La neta

Luis Rubio

México es un país en guerra consigo mismo. Hemos experimentado una disputa por el poder sin límites ni cuartel, lo mismo que una lucha de baja intensidad, no menos poderosa, por la dirección del desarrollo de nuestra economía. La disputa por el poder tiende a amainar, al menos por ahora, pero lo que la sustenta y da vida y continuidad es el pobre desempeño que ha mostrado nuestra economía por muchos años. Aunque la esencia de nuestros problemas es de carácter político e institucional (porque sus deficiencias no nos permiten tomar decisiones adecuadas), un mejor desempeño económico podría crear condiciones para una distensión política. La pregunta es cómo romper el círculo vicioso del mal desempeño económico.

A lo largo de los últimos 25 años, dos países experimentaron procesos de cambio muy similares en naturaleza. Tanto China como México abrieron sus economías, disminuyeron el peso de la burocracia en la toma de decisiones en materia económica, modificaron su estrategia de desarrollo, accedieron a instituciones clave para normalizar el comercio como la OMC y el TLC norteamericano, dieron la bienvenida a la inversión extranjera y, mientras que abrieron parte de su economía, mantuvieron protegidos ciertos sectores. Los paralelos en las acciones que ambos países emprendieron son impactantes. Y, sin embargo, el desempeño económico no guarda semejanza alguna: China ha registrado tasas de crecimiento del orden de 8% en promedio por casi cinco lustros, mientras que México promedia apenas 2% en el mismo periodo. Algo debemos estar haciendo mal.

La diferencia en el desempeño de las dos economías estriba en la productividad. Si bien la productividad en México tuvo incrementos significativos, sobre todo en los años inmediatamente posteriores al anuncio de las negociaciones del TLC, ésta ha tendido a la baja y a permanecer ahí. En contraste, el mismo indicador en China muestra incrementos que corren en paralelo con el crecimiento de su economía.

No es difícil encontrar las razones que explican estas diferencias. Irónicamente la más importante no es económica sino política. La gran diferencia entre las dos naciones radica en sus gobiernos, en sus fortalezas y habilidades para articular políticas públicas adecuadas para elevar la productividad. Un gobierno que tiene esa fortaleza y capacidad y las emplea con sentido de propósito, es un gobierno que conduce el desarrollo. En México, desafortunadamente, hemos tenido lo contrario: gobiernos incapaces de establecer y dar continuidad y coherencia a políticas de largo alcance; gobierno sumidos en el conflicto y sometidos a toda clase de intereses creados.

Mientras que el gobierno chino ha estado dispuesto a modificar o reformar cualquier cosa con tal de mantener tasas de crecimiento económico elevadas, el mexicano ha preferido proteger intereses, sectores, empresas o sindicatos, según sea el caso. Por supuesto, una diferencia fundamental entre ambos gobiernos es que el chino no enfrenta una sociedad civil más o menos articulada y capaz de hostilizarlo como es nuestro caso, pero también es cierto que cuando el gobierno mexicano tuvo facultades de esa naturaleza, no las empleó para romper impedimentos para el desarrollo. El gobierno chino ha tenido claridad de rumbo y, sobre todo, un espectacular entendimiento sobre el costo de no alcanzar sus objetivos. Ha logrado sembrar una obsesión por el crecimiento y por el futuro en toda su sociedad. Al igual que el mexicano cuando éste inició las reformas, el gobierno chino ha tenido como objetivo medular el preservarse en el poder; a diferencia del mexicano, fue entendiendo que esto no podía ir de la mano de la protección de todos los intereses particulares que lo rodean, pues eso aniquilaría el objetivo final. Cinco lustros después de haber comenzando, las diferencias son abismales.

El gobierno chino ha sido muy eficiente en la consecución de sus objetivos y esto se puede apreciar en un sinnúmero de ejemplos: recauda más impuestos y lo hace a un menor costo, construye mucho más infraestructura y de una manera eficiente, da continuidad en sus políticas públicas, corrige sus errores y tiene una estrategia muy clara para la promoción de la innovación, la educación tecnológica y el desarrollo de la tecnología. El resultado en términos de crecimiento es producto del trabajo y no de la esperanza de que milagrosamente se presente una solución.

En México hay gran claridad del objetivo que se persigue (el crecimiento económico), pero ningún consenso sobre los medios necesarios para lograrlo. Si bien las crisis crearon un reconocimiento casi generalizado de la necesidad de mantener una estabilidad macroeconómica, no hay un similar consenso en materia microeconómica, es decir, en los temas clave para el funcionamiento cotidiano de la actividad económica, como son la apertura a las importaciones (y los aranceles que la acompañan), el manejo del sector energético y la importancia de pensar en la economía en su conjunto y no en sectores particulares. Puesto de otra forma, no se reconoce el daño que le causan al crecimiento acciones diseñadas para privilegiar a un sector, sea éste auto transporte, telefonía o energía. Cada una de esas acciones supone costos para el crecimiento.

Hace unos días, en una entrevista radiofónica, AMLO se jactaba de haber impedido la privatización de la industria petroquímica y además lo decía con orgullo. Sin duda, ese logro satisface a aquellos mexicanos que avanzan puntos políticos con este tipo de actos. Pero nadie habla de las consecuencias de esos pretendidos logros. Entre 1995 y 2005, por ejemplo, la producción petroquímica en el país declinó 14%, las importaciones crecieron 639% y el saldo comercial de 2005 fue un déficit de siete billones de dólares. Impedir la privatización de la industria tuvo la consecuencia de elevar los costos de los petroquímicos, disminuir el empleo potencial y, por lo tanto, la tasa de crecimiento de la economía. Valiente logro.

En México hay acuerdo sobre el qué pero no hay acuerdo sobre el cómo. Mientras nosotros debatimos estos puntos finos y nos paralizamos, creando una crisis política en el camino, China sigue creciendo. Es tiempo de apostar por una estrategia de desarrollo que impulse a la economía y rompa con todos los obstáculos al crecimiento. Parafraseando un viejo proverbio chino, cuando se dé un elevado crecimiento económico, los problemas políticos comenzarán a ser manejables. Pero primero hay que lograrlo.

 

Sin amigos

Luis Rubio

Las naciones, dijo alguna vez Bismarck, tienen intereses, no amistades. Algo similar deberían decir los presidentes de la República. Su visión no puede ser, aunque muchas veces así haya sido, de amistades. La esencia de la relación ciudadano-gobierno reside en el trato igualitario que todos tenemos derecho a esperar del gobernante. La visión, por tanto, debe implicar al conjunto de la nación. Ahora que empieza a constituirse el nuevo gobierno, el presidente Felipe Calderón tendrá que definir la clase de presidente que anhela ser.

Una posibilidad es que tome la presidencia como un laboratorio experimental donde suponga que todo marcha por sí mismo, que México ya tiene su caminito bien armado y el único requisito para ser exitoso es la voluntad, un buen discurso retórico y dejar actuar a los secretarios bajo los términos de lo que ellos juzguen más conveniente para el desarrollo del país desde su propia perspectiva sectorial o funcional. Un enfoque de esta naturaleza no requiere más que nombrar a un equipo de gente experimentada con algún antecedente en el área encomendada y esperar a que el esquema rinda dividendos.

La otra opción es que el presidente asuma la responsabilidad de conducir al país y construya su gobierno a partir de este cometido. Conducir implica un reconocimiento de las debilidades de nuestras instituciones, la necesidad de establecer un rumbo, una estrategia, para el desarrollo del país y la urgencia de sumar a la población detrás de ese proyecto. Un presidente decidido a transformar el país, requiere de una visión integral y la capacidad de dirigir los esfuerzos de su equipo hacia el objetivo, siempre siendo responsivo ante la ciudadanía. Así, el equipo del presidente, su gabinete, no debiera ser algo estático e inamovible, sino un cuerpo dedicado a impulsar la visión del gobierno en cada uno de los ámbitos pero siempre con la mira puesta en el objetivo general.

La diferencia entre estas dos perspectivas no es meramente de formato o personalidad. Un presidente puede ser más activo o más pasivo, mejor o peor orador, más carismático o menos y, sin embargo, conducir los asuntos nacionales eficazmente. El gobierno de un país no depende de la personalidad del presidente, sino del proyecto que lo guía y de la habilidad para conducirlo y llevarlo a buen puerto. En nuestra historia hemos tenido presidentes competentes y presidentes fracasados. Lo crucial, sin embargo, es que exista un proyecto, una estrategia para promoverlo y conseguir que éste empate con las necesidades y el potencial del país y sus habitantes. Mientras se dé este conjunto de factores, el país tendrá una mejor oportunidad de avanzar, así como el presidente de ser exitoso.

Si uno observa el porcentaje de bateo de los presidentes recientes, la probabilidad de éxito del gobierno que está por asumir la presidencia no es halagüeña. No hubo un solo presidente que no llegara a Los Pinos con enormes expectativas de éxito personal para no hablar de las expectativas ciudadanas asociadas con cada cambio de gobierno, pero muy pocos acabaron su periodo con una calificación sobresaliente. Muchos de ellos acabaron peor de lo que comenzaron: con un país sin rumbo y a la deriva, como ahora. En otras ocasiones, el legado fue infinitamente peor: una crisis política o la quiebra económica, si no es que ambas. La pregunta es cómo sesgar los momios para elevar la probabilidad de ser exitoso.

El primer factor determinante del éxito es que exista una visión de conjunto tan ambiciosa como realista. Un gobierno sin visión en un país con tantas carencias, fragilidad institucional y hambre de transformación y desarrollo abona el terreno con semillas que explicarán su fracaso eventual. Veamos los años recientes. Un gobierno con objetivos tan grandes que son irrealizables, es tan malo como el que no los tiene y quizá peor. Baste recordar los setenta. Un gobierno con una visión tan pequeña que sólo trasciende los objetivos más elementales evita una crisis, pero no avanza en el desarrollo, como ocurrió en los ochenta y la segunda parte de los noventa.

La visión de un gobierno tiene que ser grande y generosa, pero a la vez realista y aterrizada en la suma de lo que existe y se requiere, de tal forma que se ataquen los vicios y se exploten las oportunidades. El peor de los mundos, como ocurrió al inicio de los noventa, es un proyecto ambicioso que pretende una gran transformación pero limitado por objetivos paralelos de no cambiar la realidad y sus vicios adyacentes.

No hay como una gran claridad de propósito donde el objetivo es más grande que la suma de las partes y donde cada parte cuadra con el conjunto. La ausencia de visión y propósito de los últimos años llevó a que el gobierno se condujera como un conjunto de estancos inconexos. Cada secretaría tenía sus proyectos y no se comunicaba con las otras. En lugar de entender el impacto de cada acción sobre el conjunto, cada una se ocupaba de sus prioridades o, más frecuentemente, las de los grupos poderosos de su sector, lo que no hacía sino minar al país. Por ejemplo, en el sector de las comunicaciones sólo se avanzaron los intereses de las empresas transportistas, telefónicas y televisivas, sin reparar en sus implicaciones para la economía. En ausencia de esa visión de conjunto y enfático liderazgo, un país puede acabar a la deriva en cuestión de minutos.

México requiere una visión de conjunto, una estrategia de desarrollo y un equipo capaz de hacerla valer. En esto no somos únicos ni excepcionales. Hay más países con requerimientos de conducción que aquellos que pueden aguantar a un presidente que sólo nada de muertito. Los ejemplos de Margaret Thatcher y Tony Blair en Inglaterra son sugerentes: pudieron dejar que su país navegara sin timonel, como había ocurrido por décadas, pero ambos optaron por una verdadera conducción, lo que ha puesto a su país en liderazgo mundial. No hay nada que impida a Calderón un logro similar.

Hace algunas décadas, la ciudad de Nueva York se distinguía por la corrupción y la presencia de una maquinaria política dominante e impenetrable. Pero un buen día llegó un alcalde que se logró colar a través de la maquinaria y acabó transformando a la ciudad. En su inauguración como alcalde, Fiorello LaGuardia rompió con el pasado al afirmar que la principal razón por la que reúno los requisitos para esta gran responsabilidad es mi monumental ingratitud personal. Y así, ignorando a los amigos y poderosos, se dedicó a hacer su chamba. No sería un mal modelo para seguir.

 

Desarrollo

Luis Rubio

La demanda por crecimiento económico es ubicua, pero jamás lograremos materializarla mientras nos falte una estrategia que nos permita alcanzarlo. Parece una verdad de Perogrullo, pero el país no cuenta con una estrategia de desarrollo que conduzca los esfuerzos gubernamentales y privados hacia la construcción de un país moderno, sin pobreza y con empleos de alto valor agregado.

La discusión sobre el tema no es nueva, pero poco se ha avanzado. Entre los fantasmas del pasado y las fobias de todos los participantes en los procesos de discusión, la víctima ha sido el desarrollo económico. Durante las décadas del llamado desarrollo estabilizador, el país tuvo al menos una definición de lo que se quería lograr y eso permitió que, en lugar de competir y reñir, los diversos actores de la actividad económica gobierno, sindicatos y empresariosbuscaran formas de conciliar sus diferencias y cooperaran en torno a una serie de objetivos que, si bien imprecisos, tenían la bondad de establecer un camino.

Todo esto cambió cuando el desarrollo estabilizador llegó al límite de sus posibilidades. La planta industrial ya no podía desarrollarse al amparo de un entorno cerrado y protegido; las materias primas, sobre todo agrícolas, perdieron competitividad al grado en que sus exportaciones no pudieron financiar las importaciones industriales. Poco a poco todo aquel modelo de desarrollo se erosionó hasta que los sexenios de la docena trágica lo mataron con deuda y gasto, en lugar de sustituirlo por algo mejor. Así se inauguró la era de las crisis, con los resultados por todos conocidos.

Pasadas las primeras crisis, los gobiernos de los 80 se vieron en la imperiosa necesidad de corregir los problemas financieros que habían heredado, así como de encontrar una nueva estrategia de desarrollo que pudiera funcionar. Lo que acabaron haciendo fue adoptar un conjunto de medidas necesarias, pero que no acabaron por integrar una estrategia cabal de desarrollo. La apertura de la economía reorientó la actividad económica y los tratados de libre comercio confirieron un marco de certidumbre a la actividad económica. Si bien algunas de las medidas adoptadas en esos años resultaron inadecuadas, sobre todo algunas privatizaciones, no hay duda que el país reorientó su economía en una dirección compatible con las tendencias internacionales.

Pero un conjunto de instrumentos o medidas, por buenos y acertados que pudiesen haber sido, no son equivalentes a una estrategia de desarrollo. Los resultados así lo indican: algunas partes del país, sobre todo en el norte, han crecido de manera acelerada, en tanto que otras se han rezagado de manera sistemática. Los contrastes se han acentuado y las diferencias convertido en fuentes de agravio y lucha política. El hecho es que el país sigue adoleciendo de una estrategia idónea para su desarrollo.

No es que hayan faltado intentos de respuesta. Algunos claman por regresar a la promoción sectorial a través de una política industrial explícita como la que de alguna manera existió en los cincuenta y sesenta o como la que en esos años siguieron varios de los llamados tigres asiáticos. Otros simplemente piden protección en la forma de subsidios, aranceles y precios bajos para la energía u otros insumos. Independientemente de su consistencia o viabilidad en la era de la globalización, no cabe la menor duda que los planteamientos enarbolados por AMLO a lo largo de su campaña remitían a una recreación de lo que había funcionado cuatro décadas atrás. Variantes de esta postura incluyen la reintroducción de cajones y encajes para el sector bancario, así como de mecanismos de protección no arancelaria.

Por el otro lado, el reclamo ha sido exactamente el contrario: nuestro problema, se argumenta, no es la falta de una visión o estrategia, sino de todos los lastres que seguimos arrastrando del pasado: igual servicios no competitivos (como es el caso de los servicios financieros o las comunicaciones) que la falta de infraestructura, precios de bienes y servicios públicos desalineados respecto al resto del mundo y un abandono de funciones vitales de regulación por parte del gobierno. Es decir, desde esta perspectiva, el problema no reside en la desprotección de los productores mexicanos, sino en que se les ha obligado a competir con una mano amarrada por la espalda. Quienes abogan por esta postura, no niegan la necesidad de intervención del gobierno, sino que demandan un tipo de participación distinto: enfocado a regular de manera debida la actividad económica, asegurando que no existan prácticas anticompetitivas, que los mercados funcionen bien y las condiciones generales de la economía atraigan flujos crecientes de inversión.

El caso es que tenemos dos (o más) planteamientos contrapuestos sobre lo que sería necesario hacer para echar a andar la economía una vez más. Unos se refugian en una era que funcionó bien, en tanto que otros observan ejemplos de países que, perseverando en una estrategia de apertura (y, en muchos casos, corrigiendo el rumbo varias veces), lograron el objetivo fundamental de acelerar el ritmo de crecimiento económico. Se trata de dos visiones contrapuestas que persisten en la sociedad mexicana y reflejan dos maneras de concebir al mundo, al gobierno y al ciudadano.

Ahora que estamos por inaugurar un nuevo gobierno, es tiempo de repensar lo que tenemos y lo que necesitamos. Nadie puede negar que los últimos años han sido de avances significativos, pero tampoco es posible ignorar los enormes rezagos que sufre el país. Lo paradójico es que es perfectamente plausible encontrar formas de conciliar ambas perspectivas: un gobierno puede adoptar, como parte de su estrategia de desarrollo, un marco de competencia en la economía y, a una misma vez, definir un conjunto de estrategias de desarrollo social y de infraestructura, todas ellas compatibles con el marco de competencia económica.

No cabe la menor duda que la prioridad debe ser el crecimiento económico y, por lo tanto, con ese rasero tiene que medirse la forma en que se defina la política social, al desarrollo de infraestructura y, en general, a la naturaleza y función del gobierno. Lo que México necesita no es un conjunto de estrategias sectoriales sino una capacidad de articular fuerzas y recursos para lograr un acelerado desarrollo regional, comenzando por las regiones más rezagadas del país. No menos importante es el hecho de que lo crucial no son los montos de los recursos, sino la estrategia con que se empleen para multiplicarlos en el ámbito de la vida real.

 

Poder

Luis Rubio

La disputa por el poder que vive la política mexicana no es novedosa. De hecho, nuestra historia política es la historia de la lucha por el poder a costa de lo que sea sin importar los medios. Durante buena parte de los primeros cien años como nación independiente, México fue el escenario de una lucha cruda, directa y abierta. Si a finales del siglo XIX y a lo largo de la era priísta la situación fue de relativa calma, se explica por la institucionalización del poder y el establecimiento de reglas para el acceso al poder. La reciente contienda reabrió la caja de Pandora y estamos de vuelta en el comienzo. Pero el devenir dependerá mucho más del gobierno de Felipe Calderón que del escándalo en la calle.

El lanzamiento de la Convención Nacional Democrática (CND) es un modelo creativo de búsqueda del poder. En lugar de proponer un golpe de Estado o una revuelta a la usanza del siglo XIX, lo que plantea es el desconocimiento del gobierno, la postulación de un presidente legítimo y el inicio de una serie de actos de campaña en todo el país. Es decir, el objetivo de lograr el poder por un medio distinto al electoral se arropa con una vestimenta que suena a civilizada y, por el hecho de no ser violenta, pretende no ser objetada por nadie. Pero en el fondo, es evidente que se trata de una sublevación no violenta contra el poder legítimamente constituido. De hecho, es posible especular que si las encuestas para la contienda presidencial hubieran sido menos favorables a AMLO, quizá se hubiera dado la ruptura desde tiempo antes de las elecciones.

Ahora el país se encuentra frente a hechos consumados que deben ser resueltos. Tenemos un presidente electo y un presidente autonombrado. Si bien uno goza del reconocimiento general de la abrumadora mayoría de la población y el otro no, la historia y la poca legitimidad de que gozan las instituciones sugiere que el devenir de este conflicto dependerá de la habilidad que cada uno demuestre para construir su propia legitimidad y de la forma en que conduzcan su propio actuar personal. De entrada, uno podría suponer que quien controla el aparato del gobierno tiene ventaja en este tipo de disputas, pero en una era de extraordinaria fragilidad institucional y con fuentes de poder tan dispersas, la historia no está escrita. Si a lo anterior se agrega el tamaño del desafío que enfrenta el país para ajustarse a la cambiante realidad económica internacional, resulta evidente que se avecinan años complejos.

El fin de la era priísta no llegó cuando el partido perdió la presidencia. El primer gobierno no priísta de la era moderna mantuvo intacto todo el andamiaje institucional y conservó incólumes las estructuras del poder de aquel régimen. Todo esto favoreció el deterioro sistemático de la vida política nacional, impidió que se avanzara una agenda de reforma económica y erosionó el potencial para construir una democracia moderna. El presidente Calderón tendrá así que responder a dos retos monumentales: primero, el de consolidarse en la presidencia, lo que implica darle una salida al movimiento que AMLO ha emprendido. De no hacerlo, su permanencia en el poder estará en entredicho. Segundo, el de impulsar la agenda de transformación tanto económica como política que el gobierno saliente fue incapaz de concebir, mucho menos de postular.

Bien encaminada, la percepción de crisis puede generar un sentido de urgencia que, a su vez, se traduzca en oportunidad. Aunque la política mexicana no es muy democrática ni plenamente institucional, un movimiento antisistémico como el propuesto por la CND constituye una amenaza para todos los partidos políticos y, en general, para toda la sociedad. Ciertamente, las estructuras de poder en el país son responsables de lo que existe, igual lo bueno y lo malo, y la única posibilidad de desarticular un movimiento antisistémico es mediante una hábil conjunción de dos estrategias: una orientada a cambiar la realidad y la otra a marginar el movimiento, aislarlo y darle una salida final.

Cambiar la realidad implica, por el lado económico, eliminar obstáculos al crecimiento y generar mecanismos para atacar directamente las causas de la pobreza. Por el lado político entrañaría la reconstrucción del andamiaje institucional a fin de que éste represente mejor a la ciudadanía, establezca pesos y contrapesos efectivos, limite la capacidad de daño de la política y los políticos a la sociedad y enfrente el problema de la criminalidad y el narco de manera directa. Un gobierno que logre avanzar de manera decidida en estos frentes habrá eliminado las causas de apoyo popular al movimiento que comenzó su búsqueda del poder por medios electorales y ahora constituye un movimiento que desafía las instituciones.

Pero el movimiento que comienza a cobrar forma ya tiene una lógica propia, independiente de las fuentes de apoyo popular que cultivó a lo largo de la campaña electoral. De hecho, uno de los cambios más perceptibles que se dieron en paralelo con el plantón de Reforma y el Zócalo fue que AMLO decidió dar la espalda al apoyo popular para volcarse hacia los grupos de choque que ahora le acompañan y le son más apropiados para una estrategia de lucha en las calles fuera de los marcos institucionales. Desde esta perspectiva, marginar el movimiento que formalmente inició la semana pasada implicará una sagaz combinación de habilidad política, cooptación de liderazgos y apoyos, así como del uso de todos los recursos al alcance del gobierno. El objetivo no puede y no debe ser reprimir, pero sí aislar el movimiento y darle una salida. La alternativa sería poner en peligro la estabilidad del país y la viabilidad de la sociedad mexicana.

Lo anterior no es excesivo. La idea de crear un movimiento democrático suena romántico y motivador, pero no deja de ser atentatorio contra todos los logros que la sociedad mexicana ha tenido a lo largo del tiempo. Sin duda, ninguno de esos logros es suficiente, toda vez que la economía se encuentra estancada, la pobreza sigue aquejando a grandes proporciones de la población y las estructuras económicas, políticas y sindicales que existen no hacen sino preservar el statu quo. Pero, al mismo tiempo, la alternativa no es regresar al siglo XIX, una centuria de inestabilidad donde el progreso fue magro y la pobreza generalizada.

En política todos los momentos parecen decisivos, pero pocos realmente lo son. El momento actual podría ser el comienzo de una gran transformación nacional, pero también el de otra oportunidad perdida. A final de cuentas, el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.

 

Política y economía

Luis Rubio

En el mundo de hoy, afirmó alguna vez Henry Kissinger, la economía es cada vez más global y los negocios internacionales y las finanzas no tienen localización geográfica, pero la política es cada vez más local. Esta es la contradictoria realidad con la que todos los países, gobiernos y políticos tienen que lidiar, no siempre de manera exitosa.

México no es una excepción a la regla. Nuestra dinámica política es cada vez más localista, estrecha y provinciana. Cualquier detalle o noticia, por trivial que sea, adquiere dimensiones cósmicas, causando una crisis incontenible cada par de días. Por su parte, la economía no sólo no acaba de consolidarse, sino que evidencia una fractura cada vez más patente y grave entre las empresas que ya encontraron su camino en la economía globalizada y aquellas que pretenden abstraerse de esa realidad.

En el camino, millones de mexicanos padecen las consecuencias del choque de estas dos placas tectónicas: la de los políticos, siempre dispuestos a utilizar a las víctimas de nuestro mal enfocado desarrollo para su beneficio de corto plazo, y la de la economía mundial, cuya dinámica tiene vida propia y es inmisericorde. Lo peor de todo es que la mezquindad de los políticos, magnificada por un innecesario conflicto post electoral, ha convertido a la población más afectada por estos procesos, y menos capaz de beneficiarse (o, incluso, de defenderse) de los mismos, en meros peones de un juego de ajedrez perverso e incapaz de llevar al país a buen puerto.

Con todo, no deja de ser irónica la tensión político-económica que nos caracteriza. Si bien hay un amplio número de empresas plenamente integrado a la dinámica de un país moderno, así como a los circuitos económicos, tecnológicos y financieros que caracterizan al entorno económico, hay muchísimas más que no sólo están lejos de integrarse, sino que ignoran casi por completo la dinámica de la economía global, sus orígenes y características y, por lo tanto, la naturaleza del desafío. Al mismo tiempo, es paradójico que la vida productiva de tantos mexicanos se mantenga al margen de esa dinámica global, sobre todo porque, en la práctica, buena parte de la población, toda aquella vinculada a la migración hacia EUA, de hecho ha comprendido y actuado de acuerdo a los patrones de globalización que sobrecogen al mundo de hoy.

Pero nada de eso disminuye el choque entre estas dos dinámicas, la política y la económica. Mucho más importante, ese choque ha adquirido vida propia, haciendo cada vez más difícil su confluencia. Quizá no haya mayor desafío para la vida pública mexicana que este proceso contradictorio y, de hecho, antagónico, pues es el que condena al país a la búsqueda de soluciones fáciles, generalmente en el pasado, independientemente de que ninguna de éstas pueda resolver nada.

Hay dos maneras de observar e intentar caracterizar la perversa dinámica en que nos encontramos. Una manera es asomarse desde adentro, desde el corazón de la vorágine de las disputas políticas, e intentar dilucidar las corrientes, retos e implicaciones de todas ellas para el futuro del país. La otra es verlo desde afuera, localizar a México en el contexto internacional y compararlo con la manera en que otras naciones han reaccionado ante el mismo escenario.

La primera forma de enfocar el problema lleva a perderse en el marasmo retórico y demagógico en que se ha convertido la política nacional y, por lo tanto, a abandonar toda pretensión de encontrarle salidas al país. Para quienes se encuentran en esa tesitura, todas las soluciones son políticas, todos los retos están sujetos a la voluntad personal, la economía depende y se subordina a la política y mientras más libertad de acción exista para el actor político el funcionario, el gobernador, el coyote o el presidente, da igual mejor.

La segunda forma de enfocar el problema quizá tampoco permita una solución adecuada, pero por lo menos nos permite entenderlo de manera cabal. Para quienes lo observan desde afuera, la problemática adquiere un sentido de realidad contundente: la economía tiene su dinámica propia y le impone límites a la política, la política es un medio para hacer posible el desarrollo, pero no un objetivo, y las soluciones se tienen que encontrar en un esquema de equilibrios institucionales que garanticen certidumbre y transparencia, a la vez que acotan al gobernante.

Para los actores inmersos en la dinámica política, que no tienen interés o capacidad de otear al resto del mundo, es imposible darse cuenta de lo que ocurre en otras latitudes y, sobre todo, de las causas que condujeron a tal situación histórica. Para ellos lo único importante es el poder y no el desarrollo, es decir, lo que hemos tenido, con muy pequeñas y cortas excepciones, a lo largo de ocho décadas. Como consecuencia de esa manera de ver y entender al mundo es que los países acaban ensimismados y condenados a la pobreza. Ahí está Venezuela y Argentina como ejemplos plausibles.

En sentido contrario, para quienes hacen el esfuerzo por contextualizar nuestros dilemas, las conclusiones son totalmente diferentes: empiezan a entender que España, Chile, así como muchas otras naciones ejemplares, han dado grandes pasos adelante porque han creado y fortalecido sus instituciones (económicas y políticas) y han abrazado una estrategia de apertura integral, privilegiado al individuo como centro de su atención. Asimismo han promovido el desarrollo empresarial y colocado el énfasis en la educación como el corazón del capital humano, sin el cual el desarrollo es imposible.

La reciente contienda electoral evidenció qué tan lejos se encuentra el país de poder hacer suya una estrategia de desarrollo compatible con el mundo de hoy. El mejor ejemplo es el del candidato perdedor que no pierde oportunidad de atentar contra lo más delicado en el país: sus frágiles instituciones. El país requiere no sólo de instituciones fuertes, sino también de contrapesos al poder que garanticen, por el hecho de ser contrapesos, certidumbre y legitimidad. Evidentemente, también requiere a toda la población en una economía que crece con celeridad.

El fondo de esta situación es muy simple: de la misma forma en que un campesino emigra en busca de mejores oportunidades, los empresarios e inversionistas, es decir, los empleadores, pueden optar por otras latitudes y no hay nada que el gobierno pueda hacer por impedirlo, excepto crear condiciones propicias para que aquí inviertan y prosperen. En ello reside la nueva realidad política del mundo.

 

Exequias

Luis Rubio

A río revuelto, reza el dicho, ganancia de pescadores. Pero quien haya inventado el refrán jamás imaginó que el proceso postelectoral abriría la caja de Pandora y que el número y diversidad de pescadores sería tan revelador de nuestra realidad social y política. En este proceso todos los pescadores salieron en busca de fortuna. Los involucrados constituyen un grupo excepcionalmente visible y su común denominador ha sido muy simple: sacarle raja a la oportunidad. Para quienes estamos convencidos de que los individuos siempre buscan maximizar su interés personal, el comportamiento de estos actores clave en el país no es sorprendente. Lo que sí desconcierta es lo bajo de su mira, lo limitado de la visión de muchos de quienes tienen en sus manos el destino del país.

Un lamento generalizado estos días es que nadie piensa en el país, que todos anteponen su interés particular. Este es quizá el mejor resumen, el factor que distingue a los países exitosos y los que no lo son. La diferencia medular entre una nación exitosa y su contraria reside en la alineación de objetivos entre las personas y los del país; cuando éstos coinciden, las acciones de los individuos contribuyen al bien nacional. Un país exitoso logra que ambos se armonicen, creando con ello un círculo permanentemente virtuoso. Esto no ocurre en México, donde la norma es la divergencia de intereses y objetivos, algo que el drama postelectoral permitió observar con nitidez… y terror.

Si bien nadie debería esperar que el comportamiento individual fuese distinto al que observamos todos los días, no es nada grata la fotografía con la que concluimos este primer episodio de la sucesión más compleja de nuestra historia moderna. Lo que queda en el basurero es la imagen de los líderes de un país, los más exitosos y encumbrados en todos los sentidos concentrados en aprovechar el río revuelto, así como en crear una convulsión tan grande como fuese posible. Ahí está, por ejemplo, el narco, que aprovecha una coyuntura en la que todo mundo está distraído, para consolidar sus carteles a nivel nacional. Claramente, nadie debía esperar algo distinto del narco, pero sí de actores centrales que, en su lugar, nos han obsequiado como regalo la mezquindad más despreciable.

En la ventana de oportunidad que este río revuelto creó se pudo observar al empresario más poderoso aparentemente apostando para prolongar la agonía poselectoral y maximizar su flujo de efectivo, las rentas que le extrae al consumidor, por tanto tiempo como fuese posible. Todavía mejor si el periodo se extendía en la forma de un gobierno interino incompetente que paralizara toda decisión en el país. La parálisis se torna en el mejor mecanismo para preservar el interés personal, aunque ello implique la erosión de los valores económicos o políticos en el largo plazo. Todo se vale mientras aumente mi ingreso en el corto plazo, presumiblemente para alcanzar a Gates. A eso se llama altura de miras.

Pero el egoísmo y la vanidad no se limitan a intereses tan pequeños y obvios como el de un flujo de efectivo. Igual de chiquitos se vieron otros muchos actores. Aquellos que rodean al caudillo no porque compartan sus objetivos, sino porque confían en heredar los activos y bienes que dejará luego del funeral. Esos mismos que ahora se desviven por refrendar su respeto a las instituciones jugándole a las dos pistas, la del conflicto y la de la legalidad. Alguna tiene que pegar.

En esta lista presuntamente también está el rector de la UNAM quien arriesgó a la institución en aras de la oportunidad de llegar a la presidencia, así fuera por la puerta de atrás. Los académicos que, igual en una aventura personal, construyeron el caso de la nulidad no porque existieran elementos, sino porque eso servía a su causa. Los políticos que se cambiaron de tren en el último minuto no sólo para intentar purificar su pasado priísta en el altar de la redención perredista, sino para expiar sus propias culpas, como si nadie se diera cuenta. Ahora resulta, como afirmó uno de estos trashumantes, con la autoridad que le confiere la purificación, que mientras que la elección de 1988 fue limpia, ésta fue un muladar. Todo a la medida del comensal.

Los ejemplos son muchos, sus motivaciones muy distintas y la diversidad inmensa. Pero lo que a todos une es su enorme irresponsabilidad, magnificada por el hecho de que se trata de personajes públicos, líderes intelectuales, empresariales, políticos e incluso morales. Es decir, la crema y nata del país a la que muchos ven como ejemplo a seguir. Se trata de personajes en cuyos hombros descansa el presente y el futuro del país. Quizá por eso estamos como estamos.

Pero no todos los líderes políticos, empresariales o intelectuales son de la misma estirpe. Existen también personajes en estos mismos ámbitos y en todos los partidos dedicados a la vida institucional precisamente porque comprenden la enorme fragilidad de nuestras instituciones. Su presencia y actuar explica que el país haya funcionado, o al menos sobrevivido, en muchos momentos de nuestra historia, a pesar de que el conflicto entre intereses particulares y generales siempre haya estado presente. En ocasiones les llaman hombres-institución y lo que les distingue es una mayor altura de miras, una comprensión del carácter trascendente de la institucionalidad, así dependa ésta de sus valores más que de sus intereses (que no por ello, lógicamente, dejan de maximizar). Es decir, se comportan así porque creen en ello y no porque estén obligados a portarse de manera institucional.

Esa diferencia podría parecer nimia, pero su trascendencia es enorme. El país ha llegado a donde está no porque tengamos una estructura institucional idónea para su desarrollo, sino porque en momentos cruciales han existido individuos que han pensado más allá de su interés particular. En las últimas décadas, durante el periodo de erosión del viejo sistema político y sus reglas, hubo infinitas oportunidades para que el país se fuera por la borda. Sin embargo, esos individuos, cada uno desde su espacio, lograron evitar el caos. La coyuntura actual pone en evidencia tanto a quienes no ven más allá de su interés inmediato como a quienes comprenden el riesgo de jugar así. Pero un país no puede prosperar de esa manera. Por eso, la gran pregunta para nuestro futuro es cómo logramos que los intereses particulares y los generales coincidan para que las cosas funcionen porque así conviene a todos y no sólo porque alguien, por suerte, entendió que la alternativa era inaceptable.

 

No redimió

Luis Rubio

Vicente Fox es un manojo de contrastes. Propició el crecimiento desmesurado de expectativas, pero sus logros fueron más bien modestos; se mostró honesto y campechano a lo largo de todo el sexenio en un mundo político hostil con el que nunca pudo interactuar; facilitó el amplio crecimiento de las libertades personales pero concedió toda la cancha a los más reaccionarios de su partido; mantuvo un discurso visionario en paralelo con una total ausencia de estrategia. Fue un redentor que no redimió. El primer sexenio no priísta de la era moderna de México acabó siendo una gran oportunidad perdida a la que se debe buena parte del conflicto en que hoy estamos inmersos, aunque sus aciertos no son menores.

Fox es un buen hombre que creyó fervientemente que el problema de México era el PRI. En su perspectiva, el PRI era culpable de los males de México, por lo que su remoción equivalía a la solución de nuestros problemas. Este diagnóstico, simplista y hasta pueril, fue la guía sacrosanta del gobierno que logró renovar la esperanza de una gran parte de la población que ahora se siente no sólo traicionada, sino francamente engañada. Fox no entendió la naturaleza de su chamba ni el momento del país. Mostró enorme falta de juicio con el desafuero. Así como en su momento comprendió al electorado, fue incapaz de desarrollar una estrategia para la conducción de su sexenio. Acabó siendo el gobierno de botepronto, el régimen de las ocurrencias.

Luego de décadas del monopolio de un partido en el poder, era anticipable que el primer gobierno no priísta cometiera errores y pecara de ingenuidad. Inexplicable, por lo contrario, fue la absoluta incapacidad de comprender el momento histórico para responder con ello al electorado que con tanta ilusión lo aclamó aquel 2 de julio, no sin demandarle el igualmente famoso no nos falles.

Al llegar a la presidencia, Fox no había preparado nada. Dispendió el largo periodo del interregnum con sus head hunters en lugar de dedicarse a desarrollar una estrategia para su gobierno y construir el andamiaje político que la hiciera posible. En lugar de aprovechar el desconcierto y debilidad manifiesta del PRI para conformar la reorganización institucional del país, lo que algunos llaman reforma del Estado, de tal suerte que se estableciera la base de un Estado de derecho acordado por todas las fuerzas políticas, no pudo definir qué relación quería con el PRI o cómo habría de lidiar con el pasado. Seis años después, el pasado sigue persiguiéndolo y el Estado de derecho se puede apreciar, como probadita, en el campamento de verano en que se ha convertido el Zócalo y el Paseo de la Reforma.

El gran acierto del gobierno que está por terminar es quizá el menos vistoso, pero el más trascendente. En un país acostumbrado a crisis sexenales y a la destrucción sistemática del patrimonio de la población, Fox apostó por la estabilidad económica y financiera y no cejó en ello ni por un minuto. Claro de mente, responsable y práctico, no dejó que las presiones por el gasto lo distrajeran de lo esencial. A final de cuentas, la catástrofe del PRI comenzó precisamente cuando sus gobiernos dejaron de ser fiscalmente responsables. Lo último que haría un presidente de la oposición era caer en la misma trampa. Más allá de la crítica legítima a su gobierno, no es posible ignorar ni dejar de reconocer su excepcional acierto, que sin duda se podrá apreciar todavía más con la perspectiva del tiempo.

El gobierno que comenzó con lo que parecía imposible, la derrota del PRI, terminó muy poco después con su capitulación, primero ante Marcos y después en Atenco. El gran proyecto del gobierno fue derrotado por unos cuantos campesinos a los que no les sumaban las cuentas. Nadie en el gabinete tuvo la capacidad para entender las motivaciones y preocupaciones de los campesinos, en tanto los tiburones de la política vieron ahí la oportunidad de asestarle la estocada definitiva. El sexenio concluyó ahí, con unos cuantos machetes que intimidaron al gobierno legítimo que no entendió ni el proyecto del aeropuerto o la lógica de los dueños de la tierra, ni mucho menos supo ver o desarmar la andanada política que se le vino encima.

Vicente Fox es un buen hombre, sensible a las necesidades y problemas de México. Pero esos atributos no fueron suficientes para enfrentar los retos de una sociedad tan incrédula y una nación en lucha consigo misma. En lugar de procurar una nueva visión para el desarrollo del país, atizó las expectativas de lo que no era lograble y, en vez de conducir, dejó que las cosas pasaran por sí mismas. El actuar del presidente dejó un vacío que fue inmediatamente llenado por los peores intereses, al grado que hasta acabó discutiendo su pensión a lo largo de una contienda electoral que no era la suya.

Como todos los presidentes, Vicente Fox va a ser evaluado menos por lo que hizo que por lo que dejó de hacer. Al final de su sexenio, el presidente mantiene un alto nivel de popularidad, aunque la experiencia muestra que eso se explica mejor por la parafernalia mediática que lo rodea que por un sentimiento genuino de la población. En los próximos años quizá se aprecie con claridad que su legado de estabilidad económica no es nada despreciable, sobre todo porque, como lo ilustra Lula en Brasil, las economías que han atravesado traumas y crisis no se levantan de inmediato; requieren de un esfuerzo constante y sostenido que convenza a la población y a los mercados de que la estabilidad llegó para quedarse. Su sucesor tiene ahora la oportunidad de construir sobre lo que recibe y, con suerte, reestablecer elevadas y sostenidas tasas de crecimientos. El tiempo dirá.

A la mitad del vendaval de los tiempos aciagos y difíciles como los que dejó el proceso electoral reciente, es imposible determinar la profundidad del daño que dejó la falta de consistencia política y claridad de rumbo a lo largo de todo un sexenio. Es igualmente posible que las aguas retornen a su cauce y la población le confiera otra oportunidad al nuevo presidente, dejando tranquilo el legado de Vicente Fox, o que el conflicto y la tensión se conviertan en el pan de cada día de los próximos años, en cuyo caso el sexenio de Vicente Fox pasará no sólo al olvido, sino al ocaso.

Pero nada de eso resuelve el problema de México. El país lleva demasiados años paralizado y eso no augura nada bueno. Felipe Calderón tendrá que romper con la inercia para evitar lo que alguna vez escribiera Raymond Aron a propósito de su país: Como no hay evolución en Francia, dijo, de vez en cuando hay una revolución.

 

El 16 y después

Luis Rubio

Prudencia es el nombre de la estrategia seguida por el gobierno federal a lo largo de las semanas que lleva el plantón. La prudencia ha surtido su efecto, si bien no ha dejado satisfechas a las personas directamente afectadas ni a las que requieren cruzar la ciudad y se encuentra con impedimentos todavía más formidables a los acostumbrados. Las encuestas muestran que la población preferiría que el gobierno actuara con la fuerza pública, pero su prioridad número uno es evitar cualquier incidente violento. El nivel de tolerancia para la violencia policiaca en el país es ínfimo, lo que se acentúa por la ausencia de policías competentes, entrenados y disciplinados. Por todas estas razones, la manera en que el gobierno federal ha encarado el desafío que representa el plantón ha sido exitosa. Pero esa estrategia no es sostenible para el desfile del 16 de septiembre. Ahí las circunstancias cambian de manera radical.

 

Más allá de las incomodidades y costos que origina, el plantón constituye un desafío a la vida institucional del país. Por supuesto, quienes organizan, participan y soportan el plantón consideran que su actuar es democrático y legítimo. Resulta claro que en el país coexisten perspectivas e interpretaciones radicalmente opuestas sobre lo que constituye una base sostenible de desarrollo económico y político, pero también visiones contrastantes sobre temas elementales como la importancia de las instituciones y la solución institucional de los diferendos. Es decir, no sólo es un conflicto suscitado por el resultado de una elección; es un conflicto anclado en la existencia de profundas diferencias conceptuales sobre temas básicos para la convivencia colectiva.

 

Décadas de un sistema educativo orientado al control político y de la influencia de educadores que de entrada consideran que el desafío a la ley, el bloqueo de las vías públicas y la protesta violenta son métodos legítimos de lucha política, nos han llevado al momento que estamos viviendo. No menos importante es el legado de la vieja política mexicana que, sobre todo después del 68,  privilegió lo informal y lo ilegal, sobre lo institucional. Es decir, estamos cosechando lo que el viejo sistema político sembró y que el gobierno actual no modificó. No nos sorprendamos ahora por el desprecio a la ley y las instituciones de las que hacen gala los inconformes, ni las premisas de las que parten. Para ellos la ley sirve a los poderosos, las instituciones son represoras y el fraude es flagrante. Paso seguido, un presidente puede ser aclamado y ungido en la plaza pública sin más.

 

Hasta ahora, la estrategia del gobierno federal ha rendido frutos. Algunas de las fechas complicadas del mes de septiembre son salvables con la misma prudencia y disposición con que se ha venido encarando la rijosidad de los protestantes. Pero eso no es cierto para el festejo de la Independencia, pues ahí los actores son otros. La presencia del ejército y la tradición del desfile cambian la ecuación. Es posible que los participantes en el plantón vean en el desfile militar la oportunidad para salir del callejón sin salida al que llegaron con una estrategia que, si bien tenía un inicio obvio, no tiene un final definido.  Pero es igualmente posible que traten de desafiar al ejército, negociar cambios de ruta o buscar soluciones intermedias (por ejemplo, liberar un carril de Reforma y no toda la avenida). Sin embargo, es dudoso que cualquiera de esas “soluciones” fuera satisfactoria para un cuerpo que se precia de su disciplina y objetivos precisos y no de las medias tintas.

 

Lo que los políticos –y la población– han tolerado en estas semanas es probable que no sea tolerable para los militares. Visto así, los riesgos inherentes a una confrontación son enormes y todos los actores deben contemplarlos con claridad. Una cosa es que algunos políticos perciban como aceptable y legítima la protesta callejera, los plantones, el cierre de vías de comunicación (actos que pueden tipificarse como delitos penales) y se hagan de la vista gorda ante la presencia de elementos no institucionales y proclives a la violencia entre el grupo inconforme, y otra cosa es que la sociedad acepte y tolere la posibilidad de una confrontación entre el ejército y los rijosos. Si a lo anterior se agrega que hay elementos radicales dentro de estos grupos que esperan una oportunidad (un muerto por ejemplo) para justificar su movimiento, en las próximas semanas podríamos ver el fin de casi cuatro décadas de esfuerzos por sumar a la izquierda en los procesos institucionales, de los frutos de las sucesivas reformas políticas y de una exitosa candidatura para la presidencia.

 

La lógica del movimiento de protesta es muy clara. Por una parte, es evidente que se ha reconocido, pero no aceptado, que AMLO perdió la elección. Por otro lado, es igualmente evidente que el movimiento ha adquirido una dinámica cuyo objetivo es amenazar con la violencia para intimidar al gobierno (saliente y entrante) y eventualmente tumbarlo o, en su defecto, acumular suficientes fichas para negociar una salida. Es decir, aunque la retórica sigue siendo electoral, el movimiento ha avanzado en dos direcciones paralelas: una maximalista de presión sobre las instituciones, comenzando por el Trife en el momento actual y sobre la presidencia en la siguiente etapa; y otra para ir construyendo una salida que implique, por lo menos, la remoción de cualquier cargo penal sobre sus integrantes.

 

En otras palabras, más allá de la presión que el movimiento ejerce sobre el Tribunal Electoral y del ruido que pudiese causar en las próximas fechas cívicas, la verdadera lucha se enfila hacia el próximo gobierno. El próximo gobierno tendrá que enfrentar el reto con una gran capacidad para sumar, tender puentes y abrir espacios de diálogo, a la vez que despliega habilidad para resolver los impedimentos al crecimiento de la economía que tanto daño nos han causado.

 

Lo ideal sería que de ambas partes, gobierno y movimiento, surgieran voces, en público y/o en privado, que comenzaran a reducir la brecha. Si algo ha demostrado este periodo postelectoral es que el desafío es mucho más profundo, urgente y grave de lo aparente. Más importante, ese desafío no se relaciona con el movimiento mismo o con su fanatismo y estalinismo, sino con la enorme brecha de percepciones y concepciones que evidenció. En tanto no se cierre esa brecha, el jaloneo será permanente. Al mismo tiempo, un sólido avance en materia política, educativa y económica podría transformar la película de hoy en una oportunidad para construir algo mucho mejor que lo que jamás cualquiera antes imaginó..

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Todo cae

Luis Rubio

En política, como en física, todo acaba respondiendo a las leyes de la naturaleza. Aunque la ambición puede prolongar la agonía y dar la impresión de que es posible desafiar a la realidad, ésta acaba imponiéndose tarde o temprano. El movimiento encabezado por López Obrador ha gozado de ventajas excepcionales, pero no sobrenaturales. Ha sabido explotar una gran capacidad de manipulación mediática, utilizar el perfil de víctima que construyó desde la época del desafuero y, sobre todo, sacar enorme provecho del deseo de todas las fuerzas perredistas y sus aliados de no dejar la impresión de un rompimiento interno. En adición a lo anterior, muchos de los más aguerridos aliados y operadores del tabasqueño esperan traducir su apoyo, incluidos los excesos, en una herencia directa para ellos una vez que el movimiento pase a su siguiente etapa. En otras palabras, más que por convicción, la mayoría de los soportes principales del movimiento siguen ahí por un cálculo que, como todos, les puede salir igual bien que mal.

Mucho se ha discutido y escrito sobre el por qué del movimiento de protesta post electoral: que si AMLO nunca esperó perder y no había internalizado la posibilidad; que si en el fondo no es un demócrata y está demostrando ahora su verdadera cara; que si en realidad hubo un fraude (a la moderna o a la antigüita); que si AMLO está dispuesto a cualquier cosa, incluso el extremo de provocar la remoción del gobierno constitucional como ocurrió por su propia mano en Tabasco hace dos décadas (y como ha pasado recientemente, en manos de Evo Morales, en Bolivia). Sea cual fuere la explicación última, queda claro que no estamos viviendo una lucha democrática o por la democracia. Igual de claro es que este movimiento es posible y se mantiene porque, entre sus apoyos, hay muchos que perciben que sus pérdidas serían mayores de abandonarlo en este momento.

Todo esto comenzará a cambiar tan pronto se pronuncie el Tribunal Electoral. Una vez calificada la elección, los distintos integrantes del movimiento comenzarán a proteger y avanzar sus propias posiciones. Esto es obvio para los partidos que se integraron en la coalición electoral, pues sus intereses no coinciden con el devenir de López Obrador, sino con las curules que lograron en la cámara de diputados y el senado; en resumen, nada harán que amenace esos avances fundamentales. Pero el rompimiento necesariamente alcanzará también a las tribus del PRD, donde los cálculos y preocupaciones sobre el futuro no se han hecho esperar. Uno de los ejercicios más serios en este sentido se puede consultar en un documento publicado por el Instituto de Estudios de la Revolución Democrática con fecha del 3 de agosto del 2006 (Dos de julio de 2006: escenarios, alternativas y propuestas para impulsar la transición democrática en México) en el que se analizan los diversos escenarios postelectorales y, aunque se mantiene la ficción del triunfo de su candidato, en realidad se enfoca hacia la siguiente etapa de lucha, posterior al final del actual proceso.

No podía ser de otra manera. Si bien dentro del PRD hay contingentes dispuestos a dar la lucha hasta el final e incluso utilizar medios violentos para lograr su cometido, la mayoría de los perredistas son políticos que han aceptado la institucionalidad y la lucha democrática como valores y objetivos insoslayables. Para esos contingentes, el movimiento encabezado por López Obrador ha significado un retroceso con relación a los avances logrados por el partido para construir su propia legitimidad democrática. El movimiento no sólo ha minado la credibilidad del PRD, sino que ha puesto en primer plano a los contingentes más duros y recalcitrantes, aquellos acostumbrados a la violencia como medio de acción política, y existe el riesgo que ésta sea la imagen fija en la mente del electorado durante los años por venir.

La imagen es importante. Cuando se le preguntó por qué había tan pocos estadistas en el mundo, Napoleón afirmó que para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr, pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad. Cualquiera que sea la postura que cada ciudadano tenga sobre la elección del dos de julio pasado, nadie puede negar que hemos vivido mucho más la mezquindad que la grandeza. La mezquindad de quienes apoyan de manera pública y activa el movimiento que ha logrado desquiciar a la ciudad de México, incomodar a la población que más decididamente apoyó y votó por el PRD y ahora sólo se pregunta: ¿qué sigue?

Lo que sigue debe ser distinto para la sociedad y el PRD que ha aceptado la institucionalidad, respecto a quienes acaben perseverando en el movimiento iniciado por López Obrador. La sociedad mexicana ha vivido un proceso de polarización política e ideológica (más que social) que ha cimbrado a las instituciones. Antes, la fortaleza estructural de la presidencia permitía corregir el rumbo cuando un presidente se excedía en su retórica o en su actuar; pero la presidencia de hoy ya no cuenta con esos atributos y el actual ocupante no sabría emplearlos aun si los tuviera.

Además de proponer cursos distintos para el desarrollo futuro del país, la contienda pasada sirvió para crear o afianzar nociones de lucha de clases que dejan un halo de incertidumbre en el futuro. Para una parte de la sociedad, aquella que cree que su situación es culpa de los otros, la contienda habrá dejado la certeza de que, efectivamente, esos otros derrotaron un movimiento popular y no quedarán satisfechos con el porvenir. Para aquellos que creen en la necesidad de construir un orden social de convivencia como fundamento de credibilidad para un desarrollo económico efectivo, la contienda dejó mal sabor de boca: algo no está bien en el país y podría fácilmente empeorar. Ambas perspectivas son reales en el México de hoy y, de no matizarse, podrían convertirse en una profecía auto inflingida. Pero ahí también hay una oportunidad.

Las próximas semanas van a ser ricas en definiciones políticas y personales. Será un periodo particularmente arduo y penoso para quienes de manera igual inocente que premeditada, apoyaron una movilización cada vez más dudosa, riesgosa y preocupante. En lugar de repetir la mezquindad del candidato perdedor, la sociedad entera, incluyendo el gobierno y el candidato ganador, deberían exhibir la grandeza que ha estado ausente, darles generosa cabida y aceptar su reintegración en la sociedad institucionalizada, sin rencores.

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Gobierno

Luis Rubio

El país tiene que salir del sótano donde se encuentra metido. La semana pasada, la decisión inicial del TRIFE estableció los parámetros de la siguiente etapa del conflicto postelectoral, pero no cambió los factores de poder con los que tendrá que lidiar el próximo gobierno. Comenzamos la contienda electoral bajo el paradigma de una democracia que entra en un proceso sucesorio y descubrimos que el paradigma operativo es el de una disputa ciega por el poder, a cualquier precio. Resulta cada vez más patente que el futuro del país y del próximo gobierno van de la mano de su habilidad política para sobrellevar la actual crisis y construir una plataforma que rompa con la perversidad de la dinámica política actual. La democracia mexicana tiene problemas fundamentales que deberán ser enfrentados por la próxima administración y más vale que entienda el tamaño del reto con el que inicia.

Para comenzar, el próximo gobierno no tendrá tregua alguna, ni cien días para definir sus prioridades y programa de gobierno. El futuro presidente tendrá que definir su estrategia de gobierno, organizar su gabinete y articular alianzas mucho antes de recibir formalmente la estafeta. Pensar que el tiempo agotará a quienes están disputando la elección es absurdo, sobre todo a la luz del creciente radicalismo que caracteriza al candidato perdedor y a los grupos e intereses que se le están sumando. Esta es una lucha por el poder al margen de las instituciones, que debe ser entendida en ese contexto y contrarrestada en esa cancha, pero también en otras.

La lucha política de las últimas semanas ha cobrado formas que amenazan la estabilidad del país, ponen en jaque la viabilidad del próximo gobierno y, en muchos casos, distan de ser democráticas, pero claramente no hay unanimidad en las filas perredistas en torno a ellas. Al tiempo que evoluciona el movimiento detrás de la disputa, se definen sus propósitos y disciernen las estrategias. Hoy resulta patente que esta lucha por el poder siguió las formas democráticas en un inicio, pero ahora ha adoptado la doble vía del reclamo institucional y la presión no institucional por medio de bloqueos, marchas y movilizaciones.

Los más radicales entre los contingentes perredistas abogan por una estrategia de movilización permanente encaminada a la erosión del poder presidencial y su posterior capitulación, como ocurrió en Ecuador y Bolivia. Pero no todo el PRD está en esa ruta. Dentro del propio PRD existen numerosas perspectivas sobre cómo seguir adelante, lo que abre oportunidades para la convivencia social y política en los próximos años. El peor de todos los mundos consistiría en una cerrazón de ambos campos, cerrazón que no haría sino radicalizar a los radicales y destruir todo vestigio de convivencia democrática y desarrollo político.

El próximo gobierno tendrá que articular una estrategia que no sólo revierta el aguerrido clima de la contienda y del conflicto político posterior a los comicios, sino que deberá, además, ganarse la legitimidad con su actuar cotidiano. La candidatura de López Obrador atrajo a millones de mexicanos que se han rezagado y claman por respuestas concretas; el próximo gobierno tendrá que responder no sólo al reclamo de los políticos que disfrutan las marchas, los plantones y el conflicto, sino también, y sobre todo, al de millones de mexicanos que no ven la suya por falta de oportunidades, capacidades e instrumentos para su desarrollo.

En otras palabras, el próximo gobierno tendrá que actuar en por lo menos dos pistas: la conciliación, el liderazgo y la articulación de una base de apoyo para la trasformación del país en un mundo global; y la reorganización del gobierno y la economía para hacer posible un rápido crecimiento del producto, el empleo y el ingreso. Fracasará igual un gobierno dedicado a satisfacer sus peores instintos partidistas que aquel dedicado exclusivamente a la construcción de acuerdos políticos sin sustancia en términos del desarrollo de la población.

No hay estrategia posible en la actualidad que no pase por el requisito doble (y complementario) de la concordia nacional y el crecimiento económico. Todo lo que proponga el próximo gobierno tendrá que estructurarse dentro de esta dualidad. El problema es cómo aterrizar estos conceptos. La concordia tiene que nacer del diálogo, la negociación y el liderazgo. Una buena convocatoria a la reflexión y el diálogo entre intelectuales, permitiría abrir espacios que hoy no sólo están cerrados, sino que experimentan una polarización mayor a la que se presenta entre los propios políticos. Por lo que toca al gobierno, la concordia tiene que convertirse en estrategia de gobierno reflejada en programas, un discurso incluyente y el nombramiento de los futuros colaboradores. No tendría sentido alguno proponer la concordia para luego acudir a los representantes de las alas duras del partido, en lugar de convocar a personajes con la capacidad de construir puentes, dialogar y desarticular conflictos, es decir, de gobernar.

Independientemente de la viabilidad del proyecto económico o político de López Obrador, no hay la menor duda que su convocatoria tocó fibras sensibles y fue muy atractivo para una amplia porción de la población, seguramente mucho mayor a la que de hecho votó por él. De particular importancia es la polarización social que caracteriza al país (y, en realidad, al mundo), y para la cual no ha habido respuesta gubernamental alguna. Pensar que es posible abandonar el proceso de globalización característico del mundo actual, es claramente absurdo, pero eso no significa que la población deba seguir exponiéndose sin instrumentos a los avatares de la economía o, como dice el dicho, marchar a la guerra sin fusil. La estrategia económica que propuso AMLO era errada, pero no así el problema que diagnosticó.

El país requiere de una transformación cabal. La economía es endeble y no resuelve los problemas de pobreza, desempleo y desazón que experimenta la población. Las estructuras institucionales no responden a las demandas políticas e ignoran los reclamos ciudadanos. Todo esto ha creado una catarsis que, bien conducida, puede crear las condiciones para la transformación que el país requiere y por la que sin duda votó la abrumadora mayoría de la población, así lo haya expresado a través de candidatos distintos. Como dice el proverbio chino, los tiempos de crisis también son tiempos de oportunidades. La clave radica en la manera en que el próximo gobierno comprenda el reto y se organice para enfrentarlo.