Otro enfoque

Luis Rubio

La economía mexicana lleva más de cuarenta años de convulsiones, pero todavía no ha encontrado su camino. En este tiempo se han presentado toda clase de evaluaciones y propuestas para enfrentar los problemas: desde el propio Antonio Ortiz Mena como secretario de Hacienda planteando modificaciones al desarrollo estabilizador, hasta la agria campaña de AMLO el año pasado. Echeverría abandonó el desarrollo estabilizador e inauguró la era de crisis por todos conocida. Salinas empezó una fase de reformas que nunca concluyó. Fox desaprovechó la oportunidad, encabezando un gobierno fallido que sólo prolongó la agonía, además de empeorarla.

En las discusiones acerca de cuál ruta tomar ha habido de todo: propuestas de más gasto y de menos gasto, apertura o cierre de la economía a las importaciones, programas para atraer la inversión extranjera lo mismo que planes para limitarla. Las recetas son muchas y se han probado, algunas con resultados catastróficos. Sin embargo, hemos sido incapaces de alcanzar una tasa de crecimiento elevado y sostenido. Ya es hora de cambiar el enfoque.

Más allá de las interminables propuestas vertidas, quizá sea tiempo de pensar de otra manera. No me cabe la menor duda que, para prosperar, una economía requiere ciertos fundamentos sin los cuales el crecimiento es imposible. Esos fundamentos tienen que ser creíbles, es decir, permanentes y no formar parte de esa incertidumbre eterna que nos caracteriza.

Hay obviedades, por supuesto: el entorno macroeconómico (sin estabilidad nadie puede planear); las regulaciones, que hacen la vida imposible al empresario potencial y lo motivan a dedicarse a otra actividad o vivir en la informalidad; la burocracia, que exprime a ciudadanos y productores matando toda iniciativa. Parecen verdades de Perogrullo pero no lo son y un ejemplo dice más que mil palabras: hace un año, una conocida mía pretendía comprar un coche. El vendedor le explicó las opciones de financiamiento: tomar un crédito a tasa de interés fija relativamente alta o a una tasa variable más baja pero con el riesgo de altibajos. Lo revelador fue la forma en que lo planteó: todo dependía del posible ganador de las elecciones: tome la tasa de interés fija si cree que ganará López Obrador, tome la variable si piensa será Calderón.

Aunque nadie puede garantizar la estabilidad, que depende de variables no siempre controlables, es evidente que en México no hay un consenso al respecto y esa es una fuente de enorme incertidumbre. A diferencia de lo comentado por el vendedor de coches, recuerdo alguna vez la forma en que Felipe González, a la sazón presidente de España, anunció las consecuencias de un incremento en los precios mundiales del petróleo: palabras más, palabras menos, dijo: acabamos de hacernos más pobres y tendremos que encontrar la forma de elevar la productividad para absorber el golpe. Es decir, su respuesta fue la de un mandatario comprometido con la estabilidad, no la de alguien que juzga la estabilidad como un factor secundario o exógeno.

Pero más allá de los fundamentos elementales, que sin duda han mejorado en el país, quizá sea tiempo de preguntarnos por los temas de fondo que afectan las decisiones de los potenciales empresarios. Nadie ha dedicado tanta cabeza a este tema como Gabriel Zaid. Desde El progreso improductivo hasta sus artículos periodísticos recientes, Zaid ha hecho una crítica al enfoque implícito en la política económica. Desde su perspectiva, el problema reside en la microeconomía: en los impedimentos que hacen imposible la vida de un empresario; en la mentalidad que motiva las decisiones de los burócratas; en la creencia de que más burocracia, y más requisitos burocráticos, son siempre la solución a cualquier problema. La mentalidad burocrática que ha tomado control de la economía mexicana desde los setenta sólo sesga las decisiones de inversión, limita el desarrollo empresarial y condena al país a tasas miserables de crecimiento.

Hace unos treinta años visité la fábrica de un amigo. Producía medicamentos y estaba solicitando la aprobación de la FDA, la agencia responsable de medicamentos y alimentos de EUA, para poder maquilar y vender sus productos a laboratorios estadounidenses. La fábrica crecía de manera orgánica: con una inversión inicial gracias al ahorro del dueño y préstamos de familiares, todo el dinero se había destinado a construir el laboratorio. En lugar de oficinas había un pequeño cuarto con techo de lámina, tres escritorios y un enjambre de cables telefónicos. Unos años después, cuando el laboratorio producía de manera constante, mi amigo construyó un pequeño edificio de dos pisos para las oficinas y una cochera al nivel de la calle. Era un empresario prototípico de la zona industrial aledaña al DF.

Platicando con él en aquella visita, me comentaba sobre el contraste entre el proceso de aprobación de una solicitud por parte de la FDA y los inspectores de la entonces SSA. Los inspectores americanos consideraban los procesos productivos, la toma de decisiones, el apego a los manuales, es decir, todo lo que hacía predecible y confiable una línea de producción. Los inspectores mexicanos destinaban sus esfuerzos para buscar anomalías físicas, no necesariamente relacionada con la producción, con el objeto de girar una sanción y, así, negociar con el afectado el pago de una mordida. El contraste entre ambos posturas ilustra las diferencias de enfoque y de poder de las burocracias.

La fábrica se vendió años más tarde, pero lo interesante es que sirve de ejemplo a las críticas persistentes de Zaid. Cuando una empresa grande propuso la adquisición, mi amigo estaba preparando un gran plan de expansión. Su cálculo era que el nuevo laboratorio costaría aproximadamente un millón y medio de dólares. Cuando la empresa adquiriente analizó el proyecto, su conclusión fue que el costo sería de 37 millones. Hablando sobre la abismal diferencia en el cálculo, resultó que ésta era de enfoque: para mi amigo lo primero era el laboratorio (con reactores hechos a mano y en las instalaciones) y éste produciría el efectivo que le permitiría construir otras instalaciones, oficinas y demás. Para la empresa adquiriente, los reactores serían importados y el cálculo comenzaba por el ejército de ejecutivos y las prestaciones que los acompañarían. Al final, ambos acabarían produciendo lo mismo.

Dudo que un empresario como aquél sea concebible hoy en día dado el enfoque que prevalece en la administración microeconómica del país.