Luis Rubio
Contrastes y oportunidades. Eso es lo que se observa al comparar la manera en que diversos países se enfocan para lograr el desarrollo. Sobra decir que si bien muchas naciones (¿todas?) quisieran formar parte del relativamente exclusivo club de naciones ricas y desarrolladas, muy pocas lo logran. La clave para conseguirlo reside en la combinación de un sistema político funcional con un proyecto económico debidamente estructurado. La evidencia indica que sin una estrategia de desarrollo, éste es imposible, pero es igualmente inoperante si falta un sistema político capaz de sostener un proceso de transformación a lo largo del tiempo (y a través de gobiernos que cambian).
En una reunión internacional a la que asistí recientemente, la discusión se centró en torno a los contrastes y diferencias que existen entre los diversos países que intentan ingresar al club de las naciones ricas y desarrolladas. Los países en cuestión eran los obvios: Europa oriental, el sureste asiático, América Latina, Rusia, China e India. De todos los ejemplos citados, los exitosos fueron aquellos que desde el principio se propusieron emular a los países europeos, Estados Unidos, Canadá o Japón. Ninguno de los que pretendieron fundar un “modelo alternativo” logró avanzar.
No es difícil identificar los casos exitosos: Irlanda, Estonia, Singapur, Corea, China, India, Chile, etcétera. Algunos de éstos –como China e India– apenas comienzan el proceso. Otros, más avanzados, como Irlanda o Singapur, enfrentan retos muy complejos porque el crecimiento sostenido supone un fuerte componente de tecnología y ciencia, lo que a su vez requiere un sistema educativo de otra naturaleza. En este contexto, Japón fue ejemplo frecuente: un país desarrollado bajo casi cualquier medida convencional, enfrenta la necesidad imperiosa de llevar a cabo una transformación radical de su sistema educativo, pues sin ello simplemente no puede aspirar a competir en los sectores que generan un alto valor agregado, algo para lo cual hoy no está preparado.
Pero el corazón del problema del desarrollo yace en la capacidad de un país para sacarlo adelante. China e India representan dos sendas muy contrastantes hacia el progreso, pero todos los países que han logrado transformarse en las últimas décadas, incluidos estos dos, apelaron a dos componentes que los distingue de aquellos que se lo propusieron sin conseguirlo: un buen proyecto económico en el sentido técnico y la capacidad política de instrumentarlo. Si falla cualquiera de esos dos componentes, el desarrollo es imposible.
El problema del desarrollo no es técnico. Aunque no existe una sola forma de alcanzarlo, los instrumentos que lo hacen posible son muy claros y no existe mayor polémica conceptual en torno a ellos. Un buen proyecto en términos técnicos es aquel que logra vertebrar los componentes clave para el desarrollo: equilibrios macroeconómicos, ahorro en la economía, disponibilidad de inversiones, reglas del juego (sistema legal, capacidad de hacer cumplir un contrato, definición de los derechos de propiedad), disponibilidad de infraestructura social, humana y económica, y una definición clara de las prioridades de un país.
Aunque mucho de lo anterior puede sonar esotérico, se trata de factores perfectamente conocidos y sobre los que existe una larga experiencia que justifica una conclusión muy concreta: no hay un problema técnico en la consecución del desarrollo. Si un país adopta las medidas adecuadas y persevera en ellas (algo que incluso puede llevar décadas), el desarrollo es plausible. De la misma manera, si un gobierno decide un camino distinto, por más atractivo que resulte (como podría ser el “modelo alternativo de nación”) el desarrollo es simplemente inalcanzable.
Si partimos del supuesto que un país adopta un proyecto viable de desarrollo, el factor crítico de éxito reside entonces en su estructura política. Aunque hay y ha habido muchos países que han logrado esbozar proyectos de desarrollo (o, más frecuentemente, algunos componentes de un proyecto de desarrollo), son muy pocos los que efectivamente logran alcanzarlo. Al comparar los diversos casos, el factor clave reside en la capacidad del sistema político para sostener un proyecto económico por el tiempo necesario de tal suerte que logre su cometido.
Así, una dictadura presenta menos complicaciones que una democracia para emprender medidas difíciles y en ocasiones impopulares que puedan sostenerse a lo largo del tiempo. En esta dimensión, no es casual que China haya logrado tanto mayor éxito que otras naciones pues, una vez definido un esquema técnicamente adecuado, su capacidad política para instrumentarlo ha sido extraordinaria. Para India, un país democrático y políticamente muy fragmentado, el proceso ha sido más complejo y escabroso. El caso de Irlanda es más revelador: su gobierno comenzó a implantar las medidas necesarias desde el final de los sesenta, pero no fue sino hasta 1987 cuando, casi de manera súbita, empezó a experimentar tasas de 9% de crecimiento anual. Su éxito se debe, en no poca medida, al hecho de que su sistema político logró articular los consensos necesarios para sostener un proceso de cambio y transformación a pesar de que los resultados fueron magros por muchos años. Irlanda muestra que, con un liderazgo eficaz, es perfectamente posible conducir un proceso de transformación en un contexto democrático.
A pesar de su complejidad, quizá la gran ventaja de la Unión Europea se explique porque, luego de años de experimentar, ha logrado articular un conjunto muy bien definido de políticas concretas que dan resultados. Los países que las adoptan de manera consciente y sistemática pueden esperar buenos resultados en un horizonte razonable de tiempo, como evidencian igual los que se incorporaron en los 70 y 80 (como España, Irlanda o Grecia) que los del este europeo, de más reciente adhesión.
El caso de Europa confirma lo obvio: el problema del desarrollo no es técnico; si un país adopta la política económica que, en buena medida, es resultado del sentido común y persevera en su aplicación, el desarrollo es asequible. Es claro que no se trata de una cuestión ideológica. De hecho, aquellos países, sobre todo en América Latina, que convierten las medidas necesarias para avanzar hacia el desarrollo en temas de confrontación política o ideológica, acaban cancelando la posibilidad de lograrlo. El camino al precipicio está saturado de buenas intenciones pero también de malas estrategias. Y, en nuestro caso, de liderazgos iluminados.