¿Qué hacer?

Luis Rubio

Los monopolios y las prácticas monopólicas inhiben el desarrollo e impiden el progreso del país. Eso es cierto tanto en la política como en la economía. En la política, tres partidos controlan el acceso al poder, determinan las reglas para la creación de nuevos partidos y, aunque parezca increíble, establecen los criterios conforme a los cuales la ciudadanía puede ser representada. En la economía, un puñado de empresas impone precios y (mala) calidad a los consumidores, de la misma forma que un grupo igualmente pequeño de sindicatos se ha adueñado de vastos sectores de la economía y de la educación. El país trabaja para ellos. El problema es que resulta más sencillo hacer un juicio tajante sobre los efectos de la falta de competencia que diseñar estrategias idóneas para cambiar la realidad.

Tan pronto se inicia el análisis de estos temas, es evidente que no existe una solución mágica que resuelva todos estos problemas de una sola vez. Sin embargo, sí podrían articularse respuestas diferenciadas que permitieran mayor competencia sector por sector, pero esto requiere definiciones políticas fundamentales.

Para comenzar, aunque hay muchas quejas sobre los usos y abusos de poder perpetrados por actores económicos, políticos y sindicales, toda la construcción institucional del país crea, promueve y sostiene esas estructuras que tanto se denuncian. La Secretaría de Economía no define sus funciones en aras de elevar la competencia al interior de la economía mexicana para beneficio del consumidor, sino que la entiende como un factor de apoyo a los productores nacionales. La SCT defiende y protege el statu quo en las telecomunicaciones. Los partidos políticos se oponen a la competencia directa por las curules en el congreso y la reelección de legisladores. Todos procuran el apoyo de sindicatos cuyo poder y riqueza se deriva de los contratos colectivos. Es decir, la competencia es estructuralmente incompatible con nuestra realidad política.

En este sentido, lo primero que deberíamos hacer para crear un entorno competitivo es cambiar nuestra manera de ser y de concebirnos. La estructura de la economía y la política en el país es producto de una serie de decisiones que se han acumulado a lo largo del tiempo y que hoy se traducen en la triste realidad que tenemos. Por décadas, si no es que por siglos, el país y cada uno de sus gobiernos ha privilegiado la creación de áreas de influencia para el beneficio particular. Antes se otorgaban concesiones y alcabalas para que algún amigo del virrey o gobernante en turno pudiera explotarlas; hoy se adjudican pensemos en la renovación de concesiones de radio y televisión para apoyar al gobierno en la próxima elección: el tema cambia pero el criterio permanece, independientemente del partido que ocupa la presidencia. De esta manera, el dilema real no es sobre los poderes fácticos o los monopolios sino sobre el criterio que norma la toma de decisiones. Mientras el sistema siga prefiriendo el control sobre la competencia o sea, el clientelismo sobre el desarrollo, lo que cosechará serán poderes e intereses ultra poderosos a costa del consumidor y el crecimiento.

Como en otros ámbitos de la política pública, la discusión sobre los monopolios está mal enfocada. Lo que importa no es el comportamiento de una empresa o un sindicato, sino el entorno que propicia su existencia. Históricamente, los gobiernos han creado un entorno que privilegia la concentración de poder porque eso funciona para ejercer el control político. Como reza el dicho, no tiene la culpa el indio sino el que lo hace compadre: en México, el gobierno estimula la proliferación de compadres. Cuando la población y el sistema político en conjunto reconozcan que la existencia de monopolios es perniciosa, el país comenzará a cambiar.

Como lo muestran España, Francia, Japón y Corea, por un lado, o Taiwán y China, por otro, no existe un solo modelo de competencia. Algunos países privilegian el desarrollo de grandes consorcios, otros fomentan la fragmentación de los mercados. En Francia y en Japón dominan las grandes empresas, mientras que en Taiwán y en China proliferan las pequeñas. Pero esos países, no obstante su diversidad y capacidad competitiva, muestran que no hay una situación de competencia perfecta. China tiene un sistema político centralizado y Francia, país que acoge a algunas de las empresas más formidables del orbe, preserva una estructura política que confiere enorme poder a grupos de interés como los agricultores y algunos sindicatos. Estos países también revelan que la solución a los problemas de competencia y monopolio generalmente descansa más en el entorno creado por el gobierno que en acciones de autoridad individuales.

Nuestro pasado generó condiciones que resultaron funcionales en su momento. Sin embargo, la globalización y los cambios políticos y económicos que el país ha experimentado en las últimas décadas, han creado una serie de desfases y concentraciones de poder que contraponen a una sociedad grande y demandante con una economía poco exitosa y productiva. Si bien lo deseable sería una modernización cabal de las estructuras institucionales y del sistema de regulación en su conjunto, eso requeriría un ejercicio mayúsculo de transformación política. El riesgo de no hacerlo podría desatar una ola contra la empresa privada en general, que acabaría por matar a la gallina que crea los empleos.

Con todo, quizá sería posible comenzar a abrir espacios de competencia a través de decisiones puntuales en actividades y sectores de tal suerte que, poco a poco, se vaya transformando el entorno competitivo del país. Evidentemente, nada de eso reformaría la estructura del poder (partidos y sindicatos), pero sí permitiría alterar el espacio productivo que afecta a los consumidores.

Un gobierno decidido a crear un ambiente competitivo podría dar los primeros pasos cambiando la lógica de la administración económica, adoptando, por ejemplo, un arancel cero para todas las importaciones, incluyendo los bienes y servicios susceptibles de ser comerciados, como los energéticos, así como la eliminación de restricciones a la inversión extranjera, para privilegiar al consumidor y acabar con muchas fuentes de corrupción. Y ese es el punto de fondo: en su esencia, lo que el país tiene que decidir es si va a privilegiar al ciudadano y al consumidor o al statu quo de los que detentan el poder en cualquiera de sus manifestaciones. Es decir, la verdadera decisión es entre adoptar un esquema competitivo o construir un nuevo pacto político entre los grandes poderes y el gobierno. Pretender cambiar un factor aquí o allá no haría diferencia alguna.