¿Transición?

Luis Rubio

Ya es tiempo de reconocer, y aceptar, que México no transita hacia la democracia. Ciertamente, atrás quedó el viejo sistema político con sus estructuras semiautoritarias y los mecanismos de control que hacían del partido en el poder un instrumento excepcional para mantener la disciplina política y gobernar. Pero en lugar del viejo sistema nos hemos estancado en un nuevo estadio político en el que no hay avances hacia una mayor representatividad y  efectividad gubernamental. Lejos de arribar a la democracia, conservamos muchas de las viejas estructuras autoritarias (algunos sindicatos son el ejemplo más obvio) al lado de mecanismos excepcionales de transparencia. Es decir, abandonamos el muelle del viejo sistema pero no llegamos a la estación de la democracia. Puesto en otros términos, aterrizamos en una estación distinta a la que se pretendía llegar y no estamos transitando hacia ningún otro lugar. Otras cosas tendrán que pasar para romper la inercia del estadio al que llegamos.

Lo que hacía funcionar al viejo sistema dejó de existir. La nueva realidad combina en forma extraña restos de bastiones autoritarios que no sólo se han adaptado a las nuevas circunstancias, sino que han aprendido a explotarlas con todavía mayor éxito que en el pasado. Algunos de esos bastiones, como los partidos, han experimentado algún grado de transformación, pero ahora se han adueñado de la vida política. El Congreso emplea los bríos de nuestra precaria democracia para controlar, impedir e incluso castigar al ejecutivo.

A pesar de lo anterior, nadie puede dudar que el cambio logrado entraña más beneficios que perjuicios. Quizá el mayor de ellos radica en la desaparición del potencial de abuso que antes se concentraba en un solo personaje. Eso no significa que el abuso haya desaparecido pero, por decirlo de alguna manera, se ha democratizado: ahora hay un sinnúmero de potenciales fuentes de abuso, la mayoría de ellas de menor dimensión a las del pasado. La competencia electoral, sumada a algunas ventanas de transparencia y a un poder desconcentrado, trae consigo dificultades nuevas, pero disminuye la posibilidad de que un hombre decida por todos y esa es una mejoría nada despreciable.

Comencemos por revisar algunas razones obvias por las que México carece de democracia:

  1. Hay elecciones competidas (no siempre respetadas), pero no existen mecanismos de representación efectivos, que son, a final de cuentas, la esencia de la democracia. El ciudadano no es la razón de ser de la democracia mexicana. Más bien, al revés, son las corporaciones sindicales, políticas, paraestatales y empresariales las que deciden por los ciudadanos
  2. La justicia de los políticos ha mejorado a nivel de la Suprema Corte, pero el poder judicial sigue estando viciado, sufre de corrupción y no le sirve al mexicano de a pie para resolver las injusticias cotidianas o excepcionales.
  3. La competencia política es sumamente limitada, el acceso a la competencia extraordinariamente costoso y las decisiones siempre acaban siendo impuestas por la soberanía de los partidos. Otra vez, la ciudadanía nada tiene que decir.
  4. A diferencia del viejo sistema, hoy existen contrapesos frente al poder del ejecutivo, pero no así con respecto al poder del legislativo. Ganamos una, pero perdimos cientos más del otro lado.
  5. Todas las discusiones relativas a la transformación institucional del país acaban versando sobre cómo maximizar las ventajas y el poder de los partidos y el legislativo. Nadie está preocupado por construir un sistema de pesos y contrapesos o de encontrar un equilibrio que conduzca a un mejor sistema de gobierno. Lo que se procura es más poder para un lado, no un mejor país.
  6. Algunos sindicatos controlan las principales fuentes de oportunidad para la movilidad social y el desarrollo presente y futuro del país (por ejemplo, educación y energía), pero no existen mecanismos de contrapeso frente a éstos y sus objetivos son estrictamente políticos y pecuniarios.
  7. Sin duda, se ha ganado en el terreno de la transparencia y la libertad de expresión, pero hemos caído en otro berenjenal: en ausencia de reglas (incluida ahora la preocupante despenalización de la difamación), el potencial de abuso y exceso se magnifica. Nadie puede objetar la existencia de mayor libertad, pero tampoco queremos caer en lo que Jorge Castañeda ha acuñado como “comentocracia”. Tampoco se puede ignorar la absoluta falta de respeto a la libertad de otros, como ilustró la presentación del libro de Carlos Tello Díaz en fechas recientes.
  8. El nuevo estadio político no es mejor para lidiar con una de nuestras peores características: la desigualdad social. El famoso “cambio” logró desarticular la vieja presidencia pero dejó intactas todas las estructuras socioeconómicas y políticas. El statu quo no permite atacar el problema de fondo, la falta de movilidad social, y no hay ninguna propuesta en el espectro político, incluidas las “alternativas”, que ofrezcan algún viso de oportunidad en esta materia.
  9. El abuso se ha “democratizado”. La causa ya no reside en una persona, pero el abuso sigue siendo ubicuo: lo mismo el inspector gubernamental que Telmex, la burocracia o las empresas eléctricas. Se nos dice que no pagamos suficientes impuestos, pero las dependencias gubernamentales no cumplen con su función. ¿Democracia? ¿Para quién?
  10. Sin duda los mexicanos poseemos muchas más libertades que antaño, pero eso no nos hace democráticos. Para Karl Popper, el fundamento de la democracia reside en que el sistema político esté constituido de tal forma que la ciudadanía pueda deshacerse de los malos gobernantes sin violencia ni derramamiento de sangre. Bajo ese rasero −y si observamos la inseguridad, la violencia, la falta de aceptación de las reglas del juego y la sucesión de malos gobiernos−, la democracia mexicana ni siquiera aprueba de panzazo.

 

No es posible negar algunos de los avances de nuestra política, pero resulta imposible defender que se trata de problemas de la transición. Todo indica que hemos arribado a un nuevo estadio y la lucha política hoy no es sobre cómo avanzar para construir un sistema político efectivo, sino qué hacer para mantener el control y, en todo caso, distribuir el poder entre quienes lo detentan. En este proceso hay claros intentos de reconstrucción de la vieja estructura centralizada, empatados con aquellos orientados a consolidar al poder legislativo como un mecanismo destinado a mantener el statu quo. Arribamos a un lugar distinto a la democracia y ahora tenemos que lidiar con esa nueva realidad.

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¿Qué hacer?

Luis Rubio

Los monopolios y las prácticas monopólicas inhiben el desarrollo e impiden el progreso del país. Eso es cierto tanto en la política como en la economía. En la política, tres partidos controlan el acceso al poder, determinan las reglas para la creación de nuevos partidos y, aunque parezca increíble, establecen los criterios conforme a los cuales la ciudadanía puede ser representada. En la economía, un puñado de empresas impone precios y (mala) calidad a los consumidores, de la misma forma que un grupo igualmente pequeño de sindicatos se ha adueñado de vastos sectores de la economía y de la educación. El país trabaja para ellos. El problema es que resulta más sencillo hacer un juicio tajante sobre los efectos de la falta de competencia que diseñar estrategias idóneas para cambiar la realidad.

Tan pronto se inicia el análisis de estos temas, es evidente que no existe una solución mágica que resuelva todos estos problemas de una sola vez. Sin embargo, sí podrían articularse respuestas diferenciadas que permitieran mayor competencia sector por sector, pero esto requiere definiciones políticas fundamentales.

Para comenzar, aunque hay muchas quejas sobre los usos y abusos de poder perpetrados por actores económicos, políticos y sindicales, toda la construcción institucional del país crea, promueve y sostiene esas estructuras que tanto se denuncian. La Secretaría de Economía no define sus funciones en aras de elevar la competencia al interior de la economía mexicana para beneficio del consumidor, sino que la entiende como un factor de apoyo a los productores nacionales. La SCT defiende y protege el statu quo en las telecomunicaciones. Los partidos políticos se oponen a la competencia directa por las curules en el congreso y la reelección de legisladores. Todos procuran el apoyo de sindicatos cuyo poder y riqueza se deriva de los contratos colectivos. Es decir, la competencia es estructuralmente incompatible con nuestra realidad política.

En este sentido, lo primero que deberíamos hacer para crear un entorno competitivo es cambiar nuestra manera de ser y de concebirnos. La estructura de la economía y la política en el país es producto de una serie de decisiones que se han acumulado a lo largo del tiempo y que hoy se traducen en la triste realidad que tenemos. Por décadas, si no es que por siglos, el país y cada uno de sus gobiernos ha privilegiado la creación de áreas de influencia para el beneficio particular. Antes se otorgaban concesiones y alcabalas para que algún amigo del virrey o gobernante en turno pudiera explotarlas; hoy se adjudican pensemos en la renovación de concesiones de radio y televisión para apoyar al gobierno en la próxima elección: el tema cambia pero el criterio permanece, independientemente del partido que ocupa la presidencia. De esta manera, el dilema real no es sobre los poderes fácticos o los monopolios sino sobre el criterio que norma la toma de decisiones. Mientras el sistema siga prefiriendo el control sobre la competencia o sea, el clientelismo sobre el desarrollo, lo que cosechará serán poderes e intereses ultra poderosos a costa del consumidor y el crecimiento.

Como en otros ámbitos de la política pública, la discusión sobre los monopolios está mal enfocada. Lo que importa no es el comportamiento de una empresa o un sindicato, sino el entorno que propicia su existencia. Históricamente, los gobiernos han creado un entorno que privilegia la concentración de poder porque eso funciona para ejercer el control político. Como reza el dicho, no tiene la culpa el indio sino el que lo hace compadre: en México, el gobierno estimula la proliferación de compadres. Cuando la población y el sistema político en conjunto reconozcan que la existencia de monopolios es perniciosa, el país comenzará a cambiar.

Como lo muestran España, Francia, Japón y Corea, por un lado, o Taiwán y China, por otro, no existe un solo modelo de competencia. Algunos países privilegian el desarrollo de grandes consorcios, otros fomentan la fragmentación de los mercados. En Francia y en Japón dominan las grandes empresas, mientras que en Taiwán y en China proliferan las pequeñas. Pero esos países, no obstante su diversidad y capacidad competitiva, muestran que no hay una situación de competencia perfecta. China tiene un sistema político centralizado y Francia, país que acoge a algunas de las empresas más formidables del orbe, preserva una estructura política que confiere enorme poder a grupos de interés como los agricultores y algunos sindicatos. Estos países también revelan que la solución a los problemas de competencia y monopolio generalmente descansa más en el entorno creado por el gobierno que en acciones de autoridad individuales.

Nuestro pasado generó condiciones que resultaron funcionales en su momento. Sin embargo, la globalización y los cambios políticos y económicos que el país ha experimentado en las últimas décadas, han creado una serie de desfases y concentraciones de poder que contraponen a una sociedad grande y demandante con una economía poco exitosa y productiva. Si bien lo deseable sería una modernización cabal de las estructuras institucionales y del sistema de regulación en su conjunto, eso requeriría un ejercicio mayúsculo de transformación política. El riesgo de no hacerlo podría desatar una ola contra la empresa privada en general, que acabaría por matar a la gallina que crea los empleos.

Con todo, quizá sería posible comenzar a abrir espacios de competencia a través de decisiones puntuales en actividades y sectores de tal suerte que, poco a poco, se vaya transformando el entorno competitivo del país. Evidentemente, nada de eso reformaría la estructura del poder (partidos y sindicatos), pero sí permitiría alterar el espacio productivo que afecta a los consumidores.

Un gobierno decidido a crear un ambiente competitivo podría dar los primeros pasos cambiando la lógica de la administración económica, adoptando, por ejemplo, un arancel cero para todas las importaciones, incluyendo los bienes y servicios susceptibles de ser comerciados, como los energéticos, así como la eliminación de restricciones a la inversión extranjera, para privilegiar al consumidor y acabar con muchas fuentes de corrupción. Y ese es el punto de fondo: en su esencia, lo que el país tiene que decidir es si va a privilegiar al ciudadano y al consumidor o al statu quo de los que detentan el poder en cualquiera de sus manifestaciones. Es decir, la verdadera decisión es entre adoptar un esquema competitivo o construir un nuevo pacto político entre los grandes poderes y el gobierno. Pretender cambiar un factor aquí o allá no haría diferencia alguna.

 

Otro enfoque

Luis Rubio

La economía mexicana lleva más de cuarenta años de convulsiones, pero todavía no ha encontrado su camino. En este tiempo se han presentado toda clase de evaluaciones y propuestas para enfrentar los problemas: desde el propio Antonio Ortiz Mena como secretario de Hacienda planteando modificaciones al desarrollo estabilizador, hasta la agria campaña de AMLO el año pasado. Echeverría abandonó el desarrollo estabilizador e inauguró la era de crisis por todos conocida. Salinas empezó una fase de reformas que nunca concluyó. Fox desaprovechó la oportunidad, encabezando un gobierno fallido que sólo prolongó la agonía, además de empeorarla.

En las discusiones acerca de cuál ruta tomar ha habido de todo: propuestas de más gasto y de menos gasto, apertura o cierre de la economía a las importaciones, programas para atraer la inversión extranjera lo mismo que planes para limitarla. Las recetas son muchas y se han probado, algunas con resultados catastróficos. Sin embargo, hemos sido incapaces de alcanzar una tasa de crecimiento elevado y sostenido. Ya es hora de cambiar el enfoque.

Más allá de las interminables propuestas vertidas, quizá sea tiempo de pensar de otra manera. No me cabe la menor duda que, para prosperar, una economía requiere ciertos fundamentos sin los cuales el crecimiento es imposible. Esos fundamentos tienen que ser creíbles, es decir, permanentes y no formar parte de esa incertidumbre eterna que nos caracteriza.

Hay obviedades, por supuesto: el entorno macroeconómico (sin estabilidad nadie puede planear); las regulaciones, que hacen la vida imposible al empresario potencial y lo motivan a dedicarse a otra actividad o vivir en la informalidad; la burocracia, que exprime a ciudadanos y productores matando toda iniciativa. Parecen verdades de Perogrullo pero no lo son y un ejemplo dice más que mil palabras: hace un año, una conocida mía pretendía comprar un coche. El vendedor le explicó las opciones de financiamiento: tomar un crédito a tasa de interés fija relativamente alta o a una tasa variable más baja pero con el riesgo de altibajos. Lo revelador fue la forma en que lo planteó: todo dependía del posible ganador de las elecciones: tome la tasa de interés fija si cree que ganará López Obrador, tome la variable si piensa será Calderón.

Aunque nadie puede garantizar la estabilidad, que depende de variables no siempre controlables, es evidente que en México no hay un consenso al respecto y esa es una fuente de enorme incertidumbre. A diferencia de lo comentado por el vendedor de coches, recuerdo alguna vez la forma en que Felipe González, a la sazón presidente de España, anunció las consecuencias de un incremento en los precios mundiales del petróleo: palabras más, palabras menos, dijo: acabamos de hacernos más pobres y tendremos que encontrar la forma de elevar la productividad para absorber el golpe. Es decir, su respuesta fue la de un mandatario comprometido con la estabilidad, no la de alguien que juzga la estabilidad como un factor secundario o exógeno.

Pero más allá de los fundamentos elementales, que sin duda han mejorado en el país, quizá sea tiempo de preguntarnos por los temas de fondo que afectan las decisiones de los potenciales empresarios. Nadie ha dedicado tanta cabeza a este tema como Gabriel Zaid. Desde El progreso improductivo hasta sus artículos periodísticos recientes, Zaid ha hecho una crítica al enfoque implícito en la política económica. Desde su perspectiva, el problema reside en la microeconomía: en los impedimentos que hacen imposible la vida de un empresario; en la mentalidad que motiva las decisiones de los burócratas; en la creencia de que más burocracia, y más requisitos burocráticos, son siempre la solución a cualquier problema. La mentalidad burocrática que ha tomado control de la economía mexicana desde los setenta sólo sesga las decisiones de inversión, limita el desarrollo empresarial y condena al país a tasas miserables de crecimiento.

Hace unos treinta años visité la fábrica de un amigo. Producía medicamentos y estaba solicitando la aprobación de la FDA, la agencia responsable de medicamentos y alimentos de EUA, para poder maquilar y vender sus productos a laboratorios estadounidenses. La fábrica crecía de manera orgánica: con una inversión inicial gracias al ahorro del dueño y préstamos de familiares, todo el dinero se había destinado a construir el laboratorio. En lugar de oficinas había un pequeño cuarto con techo de lámina, tres escritorios y un enjambre de cables telefónicos. Unos años después, cuando el laboratorio producía de manera constante, mi amigo construyó un pequeño edificio de dos pisos para las oficinas y una cochera al nivel de la calle. Era un empresario prototípico de la zona industrial aledaña al DF.

Platicando con él en aquella visita, me comentaba sobre el contraste entre el proceso de aprobación de una solicitud por parte de la FDA y los inspectores de la entonces SSA. Los inspectores americanos consideraban los procesos productivos, la toma de decisiones, el apego a los manuales, es decir, todo lo que hacía predecible y confiable una línea de producción. Los inspectores mexicanos destinaban sus esfuerzos para buscar anomalías físicas, no necesariamente relacionada con la producción, con el objeto de girar una sanción y, así, negociar con el afectado el pago de una mordida. El contraste entre ambos posturas ilustra las diferencias de enfoque y de poder de las burocracias.

La fábrica se vendió años más tarde, pero lo interesante es que sirve de ejemplo a las críticas persistentes de Zaid. Cuando una empresa grande propuso la adquisición, mi amigo estaba preparando un gran plan de expansión. Su cálculo era que el nuevo laboratorio costaría aproximadamente un millón y medio de dólares. Cuando la empresa adquiriente analizó el proyecto, su conclusión fue que el costo sería de 37 millones. Hablando sobre la abismal diferencia en el cálculo, resultó que ésta era de enfoque: para mi amigo lo primero era el laboratorio (con reactores hechos a mano y en las instalaciones) y éste produciría el efectivo que le permitiría construir otras instalaciones, oficinas y demás. Para la empresa adquiriente, los reactores serían importados y el cálculo comenzaba por el ejército de ejecutivos y las prestaciones que los acompañarían. Al final, ambos acabarían produciendo lo mismo.

Dudo que un empresario como aquél sea concebible hoy en día dado el enfoque que prevalece en la administración microeconómica del país.

 

Monopolios

Luis Rubio

El tema de la competencia y los monopolios ha adquirido una inusitada atención. En un país que por décadas ha privilegiado el control sobre la competencia en todos los ámbitos de la vida pública, el mero hecho de discutir el tema es noticia. El debate es necesario porque el país vive estrangulado por intereses decididos a que nada cambie y, a diferencia de lo expresado por Lampedusa en El Gatopardo, ni siquiera ven la necesidad de disfrazarse.

Se usa la palabra monopolio para expresar fuerza, poder, pero no porque necesariamente se monopolice algo; es decir, en el debate se ha dado por identificar monopolio con la capacidad de inhibir la competencia. Los monopolios son perniciosos porque hacen imposible el desarrollo equilibrado de una sociedad. En lugar de permitir que cualquier ciudadano, por el hecho de serlo, tenga la posibilidad de desarrollar su potencial al máximo, los monopolios controlan accesos al poder, a la riqueza y al trabajo, paralizando al conjunto de la población. Con una definición tan amplia, México sufre de monopolios o equivalentes en todos los ámbitos de la vida pública. Pero no todos los llamados monopolios son perniciosos; algunos tienen un enorme impacto negativo, otros no; aún más importante, no todos son iguales ni pueden enfrentarse de la misma manera.

Si uno revisa las definiciones de diccionario y las extiende de la economía al conjunto de la sociedad, podrá reconocer las distintas maneras de ejercer un poder excesivo: por controlar una actividad, sector o acceso; por gozar de ventajas naturales o creadas excepcionales; por ser el único comprador o proveedor de un servicio; o por hacer efectivo lo que los economistas llaman poder de mercado, es decir, imponen condiciones a quienes aspiran a participar en una actividad determinada. Independientemente de la definición que uno prefiera, lo relevante es que un monopolio o práctica monopólica impide o inhibe la competencia, lo que cancela opciones para el desarrollo de los ciudadanos y consumidores.

La presencia de una práctica monopólica se puede manifestar de distintas formas. En el ámbito económico se expresa por medio de precios altos, mala calidad, pésimo servicio o abuso por parte de proveedores. En el plano laboral se manifiesta en el control sobre la contratación que ejercen los sindicatos a través de la titularidad de un contrato colectivo, instrumento que impide el acceso a cualquier ciudadano a un determinado puesto de trabajo si no es con la venia del sindicato en cuestión, así como por la llamada cláusula de exclusión, que permite eliminar a enemigos políticos o personales del liderazgo sindical. Esta situación establece costos artificiales (es decir, no de mercado) para la mano de obra, mismos que se ven reflejados en los precios finales.

En el ámbito político, la práctica monopólica estrecha nuestras opciones como ciudadanos y nos obliga a votar por el candidato menos malo, ya que la barrera de acceso impide que los mejores participen. Lo mismo se aprecia en la forma del llamado mayoriteo que puede ejercer un partido en el poder legislativo.

Pueden existir situaciones potencialmente propicias para las prácticas monopólicas por toda clase de razones y circunstancias. En algunos casos son legales, como ocurre con la ley electoral vigente, que le otorga un virtual monopolio del poder a los tres partidos políticos mayoritarios, o con el control que la constitución le otorga al gobierno en materia energética. En otros casos, se puede tratar de errores estratégicos: por ejemplo, la forma de privatizar una empresa, como ocurrió con Telmex. También puede ocurrir por corrupción o, en forma eufemística, por conveniencia coyuntural, como cuando existen facultades para eliminar una situación de monopolio o duopolio pero el gobierno prefiere no actuar; tal es el caso de la televisión. Finalmente, puede darse como resultado del éxito empresarial, sobre todo dado el tamaño relativamente pequeño de la economía mexicana, donde una empresa muy exitosa termina adquiriendo enorme presencia: ahí están Walmart y Telcel como ejemplos obvios.

Si uno analiza la ley de competencia, encuentra una distinción que permite diferenciar entre empresas o, ampliándolo al conjunto de la sociedad, entidades o instituciones que llevan a cabo prácticas monopólicas absolutas (es decir, que establecen alianzas para imponer sus condiciones), de aquellas que sólo incurren en una situación de esta naturaleza cuando hacen valer su poder de mercado (lo que la ley llama práctica relativa). Lo importante es reconocer que la naturaleza y el origen del poder excesivo determina en buena medida las opciones que existen para corregir la situación: no es lo mismo un monopolio que surge de la ley que otro producto de una circunstancia particular de mercado, ni se puede tratar de manera similar a una empresa cuyo poder se deriva de una concesión gubernamental de aquella que es producto del éxito empresarial.

Lo crítico en la evaluación de una situación monopólica es el mercado relevante. Si una empresa o entidad es grande o chica, no importa en sí. Lo fundamental es cómo incide en el mercado en que opera. Mientras la mayoría de los sindicatos goza de cláusulas de exclusión, hay otros que son virtuales dueños de su sector (como los maestros, petroleros o electricistas). Hay empresas grandes cuyo tamaño responde más a una lógica de consolidación a escala mundial, lo cual no tendría porqué incidir sobre la competencia: lo importante son las regulaciones que norman el mercado para garantizar la competencia.

Detrás de la estructura económica que permite la existencia de monopolios yace un sistema de gobierno que ha privilegiado el control y los beneficios de corto plazo sobre el desarrollo económico. Ello se debió, en parte, a la búsqueda o afán por mantener el poder y en parte por evitar conflictos de cualquier naturaleza; la suma de ambos criterios generó nuestro presente.

Muy pocos de nuestros gobiernos del pasado meditaron sobre la importancia de la competencia. Más preocupados por lo contingente, hicieron posible que otros actores con mayor visión hicieran de las suyas. En México no ha habido gobiernos preocupados por el futuro porque todos se ahogan en la coyuntura o en los intereses particulares de políticos y partidos, circunstancia que permite a los factores de poder explotarla en su beneficio.

Quizá la lección más importante que arroja nuestro pasado es que el mejor control al abuso no es la regulación ni la propiedad gubernamental, sino la competencia, en todos los ámbitos. Pero es más fácil denunciar el abuso que resolverlo. De ello hablaré en otra oportunidad.

 

Parlamentarismo

Luis Rubio

Está de moda la idea de transformar el sistema político, abandonar nuestra tradición presidencialista y construir un sistema semiparlamentario que, en palabras de sus promotores, reconozca la nueva correlación de fuerzas en el país. Y, sin duda, para cualquiera que observe los cambios en la relación ejecutivo-legislativo a partir de 1997, cuando el PRI perdió la mayoría legislativa, es evidente que ese cambio en la correlación de fuerzas ha vuelto disfuncionales las estructuras institucionales existentes. La falta de avances legislativos en temas clave para el país, ilustra la urgencia de replantear las formas y estructuras que guían la actividad política del país.

Pero la urgencia suele ser mala consejera. Transitar de una presidencia todopoderosa a una creciente descentralización del poder, ha tenido la enorme virtud de evitar el tipo de abusos y excesos propios de la inexistencia de pesos y contrapesos efectivos. A diferencia del pasado, entidades como el poder legislativo y la Suprema Corte han evitado en estos años que la presidencia logre que se aprueben iniciativas inadecuadas sin más. Pero lo contrario también es cierto: de una presidencia excedida y excesiva pasamos a un sistema disfuncional que no favorece la discusión analítica y seria de los temas. Del sí absoluto pasamos, en el sexenio foxista, al no igualmente absoluto. Ninguno de los dos es aceptable. Y el riesgo es que, en lugar de disminuirla, acabemos institucionalizando la parálisis.

Se han presentado muchas propuestas para corregir esta situación. Algunas son fundacionales toda vez que se pronuncian por tirar a la basura todo lo existente y comenzar de nuevo, pero la mayoría se centra en cambios fundamentales sobre todo en cuanto al poder del congreso. Muchas proponen una nueva constitución y un sistema parlamentario con una presidencia relativamente débil, etcétera. El principal problema reside en que toda la discusión se concentra en el poder del legislativo, pero nadie está dispuesto a desafiar el poder de los partidos ni mucho menos a convertir al ciudadano, esencia de la democracia, en el punto focal del sistema.

El poder de la vieja presidencia disminuyó cuando desapareció el monopolio del poder de un partido tanto en el poder ejecutivo como en el legislativo, pero sobre todo cuando se dio el divorcio entre el PRI y la presidencia. Sin el partido integrador y dedicado al control político, la presidencia perdió su capacidad de imponer sus preferencias y prioridades. A su vez, el poder migró hacia los gobernadores, pero sobre todo a los partidos políticos. En el pasado, cuando un individuo aspiraba a desarrollar una carrera política sabía que su apuesta residía en cortejar al presidente a través de su disciplina y lealtad (léase sumisión). En la actualidad, ese mismo individuo tiene que servir a los intereses de su gobernador o del liderazgo de su partido. Aunque las cosas han cambiado, el sistema es más democrático sólo en cuanto a que hay más fuentes de poder en competencia, pero no respecto a una mayor representación de la ciudadanía. Peor, la dispersión del poder que hemos observado no ha resuelto los problemas del país y ha hecho mucho más difícil su solución. El viejo presidencialismo tenía muchos defectos, pero cuando actuaba de manera adecuada podía lograr avances de consideración. Hoy sólo vamos hacia atrás.

La pregunta es cómo avanzar. Pretender construir un sistema semiparlamentario es vivir en la negación. Con los desacuerdos que caracterizan a los partidos, la creación de un primer ministro o figura equivalente no haría sino crear un nuevo factor de inestabilidad permanente. Como en la cuarta república francesa, el gobierno caería cada vez que un líder partidista se levantara de mal humor. Basta observar cualquier sesión del poder legislativo en los años recientes para reconocer que el consenso y la responsabilidad no forman parte de nuestras fortalezas. Quizá sería mejor comenzar por cambios pequeños que resuelvan problemas específicos en lugar de emprender grandes transformaciones que no harían sino modificar la naturaleza del problema sin resolverlo.

Ciertamente, los políticos mexicanos son afectos a las grandes transformaciones. ¿Para qué corregir problemas específicos cuando se puede cambiar el sistema, castigar enemigos y replantear toda la estructura política de un plumazo? Si bien no tengo la menor duda de que la motivación de quienes propugnan por una reforma sustantiva es benigna, el país ha sufrido tantos cambios inconclusos y muchas veces inadecuados que una gran transformación podría surtir un efecto contrario al esperado. Quizá más importante, no podemos impulsar una gran transformación sin determinar antes el objetivo real, profundo y fundamental de dicha transformación. Y ahí es donde entran en colisión las propuestas con los proponentes.

Independientemente de su contenido, las propuestas de reforma se pueden dividir en dos grandes campos: aquellos que plantean cambios desde una perspectiva técnica y, en todo caso, desinteresada, y aquellas que no tienen más objetivo que, como se dice coloquialmente, disfrazar a la mona, es decir, cambiarlo todo para que todo siga igual, para que nada cambie. No cabe la menor duda que tras el activismo que acompaña a la reforma institucional yace el objetivo de fortalecer a los partidos políticos como el factor soberano de nuestro sistema político. De lo contrario, que alguien explique la increíble propuesta de castigar el llamado trapecismo político.

El México de hoy vive la contradicción de un sistema político presidencial con disciplina de partido, es decir, una extraña mezcla del sistema presidencial estadounidense con el parlamentarismo europeo. Esa combinación fatal ha producido el impasse actual, que no podrá combatirse debidamente a menos que cambie alguna de las dos instituciones. La propuesta más frecuente plantea fortalecer al legislativo con miras de doblegar a la presidencia. A falta de una disposición para construir una verdadera democracia representativa, quizá sería mejor encontrar formas de romper el impasse sin cambiar el equilibrio general, es decir, buscar la manera de hacer funcional el sistema actual y aguardar tiempos mejores para llevar a cabo la fundación de esa democracia anhelada.

El problema esencial hoy por hoy es la falta de pesos y contrapesos. Hay capacidad de bloqueo pero no equilibrio. ¿Por qué no comenzamos por algo sencillo?: una ley guillotina que obligue al poder legislativo a responder ante iniciativas del ejecutivo o ver la iniciativa aprobada por default. Por algún lugar hay que comenzar.

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Reformar

 Luis Rubio

Reformar implica cambiar el statu quo y, por lo tanto, entraña la inevitable afectación de intereses. Esa circunstancia crea el contexto en el que se disputa cualquier tipo de reforma en una sociedad, igual en la economía que en la política: quienes suponen que van a perder se oponen y quienes esperan ganar apoyan. En esto no hay nada novedoso; sin embargo, cualquier reforma cuyo objetivo no sea meramente afectar intereses, se traduciría en una mejoría generalizada que acabaría por elevar las oportunidades del conjunto de la sociedad. Es decir, para cualquiera que desea ver más allá de sus intereses próximos, reformar implica oportunidades y posibilidades para todos. Afortunadamente, y a pesar de los avatares cotidianos, ese parece ser el tono del debate dentro del legislativo.

Todas las fracciones parlamentarias han comenzado a presentar sus respectivas agendas y ha habido contacto y negociaciones entre el ejecutivo y los partidos en temas tan variados como el fiscal, el energético e incluso han avanzado en crear un marco para negociar lo que se ha dado en llamar reforma del Estado. Evidentemente, cada parte involucrada en este proceso tiene posturas, objetivos e intereses distintos, pero lo sorprendente es que, al menos a nivel declarativo, los objetivos en muchas de estas áreas son cada vez menos distantes. Más allá de la retórica, es evidente que el establishment político reconoce que, tras una década infructuosa, los costos de no actuar son mucho mayores que los que se derivan de afectar intereses de corto plazo.

¿Estamos frente a un escenario que debe inducir nuestro optimismo? Sin duda, el hecho de que se discuta de manera abierta y más o menos analítica la necesidad de atacar problemas fundamentales (pensemos en el tema del petróleo como ejemplo) representa un cambio fundamental respecto al pasado. No menos importante es la presencia del PRD en las discusiones y su deseo de contribuir en el proceso. Aunque es reprobable la forma en que el PRI intenta seducir al PRD (a través del embate contra el consejo del IFE) para que participe en las diversas reformas, el fondo del tema es el mismo: todo mundo reconoce la necesidad de actuar y muchas de las danzas que observamos no son sino formas de enfrentar los dogmas partidistas para liberar a cada grupo político de sus demonios y hacer posible su activa participación en el proceso.

Todo ello sugeriría que hay buenas razones para ser optimistas sobre el futuro y por esa razón sería bueno reconocer los riesgos inherentes a lo que hoy estamos viviendo, porque no es un proceso muy distinto, aunque los actores sí lo sean, al que experimentamos hace casi dos décadas. Trazadas las grandes líneas y los grandes proyectos, viene la etapa del aterrizaje en la vida real y ahí comienzan los problemas.

Por un lado, los grandes objetivos esconden el hecho de que para llegar ahí es necesario afectar intereses; aunque esto es evidente en concepto, eso no hace más susceptibles a esos intereses para apoyar el proceso. Por otro lado, los grandes planes tienen la virtud de que invitan a sumarse, participar y gozar del esplendor que inevitablemente caracteriza a la retórica florida (como vimos esta semana), pero una vez metidos en los detalles, tienden a ganar los deseos sobre las realidades, las preferencias sobre la dinámica económica y política y el voluntarismo sobre la furia de los mercados y de los intereses particulares de cualquier naturaleza.

Hace dos décadas, los gobiernos reformadores trajeron una nueva visión del mundo, una ambiciosa propuesta de reforma y transformación. Avanzando poco a poco, lograron envolver a la población en su optimismo y sentaron las bases de una nueva realidad política y económica. Si bien no tengo la menor duda de que México está mejor hoy de lo que hubiera estado de haberse seguido una ruta alternativa (entonces o más recientemente), nadie con la mínima sensatez puede echar las campanas al vuelo y pensar que hemos resuelto nuestros problemas fundamentales. Tenemos una mejor plataforma para el crecimiento de la economía, pero ésta no ha crecido a los ritmos que sería necesario para enfrentar esos problemas, ni hemos llevado a cabo el tipo de transformaciones que haría posible la construcción de una sociedad menos desigual en la que todo habitante tenga la misma oportunidad de desarrollarse.

Como los gobiernos de entonces, los partidos y legisladores de hoy traen proyectos ambiciosos y planteamientos razonables y atractivos. Y por eso debemos ser cautelosos, porque no hay nada en esa retórica que sugiera que poseen una mejor comprensión de los intereses que enfrentarán o de la complejidad de los mercados políticos y económicos que tendrán que procesar las reformas y llevarlas a la práctica en los lugares más recónditos del país. El riesgo hoy, como antes, es que, en la feria de los grandes planes, se pierda de vista el hecho de que lo que modifiquen los legisladores impactará la forma de decidir de millones de ciudadanos, quienes actuarán de acuerdo a los dictados de su mundo individual, sin reparar en el altruismo de quienes impulsaron las reformas.

Suena muy bien la idea de resolver los problemas de PEMEX, pues todo mundo sabe que el petróleo es central, al menos en términos financieros, y sigue esperando que algún día se materialice la promesa de convertir a esa industria en un pilar del desarrollo económico. Todo eso es lógico, pero suponer que los mexicanos (o, para el caso, los extranjeros) meterán un centavo de sus ahorros en una industria dominada por intereses sindicales y burocráticos sin control de la toma de decisiones, significa vivir en la negación. Lo mismo es cierto para el consejo del IFE: sin duda, el actual dejó mucho que desear en las elecciones pasadas, pero se le están cargando culpas de las que todo mundo sabe no es responsable. Muchos legisladores suponen que no pasa nada si se cambia al IFE: deberían pensarlo dos veces porque el mexicano de a pie verá en su actuar la solidez de las instituciones y actuará en consecuencia.

A final de cuentas, las reformas que vengan dependerán de la responsabilidad de los legisladores. No hay manera física ni conceptual de obligar a toda una población a hacer lo que un político quiere, ni se pueden diseñar reglas para toda contingencia. En lugar de grandes planes, nuestros legisladores nos harían (y se harían a sí mismos) un gran favor si generan un entorno que permita que todos los mexicanos actuemos de manera responsable. Podrían comenzar ellos mismos en el congreso reconociendo la naturaleza humana y actuando de manera congruente con esa circunstancia.

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Hacia dónde va el PRI

Luis Rubio

Cuando las expectativas son abismalmente bajas, cualquier noticia promisoria se traduce en una agradable sorpresa. En un país de altibajos y claroscuros como el nuestro, personas y circunstancias pueden, de repente, aparecer como una luz. El presidente Calderón pudo cambiar percepciones con sólo meter en la cárcel a un delincuente común oaxaqueño, es decir, al simplemente cumplir con su obligación legal y política. Con suerte y todo el sexenio se va construyendo con pequeños pasos que acaben transformando al país. ¿Podrá el PRI lograr una hazaña similar?

El PRI es la principal fuerza política del país, la única con una amplia presencia nacional y la que agrupa a los políticos más experimentados y con mayor sentido político. El control que ejerce sobre estados y municipios no es el de antaño, pero sigue siendo una fuerza arrolladora en muchos congresos estatales y, en general, en la política nacional. Comparar su relevancia con el pasado es un tanto absurdo puesto que en épocas anteriores el PRI era el sistema. Ahora, en un entorno de competencia, el PRI ha sido capaz de mantenerse como una fuerza todavía relevante en términos numéricos, pero determinante en términos políticos. Dicho todo eso, no es obvio que el PRI tenga futuro.

Pasada la elección presidencial de julio pasado, las encuestas revelaron que las preferencias del electorado por el PRI estaban por los suelos: había pasado a ser la tercera fuerza y al menos un estudio de opinión lo colocaba como la cuarta fuerza política a nivel nacional. Evidentemente, las encuestas, como una fotografía instantánea, no revelan más que un estado de ánimo que, por definición, es momentáneo. Las percepciones sobre el PRI se fundamentan, además de en la historia, en la naturaleza de la contienda presidencial más reciente, proceso electoral dominado por los candidatos de los otros dos partidos grandes. Algunos argumentan que el problema fue su candidato, otros que, de hecho, como en 1988, ya había otro candidato del PRI. Sea como fuere, hay dos elementos que los priístas tienen que contemplar para su futuro: primero, que no es fácil que un partido que gozó del monopolio del poder retorne a él y menos tan rápido. Para botón de muestra baste observar a España y Chile: toma tiempo, no hay garantías y todo depende de su capacidad de renovación. El otro elemento es que cada contienda es distinta y su dinámica responde a factores que nadie puede controlar de antemano.

Supongamos, para fines de análisis, que los números expresados en las encuestas reflejan la naturaleza de la contienda más reciente y no el sentimiento de la población por este partido. Es decir, supongamos que el PRI tuvo una mala tarde pero que, en otras circunstancias, podría seguir acaparando alrededor de una tercera parte de las preferencias electorales y, como en toda contienda política, un buen candidato en un buen momento puede conducir a un triunfo. En otras palabras, supongamos que hay plena normalidad política (donde cualquiera puede ganar la presidencia) y que el voto llamado “estratégico”, definido como antipriísta por antonomasia, tiende a erosionarse con el tiempo. Con todas estas ventajas, no es obvio que el PRI pueda retornar al poder.

A pesar de su presencia nacional, el PRI es cada vez más un partido de grandes fortalezas (y debilidades) regionales y los estancos regionales tienden a convertirse en prisiones. El mejor ejemplo es el sureste del país: aunque en años recientes el PRI perdió dos estados clave, Guerrero y Chiapas, su concentración numérica en Tabasco, Oaxaca, Puebla y Veracruz es extraordinaria. Pero el problema no es su concentración regional, sino lo que ello implica para su capacidad de ganar adeptos en otras latitudes. El apoyo a ultranza que el PRI le confirió al gobernador de Oaxaca constituye un hito: es fácil explicar la racionalidad de semejante apoyo, pero es difícil de creer que un votante en Guanajuato, Jalisco o Chihuahua desee asociarse con un gobernador como el oaxaqueño. Desde la perspectiva de esas otras latitudes del país, lo mismo se podría decir de otros representantes del PRI en sus cotos regionales.

El problema del PRI no se limita a sus propios baluartes regionales. En lugar de construir una plataforma amplia de posturas y visión, como sí lo han logrado el PAN y el PRD, el PRI se quedó atorado en el momento de su apogeo y en los intereses de sus fuerzas locales. Mientras que los candidatos del PAN o del PRD han procurado candidatos capaces de acercarse a comunidades, intereses y entidades distintas a sus regiones tradicionales, el PRI no ha hecho sino reproducir los mismos perfiles, cuando no los mismos nombres, que la población asocia no con su era de grandeza, sino con la de corrupción y abuso. Como decían de los Borbones, el PRI ni aprende ni olvida.

En los últimos años, el PRI ha respondido de manera reactiva al reto que representa no estar en control de la presidencia. Ha jugado de manera táctica tanto con el PAN como con el PRD, pero no ha logrado marcar una diferencia. Al mismo tiempo, su visión de Estado y colmillo político le permitió convertir la derrota del pasado dos de julio en una fortaleza estratégica. En lo que va del sexenio, ha podido presentarse como el factor clave de la gobernabilidad del país. Pero sigue siendo no más que una visión táctica: el PRI no tiene un proyecto de largo aliento ni posee la consistencia interna para desarrollarlo. El PRI vive del pasado en vez de competir por el futuro.

El riesgo para el PRI radica en su posible enquistamiento. Por un lado, enfrenta la competencia del PAN por las regiones modernas del país; por el otro, compite con el PRD en sus bastiones tradicionales. Si bien, como ilustra Tabasco, ha tenido la habilidad para presentar candidatos competitivos en algunos casos, su propensión a encerrarse no sólo es legendaria sino que tiende a acentuarse a la par de regionalizarse. Seguir con más de lo mismo lo llevaría al cadalso.

El reto de hoy no tiene precedente: el PRI necesita una nueva razón de ser, un nuevo proyecto y una propuesta de transformación para sí mismo y el país, un proyecto que haga posible construir un país moderno sin ignorar su contexto histórico. El PRI, y México, necesita un liderazgo transformador, capaz de romper con su regionalismo mental y geográfico, un liderazgo que vea hacia adelante sin perder su razón histórica de ser. Hay muchos candidatos, pero sólo una propuesta, la de Beatriz Paredes, capaz de conciliar al partido del pasado con el México del futuro. Ojalá sepan acertar.

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Civilización

Luis Rubio

Todas las familias felices, escribió León Tolstoi en la frase inicial y el pasaje más famoso de Anna Karenina, son muy similares, en tanto que cada familia infeliz es desgraciada a su propia manera. Algo similar ocurre con las naciones: las que son desarrolladas y gozan de un sentido de dirección comparten semejanzas; a pesar de sus diferencias, forman parte del club de naciones que representan el corazón de la civilización. En oposición, las naciones que no han logrado definir su destino y padecen todas las contradicciones y fardos de un pasado frecuentemente poco glorioso, pero a la vez muy controvertido, tienden a perderse en su propio universo y adoptar modos de actuar y explicar sus fracasos como algo único y excepcional.

Aunque es evidente que cada nación posee una excepcionalidad propia, pues de otra manera no sería una nación, las formas que adopta la civilización son peculiares y muestran una manera distinta de ver al mundo así como de enfrentar sus problemas. Observar los desmanes en Paris, las disputas en torno a las nacionalidades y la Iglesia en España y las nominaciones a la Suprema Corte norteamericana ejemplifican tres formas de ver al mundo, desarrollar la política y concebir al gobierno, pero todas ellas tienen algo en común: muestran un grado excepcional de civilización. En contraste, los dimes y diretes entre los jefes de Estado latinoamericano y sus insultos mutuos sugiere una ausencia de civilización .

Los desmanes en Francia evidenciaron la fragilidad de las estructuras económicas y sociales de aquel país. Tanto la alienación (física y social) de esos jóvenes como la ausencia de oportunidades que genera el costoso estado de bienestar construido por los franceses, explican el origen de la revuelta. Los jóvenes que emprendieron la violenta rebelión sin organización y liderazgo seguían un dictum: tienen el derecho casi inalienable de cometer crímenes sin ser molestados por la policía. El gobierno, apoyado de manera casi unánime por el electorado de acuerdo a las encuestas, actuó con determinación, haciendo valer el principio weberiano de que nadie puede disputarle al Estado el monopolio del uso de la fuerza. Algo así es lo que claramente intentaba en presidente Calderón con los operativos policiacos.

En Estados Unidos, la discusión en torno a la nominación del candidato a suceder a Sandra Day O’Connor siguió una dinámica impensable en la Europa moderna: los términos de la discusión giraban en torno a factores ideológicos (sobre todo relativos a temas de política social como el aborto) o filosóficos (en especial respecto a la visión de un candidato a la Corte sobre si la Constitución debe adecuarse a la vida de hoy o ser interpretada estrictamente en los términos de sus redactores en el siglo XVIII). Ambos bandos, el de los Demócratas y el de los Republicanos, entraron a una batalla de medios orientada a influir sobre la decisión del Senado y la confrontación fue ideológica, politizada y violenta en lo verbal.

En España dos iniciativas cimbraron a su sociedad. Una, relativa a las llamadas autonomías, los estados de ese país, proponía la noción de soberanía, otorgándole vastos derechos y facultades a esos niveles subnacionales. La otra iniciativa, en materia educativa, tenía diversas aristas, pero la principal se refería a la propuesta del gobierno de reducir las transferencias que se le hacen a la Iglesia como contraprestación por los cursos de religión que imparte. Ambos temas causan urticaria en una amplia capa de la población: a unas porque atenta contra la nacionalidad española y, por tanto, contra la integridad misma del país; a otras porque afecta temas con un valor simbólico, como la iglesia, con una rudeza que se considera innecesaria. La reacción popular, en buena medida instigada por el clero, no se hizo esperar: en una enorme manifestación (pero en domingo, no entre semana), mayor a la que siguió a los bombazos terroristas, la población hizo sentir su peso y preferencia por formas menos agresivas para avanzar en su proceso de desarrollo.

El común denominador de estos tres países reside no en que estén exentos de conflicto, sino en la forma como los resuelven. La violencia física en Francia se ataca con la fuerza del Estado, la violencia verbal en Estados Unidos se canaliza de una manera institucional y tanto ganadores como perdedores aceptan las reglas del juego. Las controversias en España, por su parte, así vayan al corazón del ser español, se resuelven de manera institucional y formal en el poder legislativo. La civilización se percibe no en lo que se disputa sino en cómo se hace. Todas las partes participan en el proceso, pero nadie rebasa las fronteras institucionales, legales o legítimas del actuar gubernamental.

Ese no es el caso de nuestro país y buena parte de la región. Las disputas bananeras, por su contenido y forma, que caracterizaron la retórica de Chávez en Venezuela y la pusilánime respuesta que dio Fox en su momento, mostraron un bajo nivel de institucionalidad y una total ausencia de proyecto. Los avatares de la encomiable, pero fútil, defensa que hizo el entonces presidente Fox del libre comercio en torno al llamado ALCA, evidenciaron las carencias de nuestro propio proyecto de desarrollo, la pobreza del debate sobre temas sustantivos en la región y la ausencia de compromiso con soluciones institucionales.

El intento del presidente Calderón por restablecer la función del gobierno en la sociedad luego de años de virtual inexistencia es encomiable, sobre todo porque sin gobierno que haga cumplir las reglas del juego ninguna sociedad puede funcionar. Pero, para ser exitoso el esfuerzo, los operativos tendrán que venir acompañados de un nuevo conjunto de reglas del juego que respondan al México de hoy, es decir, el de ciudadanos y consumidores, y no al del viejo corporativismo que se niega a morir. En ausencia de una reconstrucción institucional será imposible contener y luego revertir la podredumbre de nuestro sistema político. El riesgo es que los operativos sean todo lo que se persigue, en cuyo caso su efecto no será otro sino el de fortalecer el cinismo ya de por sí característico del mexicano. Lo más distante a la civilidad que podría existir.

Hace algunos años, refiriéndose a nuestra problemática general en una entrevista, John Womack, el famoso autor de Zapata y la revolución mexicana, hizo una afirmación que sigue siendo tan válida entonces como lo es hoy: “la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir; son las formas decentes de vivir las que producen la democracia.”

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Lo posible

Luis Rubio

La apertura migratoria estadounidense tal vez sea deseable, pero no será posible en tanto no aceptemos que se trata de un tema estadounidense (no uno bilateral) y, por lo tanto, alcanzable sólo si ocurre en sus términos, no en los nuestros. Este es el momento de empezar a construir el andamiaje de una solución viable no en nuestras mentes, sino en las que cuentan: las de los propios estadounidenses.

La migración hacia Estados Unidos une a los mexicanos de maneras extrañas e incluso contradictorias. Unos quieren irse pero temen al cruce, otros dependen de las remesas enviadas por sus familiares, otros más lo ven como una solución a la falta de éxito económico dentro del país. Algunos ya instalados allá temen la competencia de futuras olas migratorias. El tema es emotivo y fácil bandera para políticos y activistas porque el peso de la solución mágica que se ha pretendido aterrizar (una legalización amplia y generosa) recae sobre alguien más. Pero las emociones y las soluciones voluntaristas no conducen a la solución del problema.

Visto en retrospectiva, la estrategia migratoria del gobierno pasado se apuntaló en una lectura de la realidad que, seis años después, prueba ser del todo inadecuada. Con esto no pretendo descalificar la iniciativa ni pretender que era obvio su fracaso. Por eso es tan importante aprender la lección, entender el terreno en el que tendría que cuajar un proyecto de esta naturaleza y construir la estrategia idónea para lograrlo.

El tema migratorio es explosivo en todas las democracias occidentales. Estadounidenses y europeos llevan años experimentando una preocupación creciente en torno a los migrantes ilegales y el cambio de composición étnica (y, en el caso europeo, también religiosa) de su localidad. Hoy sabemos que los estadounidenses experimentan una creciente incertidumbre respecto a sus empleos, ingresos y estabilidad financiera futura, situación difícil de prever hace seis años. En aquel momento, nuestro vecino norteño salía de un largo y espectacular periodo de crecimiento económico, con una generación inusitada de riqueza y empleos; los norteamericanos experimentaban un tiempo de optimismo y gran tranquilidad personal.

El cuento de hadas comenzó a evaporarse al comenzar la década. Quizá el disparador fue el colapso del mercado financiero del Nasdaq, donde se cotizaba la mayoría de las acciones de empresas dedicadas a productos y servicios vinculados con Internet. De ahí siguieron los ataques terroristas de 2001 y, sobre todo, la inquietud y desazón que comenzaron a experimentar las familias americanas como resultado de la creciente competitividad de China e India en sus propios mercados. A pesar del favorable desempeño de su economía, a decir de los indicadores tradicionales, el americano promedio comenzó a sentir un desasosiego que cambiaría su percepción de muchas cosas, incluida la migración.

Ya para ese momento, los estadounidenses veían con paulatina preocupación la forma en que cambiaba el mercado de trabajo. La competencia del exterior no era nada nuevo para sectores tradicionales como el acero y los automóviles, pero ahora comenzaba a desafiar sectores y actividades económicas que siempre habían parecido absolutamente seguras como los servicios profesionales en áreas tan diversas como la contabilidad y radiología. ¿Qué empleo podría ser más seguro que el de un radiólogo que toma la imagen, la interpreta, todo ello frente al paciente? Pues resulta que un técnico puede tomar la radiografía, enviarla por Internet a Bangalore y recibir una interpretación profesional en cuestión de unas horas por un costo irrisorio. Cientos de actividades industriales y de servicios comenzaron a experimentar una competencia insospechada en otro momento.

Millones de estadounidenses empezaron a temer por su futuro económico: muchos perdieron sus empleos y sufrieron descalabros financieros, fueron incapaces de pagar sus hipotecas y les inquietaban los potenciales costos de su seguro médico. Jacob S Hacker ha intentado medir el impacto de estos factores en el comportamiento político de los norteamericanos en su libro The great risk shift; su argumento se apuntala en una gráfica que muestra la volatilidad del ingreso de una familia estadounidense promedio: para una población acostumbrada por décadas a crecimientos sostenidos en su ingreso, Hacker demuestra que fluctuaciones de hasta 50% en su ingreso familiar no han sino inusuales. (Nadie negará que una situación similar, aunque con características específicas distintas, pueda servir de explicación, al menos parcial, para entender la atracción que por meses ejerció AMLO sobre el mexicano promedio).

En este contexto se presentó la propuesta mexicana de legalización. Vista en retrospectiva, no hubiera podido caer en un peor momento dado el entorno. No es que el gobierno de Fox haya creado un momento hostil, sino que la incertidumbre se encontraba a flor de piel y la enorme masa de ilegales que se acumulaba producía la hostilidad reflejada en el congreso de ese país. El volcán de incertidumbre estaba en plena efervescencia.

La pregunta es qué se puede hacer ante estas circunstancias. Lo primero es sin duda definir un objetivo realista, no necesariamente el óptimo desde nuestra perspectiva, sino uno que sea factible en términos de la realidad estadounidense. Hasta ahora, el objetivo explícito ha sido el de la legalización de los que ya están en EUA y la apertura total de la frontera a los flujos migratorios. Resulta claro que el primer objetivo es difícil, pero concebible, en tanto que el segundo es claramente inasequible. Quizá lo máximo que podamos esperar es un esquema que permita y exija ordenar los flujos migratorios futuros, algo de suyo excepcional.

Pero además de definir los objetivos, es imperativo diseñar una estrategia que reconozca los tiempos políticos de aquel país y los convierta en una oportunidad. A la luz de sus recientes elecciones, parece claro que los próximos dos años serán difíciles en términos de la relación ejecutivo-legislativo. Pero esos dos años podrían ser excepcionalmente valiosos para trabajar a nivel estatal y local en aras de crear condiciones que reduzcan las voces discordantes a una legalización de los residentes ilegales en ese país, sumar apoyos, neutralizar la oposición y separar la incertidumbre que experimenta el estadounidense promedio de los temas propiamente migratorios. Sólo así será posible lograr una modificación legislativa a nivel federal. Hay que avanzar sin cortar esquinas.

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¿Sin tortillas?

Luis Rubio

La tortilla es el alimento fundamental del mexicano y por eso merece una atención excepcional. Nadie, comenzando por los políticos y funcionarios, puede darse el lujo de ignorar la trascendencia social y política de la tortilla; se trata de un bien sensible, cuya disponibilidad y precio tiene consecuencias mucho más grandes de lo aparente: su valor económico y energético para una gran parte de la población es sólo equiparable al valor simbólico que entraña y lo convierte en un imperativo político. El problema es cómo asegurar el abasto a un precio accesible para la población que vive de este alimento. Eso requiere soluciones distintas a las tradicionales.

A juzgar por la mayoría de las posiciones expresadas en los últimos días, parecería que la única solución posible es reproducir los mecanismos de subsidio y control de precios que existieron en el pasado. Según esa línea de pensamiento, la eliminación de controles de precios y subsidios para la tortilla es el origen de las severas fluctuaciones observadas en los precios al público.

Lo cierto es que las fluctuaciones de precios se han dado por tres factores muy específicos: primero, el maíz ha subido de precio y eso ha redundado en un mayor precio para la tortilla; segundo, existe disponibilidad de maíz fuera de México pero, en aras de proteger al productor interno, no se ha querido importar; y, tercero, hay abusos por parte de algunos distribuidores de la masa que no han recibido sanción por parte de las autoridades competentes. Frente a estas circunstancias, la introducción de controles de precios y subsidios no serviría más que para encarecer todavía más el precio del maíz, sin resolver el problema del abasto. Es decir, ese enfoque de solución generaría sólo mayor caos, con un enorme costo para el erario. Sobra decir que tampoco resolvería el riesgo social o político.

Las causas de la situación actual merecen una discusión seria porque las medidas que finalmente se adopten tendrán que responder a las circunstancias actuales y no a las que existían hace décadas o a las que, por razones ideológicas o de interés pecuniario, prefieren las personas y organizaciones involucradas. Lo más evidente es que la estructura del mercado mundial del maíz está cambiando, sobre todo por la decisión de muchos productores, particularmente en Estados Unidos, de fabricar etanol a partir del maíz. Pero lo irónico en todo esto es que, a pesar del incremento del precio del maíz en EUA, el costo en México sigue siendo muy superior al de importación, lo que inevitablemente nos obliga a pensar que hay gato encerrado en la crisis de las últimas semanas.

Para nadie es secreto que diversas organizaciones campesinas y sindicales llevan años tratando de revertir la estrategia de apertura a las importaciones que el gobierno inició hace dos décadas. En lugar de adaptarse a un mercado cambiante, y ayudar a que el productor mexicano eleve su productividad, busque nuevos cultivos más rentables y formas de desarrollar la tierra, las organizaciones campesinas han hecho lo posible por preservar el statu quo (es decir, la pobreza), optando por la presión política. Y tienen razón, pues hace unos años lograron doblegar al gobierno de Fox con el argumento de que el campo no aguanta más (y el mismo grito de batalla sirvió para darle nombre a la coalición). Ahora que está cerca la apertura final de los cuatro productos que restan por ser liberalizados dentro del TLC, la presión inevitablemente crecerá, a menos que el gobierno tenga la capacidad y visión de cambiar el rumbo (y hacer lo que debía hacerse, pero no se hizo, desde 1994).

Simple y llanamente, el problema de la tortilla no se explica por la liberalización del mercado, sino precisamente por lo contrario: no existe un mercado integral para el maíz y la tortilla. Y no existe un mercado porque hay contradicciones fundamentales en el campo mexicano, como existen en tantos otros sectores y actividades del mundo productivo de nuestro país. En esencia, la contradicción principal reside en querer pagar al campesino un elevado precio por su cosecha de maíz (algo encomiable), pero sin afectar el precio de la tortilla, cuyo principal insumo es el mismo maíz. Es decir, a menos que se transforme radicalmente la estructura productiva del campo, no hay manera de conciliar ambos objetivos. La solución debe residir en cultivos más rentables, un mercado ordenado en el que las importaciones cubren los faltantes y, donde se requiera, un subsidio directo y perfectamente focalizado, de corto plazo, al consumidor más pobre. Pero el subsidio no funciona si no se transforma la estructura del mercado en su conjunto.

El mercado no funciona porque el gobierno no cumple su esencial función de regulación: sin un gobierno efectivo que establezca reglas claras y transparentes, para luego hacerlas cumplir al pie de la letra, ningún mercado podrá prosperar. En el caso particular, el gobierno no ha actuado de manera rápida y efectiva para sancionar, con toda la severidad que el caso amerita, a los distribuidores que han acaparado la masa, ni ha tenido la visión de ir más allá de los famosos cupos para la importación adicional de maíz. En otras palabras, el gobierno ha resultado totalmente incompetente en la regulación de este mercado. Mientras que lo urgente y necesario es sancionar a los infractores (con todo el impacto mediático que la situación exige) y abrir la importación de maíz de inmediato para que haya disponibilidad a un precio accesible, lo que se observa es indecisión, retórica e incapacidad de acción.

La forma en que el gobierno enfrente y resuelva este grave problema, definirá en mucho el futuro de la economía mexicana. Ahí se enfrentan dos maneras de concebir al desarrollo económico y la relación gobierno-ciudadano. La forma en que esta situación se resuelva, va a establecer los parámetros del desarrollo económico futuro: regresar al corporativismo de antaño, con toda la corrupción e ineficiencia que le es inherente (y que condena al campesino a la miseria permanente); o se aboca, de una vez por todas, a crear un mercado sin impedimentos burocráticos ni preferencias corporativas.

Todos los presidentes enfrentan un momento clave y decisivo en el devenir de su administración, aunque esos momentos con frecuencia sólo se pueden entender en retrospectiva. El presidente Fox encontró ese momento en Atenco y nunca más recuperó la capacidad de actuar. Más vale, por el bien del país, que el presidente Calderón tenga la astucia para, en lugar de capitular, aproveche esta inmensa oportunidad.