Luis Rubio
No habían pasado ni diez minutos de la accidentada pero exitosa toma de protesta del presidente Calderón, cuando se comenzaron a formalizar las disidencias dentro del contingente perredista. Ese botón sirve de muestra de la recomposición política que será característica del país en los años por venir. El capítulo electoral ha quedado atrás: ahora todo depende de la manera en que el presidente decida enfocar las baterías de su gobierno y la habilidad que tenga para que sus acciones y programas sean exitosos.
Las primeras acciones del nuevo gobierno demuestran que el presidente tiene un proyecto claro de lo que quiere alcanzar y, en franco contraste con su predecesor, la disposición para dedicarse personalmente a hacerlo avanzar. Pudiendo haber clamado “ya la hice”, el presidente Calderón optó por plantear dilemas y soluciones sin generar expectativas excesivas. Esa es la buena noticia. La mala es que no logró crear las condiciones para que la ceremonia de protesta en el palacio legislativo fuera tersa y civilizada. Es evidente que eso no dependía exclusivamente de él, pero además de mostrar la complejidad del escenario con el que tendrá que lidiar, también permite algún escepticismo sobre el enfoque de sus baterías. El simbolismo del primero de diciembre era fundamental y el resultado es bueno sólo en cuanto a que no hubo una catástrofe.
Con el cierre del aparentemente interminable proceso electoral, viene la hora de la verdad y, a pesar de las apariencias, muy pocos salen bien parados. La efervescencia dentro del PRD es palpable a leguas: aunque ese partido nunca ha sido un cuerpo uniforme e integrado, las fracturas que provocó la contienda y, sobre todo, el conflicto postelectoral se han ensanchado. Lo menos que tendrían que preguntarse sus miembros es qué se ganó, cómo recuperar al partido con capacidad y vocación de gobernar y cómo empezar el laborioso proceso de reconquistar la confianza del electorado, porque no es lo mismo atacar al contrario que ganar confianza para uno mismo. El filo rijoso y autoritario que el PRD dejó ver no hizo sino vindicar el voto de quienes, por temor a sus excesos, decidieron otra opción política.
Pero aunque las divisiones dentro del PRD se agudicen, eso por sí solo no es una buena noticia para el resto del sistema político. Los políticos, como un conjunto, han perdido, como el presidente Calderón reconoció en su discurso inaugural. La incapacidad de nuestros políticos para trabajar en conjunto, negociar, decidir y actuar habla mal de nuestras instituciones políticas porque deja la estabilidad del país y su progreso dependiendo de la buena voluntad y visión de Estado de los individuos y ninguna nación puede prosperar de esa manera. México necesita instituciones fuertes que acoten los excesos de sus participantes y no al revés. En este contexto, son impactantes las pequeñas cosas que hicieron posible que concluyera este proceso de una manera tan feliz como las circunstancias permitieron. Sin duda, el comportamiento del PRI fue fundamental. Aunque el partido tiene más problemas internos y de credibilidad que todos los demás partidos juntos, la vocación de poder y de Estado de sus integrantes legislativos salvó el día. Ese partido tiene mucho que pensar sobre su futuro si quiere seguir estando aquí, pero no hay duda que el legado institucional del viejo sistema no merece ser despreciado.
Lo menos que se puede decir de este agrio periodo de nuestra incipiente historia democrática es que los problemas políticos del país son enormes y que, por lo tanto, el desafío para Calderón es extraordinario. Desafío que no se limita a la amenaza de aniquilación que el candidato perdedor pretende sostener a lo largo del sexenio, sino que se acrecienta por los ingentes problemas de representatividad de las instituciones políticas, la incapacidad de decisión del sistema político en su conjunto y los vetos que estrecharon el margen de decisión del presidente en la conformación de su gabinete. Con todo, como dice el dicho, con esos bueyes tendrá que arar el nuevo presidente. El detalle, siguiendo la parábola, es que tendrá que hacerlo en el contexto de una agricultura altamente tecnificada donde el presidente tiene pocos instrumentos para actuar. Por si lo anterior no fuera suficiente, el presidente enfrenta un liderazgo hostil en su partido que, aunque no regateó ni un ápice su apoyo el primero de diciembre, está decidido a avanzar mejores causas que las de su gobierno. Sin el control de su partido, difícilmente podrá gobernar.
¿Podrá gobernar? El país se encuentra en un estado catatónico donde todo premia la parálisis en lugar de la acción y la irresponsabilidad en lugar de la sensatez. Pero estas dos características, herencia no intencional de un sistema político construido bajo otras circunstancias, son obstáculos sólo en la medida en que se privilegie la confrontación y la falta de respeto a los interlocutores necesarios, como ocurrió a lo largo de la última década. Felipe Calderón comenzó con el pie derecho en este frente: no sólo se ha dirigido a sus interlocutores en el legislativo y en los partidos, sino que está enfocándose hacia la acción política como medio para destrabar el nudo que recibió como legado. Su actuar en Oaxaca es claro, aunque claramente insuficiente. Los políticos afirman que la política es el arte de la negociación: ahora es el tiempo de demostrarlo y de construir salidas para el entuerto en el que se encuentra el país, pero también ellos y sus partidos.
Ahora viene el tiempo de la acción. Los próximos días y semanas mostrarán dónde están las prioridades. Esas primeras decisiones serán críticas para sentar las bases del futuro. Un error en ese frente, como vimos hace seis años, puede destruir toda posibilidad de salir victorioso. Es obvia la necesidad de afectar múltiples intereses en todos los ámbitos, pero no se puede enfrentar todos a una misma vez. El orden de prioridades y la forma en que se impulsen serán críticos. Los mejores momentos de las últimas décadas, los que generaron entusiasmo entre la población, fueron producto de acciones –no ilusiones- inteligentes y decididas por parte de diversos gobiernos. Esperemos que Calderón no se equivoque en esta materia.
El nuevo presidente no le debe nada nadie y sabe lo costosa que es la vanidad. Nadie razonable desearía enfrentar la complejidad que él tiene frente a sí, pero su oportunidad es también trascendental. Parafraseando a otro político…, por el bien de todos, más nos vale que le vaya bien.