Luis Rubio
Un nuevo gobierno representa una nueva oportunidad. Como cuando nace un niño, la esperanza es siempre infinita. Aunque la experiencia aconseje cautela, la expectativa de que “esta vez” todo será diferente está siempre presente. Por supuesto, en nuestro caso, esa esperanza siempre viene aderezada del tradicional fatalismo del mexicano que tiende a poner las cosas en perspectiva con el dicho popular que afirma que “no hay mal que dure seis años”. Pero, más allá de la adversidad que caracterizó su inauguración, no existe razón para pensar que un nuevo gobierno no podrá hacer la diferencia, rompa con ese fatalismo y abra la puerta hacia una nueva era de desarrollo del país.
El país padece un terrible mal de enfoque: en lugar de orientar nuestros esfuerzos, comenzando por los del gobierno, hacia lo que puede transformar la vida de la población en un sentido positivo, los recursos se dirigen hacia la preservación del statu quo y los proyectos favoritos de los gobernadores, que rara vez son los más rentables, los deseados por la población o los que podrían construir los cimientos de la economía y sociedad del futuro. La promesa de una transformación cabal que nació con la negociación del TLC, se evaporó en los años siguientes al volver a nuestras formas tradicionales de hacer las cosas, ignorar el potencial de los habitantes y cerrar las puertas a la economía del mañana.
Todo eso se puede comenzar a revertir con la inauguración de un nuevo gobierno. La clave es el enfoque. El nuevo gobierno tendrá que definirse y esa definición podrá tomar muchas formas, pero en el fondo, lo esencial dependerá de cómo se ve a sí mismo. El gobierno podrá enfocarse hacia los pobres o los ricos, los grandes o los chicos, pero su éxito dependerá de dos factores: qué hace por el consumidor y qué proporción de la población logra sacar del mundo de la marginación.
En la década pasada, el país experimentó grandes cambios y escarmientos. La crisis del 95 dejó una profunda huella en el comportamiento de los políticos, a la vez que abrió todas las heridas y despertó agravios acumulados por siglos en la sociedad. La economía superó la crisis, pero no logró alcanzar tasas elevadas de crecimiento; la vida política experimentó una creciente apertura que posibilitó la primera alternancia de partidos en el gobierno de nuestra era, todo ello sin haberse creado las estructuras institucionales necesarias para el funcionamiento eficaz de una democracia incipiente. La disputada elección de julio pasado selló una década de conflictos, expectativas insatisfechas y desgobierno. ¿Podrá Felipe Calderón cambiar las tendencias resultantes?
Lo que el país requiere es un nuevo futuro. En alguna ocasión, Paul Valéry dijo que “el problema de nuestro tiempo es que el futuro ya no es lo que solía ser”. Quizá lo que México necesita es redefinir su futuro, no mediante la inflación de las expectativas como hizo el presidente saliente, sino transformando la realidad. Y esa realidad se define por la manera como el próximo gobierno enfoque sus prioridades y, sobre todo, su concepción de lo que el país requiere y el gobierno puede hacer al respecto.
Si uno observa al país con detenimiento, encontrará circunstancias y realidades muy concretas que desafían mucho de lo que damos por sentado. Por ejemplo, la economía del país sí ha crecido en los últimos años y lo ha hecho con celeridad. El problema es que sólo una parte del país ha experimentado ese proceso, mientras que otra se ha rezagado. Aunque al norte le ha ido mejor, en términos generales, hay muchos casos de empresas, personas y regiones exitosas en los lugares más recónditos de Chiapas, Veracruz y Oaxaca. Lo que el país no ha experimentado es un crecimiento sostenido de la economía que beneficie por parejo al conjunto.
De hecho, el proceso que hemos experimentado es, a la vez, mucho mejor y mucho peor de lo aparente. Es mucho mejor porque un sinnúmero de personas y empresas ha logrado transformarse exitosamente y adecuarse a las demandas de la economía internacional. Esas personas y empresas se adaptan y ajustan a las cambiantes circunstancias sin mayor dificultad. Al migrar y encontrar nuevas formas de ganarse la vida, muchos de los mexicanos más pobres del país han mostrado la misma capacidad de adecuación y éxito, demostrando que no hay nada que impida romper con nuestro fatalismo y salir de nuestro letargo.
Pero el otro lado de la moneda no es menos real. Millones de mexicanos se han quedado rezagados, sobreviven desde hace décadas, cuando no siglos, realizando las mismas actividades no rentables y poco productivas, sin acceso a marcos de referencia que les permitan la transformación requerida. En este terreno, el contraste con países como China o Chile, cada uno en su justa dimensión, es impactante.
La gran diferencia con China es la capacidad que esa nación ha tenido para integrar olas sucesivas de nuevos demandantes de empleo en la economía moderna. En lugar de proteger la planta productiva existente, el gobierno chino se ha dedicado, en cuerpo y alma, a hacer posible la planta productiva del futuro y con ese criterio le ha abierto oportunidades a cientos de millones de chinos. Chile hizo dos cosas que constituyen un enorme aprendizaje para nosotros. Por un lado, centró el desarrollo de su economía en el consumidor: las acciones del gobierno no se miden por el éxito de los productores, sino por cómo se satisface al consumidor, al ciudadano. Por otro lado, a través de una profunda reforma educativa cuyo eje rector fue el transformar la capacidad productiva de las personas, le abrió oportunidades de desarrollo a todos los ciudadanos, no sólo a aquellos que, por cualquier circunstancia, tenían ventajas de origen.
La agenda del nuevo gobierno tiene que ser la del crecimiento económico en el contexto de la transformación de las estructuras sociales y económicas tradicionales. Sólo una acelerada tasa de crecimiento económico permitirá romper el fatalismo que nos inhibe, pero sólo una transformación estructural –social, económica, de la justicia y la seguridad pública– nos permitirá integrar a la sociedad que ha estado rezagada y marginada.
La función del gobierno es la de hacer posible el desarrollo de la sociedad. En lugar de quemar su pólvora en infiernillos, el nuevo gobierno haría bien en sumar a los políticos, incluidos los revoltosos, en un gran ejercicio transformador donde sea la población el eje rector. Como diría Mafalda, “hay que empujar al país para llevarlo adelante”. Felipe Calderón va a requerir mucho empuje y el apoyo de toda la población.