¿Transición?

Luis Rubio

Ya es tiempo de reconocer, y aceptar, que México no transita hacia la democracia. Ciertamente, atrás quedó el viejo sistema político con sus estructuras semiautoritarias y los mecanismos de control que hacían del partido en el poder un instrumento excepcional para mantener la disciplina política y gobernar. Pero en lugar del viejo sistema nos hemos estancado en un nuevo estadio político en el que no hay avances hacia una mayor representatividad y  efectividad gubernamental. Lejos de arribar a la democracia, conservamos muchas de las viejas estructuras autoritarias (algunos sindicatos son el ejemplo más obvio) al lado de mecanismos excepcionales de transparencia. Es decir, abandonamos el muelle del viejo sistema pero no llegamos a la estación de la democracia. Puesto en otros términos, aterrizamos en una estación distinta a la que se pretendía llegar y no estamos transitando hacia ningún otro lugar. Otras cosas tendrán que pasar para romper la inercia del estadio al que llegamos.

Lo que hacía funcionar al viejo sistema dejó de existir. La nueva realidad combina en forma extraña restos de bastiones autoritarios que no sólo se han adaptado a las nuevas circunstancias, sino que han aprendido a explotarlas con todavía mayor éxito que en el pasado. Algunos de esos bastiones, como los partidos, han experimentado algún grado de transformación, pero ahora se han adueñado de la vida política. El Congreso emplea los bríos de nuestra precaria democracia para controlar, impedir e incluso castigar al ejecutivo.

A pesar de lo anterior, nadie puede dudar que el cambio logrado entraña más beneficios que perjuicios. Quizá el mayor de ellos radica en la desaparición del potencial de abuso que antes se concentraba en un solo personaje. Eso no significa que el abuso haya desaparecido pero, por decirlo de alguna manera, se ha democratizado: ahora hay un sinnúmero de potenciales fuentes de abuso, la mayoría de ellas de menor dimensión a las del pasado. La competencia electoral, sumada a algunas ventanas de transparencia y a un poder desconcentrado, trae consigo dificultades nuevas, pero disminuye la posibilidad de que un hombre decida por todos y esa es una mejoría nada despreciable.

Comencemos por revisar algunas razones obvias por las que México carece de democracia:

  1. Hay elecciones competidas (no siempre respetadas), pero no existen mecanismos de representación efectivos, que son, a final de cuentas, la esencia de la democracia. El ciudadano no es la razón de ser de la democracia mexicana. Más bien, al revés, son las corporaciones sindicales, políticas, paraestatales y empresariales las que deciden por los ciudadanos
  2. La justicia de los políticos ha mejorado a nivel de la Suprema Corte, pero el poder judicial sigue estando viciado, sufre de corrupción y no le sirve al mexicano de a pie para resolver las injusticias cotidianas o excepcionales.
  3. La competencia política es sumamente limitada, el acceso a la competencia extraordinariamente costoso y las decisiones siempre acaban siendo impuestas por la soberanía de los partidos. Otra vez, la ciudadanía nada tiene que decir.
  4. A diferencia del viejo sistema, hoy existen contrapesos frente al poder del ejecutivo, pero no así con respecto al poder del legislativo. Ganamos una, pero perdimos cientos más del otro lado.
  5. Todas las discusiones relativas a la transformación institucional del país acaban versando sobre cómo maximizar las ventajas y el poder de los partidos y el legislativo. Nadie está preocupado por construir un sistema de pesos y contrapesos o de encontrar un equilibrio que conduzca a un mejor sistema de gobierno. Lo que se procura es más poder para un lado, no un mejor país.
  6. Algunos sindicatos controlan las principales fuentes de oportunidad para la movilidad social y el desarrollo presente y futuro del país (por ejemplo, educación y energía), pero no existen mecanismos de contrapeso frente a éstos y sus objetivos son estrictamente políticos y pecuniarios.
  7. Sin duda, se ha ganado en el terreno de la transparencia y la libertad de expresión, pero hemos caído en otro berenjenal: en ausencia de reglas (incluida ahora la preocupante despenalización de la difamación), el potencial de abuso y exceso se magnifica. Nadie puede objetar la existencia de mayor libertad, pero tampoco queremos caer en lo que Jorge Castañeda ha acuñado como “comentocracia”. Tampoco se puede ignorar la absoluta falta de respeto a la libertad de otros, como ilustró la presentación del libro de Carlos Tello Díaz en fechas recientes.
  8. El nuevo estadio político no es mejor para lidiar con una de nuestras peores características: la desigualdad social. El famoso “cambio” logró desarticular la vieja presidencia pero dejó intactas todas las estructuras socioeconómicas y políticas. El statu quo no permite atacar el problema de fondo, la falta de movilidad social, y no hay ninguna propuesta en el espectro político, incluidas las “alternativas”, que ofrezcan algún viso de oportunidad en esta materia.
  9. El abuso se ha “democratizado”. La causa ya no reside en una persona, pero el abuso sigue siendo ubicuo: lo mismo el inspector gubernamental que Telmex, la burocracia o las empresas eléctricas. Se nos dice que no pagamos suficientes impuestos, pero las dependencias gubernamentales no cumplen con su función. ¿Democracia? ¿Para quién?
  10. Sin duda los mexicanos poseemos muchas más libertades que antaño, pero eso no nos hace democráticos. Para Karl Popper, el fundamento de la democracia reside en que el sistema político esté constituido de tal forma que la ciudadanía pueda deshacerse de los malos gobernantes sin violencia ni derramamiento de sangre. Bajo ese rasero −y si observamos la inseguridad, la violencia, la falta de aceptación de las reglas del juego y la sucesión de malos gobiernos−, la democracia mexicana ni siquiera aprueba de panzazo.

 

No es posible negar algunos de los avances de nuestra política, pero resulta imposible defender que se trata de problemas de la transición. Todo indica que hemos arribado a un nuevo estadio y la lucha política hoy no es sobre cómo avanzar para construir un sistema político efectivo, sino qué hacer para mantener el control y, en todo caso, distribuir el poder entre quienes lo detentan. En este proceso hay claros intentos de reconstrucción de la vieja estructura centralizada, empatados con aquellos orientados a consolidar al poder legislativo como un mecanismo destinado a mantener el statu quo. Arribamos a un lugar distinto a la democracia y ahora tenemos que lidiar con esa nueva realidad.

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