador está distraído pensando en si su hijo llegó con bien a la escuela? ¿Cómo puede concentrar su mente un empresario en la siguiente oportunidad para su negocio si está perdido en los costos de una mayor seguridad? ¿Cómo puede dar lo mejor de sí un obrero, un campesino o un funcionario público que no puede dejar de imaginar los riesgos que implica ir a su trabajo en la mañana y regresar en la tarde? Nadie, y menos un gobernante, debería requerir convencimiento de la importancia de la seguridad pública.

Pero el nuestro no es un mundo normal. Las autoridades son generosas en su retórica moralista respecto a las causas del fenómeno, pero poco analíticas para comprender su dinámica y características reales. Los estudios más serios (en primer lugar, el más analítico de ellos, Crimen sin Castigo, de Guillermo Zepeda, publicado por el FCE) demuestran fehacientemente que: a) la criminalidad no se origina por la pobreza o el desempleo; b) que el problema principal reside en la impunidad; c) que un delincuente, consciente de las pocas probabilidades de ser detenido y procesado, no va a ser disuadido por penas duras y prolongadas; y d) que la sociedad no percibe que exista una estructura policíaca o judicial confiable y legítima que pueda lidiar con el problema.

Por mucho que se habla del tema, muy poco se ha hecho para enfrentarlo. Si bien existe una ambiciosa iniciativa de ley en el Senado de la República, ésta no va al fondo del asunto. La iniciativa procuraría una mayor eficiencia, pero no haría más justo y legítimo al sistema en su conjunto. Además, el problema principal tanto de seguridad pública como de justicia no se encuentra a escala federal, sino local, pues la abrumadora mayoría de los delitos se inscribe en lo que se llama fuero común que es materia de los gobiernos estatales.

Algunos gobiernos estatales inspirados por experimentos originados sobre todo en Bolivia, Costa Rica, Guatemala, Argentina y Chile, han comenzado a probar modelos alternativos. Según los especialistas, hay dos orientaciones en esos procesos: unos enfatizan la eficiencia de la justicia y procuran descongestionar el sistema, que es lo que más gusta a las autoridades porque las hace ver más efectivas. Los otros se orientan a tratar de lograr una mayor calidad en los sistemas de justicia para hacerlos más justos, a la vez que reducen la violación de derechos fundamentales. Aunque no son excluyentes, se trata de dos maneras de entender el problema y sus resultados son, por ello, muy distintos. Quizá el caso más atractivo sea el de Chile, donde se ha creado un sistema híbrido que propicia que los casos más graves y controvertidos se diriman a través de un juicio oral, en paralelo con mecanismos alternos de descongestión (sobre todo conciliación, acuerdos reparatorios, suspensión del procedimiento a prueba, juicio abreviado, etc.).

En la actualidad, los juicios no son entre personas sino entre bodoques de papel. El acusado rara vez ve al juez y nunca hay un intercambio entre los abogados. Las pruebas se desahogan sin que las partes interesadas participen o el juez se entere de las circunstancias específicas. El proceso se concentra en documentos que van y vienen, donde lo crucial no es la sustancia, sino el cumplimento de fechas y recursos. El potencial de corrupción es infinito. La justicia, más que un acto jurisdiccional, acaba siendo uno de fe.

El juicio oral parte del principio contrario: la esencia de la justicia no se encuentra en papeles, sino en los involucrados. El juez, o tribunal, recibe en forma directa y personal las pruebas, escucha a las partes involucradas, mientras los testigos y peritos comparecen personalmente y son interrogados frente al acusado, sin que se puedan presentar declaraciones anteriores, previas al juicio. El procedimiento es rápido, hace sumamente difícil la corrupción (pues todo es público) y se propicia la transparencia en los procesos. La celeridad del juicio hace efectivo el principio de la justicia expedita y se privilegian los derechos de la víctima, así como la reparación de sus daños. Es decir, se trata de un procedimiento mucho más amable y, por lo tanto, justo.

Al día de hoy, el estado de Nuevo León ha adoptado una legislación en esta materia que, aunque modesta, avanza hacia un cambio radical. En Chihuahua se acaba de presentar una iniciativa mucho más ambiciosa que la neolonesa y en Oaxaca está por emprenderse un proyecto semejante. El caso de Nuevo León es aleccionador: aunque sólo se han registrado cuatro juicios orales, muchos de los casos que hubieran podido llegar a un juicio acabaron en arreglos u otras salidas alternas, que es precisamente lo que se busca. Esto ha permitido elevar la eficacia de la procuraduría en el desahogo de averiguaciones previas de un 25% a un 65%.

El juicio oral, como cualquier otro mecanismo, no es una panacea, pero sí constituye un avance muy significativo sobre lo que tradicionalmente ha existido en el país. Es evidente que mientras persista la situación de inseguridad que hoy azota al país, cualquier avance en materia de justicia, por expedita y justa que resulte, será insuficiente para colocar al país en una dirección que haga posible el desarrollo y la civilización. Pero no por eso debe ignorarse el avance tan palpable que representan los juicios orales. Ojalá unos estados comiencen a competir con otros en esta materia para beneficio de todos.

 

El espejo

Luis Rubio

Muchos fueron los obstáculos que enfrentó el actual gobierno. Pero en algunos ámbitos, los impedimentos fueron estrictamente propios. Si bien el presidente puede argumentar que sus reformas no prosperaron por la falta de cooperación del congreso o de un mejor entendimiento entre su gobierno y los legisladores, en el ámbito de la política exterior la responsabilidad es solo suya. Ahí, cuando el presidente se vea en un espejo sólo podrá ver una imagen reflejada: la del único responsable de nuestra lamentable posición internacional.

Aunque planteada con bombos y platillos, la administración perdió el sentido de dirección en la política exterior antes de comenzar. En su viaje a Estados Unidos y Canadá, previo al comienzo de su administración, el presidente Fox presentó dos iniciativas muy lógicas desde la perspectiva mexicana, pero imposibles desde el ángulo de nuestros vecinos: la migración irrestricta y la aportación de fondos para el desarrollo de México. El planteamiento hubiera sido no sólo legítimo, sino encomiable, de haber sido formulado como un intento de replantear la naturaleza de la relación, ahora entre tres democracias igualmente legítimas. Pero el presidente no paró ahí. Al prometer que haría posible no un aumento significativo de visas de trabajo, sino un acuerdo migratorio integral, el gobierno perdió toda posibilidad de satisfacer a la población: prometiendo todo, lo máximo posible en un mundo sin restricciones, acabó haciendo imposible al menos un logro parcial.

Así dio inició una administración que nunca comprendió el mundo en que vivía o los límites de lo posible. Por lo que toca a la política exterior, se diseñó una estrategia que pretendía todo a una misma vez: gran cercanía con Washington y una activa presencia en todos los espacios multilaterales, un reencuentro con América Latina y un protagonismo en todos los nuevos temas, como la Corte Internacional de Justicia y el Protocolo de Kyoto, todo ello sin reconocer las contradicciones inherentes a una propuesta tan ambiciosa, los riesgos que cada uno de los componentes entrañaba o, mucho más grave aún, los intereses que se afectarían con un despliegue tan amplio y que, tarde o temprano, se revertiría con toda su fuerza.

La apuesta por una cercanía con Washington era, con mucho, la más lógica y sensata, no porque esa deba ser nuestra única relación, sino porque es la fundamental para nuestra vida económica y social: ahí se concentra la abrumadora mayoría de nuestro comercio, vive un porcentaje enorme de nuestra población, se origina gran parte de la inversión foránea y es clave para nuestra tasa de crecimiento. Cuidar esa relación implica, literalmente, proteger el traspatio. Hay buenas razones para plantear una diversificación de relaciones pero, como con sensatez reconoció el gobierno en su momento, así fuera de manera implícita, esa diversificación no puede ser a costa de la relación bilateral, sino en adición a ella. El modelo canadiense era tan obvio que no requería discusión: Canadá es una nación tan cercana e interdependiente respecto a Estados Unidos como la nuestra, pero tiene un despliegue diplomático inteligente y agresivo en un sinnúmero de frentes que le confieren un enorme prestigio en todo el mundo.

El despliegue hacia el resto del mundo comenzó mal y acabó peor. Nuestra presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU, una iniciativa riesgosa en cualquier época, fue suicida por el momento en que se decidió (después del fatídico 11 de septiembre) y provocó que ganáramos la animadversión de República Dominicana y los países del hemisferio que secundaban su candidatura para ese escaño. La excesiva ambición, hasta arrogancia, de colocarnos en el foco rojo del mundo nos orilló a una confrontación con EUA, la relación prioritaria de la administración y del país. La falta de entendimiento sobre el rol que podíamos jugar a partir de los ataques terroristas y de las ventajas que podríamos haber derivado para la vida interna del país llevaron a la situación actual que, calificada bajo el rasero de la propia administración, es patética: en lugar de estar caminando hacia una liberalización, así fuera gradual, de los flujos migratorios, enfrentamos la posibilidad de que se construya un muro que impida cualquier cruce ilegal.

Por su parte, la administración nunca entendió a Brasil y su ambicioso proyecto, ni la incongruencia de nuestro acceso a MERCOSUR. Nuestro despliegue y activismo en otros frentes, incluyendo la incontenible verborrea del presidente y su administración, llevaron a una crisis torpe e innecesaria con Cuba, una guerra verbal con Venezuela y el desprecio de Argentina. Vaya, para ser la segunda potencia de la región, hasta Bolivia se pitorrea del presidente Fox. Hoy el presidente se ha convertido en un blanco fácil y gratuito para cualquier dictador tercermundista. A eso hemos llegado.

No cabe duda que la política exterior del país necesitaba una revisión integral. Si bien el país gozaba de prestigio en el ámbito mundial por su política exterior, es imperativo reconocer que ésta respondía a condiciones que ya no existen: una economía cerrada, la búsqueda sistemática por desviar la atención, sobre todo de la izquierda, respecto al autoritarismo político a través de una cercanía con Cuba y el efectivo control que el ejecutivo ejercía sobre el aparato político. La vieja estrategia de política exterior, con todo y su prestigio, comenzó a desmoronarse desde finales de los ochenta por una razón muy lógica: si queríamos salir de la serie interminable de crisis, requeríamos construir una nueva realidad interna y externa.

El país requería una nueva visión que permitiese conciliar dos circunstancias: la importancia de EUA y la necesidad de ampliar nuestro horizonte de desarrollo tanto político como económico y comercial. Eso llamaba no a un activismo, sino a una estrategia de negociación e integración económica con Estados Unidos, paralela a un esfuerzo de diversificación que condujera al crecimiento de la inversión y el comercio con Asia y Europa, así como a un afianzamiento de las relaciones diplomáticas con el resto del mundo: relaciones, no conflictos.

En lugar de actuar como se requería, se procedió con miopía, torpeza e irresponsabilidad: se creó un conflicto sumamente delicado con Estados Unidos, se provocaron disputas increíbles con nuestros vecinos en el sur y se desmanteló un equipo de diplomáticos que costó décadas construir. Lo más escandaloso es que todo esto era innecesario. En este tema nadie le impidió hacer y deshacer.

 

Vergonzante

Luis Rubio

Se requiere poca vergüenza para exigir que la apertura final del sector agrícola en el contexto del TLC se posponga todavía más. A final de cuentas, el sector ha tenido doce años para adaptarse y habrá tenido quince para cuando llegue el momento de su apertura final. Si una década o más no le ha sido suficiente para adecuarse a las condiciones que exige nuestro acuerdo comercial con Estados Unidos y Canadá, la razón sólo puede ser una de tres: desidia, incapacidad del gobierno o poderosos intereses que condenan a la pobreza al campesino y la agricultura mexicanos. Pero el problema va más allá de la pura vergüenza.

El problema es mayor de lo que aparenta. Aunque en el caso agrícola lo más probable es que se conjuguen incompetencia gubernamental con intereses creados para preservar el statu quo de la miseria y nuestra legendaria pasividad, lo cierto es que todo el país padece el corporativismo de antaño, que no hace sino afianzarse y depredar a costa de toda la población y, sobre todo, de su futuro. Ese monstruo no sólo sobrevivió a la derrota del PRI, sino que cobró vida propia a partir de ese momento hasta convertirse no sólo en un simple obstáculo al desarrollo, sino en una de las fuentes de poder más formidables, íntegramente dedicada a bloquear la evolución del país.

Vayamos por partes. La pregunta clave para cualquier nación que aspira al desarrollo es qué hacer para elevar los niveles de vida de su población. Es decir, lo crucial reside no en lo que hoy hacemos y, sobre todo, en cómo lo hacemos, sino en qué haremos para elevar los niveles de vida. En lugar de preservar formas ancestrales de vida, lo importante para el desarrollo de un país y de su población es cómo mejorar. Esto que parecería obvio, aunque quizá no siempre fuera intuitivo a primera vista, es lo que el corporativismo rechaza de entrada, sin la menor consideración.

El corporativismo fue una parte integral del viejo sistema político. Su objetivo esencial era ejercer un férreo control sobre los diversos componentes de la base priísta, en los diferentes ámbitos de su despliegue, pero particularmente en el ámbito sindical y rural. La idea era crear organismos intermedios que ejercieran control a la vez que canalizaban las demandas y requerimientos de la base productiva. El fin del viejo reinado priísta constituyó un golpe mortal al sistema de control, más no al corporativismo. Lo que antes era un sistema de control institucionalizado, que operaba bajo reglas y mecanismos de contrapeso dentro del aparato presidencialista, quedó huérfano, pero no descobijado: el antiguo mecanismo de control vertical que operaba dentro de la estructura presidencial, pasó a ser un aparato independiente, capaz de ejercer su autonomía de una manera directa, sin recato ni regla alguna. Es decir, justo cuando el país celebraba la posibilidad de la democracia, uno de los aspectos más deleznables del viejo sistema político inauguraba una era de impunidad plena y abierta.

Más allá del daño que el corporativismo le hace a la democracia, su impacto sobre el desarrollo del país es fenomenal. Sentados en su lógica particular, los aparatos sindicales no tienen mayor objetivo que el de extorsionar al país. En Pemex, el sindicato es dueño y señor: nada pasa ahí que no sea controlado y autorizado por él. En la educación, el sindicato ha impedido que el programa de combate a la pobreza, conocido como Oportunidades, rompa el círculo vicioso de la pobreza, toda vez que la calidad de la educación, y su contenido mismo, preservan la pobreza y la mentalidad que la hace permanente. En el servicio eléctrico, particularmente en el valle de México, el Sindicato Mexicano de Electricistas ha condenado a sus habitantes y productores al servicio más caro y menos confiable del país (que ya es mucho decir). En la agricultura, la Confederación Nacional Campesina vive de explotar al campesino, invadir predios y demandar subsidios porque el campo (es decir, los líderes) no aguanta(n) más.

Por donde uno le busque, el corporativismo impide el desarrollo, obstaculiza cualquier iniciativa de mejoría y depreda al conjunto de la sociedad. Nada de esto es digno de subestimarse. El costo de cada uno de los beneficios que logra el aparato sindical lo pagamos todos los mexicanos con más pobreza, desigualdad y estancamiento económico. Hay una correlación directa e inexorable entre el campesino pobre y la CNC: esta última es la causante de su permanencia; lo mismo es cierto en el caso de la educación: la pobreza de la mitad de México quizá no se explique por el sindicato, pero no cabe la menor duda que esa entidad la hace persistir.

La CNC, como el resto de los sindicatos corporativistas, se ha convertido en un mecanismo de control y preservación de rentas para los líderes sindicales. En lugar de servir a la estabilidad política, razón original de su existencia, esos sindicatos emplean el control para favorecer los objetivos de sus líderes. En el caso de la agricultura, el movimiento que se autodenominó el campo no aguanta más no fue otra cosa que una inteligente manera de explotar las emociones de los políticos y los medios para preservar un sistema de control político corrupto, todo ello para gracia de los líderes.

El sindicalismo corporativista comienza a adquirir características no sólo preocupantes, sino potencialmente incontrolables. Como creación del viejo sistema, sigue una lógica de poder y control, pero sin que exista contrapeso alguno que limite su potencial de abuso o crecimiento; como realidad política, se ha convertido en una fuente de control y depredación que no sólo obstaculiza el desarrollo, sino que erosiona los pocos mecanismos democráticos que existen, además de poner en jaque a la sociedad en su conjunto.

El corporativismo es expansivo. Igual controla sindicatos clave (petróleo, electricidad, educación, campo), que protege intereses profundamente arraigados, como es el caso de los transportistas y privilegios inexplicables como la exención de impuestos a sus sobradas prestaciones. Disfrazados de demócratas y protectores de los menos favorecidos, las agrupaciones corporativistas dominan procesos clave de la sociedad mexicana y hacen posible que prolifere la corrupción, subsistan cacicazgos, avance el narcotráfico y se mantenga paralizado el país. Mucho peor, impiden reenfocar al país hacia lo relevante. No cabe la menor duda de que el mayor reto de los próximos años, bajo cualquier administración o partido, será sin duda este resabio de una vieja realidad que se rehúsa a morir.

 

Impunidades

Luis Rubio

Ceguera e impunidad van de la mano. No hay otra forma en que pueda leerse el intercambio de impunidades que, con toda solemnidad, celebraron el PRI y el PAN en diciembre pasado cuando optaron por abandonar toda pretensión de esclarecer los casos en torno a las familias Bribiesca y Montiel. Al intercambiar impunidades, los políticos hicieron gala de su ceguera, además de que abonaron más a su jugosa cuenta de desprestigio. Su extravío es tal que no fueron capaces de comprender que con ello le dieron la tabla de salvación al único posible beneficiario de semejante ofuscación: el candidato identificado con la honestidad, Andrés Manuel López Obrador.

El hecho es por demás revelador: nos muestra a una clase política ajena a su realidad, incompetente para entender el mundo en el que opera o el momento que vive. Con buenas intenciones o malas, la colección de torpezas que sus integrantes han acumulado en los últimos meses (para qué hablar de años) es impactante. Ahí está el intento, seguro bien nacido, pero en el momento más improcedente y de la manera más impúdica que uno pudiera imaginar, de conferirle autonomía a entidades clave del sector financiero o, todavía mejor, el albazo de pretender aprobar una nueva legislación para radio y televisión sin el menor análisis o debate.

Todas y cada una de esas iniciativas bien pueden tener su lógica y legitimidad, pero las formas que se emplearon para avanzarlas revelan la intención y/o, lo que sería (y probablemente es) mucho peor, sugieren una total desconexión de los políticos respecto ya no a la ciudadanía (que sería mucho pedir), sino incluso frente a su competencia inmediata. Revelan a una clase política que sería capaz de ponerle un candado a la llanta de una ambulancia al momento de recoger a un accidentado.

La iniciativa de sacar adelante la autonomía de entidades como el Servicio de Administración Tributaria (SAT), la Comisión Nacional del Sistema de Ahorros para el Retiro (CONSAR), la Comisión Federal de Telecomunicaciones (COFETEL) y la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) merece todo el apoyo y yo sería el primero en defenderla. Lo que no es defendible es el momento de presentarla. Una iniciativa que tiene por propósito institucionalizar procesos clave para el desarrollo y estabilidad de una sociedad, lo que por definición implica reducir los márgenes de maniobra y autoridad del gobierno, sólo puede ser impulsado al inicio de un gobierno (para atarse las manos a sí mismo) o en cualquier momento para que sea el siguiente gobierno el que lo instrumente. Es decir, una iniciativa de esa naturaleza no puede tener dedicatoria y eso es precisamente lo que ocurrió en diciembre pasado.

Pero lo peor no reside en pretender la aprobación de una iniciativa en un tema que trasciende las fronteras de un sexenio, con todo lo que eso implica, sino que a nadie, entre los promotores de la misma, se le ocurriera que pudiera existir alguna oposición. Ese hecho refleja el desprecio que los políticos tienen por la ciudadanía, por sus propios colegas y por la estabilidad del país. Todavía puede llegar a ocurrir que, como en tantos otros temas, una gran idea (la autonomía) se torne imposible por el prurito de haberla empleado no para institucionalizar, sino para frenar a un individuo en lo particular.

La iniciativa que aprobó la Cámara de Diputados en materia de radio y televisión refleja un similar vilipendio por la legalidad e invita a pensar, más bien a concluir, que los políticos mexicanos viven temerosos de los medios y están dispuestos a hacer cualquier cosa, incluyendo el chantaje implícito para ellos en esta iniciativa, con tal de satisfacer a sus virtuales secuestradores. Es mucho pedir, pero sería deseable que los legisladores analizaran la dinámica perversa en que han caído con situaciones como el intento de albazo en esa materia y en otras similares, como es el caso del presupuesto del IMSS o la ley de telecomunicaciones. La razón de ser de los pesos y contrapesos es precisamente la de conferirle autonomía y protección a todos los actores institucionales en un sistema político: de existir la ciudadanía en la mente de los legisladores (situación que se volvería inmediata y necesaria de existir la reelección), los supuestos representantes del pueblo tendrían la protección de los votantes frente a los abusivos intereses particulares que con regularidad tocan a su puerta. En ausencia de ese tipo de mecanismos, los legisladores tienen una de dos: corromperse o ser arrasados, algo que no es distinto al mecanismo que emplean los narcos: plata o plomo.

En el espíritu de Bismark, quien afirmó que con las leyes pasa como con las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen, uno podría reconocer que en temas como el de las autonomías antes señaladas o de leyes como la de radio y TV, los legisladores no hacían más que su labor cotidiana y se comportaban como lo hacen todos los días: con mayor o menor torpeza, pero nada más. Ese no es el caso del intercambio implícito de impunidades entre el PAN y el PRI respecto a los casos Bribiesca y Montiel.

Si de algo está harta la sociedad mexicana es de la impunidad. Aunque espera muy poco de su gobierno y nada de sus políticos, la sociedad se revuelca ante el espectáculo que ofrecen uno y otros de manera cotidiana. Tratándose de un individuo privado, el mecanismo empleado por el Congreso para investigar el caso del hijo de la esposa del presidente era sin duda impropio. Quienes crearon la comisión respectiva no lo hicieron para investigar con seriedad, aplomo y profesionalismo los bienes y negocios de la persona en cuestión (esa no es la tarea de una comisión del Congreso), sino para explotar frente a los medios los presuntos casos de corrupción en que incurrieron los sospechosos. Ese sin duda no era un mecanismo idóneo para investigar y hacer justicia.

Pero la decisión de cancelar la comisión e intercambiarle al PRI el favor al no investigar el caso del ex gobernador Montiel, trasciende cualquier medida de probidad. El lugar apropiado para investigar ambos tipos de supuesta corrupción es el poder judicial. Pero nadie entre los políticos está interesado en la justicia, sólo en la impunidad. Eso funcionaba bien antes, cuando ni los medios ni la sociedad tenían instrumentos a su alcance para desafiar a los políticos. Aunque limitados, los instrumentos ahí están y el voto es el principal de ellos. La ceguera detrás de esa concepción puede acabar determinando el devenir de la próxima elección.