Platos completos

Luis Rubio

La elección no cambió los problemas de México. Tampoco los agudizó, pero sí los hizo más urgentes y, sobre todo, más obvios. Algunos problemas, sobre todo en el ámbito electoral e institucional, han vuelto a la palestra política y asoman su repugnante cabeza una vez más. Pero estamos hablando de matices. La gran pregunta es si, al final del argüende postelectoral, habrá la visión y capacidad política para llevar a cabo una verdadera transformación institucional y económica.

México necesita romper los platos de la vajilla tradicional, un dictado bíblico, para corregir las barbaridades de nuestra realidad cotidiana. El mexicano enfrenta tantos círculos viciosos que su realidad no es la de un mundo lleno de oportunidades como del que pueden jactarse otras sociedades, sino de un infinito lidiar con burocracias e intereses particulares que coartan la libertad, impiden el desarrollo y reproducen una realidad opresiva, saturada de pobreza y desazón. La nueva realidad política invita a pensar en la oportunidad de entrar de lleno a la modernidad y asumirla con un principio filosófico simple pero fundamental: eliminar obstáculos al desarrollo de las personas. En lugar de reformas a medias e iniciativas que nunca logran su cometido, como fueron las de décadas recientes, es tiempo de entrarle de lleno a una era de cambios integrales que hagan posible el desarrollo.

No se requiere una gran visión sino de un poco de sentido común: las personas responden a los incentivos que enfrentan. Lo que requerimos es un conjunto de incentivos que hagan posible el desarrollo. Ideas como las siguientes, todas ellas de sentido común.

Acabar con la partidocracia: en la última década pasamos del presidencialismo semiautoritario al reino de los partidos. En lugar de que el fin del reino del PRI significara una oportunidad de desarrollo para la ciudadanía, acabamos en un mundo controlado por la burocracia de los partidos. Esto explica en gran medida el fracaso del experimento democratizador y la razón por la cual la población no convirtió a la democracia en una oportunidad productiva. Cualquier reforma fracasará en tanto la soberanía política no pase a manos de los ciudadanos, sobre todo por dos vías: primero, reelección de diputados y senadores y, segundo, flexibilización del régimen de partidos a fin de que cualquier ciudadano pueda crear un partido político. En lugar de regulaciones excesivas, que sea la voluntad de los ciudadanos la que decida el día de la elección: partido que no llegue al umbral mínimo, se muere y ya.

Acabar con el sistema actual de financiamiento de los partidos. La idea de que sea el presupuesto de donde provenga el financiamiento de los partidos es defendible, pero siempre y cuando eso no los haga impermeables a las demandas e intereses ciudadanos, como ocurre ahora. Hemos adoptado los peores vicios del sistema francés y el estadounidense: excesivos montos de financiamiento y demasiada laxitud en los donativos privados. Lo peor es que ese financiamiento ha creado burocracias distantes de la ciudadanía sin el menor interés por avanzar sus intereses y prioridades. Sería mucho mejor emplear esos mismos recursos en programas de combate a la pobreza y a la ignorancia (no lo que hoy llamamos educación, sino algo serio).

Simplificar el pago de los impuestos. Mucho se ha hecho para mejorar la recaudación de impuestos y reducir su tasa. Pero nada se ha trabajado para disminuir el costo por su cumplimiento: haciéndolo fácil menos formas, más sencillas, menos veces al año se elevaría la recaudación y la productividad. Es insultante, además de absurdo, que quienes sostienen a los partidos y políticos tengan, además, que pasar las de Caín para lograrlo.

Enfrentar el problema de criminalidad y convertirlo en prioridad nacional. Hay soluciones al problema de la criminalidad, pero no todos las quieren ver o adoptar, a pesar de que es una prioridad de la ciudadanía. Aunque en la mayoría de los casos el problema es responsabilidad de cada estado, es tiempo de sumar las capacidades estatales y federales.

Eliminar trabas a la creación y desarrollo de empresas. Su persistencia constituye un tapón intolerable al crecimiento económico, una fuente permanente de informalidad, un impedimento a la generación de riqueza y una causa directa de los bajos niveles de productividad factor determinante del empleo y los salarios que caracterizan a la economía. Al eliminar los obstáculos a la formalización de empresas se debe emplear la fuerza pública para acabar con al informalidad. Sin gobierno no hay economía y la informalidad es una muestra de la inexistencia de gobierno.

Abrir la competencia. Monopolios como PEMEX, CFE y Telmex fortalecen a la burocracia, fomentan la existencia de sindicatos poderosos y depredadores y crean empresas y empresarios dedicados a impedir la creación de nuevas empresas. Pero esto hay que hacerlo de manera inteligente y no indiscriminada, con un criterio de productividad y competencia global.

Acabar con la desigualdad: atacarla de una vez por todas, pero no a través de mecanismos milenarios que no tienen ni la menor probabilidad de lograrlo, como los subsidios, transferencias y más burocracia. Mejor hacerlo con instrumentos que fortalezcan las capacidades de la población, lo que pomposamente se llama capital humano, es decir, educación y salud, para que la desigualdad y la pobreza sean erradicadas en una generación. Esto se ha logrado en múltiples países: lo que se requiere no es mucho dinero sino menos ceguera ideológica.

Reducir los impuestos a las empresas: lo que urge es inversión productiva que cree empleos y riqueza para que, en el futuro, los mexicanos podamos gozar de servicios y beneficios tipo europeo. Pero empezar al revés, primero los servicios y los altos impuestos, es una receta que garantiza la pobreza y la inmovilidad. Irlanda es el mejor ejemplo de lo que se puede lograr en muy poco tiempo.

Acabar con los sindicatos corporativos. Se trata de una fuente interminable de abuso que no hace sino mantener la pobreza e impedir la movilidad social. Mejor la democracia.

Utilizar a la infraestructura física como detonador del crecimiento, sobre todo en el sur del país.

Es tiempo de romper algunos platos, no para destruirlo todo, sino para comenzar a construir un país moderno. Crear una base de igualdad de oportunidades, facilitar la entrada de nuevos empresarios e inversionistas y crear un orden político liberal. El potencial es infinito.

 

¿Y ahora qué?

Luis Rubio

El proceso electoral no ha culminado pero sus consecuencias ya se pueden  apreciar. En teoría, y en opinión de innumerables comentaristas, nuestras instituciones eran lo suficientemente fuertes para lidiar con las eventualidades que llegaran a presentarse. En su mayoría, esos comentarios se referían al escenario de un gobierno de AMLO frente a temas críticos de la economía como el TLC, pero son igualmente aplicables a las instituciones electorales, hasta hace unas semanas uno de los verdaderos orgullos de nuestra capacidad de transformación institucional. Independientemente de la forma en que acabe fallando el TRIFE, parece aplicable el aforismo que se atribuye al otrora primer ministro ruso, Viktor Chernomyrdin: “queríamos algo mejor, pero acabó saliendo igual”.

Las instituciones existen para conducir los procesos sociales, canalizar demandas y asegurar que los conflictos políticos no lleguen a la violencia. Uno de los grandes arquitectos en materia institucional partía del principio de que “los hombres no son ángeles y, por tanto, requieren de instituciones para poder convivir”. Si aceptamos este principio, es claro que las nuestras siguen siendo enclenques. Como hemos atestiguado una y otra vez en estas semanas, los individuos no se sienten limitados ni impedidos por las instituciones existentes para salirse de campo de juego y, en esa medida, las instituciones acaban evidenciando su fragilidad. Una institución funcional establece las reglas del juego, actúa como réferi en el proceso y todos los participantes aceptan su legitimidad. En la medida en que un jugador decide desconocer esa legitimidad, la institución pierde y toda la vida institucional del país acaba vulnerada. Lo cierto, en nuestro caso, es que carecemos de capacidad para procesar los conflictos y eso nos pinta como un país políticamente primitivo.

Las sociedades funcionan bien cuando cuentan con instituciones que les permiten dirimir sus diferencias y conflictos sin paralizarse ni llegar a la violencia. Más importante, lo crucial del funcionamiento de una sociedad no radica en la personalidad de las grandes figuras públicas, sino en la efectividad de sus instituciones. Como afirma Guillermo Trejo, “el buen funcionamiento de los gobiernos democráticos no depende de la psicología ni de las convicciones de los gobernantes… El funcionamiento de las democracias es un problema de instituciones efectivas. La cooperación y la eficiencia gubernamental no son producto de virtudes individuales, sino de sistemas de pesos y contrapesos que incentiven el buen funcionamiento de las instituciones estatales”. En este sentido, nuestro problema es que seguimos dependiendo de las grandes personalidades para resolver nuestros problemas, a la vez que padecemos los riesgos de su comportamiento individual.

La dinámica de la contienda electoral era sugerente en sí misma: por un lado se esperaba un salvador y, por el otro, se discutía si las instituciones serían capaces de contener sus peores instintos. Pasada la elección y sumidos en la conflictividad postelectoral, la discusión ha pasado a otros planos: ¿por qué AMLO no se comporta como el Ingeniero Cárdenas en 1988? e, igualmente revelador: ¿quién sería el salvador en caso de un interinato? El punto es que no hemos logrado desarrollar arreglos institucionales que permitan contener las ambiciones humanas. Esas instituciones y arreglos tendrían que garantizar que el gobernante, cualquiera que fuese su personalidad o habilidades, se atiene a las reglas del juego y actúa dentro del estado de derecho. Una buena estructura de incentivos permitiría que el gobernante no sólo actuara dentro de las instituciones, sino que lo hiciera por conveniencia propia. Visto desde esta perspectiva, parece evidente que no sólo no estamos cerca de consolidar el marco institucional, sino que este proceso electoral nos ha echado para atrás.

Es tiempo de volver a los orígenes, revisar por qué estamos atorados y comenzar la construcción institucional que, bien a bien, nunca se consolidó. Comencemos por el principio, por la motivación original de las reformas que se emprendieron en los 80 y 90 y los remiendos que siguieron. En los 80 se emprendieron una serie de reformas económicas a partir de la capacidad del gobierno de imponer su agenda. No tengo la menor duda de que el objetivo era transformar la economía para elevar la tasa de crecimiento y, por ese camino, resolver problemas tanto inmediatos como ancestrales. Desafortunadamente, el objetivo ulterior no era igual de altruista, pues perseguía mantener incólume el statu quo político, lo cual sin duda empañó muchas de las decisiones en el ámbito económico. Sin embargo, independientemente del objetivo planteado, la realidad le jugó un mal partido a los gobiernos reformadores. Esas reformas erosionaron la capacidad de acción del gobierno y no fueron suficientemente integrales como para transformar la economía. Nos quedamos a la mitad del río, padeciendo la tiranía de reformas incompletas e insuficientes.

Peor: nos quedamos con un marco institucional obsoleto (concebido para un sistema presidencialista) que no responde a las necesidades de una economía competitiva o una sociedad demandante y plural. Y es ahí cuando comenzaron los remiendos. Se actuó en respuesta a problemas específicos pero no se renovó el marco institucional de manera integral. En algunas instancias, notablemente en las electorales y la Suprema Corte, se dio una renovación completa y se les ajustó lo necesario para que sirvieran de anclas para el funcionamiento del país en general. Pero no se le pueden pedir peras al olmo. El país cuenta con algunas instituciones excepcionales dentro de un marco general signado por la debilidad institucional. En sentido contrario a lo que se procuró en los 80 y 90, debemos pensar menos en lo que hay que preservar que en lo que debemos construir con una mira de largo plazo.

Rusia en los ochenta intentó un camino distinto al nuestro: transformar las instituciones políticas para hacer posible una renovación económica. Al final acabó reventando el monopolio del poder, pero sin crear las instituciones que administraran el resultado. En cambio, luego de la remoción de Soeharto en Indonesia, el presidente Habibie se dedicó a crear un marco institucional que hiciera posible una transformación económica y política. El tiempo dirá si alguno de esos experimentos funciona, pero más vale que nos pongamos a trabajar si no queremos que, como decía Chernomyrdin, todo nos siga saliendo igual.

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Tolerancia

Luis Rubio

Las elecciones son el medio para que un candidato acceda al poder, no son un fin en sí mismo. El poder, el gobierno, es el medio a través del cual se conduce el proceso de desarrollo de una sociedad. Para que sea posible llevar a cabo esa función de conducción y desarrollo es imperativo que toda la sociedad sea parte del mismo y ahí yace la razón elemental por la cual es imperativa la tolerancia hacia las diferencias, no sólo las que arrojó el proceso postelectoral, sino sobre todo las que se evidenciaron a lo largo de las campañas por la presidencia. Lo que hoy estamos viviendo es un proceso de desgaste que se retroalimenta y no contribuye a crear condiciones para lograr el desarrollo. Por ello es tan importante cambiar los términos de la disputa actual.

La disputa actual está caracterizada por círculos viciosos. Desde la campaña, dominó la noción de que se trataba de una contienda entre la izquierda y la derecha, cuando en realidad éstas son meras etiquetas para ponerle nombres distintos a un mismo proceso. Este es un primer círculo vicioso del que no hemos salido: ni es cierto que se trataba de dos posturas antagónicas en el eje derecha-izquierda, ni existe un Estado capaz de imponer un camino único para el devenir social como hace tres o cuatro décadas.

Otro círculo vicioso ha surgido del empecinamiento falaz del recuento general o la ilegalidad del recuento. Una falacia lleva a la otra: ciertamente, un fraude generalizado como el que plantea el candidato del PRD es imposible (además de que, si fuera cierto, el PRD no tendría hoy 60% más escaños en la Cámara de Diputados y el Senado), pero igualmente cierto es que el TRIFE tiene amplias facultades para decidir en materia electoral. No hay racionalidad para el empecinamiento sobre temas que no son lógicos y sobre los cuales el Tribunal puede y debe decidir. Ambas partes en esta disputa han caído en círculos viciosos que los (nos) tienen empantanados.

La noción de un recuento general choca con toda la lógica de un proceso tan estructurado y consolidado como el que hoy existe en el país. La mera idea de que alguien pudiera urdir un fraude generalizado en el que participaron no sólo los funcionarios del IFE, sino toda la estructura ciudadana que sustenta el proceso e incluso los representantes de los partidos en cada casilla, constituye una afronta no sólo a la legalidad, sino a la respetabilidad de todos los que participaron en el proceso: desde los votantes hasta los ciudadanos responsables de los centros de votación.

Nadie razonable en el México de hoy puede creer en un fraude generalizado. Pero igual de chocante es pensar que los resultados arrojados el día de la elección por un sistema diseñado para compensar las desconfianzas del pasado no puedan ser revisados. El fraude no es un argumento razonable, pero se apuntala y adquiere credibilidad por el dogmatismo del lado contrario. Mejor disminuir las tensiones y dejar que sea el tribunal, en un entorno menos rijoso y más propicio para una decisión saludablemente judicial y no política, quien tenga la última palabra.

Todos los partidos políticos, igual los que ganaron y los que perdieron, enfrentan profundas contradicciones internas. El PRD es quizá el caso más patético: fue, con mucho, el partido que más ganó y, sin embargo, el que más dificultades encuentra para procesar su victoria. Ningún partido experimentó los avances legislativos que logró el PRD, pero su militancia está poniendo en entredicho la posibilidad de consolidar esa victoria para ganar en la próxima contienda presidencial. Pero también es comprensible la lógica interna del PRD, pues el partido está operando, porque así se ha conformado el entorno político y porque así conviene a su candidato (y ambos asuntos se retroalimentan), en un contexto de aislamiento: mientras sus integrantes se sientan más aislados, mayor su sensación de encontrarse amenazados y, por lo tanto, menos dispuestos a resolver las contradicciones internas. En tanto persista esa sensación de amenaza externa, será posible que se mantenga el absurdo de la demanda dual, lógicamente incompatible, del recuento y la anulación, conceptos obviamente excluyentes pero que, por alguna extraña razón, los perredistas aceptan como compatibles.

Al PRI, por su parte, le encantaría enfrentar los dilemas que tiene frente a sí un partido en ascenso como el PRD. El gran perdedor de la contienda, el PRI, tiene que comenzar la reforma interna que no emprendió luego de su derrota en el 2000. A diferencia del PRD y del PAN, las contradicciones que enfrentan los priístas son mucho más obvias y tajantes: la pregunta para ellos es si serán capaces de remontar sus diferencias internas en aras de recuperar el poder o si se dejarán consumir por sus rivalidades históricas (de hecho, de origen) ya sin el poder, hasta acabar en la más absoluta irrelevancia. Lo irónico de la situación, es que el PRI posee la mejor y más efectiva estructura territorial y eso tiene un enorme valor económico y político; pero también es cierto que un partido con una diversidad tan grande de intereses y grupos (producto de su historia y la del país) sería el que más se beneficiaría de una reorganización general del sistema de partidos.

Las contradicciones más absurdas son sin duda las del PAN. El partido presuntamente ganador en la contienda presidencial enfrenta las contradicciones propias de un partido demócrata cristiano que nunca abandonó los rasgos de la derecha anterior a la segunda guerra mundial, periodo en el que se formó. A diferencia de sus contrapartes europeos, que no tuvieron más remedio que transformarse, el PAN sigue siendo una extraña mezcla de modernidad y anquilosamiento reaccionario. La pregunta es cuál de las dos corrientes dominará en los forcejeos internos.

Todas estas contradicciones son producto del pasado. La política mexicana no ha sido capaz de cerrar el ciclo político del autoritarismo y dejar atrás sus características y modos de funcionar. Lo que estamos viviendo es la consecuencia de una transición política confusa, no conducida ni concluida. Nuestro proceso político se parece más al juego de Juan Pirulero donde cada quien atiende a su juego antes que a una democracia en ciernes que aspira al desarrollo, definido éste en todas sus dimensiones.

Nada de ese desarrollo será posible mientras los perredistas sean incapaces de moderar sus procesos internos, los priístas renovarse y los panistas modernizarse. Un poco de tolerancia podría comenzar a encauzar estos procesos necesarios, pero el tiempo para esto no es ilimitado.

 

Tiempo extra

Luis Rubio

Pudo haber quedado satisfecho con los tiempos extra, pero decidió irse directo a los penales. El problema con ese modo de proceder es que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Imposible pronosticar cómo actuará el Tribunal Electoral, mas es claro que tomará una decisión en un entorno extremadamente politizado y bajo la enorme presión del candidato que está impugnando la elección, pero no sólo de él, también de los más de 40 millones de votantes que participaron en la elección, 65% de los cuales optaron por un candidato distinto. Por ello, al margen de las intenciones, la decisión de López Obrador de disputar el resultado oficial de las elecciones del 2 de julio pasado lo pinta de cuerpo entero. Será la segunda ocasión en que comete un error garrafal.

El sistema electoral que nos rige es de las pocas instituciones excepcionalmente bien estructuradas en el país. Las instituciones que lo integran cuentan con mecanismos de revisión y supervisión que garantizan la conducta profesional de sus integrantes y aseguran la equidad de cada elección. Como pudimos apreciar en las últimas semanas, el IFE sólo administra la elección y oficializa el resultado, pero es el Tribunal quien declara el ganador. Se trata de un mecanismo de pesos y contrapesos único en un entorno en el que las instituciones públicas suelen contar con facultades excesivas, al extremo de la arbitrariedad. No es el caso del sistema electoral, en el que todo fue diseñado para compensar la extraordinaria desconfianza histórica que lo originó.

El mecanismo electoral no sólo prevé las impugnaciones, sino que las convierte en un componente integral del proceso. Todo candidato, ganador o perdedor, tiene consagrado su derecho a impugnar el resultado y a recibir un trato justo por parte del Tribunal. Hasta ahí, el candidato perdedor no sólo tiene derecho, sino la obligación con quienes votaron por él de exigir garantías de que todos los votos cuenten y sean contados. Pero una vez rebasado ese umbral, se abandona el marco de lo institucional y se entra en el terreno de la política. Es decir, se violenta el principio elemental de cualquier democracia en el que sólo los electores deciden, a través de su voto individual, quién los gobernará. Se entra a la contienda bajo las reglas existentes y se participa de principio a fin bajo las mismas. Esto es un presupuesto básico del juego democrático.

AMLO ha decidido impugnar por el lado institucional, pero desafiar al mismo tiempo la legitimidad de las instituciones. Acompaña ese desafío con la amenaza de violencia y la movilización política, el cierre de vías de comunicación y otros actos de intimidación. Esta manera de actuar implica adentrarse en el plano de la lucha política no institucional. Ese paso tiene consecuencias y, desde mi perspectiva, constituye un grave error porque revive la asociación entre la izquierda y la violencia y su rechazo a las instituciones. De esta manera, posterga, una vez más, su posibilidad de acceder al poder por la vía electoral. Las consecuencias de romper con la institucionalidad son inconmensurables.

No es la primera vez que AMLO comete un error de trascendencia. De hecho, no tengo la menor duda que tenía todo para ganar y que en décadas no habíamos tenido un candidato con su capacidad de cautivar al electorado. A lo largo de sus años al frente del gobierno del DF, AMLO construyó su candidatura con diligencia, habilidad y determinación. Su presencia, la forma deliberada de comunicarse y la visibilidad de sus proyectos de infraestructura proyectaron la imagen del hombre fuerte del mito histórico, el que asociaba a Juárez con la identidad nacional. Atrajo a millones de mexicanos que añoran soluciones y se sienten desamparados ante un gobierno ineficaz, incapacitado para actuar. Prometía soluciones que eran fáciles de entender y con las cuáles era fácil sentirse identificado. No cabe la menor duda que tocó un nervio profundo y no sólo de quienes votaron por él. De haber tenido una buena oferta económica habría arrasado.

Y ese es el punto nodal, su primer y catastrófico error. AMLO entendió que la población vive momentos difíciles e inciertos. La economía del país no es mala, pero tampoco resuelve los problemas del mexicano de a pie, como se le ha llamado. La globalización económica es un hecho ineludible, pero no hemos sido particularmente diestros para aprovecharla o, al menos, para atajar sus peores manifestaciones. El mexicano promedio experimenta temores respecto a su futuro y el de sus hijos, a la vez que observa los excesos verbales y de comportamiento de quienes sí se han beneficiado. En su reclamo por la injusticia y desigualdad que vive el mexicano prototípico, AMLO no sólo sumó a los pobres y, sobre todo, a las clases medias urbanas, sino incluso a muchos de los mexicanos más prominentes que también comparten temores similares. AMLO tenía todo para ganar, excepto una buena propuesta económica.

AMLO se derrotó a sí mismo al no contar con una respuesta factible y razonable frente a las dificultades que sufre el país. Su diagnóstico era impecable y formidable su capacidad para construir una base política, pero su propuesta de solución no era más que un retorno a lo que ya habíamos vivido décadas atrás: meter la cabeza en la arena y pretender que podemos abstraernos del mundo. AMLO no contó con dos factores clave de la realidad nacional: uno, que la población sí recuerda las crisis económicas y los tiempos inflacionarios y no quiere más de eso. Aunque en el discurso sonara atractivo, suponer que un conjunto de programas de gasto y subsidios, aunados a una retórica de confrontación social, iban a resolver los problemas del país, llevó a que muchos de sus potenciales votantes concluyeran: esta película ya la viví. Los electores resultaron ser más cautos de lo que AMLO especuló.

El otro factor que derrotó a AMLO fue la información con que cuenta la población y le decía algo muy distinto a lo que estaba escuchando de la boca del candidato. Los millones de mexicanos residentes en el extranjero no sólo mandan remesas, sino ideas y lecturas de la realidad. La globalización es un hecho y México tiene que prepararse para ser un país ganador en esas ligas. Lo que derrotó a AMLO no fue su diagnóstico, sino su visión de México como una nación tan excepcional que puede ignorar al resto del mundo.

Si la izquierda quiere triunfar, tendrá que jugar dentro de las reglas y desarrollar una propuesta idónea, compatible con el mundo que vivimos, así como ofrecer algo más que una visión ideológica priísta y trasnochada.

 

Contraposiciones

Luis Rubio

La contienda electoral que comenzó a concluir esta semana mostró muchas caras de la vida nacional. Evidenció problemas y anhelos, percepciones y expectativas, pero sobre todo el comportamiento de actores clave bajo presión. Aunque en una democracia la diferencia en el resultado es un voto y todos los que entran a competir saben (o deberían saber) que pueden perder, la mexicana sigue siendo una democracia al menos peculiar. Aquí no se gana hasta que se negocia ni se pierde hasta que se intenta una extorsión. Nuestra democracia es peculiar, pero los contrastes que arroja debieran ser preocupación de todos.

Paradojas: en algunos casos, como en el de los senadores, la contienda realmente no importa porque ganadores y perdedores acaban de brothers, sentados hombro con hombro en recinto legislativo.

El diagnóstico: aunque no ganó, el personaje de esta contienda fue sin duda AMLO. Fue su agenda la que dominó la contienda y fueron las carencias y ausencias que existen en el país que él identificó como móviles electorales y convirtió en una nueva realidad política las que son ahora factor ineludible de la agenda del próximo gobierno. Nadie puede ahora ignorar las dificultades que experimenta un pequeño empresario cuando se enfrenta a la burocracia o a los bancos o las de un campesino que tiene que lidiar con caciques, burócratas y la cara brutal de la pobreza. Pero 65% de la ciudadanía no aceptó la pretensión de que se puede resolver el problema ignorando al resto del mundo. Esto no es menor. Calderón tendrá la responsabilidad de conciliar las dos cosas: atender la agenda de rezagos internos y acelerar la integración del país a la economía global.

El statu quo: si algo hizo evidente esta contienda es que el statu quo es insostenible. El país tiene que cambiar para poder disfrutar los beneficios de la globalización. Aunque ha habido importantes reformas en las últimas dos décadas, todos los intereses creados sindicales, burocráticos, privados- han hecho hasta lo indecible por preservar una forma de impedir, producir, distribuir y controlar que es incompatible con las necesidades y demandas de una sociedad que aspira a mejorar. El resentimiento social que afloró en esta contienda tiene que ser canalizado y convertido en energía transformadora para el crecimiento.

Dos IFES: la elección mostró marcados contrastes entre la excepcional capacidad del IFE como entidad organizadora de los procesos electorales para cubrir el territorio nacional y proveer resultados confiables en cuestión de horas, y el consejo ciudadano del IFE, un cuerpo que no entendió la trascendencia de su función. En lugar de remontar los vicios de origen del actual consejo del IFE, sus miembros los asumieron como suyos y así se desempeñó: timorato y corto de visión. En lugar de ser promotor de la democracia, el árbitro acabó convirtiéndose en censor de partidos, candidatos y asociaciones privadas, rechazando el principio obvio de que son los ciudadanos, no los políticos, quienes encarnan la soberanía. Son los políticos quienes tienen que ganarse la confianza del ciudadano y no al revés. Con todo, los ciudadanos acabamos contando con una institución ejemplar, capaz de darle una oportunidad a todo el mexicano que quiera votar, hacerlo de una manera profesional y asegurar que los votos cuenten y se cuenten de una manera transparente.

País dividido: en sus resultados, la elección mostró a un país dividido de muchas maneras: norte y sur; personas vinculadas al comercio exterior y personas dependientes de la venia gubernamental; ciudadanos atrapados en vericuetos burocráticos y otros demandando soluciones; personas que prefieren valerse por sí mismas frente a otras que esperan que el gobierno les resuelva sus problemas. Un país dividido de muchas maneras, en el que nadie tiene mayoría absoluta, pero capaz de arrojar un voto consciente y cuidadoso, como ilustra la enorme magnitud del voto diferenciado. La mexicana se está volviendo una sociedad cada vez más sofisticada y capaz de hacer valer sus prioridades. Nadie debe suponer incapacidad de discernir.

Impugnaciones: finalizada la jornada electoral, el país observó situaciones nunca antes vistas. Un IFE que no contaba con la información definitiva para calificar el resultado (pero sí con un convincente informe del comité técnico que no publicó); un candidato que decide madrugar (ese verbo tan mexicano) para intentar cambiar el resultado del voto ciudadano; otro que lo sigue sin sentido ni explicación y un tercero que sabe que no ganó pero que siempre estará a disposición para negociar el resultado, como si siguiéramos viviendo en los setenta. Aunque se trata de un proceso ejemplar, ahora resulta que no todos los actores juegan bajo las mismas reglas. La democracia funciona sólo si me lleva al poder y si no no es democracia. No se requiere tener razón para impugnar; lo único importante es llegar al poder con o sin el voto ciudadano. Ciertamente es legítimo defender cada voto, pero en su rijosidad el PRD está justificando los temores que le tiene buena parte de la población por su falta institucionalidad y respeto a las reglas del juego. Las impugnaciones son legítimas para corregir errores, más no para forzar un cambio en el resultado de una elección.

Ciudadanos y Presidente: al final de cuentas, con todos los miles de millones que cuesta el aparato electoral y las campañas presidenciales, la legitimidad de la elección no se resuelve por el reconocimiento de los perdedores, sino que acaba dependiendo de la sensatez de la ciudadanía y la seriedad de actores que no compitieron, como los gobernadores. El presidente no entendió que en un país con tan poca y tan disputada historia electoral su función era la de jefe de Estado y no la de miembro de un partido, por lo que acabó alienado del proceso, condenado a ser marginal en el momento más álgido y crucial de su sexenio.

Encuestas y elecciones: el número de encuestadores parece ser inversamente proporcional a su falta de tino. Ahora tenemos un analista político en cada encuestador, pero no un conjunto de números más certero.

Instituciones y candidatos: en la democracia los ciudadanos deciden con su voto y los políticos acatan el veredicto del electorado, les guste o no el resultado. Nuestros políticos han demostrado poca capacidad de atenerse a esta premisa fundamental de la democracia. En lugar de cortejar el favor ciudadano, se dedican a exacerbar las tensiones y los conflictos.

En la estructura del IFE tenemos una institución ejemplar y de lujo que debería ser orgullo nacional. En nuestros políticos seguimos siendo un país bananero.

 

¿Principio o final?

Luis Rubio

Las diferencias son tan patentes que no deberíamos desperdiciar nuestra opción de emitir el voto. Esa es la magia, pero también el requisito esencial, de toda democracia: justo cuando la campaña termina, la responsabilidad ciudadana comienza. Aunque las campañas adolecieron de sustancia y fueron ricas en violencia verbal, las diferencias entre los candidatos son por demás evidentes. Ningún ciudadano puede decirse ignorante de las implicaciones potenciales de su voto. Por eso, al votar, tiene que asumir las consecuencias.

El problema de fondo para un ciudadano mexicano reside en lo limitado de los instrumentos con que dispone. En una democracia consolidada, el ciudadano cuenta con efectivos mecanismos de participación y representación; en México, los llamados representantes (diputados y senadores) trabajan para sí mismos y sus partidos y los ciudadanos no son más que una molestia en sus vidas. La mayor parte de los ciudadanos ni siquiera conoce el nombre de su diputado o senador, algo impensable en democracias como las europeas o estadounidense.

Ese problema se ve acentuado por la ausencia de condiciones ideales para el funcionamiento de una democracia al servicio de la población. Según la teoría, para que el voto sea efectivo tiene que haber tres condiciones: una alternativa clara y real entre los candidatos y partidos; las libertades suficientes para que cada ciudadano pueda elegir, sin cortapisas y consecuencias, al candidato o partido de su preferencia; y, sobre todo, un gobierno de leyes. Siendo muy generosos, es evidente que en el momento actual se satisface a plenitud la primera condición, pobremente la segunda y en ningún caso la tercera. Si bien la mayoría de los ciudadanos tiene libertad para decidir la manera en que votará, no es posible ignorar que las prácticas corporativistas de antaño persisten, al igual que un estilo autoritario e intimidatorio en algunas de las campañas, dirigido a fustigar a quienes no comulgan con un determinado candidato. Para ser precisos, las tácticas empleadas por los contingentes de uno de los candidatos a lo largo de este proceso electoral han sido inciviles, abusivas y violentas, siempre en el lenguaje y en ocasiones no sólo de esta manera, con sus críticos. A la luz de esto, resulta claro que no es posible pensar en una libertad plena para elegir sin consecuencias al candidato o al partido de la preferencia del elector. En una palabra, se trata de una democracia coja que apenas comienza a salir del cascarón y, por lo tanto, es sumamente vulnerable. Nadie puede ignorar este factor.

Hay muchas discusiones sobre las causas que condujeron a la situación actual. Algunos se remiten a la ausencia de una transición pactada, es decir, acordada entre todas las fuerzas políticas, en tanto que otros aseveran que así es el proceso normal de alumbramiento de todo proceso democrático que no surge de un contexto social normal y, para muestra, sugieren observar los altibajos que ese proceso muestra en Irak. Algunos otros culpan al presidente Fox de la oportunidad perdida al momento de su elección, apuntando que la alternancia de partidos en el poder no condujo a un cambio de régimen y el nacimiento de nuevas instituciones ya propiamente democráticas.

Es evidente que todas estas perspectivas tiene algo de razón pero, independientemente de cuál satisface más a cada uno de nosotros, lo importante es que llegamos, una vez más, al día de la elección sin mecanismos efectivos de pesos y contrapesos que permitan conferirle al ciudadano lo que para Karl Popper, uno de los principales filósofos del siglo XX, era fundamental en la democracia: seguridades de que el gobierno no abusará del votante. Para Popper, todas las estructuras políticas e institucionales deberían estar configuradas de tal forma que, sin interferir con el funcionamiento normal del gobierno, eviten que el gobernante abuse del ciudadano y éstos logren, cuando sea pertinente, remover a cualquier gobierno abusivo sin violencia. La pregunta medular para los votantes el día de hoy es si al menos será posible hacer efectiva esta definición mínima de democracia: cómo evitar que el ganador abuse de la población y no sea fuente de violencia.

De lo que no hay duda es que la construcción de una democracia no es trabajo de una noche. Aunque a los mexicanos nos gusta resolver los problemas con el chistar de los dedos y siempre con la mediación de un salvador milagroso, la realidad es que es mucho más fácil administrar un sistema político fundamentado en una estructura de controles verticales que desarrollar los mecanismos institucionales propios de una democracia. El mejor ejemplo de lo anterior es el mal funcionamiento del poder legislativo en los últimos años: si bien los diputados y senadores han servido de contrapeso al poder ejecutivo, no han sido muy útiles como contrapartes en la construcción de un proceso de desarrollo económico y político. Aunque es evidente que algunos personajes dentro de esas cámaras fueron particularmente perniciosos, lo cierto es que no contamos con estructuras propias de un sistema político democrático, cuya construcción es, en el mejor de los casos, difícil, compleja y lenta.

En la práctica, hay sólo dos candidatos con posibilidades de ganar la presidencia el día de hoy. Sus diferencias son tan claras que la perspectiva ideológico-política es evidente. Quizá la mejor manera en que cada votante deba enfocar su voto es pensando, un poco a la manera de Popper, cómo se minimiza el conflicto, se maximiza el potencial de fincar un desarrollo en lo existente y se evita la violencia. Cada votante tendrá que encontrar una respuesta a estos elementos para consagrarlos en el único instrumento real con que cuenta en esta peculiar e inconclusa democracia.

Todos estos son ingredientes que el elector tiene que resumir en un voto el día de hoy. Dada la dinámica de la elección y la peculiar naturaleza de esta contienda donde hay cuatro candidatos y un movimiento social, la decisión ciudadana de esta jornada establecerá los términos de nuestra vida política en los años por venir. Desde una perspectiva ciudadana, lo menos que deberíamos exigir a los candidatos y sus partidos es que, cualquiera que sea el resultado electoral, no sólo lo acepten sin discusión, sino que a partir de ese momento hagan a un lado sus diferencias y se pongan a trabajar. Los problemas que el país enfrenta son demasiado complejos como para que los políticos empiecen un nuevo pleito con esta elección.

 

Presidenciables

Luis Rubio

Dos cosas son imprescindibles para que la cirugía sea exitosa, solía decir mi papá: que el cirujano sepa qué hacer y cómo hacerlo. Como el dedicado y cuidadoso cirujano que era mi padre, jamás le entraba, como él decía, a un paciente si no estaban presentes ambas condiciones, ni permitía que ninguno de sus colaboradores en la sala actuara sin conocimiento y habilidad. Lo mismo es cierto y necesario para la presidencia que, con tanto furor, se disputan los aspirantes.

Candidatos hay muchos, pero lo que necesitamos es un presidente capaz de encabezar la transformación del país. ¿Cuál de los candidatos tendrá el tonelaje para lograrlo, cuál sabe lo que se necesita y está consciente de cómo organizarse para liderar un proceso de cambio como el que México requiere? Es decir, cuál de ellos sabe qué hacer y cómo hacerlo. El planteamiento podría parecer ocioso pero, como en una cirugía, en ese binomio descansa la diferencia entre la vida y la muerte. Así es el tamaño del reto que el país enfrenta.

Es necesario plantearnos qué se requiere, cómo se debe hacer y quién satisface ambos requisitos. No sorprenderá a nadie lo absurdo y ensimismado que han resultado los planteamientos esgrimidos por los candidatos a la Presidencia, quienes han tratado de marcar sus diferencias en función de lo que debe hacerse.

Hay dos maneras de plantear lo que se debe hacer. Una es por medio de una gran disquisición analítica e histórica sobre las aspiraciones del pueblo mexicano, las carencias que existen en el país y los problemas irresueltos que exigen una atención inmediata. La otra es observar lo que ocurre a nuestro derredor para percatarnos que lo relevante no es la historia ni las grandes aspiraciones, sino la praxis: qué es lo que hay que hacer ahora para elevar las tasas de crecimiento económico e incorporar a la población en el proceso. Ni más ni menos.

Si uno escucha y lee los planteamientos de los candidatos, cada uno se desvive por demostrar su nacionalismo y su comprensión de los anhelos y dificultades de los votantes. Por importante que eso sea, lo central es saber cómo echar a andar al país de nuevo, cómo sacarlo de su letargo para inscribirlo en los circuitos de éxito económico que están a la vista de todos. Basta observar a Taiwán y Corea, Chile y España, Tailandia e India, Irlanda y China, países muy distintos entre sí, para identificar los comunes denominadores y partir de ahí para el arranque. Todas esas naciones cuentan con cuatro características obvias y cruciales: a) estabilidad macroeconómica: ninguno disputa lo elemental, que la estabilidad de las finanzas públicas es condición para el crecimiento sostenido en el largo plazo; b) reglas claras y predecibles: donde existen hay inversión y donde hay inversión emerge el crecimiento; c) gobierno con la suficiente capacidad para organizar a la burocracia, impulsar los cambios urgentes dentro de la estructura del ejecutivo y evitar ser capturado por intereses particulares; y d) un sistema educativo decidido a transformar al individuo para darle capacidad de valerse por sí mismo. Casi todos ellos también han creado un régimen fiscal muy favorable a la inversión y han reducido los impuestos ¡para recaudar más fondos!

Vuelvo al tema de fondo: lo que importa no es quién le hizo qué al mexicano en el pasado y mucho menos la revancha que ese resentimiento lleva implícito, sino cómo le hacemos para salir del hoyo en el que nos encontramos. Todos, o casi todos los países mencionados, tuvieron un pasado semejante al nuestro: ensimismados, dispuestos a culpar a otros de sus desventuras y siempre concentrados en privilegiar a unos cuantos, igual sindicatos o empresarios, políticos o burócratas. Algunos lo siguen haciendo en ciertos ámbitos. Pero lo que todos reconocieron fue la necesidad de cambiar. Llegó el momento en que esos países aceptaron la urgencia de pasar la página y salir de su propio ensimismamiento: Corea al inicio de los 60, Irlanda en los 80, China hacia el fin de los 70, Tailandia en los 90, España en los 70 e India más recientemente. Ninguno salió del hoyo sin proponérselo; todos tomaron el toro por los cuernos.

Si bien es evidente lo que hay que hacer, menos claro es cómo hacerlo. El presidente Fox perdió la excepcional oportunidad que representó la derrota del PRI y la desbandada de la izquierda, pero incluso la mejor oportunidad no garantiza nada. Parte del reto reside en la capacidad de liderar un proyecto para convencer a la población de su urgencia y bondad. Otra parte tiene que ver con encontrar formas de convencer, compensar, forzar e integrar a los grupos de intereses creados que perderían con los cambios necesarios, para evitar no sólo que se opongan sino que sean parte del futuro. La parte más crítica es la que reside en el rompimiento de los focos de oposición dura, es decir, sindicatos o empresarios, grupos de choque o partidos, que son contrarios a cualquier cambio. En eso, la combinación de habilidad y estrategia, visión y organización, liderazgo y decisión hace toda la diferencia. Si vemos hacia atrás, hay ejemplos patentes de capacidad política de sobra en el país para llevar a cabo las reformas que hacen falta.

La estrategia de transformación variará según las circunstancias. Cada uno de los escenarios postelectorales posibles entrañará consecuencias distintas y, por lo tanto, oportunidades y dificultades potenciales. Sin embargo, lo que parece claro es que las dificultades no deberían estar en la capacidad de instrumentación. Seguramente México es el único país del mundo con dos presidentes al hilo Ernesto Zedillo y Vicente Fox- que no son políticos ni les interesa la política. Tanto por historia como por la ley de probabilidades, parece evidente que quien resulte ganador tendrá mayor capacidad de acción política que lo visto en tiempos recientes.

Por supuesto, la gran pregunta es quién es la persona que reúne las dos características cruciales de toda cirugía: saber qué hacer y saber cómo hacerlo. Cada votante tendrá que evaluar a los candidatos, pero lo que parece evidente a primera vista es que ninguno de los tres conjuga cabalmente los dos requisitos. Unos entienden el reto pero no han demostrado capacidad política, en tanto que otros tienen probada capacidad política pero no entienden el reto. La gran pregunta es si los que entienden pueden aprender a hacerlo o los que saben hacerlo pueden cambiar sus prejuicios para instrumentarlo. Es decir ¿Cuál es el que tiene mejores condiciones y capacidad de hacer posible el gran salto adelante que el país necesita?

 

Control

Luis Rubio

Control es el vocablo clave que describe toda una era de México que se inicia con las inestabilidades del siglo XIX y se consolida y perfecciona cuando se institucionaliza el PRI, luego de la Revolución. Más de un siglo dedicado al control de la población. Aunque la capacidad de control se ha mermado y su meta inmediata ha fracasado (por eso los retos a la estabilidad política y la criminalidad), su objetivo ulterior sigue tan vivo como siempre. Lo que queda de control es insuficiente para lograr legitimidad política (de hecho, produce lo contrario), pero sigue favoreciendo la consecución de intereses particulares. En otras palabras, vivimos de los vestigios del control del viejo sistema y no se han desarrollado mecanismos democráticos de control. Por eso, la legitimidad y el control van en sentido contrario y tarde o temprano chocarán. La pregunta es si, cuando eso ocurra, habrá capacidad de respuesta o mera improvisación.

A pesar de que mucho se discute y la retórica electoral, cada vez más violenta y menos propositiva, es florida y rica en adjetivos, nadie parece querer tomar el toro por los cuernos. La política nacional lleva siglos dedicada al control, pero ahora enfrenta un reto medular: la creciente ilegitimidad del sistema de gobierno que, por diversas razones, la alternancia no resolvió. Aunque los candidatos que estos días están en campaña pretendan lo contrario, la realidad es que tenemos un sistema de gobierno disfuncional. Sin duda, un presidente más hábil y ágil podría destrabar tal o cual iniciativa de ley o lanzar un proyecto determinado. Pero nada de eso resuelve el dilema de nuestra realidad política. El país tiene que decidir si va a seguir apuntalando un sistema político orientado al control desde arriba o si va a construir el andamiaje para un sistema democrático, centrado en el ciudadano.

El sistema fundamentado en el control lleva años haciendo agua. Si bien funcionaba en el pasado (lo que genera añoranzas entre políticos y candidatos), los factores que lo hacían posible se han erosionado y no hay mucho que se pueda hacer para restaurarlos. Aun si fuese deseable (que no lo es), la restauración sólo sería posible a través de la fuerza, la violencia física y la construcción de un sistema autoritario.

El ejemplo de la Rusia actual es ilustrativo: luego de una década de rompimiento de las estructuras soviéticas, privatización abusiva de activos valiosísimos, erosión de las estructuras de protección social y una crisis financiera de corte latinoamericano o sea, un poco como nuestra década de los ochenta el presidente Putin se ha dedicado a reconstruir las fuentes de autoridad y control. Aunque su estrategia no contemplaba la restauración del sistema soviético, sus iniciativas han tenido por resultado el sometimiento de las regiones y el parlamento al poder presidencial. El presidente eliminó la elección de gobernadores y atrajo para sí el privilegio de nombrarlos, conculcó el poder del parlamento y ahora controla la agenda política y legislativa.

Los rusos, población acostumbrada a un gobierno totalitario, pero con las seguridades que ese sistema representaba (en términos de seguridad social, retiro, etcétera), han acabado por ver a Putin como un dictador benigno. La estabilización económica dejó de erosionar los ingresos y ahorros del ruso promedio y la concentración del poder ha permitido la aprobación de reformas diversas que se han traducido en niveles relativamente elevados de crecimiento económico. La paradoja de Putin, según la frase usada por un académico sueco, es que la gente ha perdido derechos y libertades, pero la certidumbre y el crecimiento que han obtenido son directamente proporcionales a la popularidad de su presidente.

La situación rusa no se parece mucho a la mexicana excepto en que aquí también hay un ánimo restaurador en muchos políticos. Pero aunque las circunstancias sean sólo similares en ese aspecto, no deja de ser atractiva la idea que con unas cuantas vueltas al calendario, un presidente puede, como por arte de magia, echar marcha atrás el reloj, instaurarse como el gran dueño de la comarca y consolidarse cual salvador del mundo. El problema es que se trata de un espejismo que no va a funcionar en Rusia ni mucho menos en México.

Como los rusos en 1998, los mexicanos toleramos el ajuste fiscal y la corrección financiera que se presentó como resultado de la primera crisis cambiaria (1976). Los rusos no sólo aceptaron el ajuste, lo aplaudieron, exactamente igual que le ocurrió al presidente López Portillo. Lo que los mexicanos dejaron de tolerar fue la sucesión de crisis: igual la del propio López Portillo que todas las demás. Si la nuestra es una historia de control, la de los rusos es por demás tortuosa; además, su marco de comparación es la historia anterior (soviética y zarista), mientras que el nuestro, con eventos menos truculentos, es el de las vicisitudes de gobiernos buenos y malos, así como el que nos ofrece un mundo occidental democrático y próspero a la vista de todos.

Aunque el mexicano ha dejado de ser tolerante ante los excesos y abusos gubernamentales, no ha dado el siguiente brinco: sigue aceptando toda una mitología política e histórica que lo mantiene atado a las viejas formas y, sobre todo, condenado a los círculos viciosos que impiden el desarrollo. Los mitos son ubicuos y se multiplican: la necesidad de proteger y subsidiar al productor mexicano; el nacionalismo y progresismo de los sindicatos (de educación, PEMEX, IMSS y otros); la soberanía amenazada por la integración económica; el gobierno o el congreso al margen de intereses particulares. Por donde uno le busque, la política mexicana está saturada de fantasías que no hacen sino servir a las mafias políticas e impiden el desarrollo económico y ciudadano.

Mientras que el control desde arriba y la democracia son antitéticos, la democracia y el mercado en la economía son complementarios. El control favorece la impunidad y garantiza el subdesarrollo. Por su parte, la democracia y los mercados tienen que ser construidos; no florecen por sí mismos. Se requiere de una inteligente construcción institucional que permita romper con las ataduras del viejo, y ahora disfuncional, sistema de control político. El problema es que, en nuestro contexto y a menos que tenga lugar una revolución, eso sólo puede emerger del sistema político hoy existente. Ningún presidente lo va a impulsar y menos alguien con ánimo de restauración o con la vista puesta en el pasado. La alternativa es que la ciudadanía tome la delantera: eso sí sería un cambio radical.

 

En la raya

Luis Rubio

La contienda electoral ha adquirido una dinámica no sólo competitiva, sino extraordinariamente álgida. Se confrontan dos maneras muy distintas de concebir al país y dos formas de conducir los asuntos públicos. En el camino se construyen, o se intentan construir, “hechos políticos” que aumenten o disminuyan, respectivamente, el potencial de conflicto o acuerdo en la etapa posterior a la elección del próximo 2 de julio. Estamos frente a una contienda cerrada, un virtual empate técnico. El país se encuentra literalmente en la raya.

A pesar de las apariencias, la contienda no es algo lineal, ni su resultado obvio. En una democracia consolidada, estaríamos viviendo lo que se llama “normalidad democrática”, término empleado para explicar un proceso de incertidumbre que es propio de la democracia donde nadie puede estar seguro del resultado de la contienda pero, al mismo tiempo, nadie alberga temores sobre el mismo. Cuando un europeo o norteamericano enfrenta una disyuntiva electoral, lo hace a sabiendas que no se juega todo en la contienda: bajo un escenario podría acabar pagando algunos (pocos) puntos porcentuales más o menos de impuestos que bajo el otro, pero la diferencia resulta marginal para su vida. En una democracia incipiente y frágil como la nuestra, nada de esto es seguro. Tanto la dinámica de la contienda como los planteamientos de los candidatos enfatizan sus diferencias y proponen cambios potencialmente fundamentales en la conducción del país y, por lo tanto, en su impacto sobre el ciudadano común y corriente.

Aunque es evidente que los extremos característicos de una contienda no son lo típico una vez que hay un triunfador y éste se hace cargo del gobierno, lo peculiar de nuestro proceso es que cada una de las dos visiones ha tendido a afianzarse y sus candidatos a consolidar su base dura, cuando lo anticipable y más común en el resto del mundo es que los candidatos se muevan hacia el centro del espectro político. En la contienda actual no estamos observando ese proceso: seguimos en una dinámica, potencialmente perversa, en la que uno enfatiza el cambio a cualquier costo en un extremo, frente a otro que señala riesgos de crisis en el otro. Lo que sigue son algunas observaciones del momento que vivimos y su potencial devenir.

 

  1. Esta contienda contrapone dos filosofías del mundo y dos lecturas de la realidad: una enfatiza la igualdad, una visión introspectiva y la primacía del gobierno como factor de conducción de la sociedad y organización de la economía. La otra promueve una visión centrada en el individuo, propone una integración exitosa con la economía internacional y le confiere al gobierno el papel de regulador de la vida pública, dejándole al mercado y a la democracia las decisiones cruciales de desarrollo.
  2. En paralelo a la competencia propiamente electoral (toda ella dentro del marco democrático), estamos viendo la construcción de una estrategia orientada ex ante a la descalificación de la elección (herencia clara de nuestro pasado autoritario). Resulta ser que el presidente Fox, a quien se le ha acusado de incompetente a lo largo del sexenio, ahora es Maquiavelo reencarnado. Se trata de una estrategia preventiva no para que alguien gane o pierda, sino para que sea posible desconocer el resultado si pierde alguno de los candidatos.
  3. Todas las instituciones, organizaciones y partidos parecen decididos a actuar frente a estos embates, pero no todas las respuestas son razonables o igualmente respetables. Un primer instinto ha consistido en restringir la libertad de expresión a través de llamados, peticiones y prohibiciones por parte del IFE y del TRIFE tanto a los propios partidos como a otros actores (igual políticos que sociales y empresariales). Otros, más constructivos, sobre todo algunos de los candidatos a la presidencia, han convocado a un acuerdo de respeto a las instituciones y al resultado de la elección.
  4. La lucha por el poder es enconada y dura, pero no por eso violenta y preocupante. Es posible que el ágora ateniense fuese más civilizada en sus formas (y por eso más atractiva), pero la publicidad negativa y los ataques entre candidatos son medios igualmente valiosos de información para el votante. El mundo de los medios llegó para quedarse y hay que aceptarlo como es, con sus beneficios, pero también sus perjuicios.
  5. No todos los partidos están igualmente integrados. Mientras que el PRD funciona como una máquina suiza, el candidato a la par del partido, el PRI exhibe sus contradicciones e intereses contrapuestos en cada vuelta. Por el lado de Calderón hay dos “PANES”: el más abierto y proactivo frente al enquistado y  reaccionario.
  6. No dejan de sorprender las notorias diferencias en el proceder de los candidatos. En el debate de esta semana, por ejemplo, mientras que cuatro tenían una estrategia mediática muy clara, orientada a ampliar el número de votantes, AMLO apostó a su idea rectora, la de un proyecto alternativo. Será interesante observar cómo altera este elemento el resultado de la elección y sobre todo si logró recobrar el control de la agenda.
  7. En este momento, las encuestas muestran un empate. La pregunta es qué producirá una diferencia. Algunos piensan que el fútbol va a paralizar las imágenes que queden en estos días y de ahí hasta julio. Otros creen que el proceso seguirá tan intenso como antes, aunque quizá de manera menos ruidosa. Las encuestas diarias que se conocen de la recta final de la contienda del 2000, muestran que la elección se definió literalmente en el último par de días.
  8. Se discute mucho la existencia de un posible voto “escondido”. La idea es que puede haber algunas personas que no se atreven a manifestarse por el candidato de su preferencia por temor a romper con la unanimidad en sus familias o lugares de trabajo. Según tres encuestadores a los que he consultado, la situación está tan polarizada que probablemente estos votos se distribuyan de manera más o menos equitativa entre los candidatos, por lo que su efecto podría ser menor.
  9. ¿Habrá “voto útil” de priístas que prefieren no desperdiciar su voto? ¿A quién beneficia? Quizá las respuestas sean menos obvias de lo aparente.

10. En la democracia, la regla número uno es que un voto hace la diferencia y todos los involucrados saben de entrada que lo mismo pueden ganar o perder. La fuente de optimismo reside en la fortaleza de las instituciones electorales y el enorme reconocimiento de que gozan en el conjunto de la población. La preocupación es que nuestra democracia sea menos sólida de lo que creemos.

En julio sabremos.

www.cidac.org

Fobaproa

Luis Rubio

El Fobaproa fue una vergüenza, pero no por las razones, muchas de ellas falsas, que hoy se han vuelto populares. A nombre del Fobaproa se han erigido no sólo mitos gigantescos, sino grandes carreras políticas. Pero el que el Fobaproa haya servido a los fines particulares de muchos, no excusa las mentiras y falsedades que ahora se han convertido en verdades absolutas. En el corazón de la contienda política actual se encuentra el tema del rescate bancario que siguió a la crisis financiera de 1995 y el cargo de corresponsabilidad que se pretende imputar a los legisladores que votaron a favor de la legislación respectiva e, incluso, a quienes nada tuvieron con ese voto.

De entrada es posible afirmar dos cosas: primero, el Fobaproa fue pésimamente administrado y el manejo que se hizo del rescate creó toda suerte de abusos por parte de funcionarios, deudores y banqueros. Pero, segundo, es importante reconocer también que sin el rescate del ahorro depositado en los bancos, la economía no se habría recuperado y hoy no nos encontraríamos discutiendo la honestidad y competencia de funcionarios, legisladores, empresarios o banqueros, sino cómo salir del reino interminable del PRI.

El origen de la crisis asociada con el Fobaproa no fue producto de la casualidad, sino de la ineficiencia, incompetencia y sucesivos errores de visión y operación por parte de las autoridades financieras a lo largo de los 70, 80 y 90. La asignación de culpas y responsabilidades es siempre un deporte fácil en nuestro ambiente político, pero no siempre justo, certero, o incluso provechoso. Vale la pena volver a revisarlo.

La presunción de entrada es considerar al Fobaproa como el acto de corrupción del siglo. Ciertamente, los montos involucrados en el rescate bancario son tan enormes que cualquier sentencia es posible. La falta de transparencia en el proceso y la venta multimillonaria de algunos de los bancos luego del rescate, atiza las percepciones de que hay gato encerrado, consideración que ha sido hábilmente nutrida por políticos y candidatos, pero también por empresarios y deudores. Sin embargo, todo indica que la corrupción no es, ni remotamente, el tema medular del Fobaproa.

Más que corrupción, es decir, el saqueo del erario público, el Fobaproa fue el resultado fatal, casi inevitable, de un conjunto de decisiones gubernamentales que generaron incentivos extraordinariamente destructivos para la economía del país. Es desde esta perspectiva que el tema debe ser analizado. Los problemas de la banca no comenzaron con el Fobaproa sino en los setenta, cuando toda la actividad económica sufrió una aguda politización que condujo a que los bancos dejaran de financiar la actividad productiva para fondear el galopante e improductivo gasto gubernamental, lo que llevó a la quiebra del gobierno y a la expropiación de los bancos.

La forma en que se privatizaron los bancos contribuyó a la fragilidad del sistema porque el objetivo primario no fue crear instituciones financieras sólidas y viables, sino incrementar la recaudación fiscal. Es decir, para decirlo en palabras simples y directas, se infló el valor de los bancos y se descapitalizó al sistema financiero en su conjunto. Por si fuera poco, los nuevos banqueros no se distinguieron por su sagacidad. Aunque la mayoría eran personas probas, a los privatizadores se les escaparon varias personas francamente deshonestas. Además, por inexperiencia, otorgaron crédito de manera irresponsable y peligrosa, todo esto frente a una entidad supervisora enclenque, incapaz de regularlos con efectividad. Fueron estas debilidades, mucho más que la deshonestidad de los banqueros, las razones que explican los problemas de cartera que se precipitaron con la devaluación de 1994.

La devaluación de diciembre de 1994 no pudo presentarse en un momento más vulnerable. Con la devaluación de diciembre se dispararon las tasas de interés, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer impagables muchos de los créditos. Las autoridades se encontraron con un escenario que se deterioraba rápidamente y actuaron mal. Todas sus acciones fueron tardías e insuficientes, promotoras todas de la cultura del no pago. Compraron cartera sin ton ni son, con procedimientos aleatorios. Las prisas y la más absoluta discrecionalidad y reserva en los criterios aplicados hacían imposible saber lo que Fobaproa estaba comprando.

Es evidente que el manejo del sistema bancario entre 1970 y 1998 fue catastrófico. Por casi treinta años, un gobierno tras otro jugó con los bancos como si fuesen un laboratorio experimental y no la espina dorsal de la economía. Pero en 1995, cuando se colapsaron casi todos los bancos y los que seguían en pie se encontraban en franca fragilidad, amenazando la supervivencia del ahorro de la población, el gobierno no tenía más remedio que organizar un proceso de rescate. Ciertamente, los errores en el proceso fueron muchos, cada uno más costoso que el anterior; no menos cierto es que al salvar a todos los ahorradores, se salvó tanto al que tenía pocos como muchos ahorros. Pero la alternativa al rescate era un nuevo colapso. Esa fue la respuesta del gobierno argentino, que optó por la confiscación del ahorro (el corralito), dándole al traste a la confianza de la población en el sistema financiero.

Los legisladores que aprobaron la legislación del Fobaproa, lo hicieron a sabiendas de que no todo en el rescate había sido encomiable o respetable, pero conocedores de que sin el rescate el país habría estado en mucho peores condiciones. Fue un acto de responsabilidad. Aunque lo fácil es siempre la recriminación, lo respetable es la entereza de quien asume la responsabilidad en los momentos difíciles.

Efectivamente, como afirman sus detractores, en el Fobaproa hubo innumerables abusos, arbitrariedades, vivales y favoritismos. El Fobaproa fue diseñado para lidiar con una crisis financiera pequeña, pero lo que enfrentó fue el riesgo de colapso de todo el sistema financiero. El Fobaproa tiene que ser analizado e investigado con todo detenimiento y de manera profesional para que se aclare, de una vez por todas, si hay algo distinto a sólo incompetencia detrás. Paradójicamente, no es improbable que la investigación arroje resultados más perjudiciales para nuestros nuevos jacobinos y sus fuentes de apoyo que para los villanos favoritos de la contienda electoral. Pero antes de prejuzgar, vale la pena no olvidar que, con todas sus fallas, de no haberse rescatado el ahorro bancario tal vez no hubiera sido posible la transición democrática de 2000. Eso es algo que tal vez no podamos decir en 2012.