Luis Rubio
La demanda por crecimiento económico es ubicua, pero jamás lograremos materializarla mientras nos falte una estrategia que nos permita alcanzarlo. Parece una verdad de Perogrullo, pero el país no cuenta con una estrategia de desarrollo que conduzca los esfuerzos gubernamentales y privados hacia la construcción de un país moderno, sin pobreza y con empleos de alto valor agregado.
La discusión sobre el tema no es nueva, pero poco se ha avanzado. Entre los fantasmas del pasado y las fobias de todos los participantes en los procesos de discusión, la víctima ha sido el desarrollo económico. Durante las décadas del llamado desarrollo estabilizador, el país tuvo al menos una definición de lo que se quería lograr y eso permitió que, en lugar de competir y reñir, los diversos actores de la actividad económica gobierno, sindicatos y empresariosbuscaran formas de conciliar sus diferencias y cooperaran en torno a una serie de objetivos que, si bien imprecisos, tenían la bondad de establecer un camino.
Todo esto cambió cuando el desarrollo estabilizador llegó al límite de sus posibilidades. La planta industrial ya no podía desarrollarse al amparo de un entorno cerrado y protegido; las materias primas, sobre todo agrícolas, perdieron competitividad al grado en que sus exportaciones no pudieron financiar las importaciones industriales. Poco a poco todo aquel modelo de desarrollo se erosionó hasta que los sexenios de la docena trágica lo mataron con deuda y gasto, en lugar de sustituirlo por algo mejor. Así se inauguró la era de las crisis, con los resultados por todos conocidos.
Pasadas las primeras crisis, los gobiernos de los 80 se vieron en la imperiosa necesidad de corregir los problemas financieros que habían heredado, así como de encontrar una nueva estrategia de desarrollo que pudiera funcionar. Lo que acabaron haciendo fue adoptar un conjunto de medidas necesarias, pero que no acabaron por integrar una estrategia cabal de desarrollo. La apertura de la economía reorientó la actividad económica y los tratados de libre comercio confirieron un marco de certidumbre a la actividad económica. Si bien algunas de las medidas adoptadas en esos años resultaron inadecuadas, sobre todo algunas privatizaciones, no hay duda que el país reorientó su economía en una dirección compatible con las tendencias internacionales.
Pero un conjunto de instrumentos o medidas, por buenos y acertados que pudiesen haber sido, no son equivalentes a una estrategia de desarrollo. Los resultados así lo indican: algunas partes del país, sobre todo en el norte, han crecido de manera acelerada, en tanto que otras se han rezagado de manera sistemática. Los contrastes se han acentuado y las diferencias convertido en fuentes de agravio y lucha política. El hecho es que el país sigue adoleciendo de una estrategia idónea para su desarrollo.
No es que hayan faltado intentos de respuesta. Algunos claman por regresar a la promoción sectorial a través de una política industrial explícita como la que de alguna manera existió en los cincuenta y sesenta o como la que en esos años siguieron varios de los llamados tigres asiáticos. Otros simplemente piden protección en la forma de subsidios, aranceles y precios bajos para la energía u otros insumos. Independientemente de su consistencia o viabilidad en la era de la globalización, no cabe la menor duda que los planteamientos enarbolados por AMLO a lo largo de su campaña remitían a una recreación de lo que había funcionado cuatro décadas atrás. Variantes de esta postura incluyen la reintroducción de cajones y encajes para el sector bancario, así como de mecanismos de protección no arancelaria.
Por el otro lado, el reclamo ha sido exactamente el contrario: nuestro problema, se argumenta, no es la falta de una visión o estrategia, sino de todos los lastres que seguimos arrastrando del pasado: igual servicios no competitivos (como es el caso de los servicios financieros o las comunicaciones) que la falta de infraestructura, precios de bienes y servicios públicos desalineados respecto al resto del mundo y un abandono de funciones vitales de regulación por parte del gobierno. Es decir, desde esta perspectiva, el problema no reside en la desprotección de los productores mexicanos, sino en que se les ha obligado a competir con una mano amarrada por la espalda. Quienes abogan por esta postura, no niegan la necesidad de intervención del gobierno, sino que demandan un tipo de participación distinto: enfocado a regular de manera debida la actividad económica, asegurando que no existan prácticas anticompetitivas, que los mercados funcionen bien y las condiciones generales de la economía atraigan flujos crecientes de inversión.
El caso es que tenemos dos (o más) planteamientos contrapuestos sobre lo que sería necesario hacer para echar a andar la economía una vez más. Unos se refugian en una era que funcionó bien, en tanto que otros observan ejemplos de países que, perseverando en una estrategia de apertura (y, en muchos casos, corrigiendo el rumbo varias veces), lograron el objetivo fundamental de acelerar el ritmo de crecimiento económico. Se trata de dos visiones contrapuestas que persisten en la sociedad mexicana y reflejan dos maneras de concebir al mundo, al gobierno y al ciudadano.
Ahora que estamos por inaugurar un nuevo gobierno, es tiempo de repensar lo que tenemos y lo que necesitamos. Nadie puede negar que los últimos años han sido de avances significativos, pero tampoco es posible ignorar los enormes rezagos que sufre el país. Lo paradójico es que es perfectamente plausible encontrar formas de conciliar ambas perspectivas: un gobierno puede adoptar, como parte de su estrategia de desarrollo, un marco de competencia en la economía y, a una misma vez, definir un conjunto de estrategias de desarrollo social y de infraestructura, todas ellas compatibles con el marco de competencia económica.
No cabe la menor duda que la prioridad debe ser el crecimiento económico y, por lo tanto, con ese rasero tiene que medirse la forma en que se defina la política social, al desarrollo de infraestructura y, en general, a la naturaleza y función del gobierno. Lo que México necesita no es un conjunto de estrategias sectoriales sino una capacidad de articular fuerzas y recursos para lograr un acelerado desarrollo regional, comenzando por las regiones más rezagadas del país. No menos importante es el hecho de que lo crucial no son los montos de los recursos, sino la estrategia con que se empleen para multiplicarlos en el ámbito de la vida real.