Oportunidad

Luis Rubio

Un nuevo gobierno representa una nueva oportunidad. Como cuando nace un niño, la esperanza es siempre infinita. Aunque la experiencia aconseje cautela, la expectativa de que “esta vez” todo será diferente está siempre presente. Por supuesto, en nuestro caso, esa esperanza siempre viene aderezada del tradicional fatalismo del mexicano que tiende a poner las cosas en perspectiva con el dicho popular que afirma que “no hay mal que dure seis años”. Pero, más allá de la adversidad que caracterizó su inauguración, no existe razón para pensar que un nuevo gobierno no podrá hacer la diferencia, rompa con ese fatalismo y abra la puerta hacia una nueva era de desarrollo del país.

El país padece un terrible mal de enfoque: en lugar de orientar nuestros esfuerzos, comenzando por los del gobierno, hacia lo que puede transformar la vida de la población en un sentido positivo, los recursos se dirigen hacia la preservación del statu quo y los proyectos favoritos de los gobernadores, que rara vez son los más rentables, los deseados por la población o los que podrían construir los cimientos de la economía y sociedad del futuro. La promesa de una transformación cabal que nació con la negociación del TLC, se evaporó en los años siguientes al volver a nuestras formas tradicionales de hacer las cosas, ignorar el potencial de los habitantes y cerrar las puertas a la economía del mañana.

Todo eso se puede comenzar a revertir con la inauguración de un nuevo gobierno. La clave es el enfoque. El nuevo gobierno tendrá que definirse y esa definición podrá tomar muchas formas, pero en el fondo, lo esencial dependerá de cómo se ve a sí mismo. El gobierno podrá enfocarse hacia los pobres o los ricos, los grandes o los chicos, pero su éxito dependerá de dos factores: qué hace por el consumidor y qué proporción de la población logra sacar del mundo de la marginación.

En la década pasada, el país experimentó grandes cambios y escarmientos. La crisis del 95 dejó una profunda huella en el comportamiento de los políticos, a la vez que abrió todas las heridas y despertó agravios acumulados por siglos en la sociedad. La economía superó la crisis, pero no logró alcanzar tasas elevadas de crecimiento; la vida política experimentó una creciente apertura que posibilitó  la primera alternancia de partidos en el gobierno de nuestra era, todo ello sin haberse creado las estructuras institucionales necesarias para el funcionamiento eficaz de una democracia incipiente. La disputada elección de julio pasado selló una década de conflictos, expectativas insatisfechas y desgobierno. ¿Podrá Felipe Calderón cambiar las tendencias resultantes?

Lo que el país requiere es un nuevo futuro. En alguna ocasión, Paul Valéry dijo que “el problema de nuestro tiempo es que el futuro ya no es lo que solía ser”. Quizá lo que México necesita es redefinir su futuro, no mediante la inflación de las expectativas como hizo el presidente saliente, sino transformando la realidad. Y esa realidad se define por la manera como el próximo gobierno enfoque sus prioridades y, sobre todo, su concepción de lo que el país requiere y el gobierno puede hacer al respecto.

Si uno observa al país con detenimiento, encontrará circunstancias y realidades muy concretas que desafían mucho de lo que damos por sentado. Por ejemplo, la economía del país sí ha crecido en los últimos años y lo ha hecho con celeridad. El problema es que sólo una parte del país ha experimentado ese proceso, mientras que otra se ha rezagado. Aunque al norte le ha ido mejor, en términos generales, hay muchos casos de empresas, personas y regiones exitosas en los lugares más recónditos de Chiapas, Veracruz y Oaxaca. Lo que el país no ha experimentado es un crecimiento sostenido de la economía que beneficie por parejo al conjunto.

De hecho, el proceso que hemos experimentado es, a la vez, mucho mejor y mucho peor de lo aparente. Es mucho mejor porque un sinnúmero de personas y empresas ha logrado transformarse exitosamente y adecuarse a las demandas de la economía internacional. Esas personas y empresas se adaptan y ajustan a las cambiantes circunstancias sin mayor dificultad. Al migrar y encontrar nuevas formas de ganarse la vida, muchos de los mexicanos más pobres del país han mostrado la misma capacidad de adecuación y éxito, demostrando que no hay nada que impida romper con nuestro fatalismo y salir de nuestro letargo.

Pero el otro lado de la moneda no es menos real. Millones de mexicanos se han quedado rezagados, sobreviven desde hace décadas, cuando no siglos,  realizando las mismas actividades no rentables y poco productivas, sin acceso a marcos de referencia que les permitan la transformación requerida. En este terreno, el contraste con países como China o Chile, cada uno en su justa dimensión, es impactante.

La gran diferencia con China es la capacidad que esa nación ha tenido para integrar olas sucesivas de nuevos demandantes de empleo en la economía moderna. En lugar de proteger la planta productiva existente, el gobierno chino se ha dedicado, en cuerpo y alma, a hacer posible la planta productiva del futuro y con ese criterio le ha abierto oportunidades a cientos de millones de chinos. Chile hizo dos cosas que constituyen un enorme aprendizaje para nosotros. Por un lado, centró el desarrollo de su economía en el consumidor: las acciones del gobierno no se miden por el éxito de los productores, sino por cómo se satisface al consumidor, al ciudadano. Por otro lado, a través de una profunda reforma educativa cuyo eje rector fue el transformar la capacidad productiva de las personas, le abrió oportunidades de desarrollo a todos los ciudadanos, no sólo a aquellos que, por cualquier circunstancia, tenían ventajas de origen.

La agenda del nuevo gobierno tiene que ser la del crecimiento económico en el contexto de la transformación de las estructuras sociales y económicas tradicionales. Sólo una acelerada tasa de crecimiento económico permitirá romper el fatalismo que nos inhibe, pero sólo una transformación estructural –social, económica, de la justicia y la seguridad pública– nos permitirá integrar a la sociedad que ha estado rezagada y marginada.

La función del gobierno es la de hacer posible el desarrollo de la sociedad. En lugar de quemar su pólvora en infiernillos, el nuevo gobierno haría bien en sumar a los políticos, incluidos los revoltosos, en un gran ejercicio transformador donde sea la población el eje rector. Como diría Mafalda, “hay que empujar al país para llevarlo adelante”. Felipe Calderón va a requerir mucho empuje y el apoyo de toda la población.

Una farsa riesgosa

 Luis Rubio

Cuenta Yukio Mishima que cuando un hombre no iba a poder llegar a una cita, decidió suicidarse para que su espíritu, al menos, arribara. La alegoría retrata muy bien la lógica de López Obrador: si no la presidencia, al menos el drama. La farsa de esta semana debería llevarnos a recapacitar sobre el tipo de sistema político que tenemos y las reglas de convivencia necesarias para evitar retrocesos en nuestra incipiente democracia. Aunque la derrota es gravosa, máxime cuando fue por un margen tan pequeño y tras meses de estar arriba en las encuestas, la farsa de una legitimidad superior no es sino otra más de las muchas mentiras que pululan en el ambiente político y una burla para la democracia y los valores por los que el propio ex candidato del PRD apostó a lo largo de su campaña, al menos hasta su derrota en las urnas. Lo peor de la farsa no es el espectáculo mismo, sino el legado de mentiras típico de la vieja manera de hacer política.

Como van las cosas, en unos días el país tendrá dos presidentes, uno que triunfó en las urnas y formalmente comenzara actividades el próximo primero de diciembre, y otro que ha decidido declararse como tal aunque lo sostenga sólo su voluntarismo: ganó porque tenía que ganar. Lamentablemente, esa percepción tiene arraigo. La lucha por el poder fuera de los marcos institucionales es legítima y aceptable para una porción significativa de la población. De la misma manera en que mucha gente no ve razón alguna para rechazar los llamados productos pirata, pensar que las elecciones sirven para determinar quién gana y quién pierde y, por lo tanto, quien es el gobernante legítimo, resulta poco significativo y muy relativo.

La toma simbólica del poder puede ser risible, pero no deja de tener un profundo sedimento de credibilidad en una sociedad donde muchos se sienten agraviados. AMLO abrió una caja de Pandora que quizá nadie pueda ahora cerrar. Pero su movimiento es profundamente racional: se trata de una racionalidad distinta a la institucional (y por eso al diablo con sus instituciones), pero no por eso deja de tener una lógica interna, una lógica de poder: no es el actuar de un loco. El problema es que puede acabar destapando cloacas que no hagan sino revertir, o hacer imposibles, los objetivos que el propio ex jefe de Gobierno del DF reconoce como deseables, incluidas las altas tasas de crecimiento económico.

El movimiento encabezado por el candidato perdedor no es distinto a otros levantamientos que fueron el pan de cada día a lo largo del siglo XIX. A falta de un sistema de gobierno efectivo, cualquier gobernador o líder político, rural o social, se levantaba en armas para enarbolar su causa, que, por lo regular, era bastante peregrina: el poder para sí mismo. La mayoría de esos innumerables levantamientos y revoluciones, que José Maria Luis Mora registra con precisión, acabó naufragando, pero dejaron tras de sí una estela de violencia, destrucción y desánimo. El porfiriato y el sistema priísta aplacaron y sometieron toda disidencia pero no acabaron con ella: tan pronto se erosionó el poder centralizado, la violencia hizo una estruendosa reaparición (en la Revolución de 1910, en el estallido de Chiapas, en el asesinato de Colosio en 1994). Con el fin de la presidencia monopólica, la política del levantamiento ha adquirido una supuesta legitimidad.

En esto hay que reconocer el fracaso, al menos parcial, de toda una era de lucha por la construcción de una sociedad democrática. Muchos mexicanos consideran que hubo fraude en el pasado proceso electoral y una porción significativa está dispuesta a apoyar un movimiento disidente. Es posible que la política desarrollada por el gobierno de Calderón todavía triunfe y logre sumar esfuerzos de todas las fuerzas políticas igual las institucionales que las disidentes, pero no hay duda que la construcción institucional de los últimos años ha probado ser insuficiente para resolver el tema medular del acceso al poder.

Otra importante lección de este proceso se explica por el fin del sistema presidencialista. La centralización del poder tuvo sus beneficios y sus costos, pero uno de sus rasgos fue hacer parecer el país como una nación armoniosa y homogénea, a pesar de que la historia y realidad decía lo contrario. Pues bien, estos últimos meses también le han dado al traste a ese otro mito. La aparente armonía que arrojaba el yugo presidencialista comenzó a desaparecer desde que el congreso se convirtió en un foro saturado de disputas y la política volvió a las calles. El tema no es si el país debe ser homogéneo o armonioso para funcionar, o que el congreso deba aprobar cualquier iniciativa enviada por el presidente. El tema relevante hoy es la falta de mecanismos unánimemente aceptados para acceder al poder o resolver diferendos en esta diversidad.

Los esfuerzos de los últimos años para organizar y construir los andamios de una democracia moderna parecieron fructificar en la elección de 2000, sobre todo porque ganó un candidato de la oposición pero, más aún, porque el candidato perdedor reconoció su derrota con dignidad. Ese primer ejercicio plenamente democrático resultó insuficiente para garantizar la existencia de un gobierno efectivo y funcional. Los esfuerzos de hace una década no fueron malos pero, como en tantos otros ámbitos de la vida nacional, resultaron claramente insuficientes porque dependían para su éxito de la buena voluntad de los actores. La ficción de un país ordenado y democrático fue derrumbada a partir de que AMLO decidió no reconocer su derrota el 2 de julio pasado.

Todo esto nos conduce a los dilemas del momento. Al recibir su premio Nóbel, Albert Camus afirmó que la libertad es peligrosa: tan emocionante como difícil vivir con ella. La democracia nos abrió un espacio de libertad que por muchas décadas estuvo ausente en el país. Pero esa democracia y esa libertad dependen del cuidado y la responsabilidad con que la ciudadanía y los actores políticos las hagan suyas. El periodo entre el 2 de julio y el 20 de noviembre ha demostrado que mientras no haya una transformación integral de la estructura del poder y una autoridad capaz de hacerla valer, el país tendrá que aprender a vivir con la incertidumbre como componente natural de su quehacer cotidiano.

Cuando a la salida de su convención constituyente alguien gritó preguntando qué es lo que se había acordado, Benjamín Franklin respondió: una república, si es que ustedes, los ciudadanos, la pueden mantener. Quizá debamos comenzar a cuidar la nuestra.

 

Paralelos

Luis Rubio

México y China tienen muchas diferencias, pero bien podrían compartir una gran coincidencia: el crecimiento económico. Luego de la muerte de Mao, el régimen encabezado por Teng Hsiao-ping lanzó al ruedo una contundente transformación económica. Algunos años después, ese cambio se vio amenazado por la demanda de democratización que el gobierno chino no supo procesar de manera pacífica. Pero lo impactante fue que en lugar de acobardarse y ceder ante la presión de revertir las reformas causa del cimbramiento del statu quo ante, el gobierno chino hizo del crecimiento de la economía el imperativo político número uno. De hecho, mantener altas tasas de crecimiento se tornó en base para la estabilidad política y todo lo demás pasó a segundo plano. El resto es historia.

Tal vez sea tiempo de reconocer que México se encuentra en una tesitura similar a la de China cuando el desastre de Tiananmen, si bien no en naturaleza, sí en su enorme trascendencia. El país lleva años a la deriva por falta de liderazgo, pero sobre todo por la ausencia de una estrategia de desarrollo que haga digeribles los cambios que requiere la construcción de un país moderno. A diferencia de China, cada vez que México se ha encontrado con algún contratiempo da lo mismo los zapatistas que una devaluación, una manifestación o un desencuentro político, el gobierno perdió el temple, cedió ante las presiones y perdió el camino.

Mientras que la economía china ha crecido a tasas anuales superiores al 9% en promedio por casi tres décadas, creando empleos y absorbiendo a más de 400 millones de pobres en los procesos productivos, la economía mexicana difícilmente crece por arriba de la tasa de crecimiento demográfico y prácticamente no crea empleos nuevos, productivos y formales. Cuando mucho, la economía mexicana ha logrado mejorar el potencial de desarrollo de quienes ya están integrados en las estructuras productivas (incluyendo, por supuesto, a los informales), pero no ha sido capaz de avanzar hacia un desarrollo integral y exitoso que incorpore a toda la población en un proceso transformador de enriquecimiento y modernización generalizado.

La transformación económica de China no fue producto de la casualidad. Los dos ingredientes centrales que la han caracterizado son, por un lado, una gran claridad de visión y liderazgo y, por el otro, una determinación absoluta para lograr la transformación económica y social de su país. Al igual que México, la estrategia de transformación china se encontró con diversos impedimentos y enfrentó avatares diversos. La diferencia fue que en China el gobierno reconoció que el riesgo de ceder ante las presiones y demandas por abandonar los procesos de reforma sería tan enorme y tan costoso, que decidió acelerar el paso para no dejarse doblegar en ningún momento o ante circunstancia alguna.

El momento crítico en China se presentó con las manifestaciones estudiantiles en Tiananmen. La represión con que el gobierno chino dio respuesta a las demandas de democratización hace casi dos décadas, marcó un punto de inflexión en la estrategia de desarrollo de aquel gobierno. Hasta ese momento, un poco como en México hasta 1994, las reformas habían avanzado de manera más o menos fluida y sin grandes contratiempos. La suma de visión y liderazgo marcaba el camino.

Cuando irrumpió el movimiento estudiantil y las demandas de democratización, pero sobre todo la crisis de legitimidad derivada de la represión, el gobierno chino tuvo que optar entre abandonar el proyecto modernizador para satisfacer a sus críticos o convertirlo en un imperativo político por encima de cualquier otro factor. A partir de ese momento, todo el actuar del gobierno chino se ha encaminado a allanar el camino para el crecimiento económico. De hecho, no ha habido obstáculo suficientemente grande para impedir la consecución de su cometido central: el gobierno ha cambiado regulaciones y privatizado empresas, atacado intereses de todo tipo, construido infraestructura por todos lados y modificado su legislación. Para el gobierno chino, una elevada tasa de crecimiento económico explica el secreto de la estabilidad política.

Ciertamente, el gobierno mexicano no se asemeja al chino en estructura o poder, ni estoy abogando de manera alguna por la represión como método legítimo para impulsar un proceso de desarrollo. Pero es indudable que cuando el gobierno chino dio al crecimiento un estatuto de imperativo político, sus prioridades se tornaron transparentes y su actuar adquirió una determinación nunca antes vista.

Las circunstancias específicas de México nada tienen que ver con las de China en el momento de Tiananmen, pero no cabe duda que la capacidad y funcionalidad de nuestro gobierno (el conjunto del Estado) se han erosionado y su competencia para encabezar un proceso de desarrollo prácticamente se ha extinguido. El presidente Calderón enfrenta retos directos no sólo a la legitimidad de su gobierno, sino también a su actuar cotidiano. Una buena parte de la población ha quedado excluida del (enclenque) crecimiento que ha experimentado la economía y otra ha optado por emigrar ante la falta de oportunidades. Todo porque los gobiernos recientes han sido incapaces de encabezar un proceso transformador a partir de una estrategia de desarrollo que haga posible el crecimiento.

Como presidente electo, Felipe Calderón ha tomado decisiones por demás pragmáticas. Ha ido construyendo su gabinete con personas capaces de realizar el trabajo que se les encomiende en lugar de optar por gente cercana en términos políticos o ideológicos. Su proceder muestra una clara determinación de remontar los obstáculos que enfrentó pero también creó- su predecesor, para intentar una transformación cabal del país. Ciertamente, no es el primer presidente en intentar una transformación de tal envergadura, pero tampoco hay muchos precedentes para el momento actual que vive la sociedad mexicana. A menos de que el presidente Calderón cambie radicalmente los términos de la discusión pública en el país, los retos que enfrentará serán inconmensurables.

Todo lo que queda de las grandes ambiciones transformadoras de los noventa son un conjunto de instrumentos que le han ido dando forma a la actividad económica, pero no hay una estrategia de desarrollo integral que plantee objetivos claros, establezca una dirección para el futuro o sea capaz de convencer a la población, y al conjunto del aparato político, de su imperativo político y moral. Y con todo eso comenzar a romper los obstáculos al crecimiento. Tal vez sea tiempo de aprender algo de los chinos.

 

Hechos bolas

Luis Rubio

Al ver que su archienemigo Henry Clay caminaba hacia él por una vereda donde sólo cabía una persona, John Randolph decidió no cederle el paso. Cuando se toparon frente a frente, envalentonado y con un tono de macho consumado, Randolph le dijo: yo nunca le cedo el paso a un bribón. Ante lo cual, Clay simplemente se hizo a un lado y declaró: yo siempre lo hago. De ese estilo parece ser nuestra incapacidad para debatir un componente central del conflicto oaxaqueño, el educativo.

La mayoría de los mexicanos no concibe a la educación como un medio de movilidad social, una vía para obtener mejores empleos y mayores ingresos. Sin duda, muchos padres, sobre todo las madres, entienden que la educación es importante para que una persona salga adelante en su vida, pero no hay un reconocimiento cabal del papel que dicho factor juega en esta era del desarrollo económico. En realidad, desafortunadamente muy pocos en el país entienden la enorme transformación que está sufriendo la economía mundial y cómo cuadra el proceso educativo en esa dinámica.

La educación en México no está orientada al desarrollo de las personas ni a la formación de individuos independientes, capaces de crear, innovar y alcanzar el máximo de su potencial, todos ellos atributos indispensables para la era de la economía del conocimiento. El sistema educativo se concibió y organizó, durante el antiguo régimen político, como un instrumento de control político e indoctrinación al servicio del gobierno y el desarrollo industrial. Estas características han dejado una profunda mella en la forma como se entiende la educación y se concibe la estrategia de desarrollo tanto entre los profesionales del tema como en la población en general.

Desde que se formó el régimen posrevolucionario, la educación adquirió una prioridad central: ésta serviría a los objetivos del control del sistema político. Programas y contenidos educativos, así como la propia estructura administrativa del aparato educativo incluido el magisterio y su sindicato, por supuesto- fueron concebidos y estructurados para mantener el control político de los maestros y la población en general. Lo importante no era el tipo o calidad de la enseñanza, sino mantener a la población sumisa. El contenido ideológico que acompañó al proceso garantizaba que los maestros hicieran suyo el objetivo, aun cuando no necesariamente se percataran del propósito ulterior. Y ahí residía la genialidad inherente al sistema: sus principales actores y operadores estaban tan inmersos en el proceso que no se percataban de ser sólo una parte subordinada de un engranaje más grande.

Pero todo ese andamiaje respondía no sólo al control que el sistema político demandaba, sino también a un momento muy específico de la historia del país: el del desarrollo económico sustentado en la industria manufacturera y extractiva. De esta manera, la combinación de control político con la formación de una mano de obra apropiada para la era del desarrollo industrial, construyó la realidad político-económica que nos caracteriza en la actualidad. En esa perspectiva, lo importante era asegurar que existiera una mano de obra disciplinada, capaz de hacer posible el desarrollo de una economía manufacturera y extractiva moderna. El sistema educativo promovía la conformidad que requería el desarrollo económico y demandaba la estabilidad política.

Ahora, muchas décadas después, nos encontramos con una economía paralizada, una realidad internacional cambiante (y en continuo movimiento) y un sistema educativo que no contribuye a formar individuos capaces de valerse y competir en la nueva realidad económica. Adicto al control político y a una industria tradicional, el sistema educativo no tiene la estructura, ni siquiera el potencial de desarrollar la visión requerida, para empatar con la cambiante realidad económica donde el juicio crítico, en lugar de la sumisión, es lo que genera riqueza y empleos y, por lo tanto, capacidad de desarrollo.

Lo importante para el desarrollo económico no es la vieja planta manufacturera o extractiva, sino las actividades y sectores que todavía no se crean. Es decir, la educación tiene que concebirse para servir a la economía del futuro y no a la del pasado. Ahora son los servicios y de una manera creciente, la ciencia y la tecnología, lo que genera valor y, por lo tanto, empleos y riqueza. En esta era de los servicios, lo que cuenta es la capacidad creativa y crítica de cada individuo. Las personas formadas en un ambiente de conformidad y sumisión, típico de una economía industrial y de un sistema político opresivo, son incapaces de adaptarse a un cambio tan radical como el que está implícito en la economía de los servicios, donde lo que cuenta es la capacidad de cada persona para crear, innovar y desarrollarse. Es ahí, en el valor agregado y en el desarrollo de nuevas tecnologías, donde reside el futuro económico, áreas que el sistema educativo actual hace imposibles porque no se ha podido adecuar. El mundo va en una dirección, pero el país, de la mano con su sistema educativo y el magisterio, encabezado por un liderazgo con intereses propios, va en otra.

Si los mexicanos en edad de estudiar tuvieran claridad de las exigencias del mercado de trabajo, se estarían encaminando a las carreras técnicas, sobre todo a las ingenierías. Sin embargo, cuando uno observa los números, más de la mitad de los nuevos alumnos en las universidades del país entran a carreras en las áreas sociales (leyes, sociología y afines). Egresados de una educación primaria y secundaria orientada al control, son incapaces de optar por las carreras que les permitirían desarrollar su máximo potencial. Y eso nos dice mucho sobre el potencial económico futuro.

En este contexto, el problema no es tener una educación de calidad, como afirma con frecuencia el presidente Fox, sino de un enfoque totalmente distinto para la educación. La calidad es indispensable, pero de nada serviría optimizar un sistema con objetivos pervertidos.

El problema de la educación en México es de orientación y enfoque. Reconocer que un enfoque idóneo nos permitiría romper con el círculo vicioso de la pobreza en una generación, constituye el reto fundamental para el futuro. Pero también, de ese tamaño es la oportunidad.

 

Perversión

Con la modificación a los artículos 76 y 124 constitucional aprobados por el senado en abril y que le confieren facultades a los estados en materia de regulación económica y de comunicaciones, se abre una caja de Pandora: de aprobarse en el congreso, esa enmienda podría suscitar el rompimiento del pacto federal.

 

Policías

Luis Rubio

La población le tiene miedo. Los políticos temen recurrir a ella. Las razones, en cada caso, son distintas, pero existe un consenso casi generalizado (porque hay excepciones) sobre los cuerpos policíacos del país: inadecuados, mal entrenados, poco disciplinados, nada profesionales y expertos en el mal uso de la fuerza. En lugar de cumplir con el objetivo de mantener el orden, velar por la seguridad de la ciudadanía y ser una fuente de confianza, las policías son vistas con resquemor, preocupación y miedo. Todo eso es cierto y, sin embargo, la semana pasada la Policía Federal Preventiva nos mostró que un cuerpo policíaco puede ser todo lo contrario: profesional, disciplinado y preciso en sus objetivos.

La mala fama de las policías todas, pero sobre todo las estatales y municipales- no es producto de la imaginación. La palabra que describe con mayor precisión su forma de actuar es abusiva. El abuso no es nuevo, pero sí lacerante y cada vez menos productivo para sus tradicionales beneficiarios. Más importante, en la era posterior a los gobiernos autoritarios y centralizados, la ausencia de un sistema policíaco moderno y efectivo constituye un fardo para el desarrollo económico, la convivencia social y la democracia. La ausencia de policías respetables y respetadas es uno de nuestros mayores déficits políticos y sociales.

El problema de la modernización de las policías no es de orden técnico, sino de concepción, de origen. Como un cuerpo policiaco nuevo, la PFP fue concebida dentro de los parámetros de una sociedad en proceso de democratización. En contraste, las policías tradicionales estatales y municipales no nacieron para velar por la seguridad de la población ni para ser un brazo de acción en manos de un gobierno democrático, responsable y dedicado a la ciudadanía, sino para constituirse como instrumentos de control y sometimiento de la población a los intereses del mandamás del momento. Engarzados dentro de una estructura autoritaria, lo último que le importaba al gobernante era la percepción que de las policías tenía la ciudadanía. Su objetivo no era caerle bien a la gente sino llevar a cabo su encomienda principal: el control político.

A pesar de la distorsión con que nacieron las policías que hoy tenemos, por muchos años no sólo fueron efectivas en mantener el control político como parte de una cadena de mecanismos e instituciones, sino que también desarrollaron capacidades para controlar e investigar el crimen. Centrados en la estabilidad política, los gobiernos de la era priísta tenían plena conciencia sobre la necesidad de desarrollar habilidades para contener la delincuencia y la criminalidad. Así, nunca se desarrolló una policía moderna y atenta a las necesidades de la ciudadanía, pero sí se crearon fuerzas policíacas efectivas para el combate a la criminalidad. En realidad, las policías, controladas desde arriba como el resto de la sociedad, desarrollaron capacidades de investigación (vale la pena recordar la excepcional novela El Complot Mongol, de Rafael Bernal, para entender toda una época de la vida político-policíaca de México) y de administración de la criminalidad, pero no de profesionalismo, transparencia o respeto a la ciudadanía.

Con el fin de la era de los controles verticales, la naturaleza de nuestras policías se ha vuelto en contra tanto de los gobiernos como de la población. Tan pronto desaparecieron los controles sobre estos destacamentos, comenzaron a actuar sin institucionalidad, formación ni disciplina. No pasó mucho tiempo para que los propios policías se convirtieran en fuente y causa fundamental de la criminalidad, pero también de vejación contra la gente. La población les tiene miedo porque, en uso de su autoridad y armamento, tienden a detener personas inocentes, golpear a quien se para en su camino y abusar de mujeres, con frecuencia en grupo. Del control absoluto pasamos al libertinaje y, por lo tanto, al miedo y a la total ausencia de respeto por los cuerpos que, en teoría, deberían estar al servicio de la población. Lo peor es que no sólo dejaron de ser útiles para el control político, sino también para el combate a la criminalidad.

Algo no muy distinto ocurrió con el gobierno. Necesitado de hacer valer la ley y el orden, el gobierno se enfrenta con la ausencia de cuerpos policíacos confiables para cumplir con su obligación legal. Temeroso de los abusos que éstos pudiesen cometer, el gobierno de Fox optó por la línea de menor resistencia, sembrando con ello las semillas de toda la disidencia violenta que ha enfrentado. Al no hacer valer el orden, el gobierno alentó a los extorsionadores profesionales. Ciertamente, es encomiable que el gobierno evite manchar sus manos con sangre, pero lo que pudimos ver en estos días sugiere que no sólo es posible crear una policía profesional, sino que ya existe, al menos en ciernes, la policía que el país requiere.

La evidencia de los últimos años demuestra que el sistema policíaco estatal y municipal es disfuncional e incompatible con una sociedad moderna. Pero lo paradójico es que nada se haya hecho a pesar de las infinitas muestras de incompatibilidad entre lo necesario y lo existente. El contraste entre la disciplina y organización que desplegó la PFP en Oaxaca con experiencias previas y con la práctica cotidiana en Nuevo Laredo y la ciudad de México, por citar dos ejemplos obvios, es impactante. En contraste con Atenco y Lázaro Cárdenas, donde lo evidente fue la indisciplina, la falta de estrategia, los objetivos cruzados y la ausencia de control, en Oaxaca quizá se pueda otear un futuro menos gravoso y temible.

En el país ha habido varios experimentos orientados a transformar los cuerpos policíacos. Algunos han logrado avances importantes (como muestra Querétaro y Nuevo León), pero la mayoría han sido insuficientes. Algunas entidades, notablemente el Distrito Federal, han ignorado la necesidad de transformar la concepción histórica de las policías, lo que explica las continuas vejaciones asociadas con éstas, además de la persistencia de la criminalidad y desconfianza. A diferencia de entidades como Querétaro, donde el gobierno llevó a cabo un cambio radical en los incentivos hacia las policías (premiando la disminución del crimen), en el Distrito Federal los incentivos premian el número de detenidos, así sean totalmente arbitrarios.

Un país moderno requiere de policías profesionales. A juzgar por ellas, México es un país no sólo primitivo sino subdesarrollado. Pero la experiencia de esta semana sugiere que el futuro podría ser muy distinto.

 

Qué hacer con EU

Luis Rubio

El muro fronterizo es ofensivo pero no cambia nuestra realidad económica ni nuestra condición geopolítica. México lleva casi doscientos años tratando de definir la naturaleza de su relación con el poderoso vecino norteño. La mayoría de las veces, ha evadido esa definición al pretender que se puede, al mismo tiempo, mantener una distancia y aprovechar la cercanía. La razón de esta ambigüedad es obvia: se trata de una relación difícil, de un vecino demandante que genera atracción y repudio entre los mexicanos, así como un impacto extraordinario en el devenir histórico de nuestro país.

Por décadas, nuestra indefinición con Estados Unidos resultó conveniente y funcionó razonablemente. Aunque la retórica nacionalista le daba una connotación ideológica y a veces tensa a la relación, dominó el pragmatismo en el actuar gubernamental. El problema hoy es que dicho modus operandi carece de funcionalidad. Tanto la globalización económica como los temas de seguridad han cambiado la ecuación y la ambigüedad, que por tanto tiempo permitió una convivencia benigna, será paulatinamente menos fácil y más onerosa de sostener. Quizá valiera la pena pensar en una clara definición económica como preludio a una mayor libertad geopolítica.

El problema no es nuevo, pero su naturaleza ha cambiado en términos cualitativos. Por casi dos siglos, la relación entre México y Estados Unidos ha tenido momentos de euforia o de tensión y crisis. Hay historiadores que explican nuestro nacionalismo como una forma de reacción a la invasión norteamericana (v. gr. Las ideas de un día de Javier Ocampo López). Tan íntima ha sido esa relación que algunos embajadores estadounidenses, de manera particular Pointset y Henry Lane Wilson, influyeron enormemente en dos de los períodos más críticos de la historia de México: la guerra de independencia y la Revolución. Además de la turbulenta historia del siglo XIX, las diferencias culturales y de enfoque son en muchos sentidos radicales. Como diría Octavio Paz, la cultura política mexicana es hija de la contrarreforma española, en tanto que la de los norteamericanos debe su herencia a la reforma luterana. Si uno se empeña, no es necesario ver muy lejos para encontrar diferencias que justifiquen una distancia.

Las diferencias han alejado a México de EU, en tanto que las semejanzas y oportunidades lo han acercado. El TLC es quizá el mejor ejemplo de esa dualidad: nos acercamos para aprovechar las ventajas del poderío económico y la fortaleza de las instituciones norteamericanas, pero erigimos toda clase de barreras para evitar una contaminación excesiva. De la misma forma, de la década de los setenta a los noventa, los gobiernos mexicanos utilizaron la relación con Cuba como un medio para satisfacer o, al menos, distraer, a la izquierda mexicana, mientras se desarrollaba una relación funcional con los estadounidenses. En lugar de adoptar definiciones blancas o negras, el pragmatismo mexicano siempre favoreció un tono de gris que parecía satisfacer a todo mundo.

Pero la ambigüedad que tantos beneficios permitió ha dejado de ser útil. Por un lado, el acortamiento de las distancias característico de la globalización, supone costos crecientes de no darse una integración económica efectiva y funcional. Mucho del terreno perdido en materia de competitividad, sobre todo frente a China, se debe precisamente a la indisposición de México para adoptar medidas que allanen, de manera efectiva, los obstáculos a la importación y exportación. Esto facilitaría el comercio entre ambas naciones y, con ello, el crecimiento decidido de la economía.

Lo paradójico es que China ha sido mucho menos rebuscada en su intento por acelerar su crecimiento. Un ejemplo lo dice todo: en la actualidad, cuesta menos transportar un producto de Shanghai a Chicago que desde Guadalajara, a pesar de la menor distancia entre las ciudades mexicana y estadounidense. Los chinos han hecho todo lo posible por afianzar su integración como instrumento para el desarrollo nacional. Nuestra perenne afición por la ambigüedad ha frenado decisiones en esta materia, con un enorme costo en términos de crecimiento económico. Mientras los chinos se ven a sí mismos como una potencia emergente, nosotros no terminamos por decidirnos.

No faltará quien diga que China puede darse el lujo de integrar su economía con mayor diligencia debido a la distancia que la separa de las costas norteamericanas, lo cual tiene mucho de verdad. Pero la verdadera diferencia no está en EU ni en la cercanía o distancia, sino en la claridad de propósito que cada país tiene en su fuero interno. China tiene una visión optimista de sí misma y del futuro, visión compartida por toda su población. En México, sobre todo desde la crisis de 1995, vivimos aletargados por un enfoque pesimista acerca del futuro y nadie que sea pesimista puede conquistar al mundo, mucho menos lograr el desarrollo.

México puede optar por una mayor cercanía o una mayor distancia, pero la ambivalencia no ayuda a resolver nuestro desarrollo. Nuestra postura entraña costos crecientes para el desarrollo económico y ningún beneficio a cambio. Si en lugar de percibir la frontera como un límite comenzamos a valorarla como una ventaja excepcional, la economía mexicana aceleraría su paso hacia la competitividad. Una integración económica efectiva obligaría a elevar la productividad dentro del país y eso se traduciría en nuevas empresas, empleos productivos y mejores ingresos. Contrario a lo que con frecuencia se piensa, la pobreza que afecta a una gran parte de la población, así como las dificultades que enfrentan muchas empresas del país, se explica por los mecanismos que originalmente fueron pensados para protegerla. Nuestra indecisión respecto a la economía norteamericana también impide que nos enfoquemos hacia el futuro lo que se traduce en un incentivo para preservar la planta productiva del pasado, en lugar de abocarnos a construir la del futuro. Esto incide, de manera brutal, en la migración de mexicanos hacia el norte.

Hace dos décadas, México comenzó a ver en la economía estadounidense respuestas y soluciones, que no encontrábamos aquí, a nuestros problemas de desarrollo. Dimos un gran paso con el TLC, pero nunca lo completamos y eso nos ha impedido lograr el objetivo del desarrollo. La ironía radica en que una integración económica exitosa nos daría mucho más latitud para desplegar una política exterior de altura que no sólo procurara equilibrios políticos, sino que a la vez afianzara una auto percepción de país rico y a la vez satisfecho de sí mismo.

 

El pasado

Luis Rubio

Quizá el error más costoso y perdurable del presidente Fox fue su impericia parar lidiar con el pasado. Todos los países tienen un pasado, pero pocos son buenos para lidiar con él, construir sobre él y evitar que, en lugar de sustento, se convierta en un fardo. México no ha logrado ese acto de prestidigitación. Todo en la política mexicana se remite al pasado, pero nunca de una manera constructiva. La reciente contienda electoral tuvo más que ver con el pasado es decir, con una serie de interpretaciones equívocas y peculiares, por no decir voluntariosas, sobre lo que fue que con la resolución de su ominoso legado: desigualdad, desempleo, expectativas cuatropeadas e incertidumbre.

La verdad es que son excepcionales las naciones que han sabido manejar su pasado y los fantasmas que de éste derivan. La carga del pasado suele ser tan abrumadora que acaba siendo el factor dominante en la vida política, sobre todo cuando los políticos lo reclaman y usan para impulsar sus nimiedades. El uso arbitrario y conveniente del pasado permite atizar un nacionalismo excluyente y xenofóbico que es no sólo incompatible, sino contradictorio, con la democracia. Quizá no sea exagerado afirmar que una democracia no puede madurar, ni mucho menos prosperar, mientras no resuelva esos fantasmas.

El fenómeno no es exclusivo de México. El pasado es un fardo en numerosos países, sobre todo en aquellos que no han tenido la habilidad para manejarlo y convertirlo en un fundamento positivo, constructivo y propiciatorio de la unidad nacional. Un ejemplo dice más que mil palabras. Hace algunos años, en un acto conmemorativo de la batalla de Gallipoli (1915-16), se reunieron sobrevivientes australianos y turcos en el lugar de la encarnizada lucha. Los organizadores de la celebración tenían por objetivo pintar una raya respecto al pasado en pos de un futuro mejor. El libreto que se había preparado convocaba a dos sobrevivientes, uno australiano y otro turco, ambos apostados en el mismo lugar donde habían estado al inicio de la batalla en esa playa ensangrentada, para que, vestidos con el uniforme de entonces, avanzaran hacia el centro del terreno y ahí, en un acto simbólico, intercambiaran prendas como una forma de concluir la odiosa historia. Al acercarse a la línea divisoria, el australiano comenzó a desabotonar su túnica, el turco se quitó el quepís y, con una cara de odio y rechazo, lo aventó al suelo, dio la espalda a su otrora contrincante, volvió sobre sus pasos y, con una voz venida del alma, gritó ¡jamás!

El peso del pasado puede ser tan apremiante que impida el desarrollo de una nación. Basta observar cómo los odios derivados del pasado más o menos reciente paralizaron al país: el primer gobierno panista no pudo vivir sin denunciar al PRI; valieron más décadas de odios acumulados que un cambio radical en la política nacional. Por su parte, el PRD vive por y para el pasado, tratando de restaurar una era que idealiza independientemente de que ésta, en sentido estricto, nunca existió. El PRI no tiene más que una referencia histórica porque parece incapaz de articular una postura hacia el futuro. La combinación de esa ausencia colectiva de visión paralizó al país en este sexenio, cancelando la oportunidad histórica de lograr la famosa transición pacífica que todo mundo anhelaba. El pasado probó ser demasiado poderoso.

El presidente Fox no supo cómo enfrentar el pasado y acabó empantanado. Incapaz de decidirse sobre cómo lidiar con el PRI y el pasado, atrofió a su gobierno y atizó los odios entre los partidos políticos. Independientemente de las razones, motivaciones o habilidades de los responsables de ese proceder, no cabe la menor duda que el pasado probó ser tan divisorio que nadie pudo escapar de sus efectos perniciosos. En lugar de invocar el pasado como referencia de nuestra grandeza histórica, el gobierno y el congreso lo convirtieron en la razón de ser de sus posturas, en la esencia del debate sobre el futuro. Esa no es la forma de bregar con problemas contemporáneos y críticos para el futuro como la globalización, la pobreza, la desigualdad y el desarrollo de millones de pujantes empresarios.

Muchos perredistas creen fervientemente que el problema político de fondo es la inexistencia de un cambio verdadero, que PRI y PAN son indistinguibles y, por lo tanto, sólo un gobierno emanado de su partido podría remontar los odios y construir una genuina democracia. Más allá de la veracidad de sus premisas, se puede argumentar exactamente lo contrario: primero, que PRI y PAN son tan diferentes como sus respectivos legados y, en ese sentido, el pasado probó ser un fardo inasible; y, segundo, que un gobierno emanado del PRD podría parecerse tanto a los antiguos regímenes priístas que igual estaríamos ante una restauración autoritaria. La cuestión no es ponerle etiquetas a los gobiernos, anteriores o futuros; más bien, lo que resulta evidente de estos últimos años es la imposibilidad de salir adelante mientras no se resuelva el pasado.

La pregunta que deberíamos hacernos los mexicanos, comenzando por los políticos, es cómo vamos a aceptar el pasado tal como es, sin adjetivos para comenzar a enfocarnos hacia el futuro. Cada quien tiene el absoluto derecho de interpretar el pasado como mejor le plazca, pero el foco de atención debe ser el futuro. Disputar el pasado constituye no sólo una pérdida de tiempo, sino una fuente de querella permanente en una sociedad que demanda y le urge construir con miras hacia adelante para salir del hoyo en que estas disputas nos han metido.

El presidente Fox fue incapaz de pintar una raya respecto al pasado. Pudo haber negociado una amnistía con el PRI amnistía no sólo en un sentido legal respecto a cualquier cargo que se le hubiera podido fincar a los miembros de ese partido, sino también en términos morales y políticos, para construir juntos un futuro del que todos los mexicanos se sintieran no sólo orgullosos, sino partícipes. Ese fracaso hace tanto más difícil un segundo intento, pero no por ello es menos necesario. Ignoro si el país requiere de un gobierno perredista para romper con el círculo vicioso, uno priísta que enfrente sus propios traumas u otro panista que sí entienda el problema. Lo obvio es que no habrá ninguna salida mientras el pasado no quede ahí donde le corresponde: en la historia.

 

Superan a Kafka

Ni a la burocracia estalinista más encumbrada se le pudo ocurrir un sistema de marcación telefónica tan obtuso, poco amigable para el usuario e innecesariamente complicado como el que aprobó Cofetel y la SCT. Seguimos avanzando.

 

La neta

Luis Rubio

México es un país en guerra consigo mismo. Hemos experimentado una disputa por el poder sin límites ni cuartel, lo mismo que una lucha de baja intensidad, no menos poderosa, por la dirección del desarrollo de nuestra economía. La disputa por el poder tiende a amainar, al menos por ahora, pero lo que la sustenta y da vida y continuidad es el pobre desempeño que ha mostrado nuestra economía por muchos años. Aunque la esencia de nuestros problemas es de carácter político e institucional (porque sus deficiencias no nos permiten tomar decisiones adecuadas), un mejor desempeño económico podría crear condiciones para una distensión política. La pregunta es cómo romper el círculo vicioso del mal desempeño económico.

A lo largo de los últimos 25 años, dos países experimentaron procesos de cambio muy similares en naturaleza. Tanto China como México abrieron sus economías, disminuyeron el peso de la burocracia en la toma de decisiones en materia económica, modificaron su estrategia de desarrollo, accedieron a instituciones clave para normalizar el comercio como la OMC y el TLC norteamericano, dieron la bienvenida a la inversión extranjera y, mientras que abrieron parte de su economía, mantuvieron protegidos ciertos sectores. Los paralelos en las acciones que ambos países emprendieron son impactantes. Y, sin embargo, el desempeño económico no guarda semejanza alguna: China ha registrado tasas de crecimiento del orden de 8% en promedio por casi cinco lustros, mientras que México promedia apenas 2% en el mismo periodo. Algo debemos estar haciendo mal.

La diferencia en el desempeño de las dos economías estriba en la productividad. Si bien la productividad en México tuvo incrementos significativos, sobre todo en los años inmediatamente posteriores al anuncio de las negociaciones del TLC, ésta ha tendido a la baja y a permanecer ahí. En contraste, el mismo indicador en China muestra incrementos que corren en paralelo con el crecimiento de su economía.

No es difícil encontrar las razones que explican estas diferencias. Irónicamente la más importante no es económica sino política. La gran diferencia entre las dos naciones radica en sus gobiernos, en sus fortalezas y habilidades para articular políticas públicas adecuadas para elevar la productividad. Un gobierno que tiene esa fortaleza y capacidad y las emplea con sentido de propósito, es un gobierno que conduce el desarrollo. En México, desafortunadamente, hemos tenido lo contrario: gobiernos incapaces de establecer y dar continuidad y coherencia a políticas de largo alcance; gobierno sumidos en el conflicto y sometidos a toda clase de intereses creados.

Mientras que el gobierno chino ha estado dispuesto a modificar o reformar cualquier cosa con tal de mantener tasas de crecimiento económico elevadas, el mexicano ha preferido proteger intereses, sectores, empresas o sindicatos, según sea el caso. Por supuesto, una diferencia fundamental entre ambos gobiernos es que el chino no enfrenta una sociedad civil más o menos articulada y capaz de hostilizarlo como es nuestro caso, pero también es cierto que cuando el gobierno mexicano tuvo facultades de esa naturaleza, no las empleó para romper impedimentos para el desarrollo. El gobierno chino ha tenido claridad de rumbo y, sobre todo, un espectacular entendimiento sobre el costo de no alcanzar sus objetivos. Ha logrado sembrar una obsesión por el crecimiento y por el futuro en toda su sociedad. Al igual que el mexicano cuando éste inició las reformas, el gobierno chino ha tenido como objetivo medular el preservarse en el poder; a diferencia del mexicano, fue entendiendo que esto no podía ir de la mano de la protección de todos los intereses particulares que lo rodean, pues eso aniquilaría el objetivo final. Cinco lustros después de haber comenzando, las diferencias son abismales.

El gobierno chino ha sido muy eficiente en la consecución de sus objetivos y esto se puede apreciar en un sinnúmero de ejemplos: recauda más impuestos y lo hace a un menor costo, construye mucho más infraestructura y de una manera eficiente, da continuidad en sus políticas públicas, corrige sus errores y tiene una estrategia muy clara para la promoción de la innovación, la educación tecnológica y el desarrollo de la tecnología. El resultado en términos de crecimiento es producto del trabajo y no de la esperanza de que milagrosamente se presente una solución.

En México hay gran claridad del objetivo que se persigue (el crecimiento económico), pero ningún consenso sobre los medios necesarios para lograrlo. Si bien las crisis crearon un reconocimiento casi generalizado de la necesidad de mantener una estabilidad macroeconómica, no hay un similar consenso en materia microeconómica, es decir, en los temas clave para el funcionamiento cotidiano de la actividad económica, como son la apertura a las importaciones (y los aranceles que la acompañan), el manejo del sector energético y la importancia de pensar en la economía en su conjunto y no en sectores particulares. Puesto de otra forma, no se reconoce el daño que le causan al crecimiento acciones diseñadas para privilegiar a un sector, sea éste auto transporte, telefonía o energía. Cada una de esas acciones supone costos para el crecimiento.

Hace unos días, en una entrevista radiofónica, AMLO se jactaba de haber impedido la privatización de la industria petroquímica y además lo decía con orgullo. Sin duda, ese logro satisface a aquellos mexicanos que avanzan puntos políticos con este tipo de actos. Pero nadie habla de las consecuencias de esos pretendidos logros. Entre 1995 y 2005, por ejemplo, la producción petroquímica en el país declinó 14%, las importaciones crecieron 639% y el saldo comercial de 2005 fue un déficit de siete billones de dólares. Impedir la privatización de la industria tuvo la consecuencia de elevar los costos de los petroquímicos, disminuir el empleo potencial y, por lo tanto, la tasa de crecimiento de la economía. Valiente logro.

En México hay acuerdo sobre el qué pero no hay acuerdo sobre el cómo. Mientras nosotros debatimos estos puntos finos y nos paralizamos, creando una crisis política en el camino, China sigue creciendo. Es tiempo de apostar por una estrategia de desarrollo que impulse a la economía y rompa con todos los obstáculos al crecimiento. Parafraseando un viejo proverbio chino, cuando se dé un elevado crecimiento económico, los problemas políticos comenzarán a ser manejables. Pero primero hay que lograrlo.

 

Sin amigos

Luis Rubio

Las naciones, dijo alguna vez Bismarck, tienen intereses, no amistades. Algo similar deberían decir los presidentes de la República. Su visión no puede ser, aunque muchas veces así haya sido, de amistades. La esencia de la relación ciudadano-gobierno reside en el trato igualitario que todos tenemos derecho a esperar del gobernante. La visión, por tanto, debe implicar al conjunto de la nación. Ahora que empieza a constituirse el nuevo gobierno, el presidente Felipe Calderón tendrá que definir la clase de presidente que anhela ser.

Una posibilidad es que tome la presidencia como un laboratorio experimental donde suponga que todo marcha por sí mismo, que México ya tiene su caminito bien armado y el único requisito para ser exitoso es la voluntad, un buen discurso retórico y dejar actuar a los secretarios bajo los términos de lo que ellos juzguen más conveniente para el desarrollo del país desde su propia perspectiva sectorial o funcional. Un enfoque de esta naturaleza no requiere más que nombrar a un equipo de gente experimentada con algún antecedente en el área encomendada y esperar a que el esquema rinda dividendos.

La otra opción es que el presidente asuma la responsabilidad de conducir al país y construya su gobierno a partir de este cometido. Conducir implica un reconocimiento de las debilidades de nuestras instituciones, la necesidad de establecer un rumbo, una estrategia, para el desarrollo del país y la urgencia de sumar a la población detrás de ese proyecto. Un presidente decidido a transformar el país, requiere de una visión integral y la capacidad de dirigir los esfuerzos de su equipo hacia el objetivo, siempre siendo responsivo ante la ciudadanía. Así, el equipo del presidente, su gabinete, no debiera ser algo estático e inamovible, sino un cuerpo dedicado a impulsar la visión del gobierno en cada uno de los ámbitos pero siempre con la mira puesta en el objetivo general.

La diferencia entre estas dos perspectivas no es meramente de formato o personalidad. Un presidente puede ser más activo o más pasivo, mejor o peor orador, más carismático o menos y, sin embargo, conducir los asuntos nacionales eficazmente. El gobierno de un país no depende de la personalidad del presidente, sino del proyecto que lo guía y de la habilidad para conducirlo y llevarlo a buen puerto. En nuestra historia hemos tenido presidentes competentes y presidentes fracasados. Lo crucial, sin embargo, es que exista un proyecto, una estrategia para promoverlo y conseguir que éste empate con las necesidades y el potencial del país y sus habitantes. Mientras se dé este conjunto de factores, el país tendrá una mejor oportunidad de avanzar, así como el presidente de ser exitoso.

Si uno observa el porcentaje de bateo de los presidentes recientes, la probabilidad de éxito del gobierno que está por asumir la presidencia no es halagüeña. No hubo un solo presidente que no llegara a Los Pinos con enormes expectativas de éxito personal para no hablar de las expectativas ciudadanas asociadas con cada cambio de gobierno, pero muy pocos acabaron su periodo con una calificación sobresaliente. Muchos de ellos acabaron peor de lo que comenzaron: con un país sin rumbo y a la deriva, como ahora. En otras ocasiones, el legado fue infinitamente peor: una crisis política o la quiebra económica, si no es que ambas. La pregunta es cómo sesgar los momios para elevar la probabilidad de ser exitoso.

El primer factor determinante del éxito es que exista una visión de conjunto tan ambiciosa como realista. Un gobierno sin visión en un país con tantas carencias, fragilidad institucional y hambre de transformación y desarrollo abona el terreno con semillas que explicarán su fracaso eventual. Veamos los años recientes. Un gobierno con objetivos tan grandes que son irrealizables, es tan malo como el que no los tiene y quizá peor. Baste recordar los setenta. Un gobierno con una visión tan pequeña que sólo trasciende los objetivos más elementales evita una crisis, pero no avanza en el desarrollo, como ocurrió en los ochenta y la segunda parte de los noventa.

La visión de un gobierno tiene que ser grande y generosa, pero a la vez realista y aterrizada en la suma de lo que existe y se requiere, de tal forma que se ataquen los vicios y se exploten las oportunidades. El peor de los mundos, como ocurrió al inicio de los noventa, es un proyecto ambicioso que pretende una gran transformación pero limitado por objetivos paralelos de no cambiar la realidad y sus vicios adyacentes.

No hay como una gran claridad de propósito donde el objetivo es más grande que la suma de las partes y donde cada parte cuadra con el conjunto. La ausencia de visión y propósito de los últimos años llevó a que el gobierno se condujera como un conjunto de estancos inconexos. Cada secretaría tenía sus proyectos y no se comunicaba con las otras. En lugar de entender el impacto de cada acción sobre el conjunto, cada una se ocupaba de sus prioridades o, más frecuentemente, las de los grupos poderosos de su sector, lo que no hacía sino minar al país. Por ejemplo, en el sector de las comunicaciones sólo se avanzaron los intereses de las empresas transportistas, telefónicas y televisivas, sin reparar en sus implicaciones para la economía. En ausencia de esa visión de conjunto y enfático liderazgo, un país puede acabar a la deriva en cuestión de minutos.

México requiere una visión de conjunto, una estrategia de desarrollo y un equipo capaz de hacerla valer. En esto no somos únicos ni excepcionales. Hay más países con requerimientos de conducción que aquellos que pueden aguantar a un presidente que sólo nada de muertito. Los ejemplos de Margaret Thatcher y Tony Blair en Inglaterra son sugerentes: pudieron dejar que su país navegara sin timonel, como había ocurrido por décadas, pero ambos optaron por una verdadera conducción, lo que ha puesto a su país en liderazgo mundial. No hay nada que impida a Calderón un logro similar.

Hace algunas décadas, la ciudad de Nueva York se distinguía por la corrupción y la presencia de una maquinaria política dominante e impenetrable. Pero un buen día llegó un alcalde que se logró colar a través de la maquinaria y acabó transformando a la ciudad. En su inauguración como alcalde, Fiorello LaGuardia rompió con el pasado al afirmar que la principal razón por la que reúno los requisitos para esta gran responsabilidad es mi monumental ingratitud personal. Y así, ignorando a los amigos y poderosos, se dedicó a hacer su chamba. No sería un mal modelo para seguir.

 

Desarrollo

Luis Rubio

La demanda por crecimiento económico es ubicua, pero jamás lograremos materializarla mientras nos falte una estrategia que nos permita alcanzarlo. Parece una verdad de Perogrullo, pero el país no cuenta con una estrategia de desarrollo que conduzca los esfuerzos gubernamentales y privados hacia la construcción de un país moderno, sin pobreza y con empleos de alto valor agregado.

La discusión sobre el tema no es nueva, pero poco se ha avanzado. Entre los fantasmas del pasado y las fobias de todos los participantes en los procesos de discusión, la víctima ha sido el desarrollo económico. Durante las décadas del llamado desarrollo estabilizador, el país tuvo al menos una definición de lo que se quería lograr y eso permitió que, en lugar de competir y reñir, los diversos actores de la actividad económica gobierno, sindicatos y empresariosbuscaran formas de conciliar sus diferencias y cooperaran en torno a una serie de objetivos que, si bien imprecisos, tenían la bondad de establecer un camino.

Todo esto cambió cuando el desarrollo estabilizador llegó al límite de sus posibilidades. La planta industrial ya no podía desarrollarse al amparo de un entorno cerrado y protegido; las materias primas, sobre todo agrícolas, perdieron competitividad al grado en que sus exportaciones no pudieron financiar las importaciones industriales. Poco a poco todo aquel modelo de desarrollo se erosionó hasta que los sexenios de la docena trágica lo mataron con deuda y gasto, en lugar de sustituirlo por algo mejor. Así se inauguró la era de las crisis, con los resultados por todos conocidos.

Pasadas las primeras crisis, los gobiernos de los 80 se vieron en la imperiosa necesidad de corregir los problemas financieros que habían heredado, así como de encontrar una nueva estrategia de desarrollo que pudiera funcionar. Lo que acabaron haciendo fue adoptar un conjunto de medidas necesarias, pero que no acabaron por integrar una estrategia cabal de desarrollo. La apertura de la economía reorientó la actividad económica y los tratados de libre comercio confirieron un marco de certidumbre a la actividad económica. Si bien algunas de las medidas adoptadas en esos años resultaron inadecuadas, sobre todo algunas privatizaciones, no hay duda que el país reorientó su economía en una dirección compatible con las tendencias internacionales.

Pero un conjunto de instrumentos o medidas, por buenos y acertados que pudiesen haber sido, no son equivalentes a una estrategia de desarrollo. Los resultados así lo indican: algunas partes del país, sobre todo en el norte, han crecido de manera acelerada, en tanto que otras se han rezagado de manera sistemática. Los contrastes se han acentuado y las diferencias convertido en fuentes de agravio y lucha política. El hecho es que el país sigue adoleciendo de una estrategia idónea para su desarrollo.

No es que hayan faltado intentos de respuesta. Algunos claman por regresar a la promoción sectorial a través de una política industrial explícita como la que de alguna manera existió en los cincuenta y sesenta o como la que en esos años siguieron varios de los llamados tigres asiáticos. Otros simplemente piden protección en la forma de subsidios, aranceles y precios bajos para la energía u otros insumos. Independientemente de su consistencia o viabilidad en la era de la globalización, no cabe la menor duda que los planteamientos enarbolados por AMLO a lo largo de su campaña remitían a una recreación de lo que había funcionado cuatro décadas atrás. Variantes de esta postura incluyen la reintroducción de cajones y encajes para el sector bancario, así como de mecanismos de protección no arancelaria.

Por el otro lado, el reclamo ha sido exactamente el contrario: nuestro problema, se argumenta, no es la falta de una visión o estrategia, sino de todos los lastres que seguimos arrastrando del pasado: igual servicios no competitivos (como es el caso de los servicios financieros o las comunicaciones) que la falta de infraestructura, precios de bienes y servicios públicos desalineados respecto al resto del mundo y un abandono de funciones vitales de regulación por parte del gobierno. Es decir, desde esta perspectiva, el problema no reside en la desprotección de los productores mexicanos, sino en que se les ha obligado a competir con una mano amarrada por la espalda. Quienes abogan por esta postura, no niegan la necesidad de intervención del gobierno, sino que demandan un tipo de participación distinto: enfocado a regular de manera debida la actividad económica, asegurando que no existan prácticas anticompetitivas, que los mercados funcionen bien y las condiciones generales de la economía atraigan flujos crecientes de inversión.

El caso es que tenemos dos (o más) planteamientos contrapuestos sobre lo que sería necesario hacer para echar a andar la economía una vez más. Unos se refugian en una era que funcionó bien, en tanto que otros observan ejemplos de países que, perseverando en una estrategia de apertura (y, en muchos casos, corrigiendo el rumbo varias veces), lograron el objetivo fundamental de acelerar el ritmo de crecimiento económico. Se trata de dos visiones contrapuestas que persisten en la sociedad mexicana y reflejan dos maneras de concebir al mundo, al gobierno y al ciudadano.

Ahora que estamos por inaugurar un nuevo gobierno, es tiempo de repensar lo que tenemos y lo que necesitamos. Nadie puede negar que los últimos años han sido de avances significativos, pero tampoco es posible ignorar los enormes rezagos que sufre el país. Lo paradójico es que es perfectamente plausible encontrar formas de conciliar ambas perspectivas: un gobierno puede adoptar, como parte de su estrategia de desarrollo, un marco de competencia en la economía y, a una misma vez, definir un conjunto de estrategias de desarrollo social y de infraestructura, todas ellas compatibles con el marco de competencia económica.

No cabe la menor duda que la prioridad debe ser el crecimiento económico y, por lo tanto, con ese rasero tiene que medirse la forma en que se defina la política social, al desarrollo de infraestructura y, en general, a la naturaleza y función del gobierno. Lo que México necesita no es un conjunto de estrategias sectoriales sino una capacidad de articular fuerzas y recursos para lograr un acelerado desarrollo regional, comenzando por las regiones más rezagadas del país. No menos importante es el hecho de que lo crucial no son los montos de los recursos, sino la estrategia con que se empleen para multiplicarlos en el ámbito de la vida real.