Luis Rubio
La paradoja no podía ser más sugerente: el país experimenta dos corrientes que van en sentido contrario. Por un lado, la descentralización del poder es palpable en todos los ámbitos: los gobernadores y los partidos políticos acapararon el poder que, en la última década, perdió la presidencia. Por otro lado, igualmente clara es la tendencia hacia la concentración del poder: los partidos políticos han comenzado a reducir el ámbito de acción de la sociedad mexicana casi en la misma medida en que el poder legislativo acota no sólo el poder del presidente, sino el de toda la sociedad. La gran pregunta es cuál de las dos corrientes va a ganar y cómo impactará eso al desempeño de la sociedad y la economía.
México experimentó una profunda transformación a partir del momento en que el otrora partido hegemónico perdiera el control de las dos cámaras legislativas. Desde ese momento, el poder del presidente, y sobre todo su capacidad de imposición, comenzó a menguar. El proceso se aceleró a partir del 2000 en que la presidencia acabó en manos de un partido distinto al PRI. La institución presidencial, tradicionalmente el corazón de la política nacional, perdió su fuerza y estructura. La carencia de habilidad política en la persona de Vicente Fox no hizo sino agudizar el fenómeno. El hecho indiscutible es que la presidencia perdió buena parte de su poder.
Pero ese poder no desapareció; más bien, la pérdida de uno fue ganancia de otros. En el minuto en que la presidencia perdió su centralidad en la política mexicana, otros actores, particularmente los gobernadores y los partidos políticos, se encontraron con que, súbitamente, su capacidad de acción se había multiplicado. El país pasó, en las palabras cínicas, pero precisas, de un viejo observador y actor de la política nacional, de la monarquía al feudalismo. Actores que hasta ese momento siempre (al menos desde los treinta del siglo pasado) habían estado sometidos al poder central, de pronto cobraron una fuerza inusitada, no siempre para bien.
La fotografía es interesante porque no deja de ser paradójica: de un poder altamente centralizado pasamos a muchos poderes igualmente centralizados. Es decir, hubo una desconcentración del poder pero no una democratización del poder. La ciudadanía ganó sólo en la medida en que la capacidad de afectarla negativamente disminuyó, pero no incrementó su posibilidad de influir en la calidad del gobierno ni mucho menos en las decisiones que éste toma y que le afectan, en ocasiones de manera extraordinaria.
El experimento de desconcentración del poder no ha sido del todo benigno. Si bien desapareció el brutal poder de la presidencia, la capacidad corruptora de los gobiernos estatales y de los partidos políticos se elevó de manera desproporcionada. Cualquiera que observe el contraste entre el desconcierto que prevalece en el poder legislativo federal frente a la frecuente unanimidad de los legislativos estatales no puede mas que concluir que, una de dos, o se trata de políticos totalmente distintos -los estatales ilustrados y modernos, los federales primitivos e ignorantes-, o el poder de los gobernadores, incluyendo el del dinero que han logrado obtener sin rendición alguna de cuentas a partir de los ingresos petroleros, es altamente persuasivo y convincente. En otras palabras, pasamos de un régimen imperial a un régimen feudal, ambos igual de corruptos y displicentes hacia la ciudadanía.
Si esa desconcentración del poder hubiese venido acompañada de un excepcional desempeño económico, la población y los propios políticos quizá estuviesen aplaudiendo. El problema es que hemos pasado años que, en el mejor de los casos, podrían calificarse de mediocres, al menos en el terreno económico. Aunque es fácil culpar a otros (por ejemplo, a nuestros mercados de exportación) del pobre desempeño, la evidencia en contra es abrumadora. Mientras nosotros dormimos el sueño de los justos (o, realmente, de los corruptos), otras naciones, comenzando por China, nos han comido el mandado. Nuestros mercados de exportación disminuyeron porque no hemos sabido retenerlos y acrecentarlos. Vaya, ni siquiera hemos sido buenos para desarrollar el mercado interno.
Mucho de lo anterior se explica por el hecho mismo de haber desconcentrado el poder. Antes, en la época en que el gobierno federal controlaba los recursos fiscales (pienso en la era del desarrollo estabilizador), había una gran capacidad de determinar qué proyectos de inversión tenían una mayor rentabilidad social y económica; ahora, en la era de la descentralización del poder y del gasto, los pocos proyectos de inversión que hay han rendido frutos verdaderamente paupérrimos. Se gasta mucho más, pero se invierte mucho menos y eso se traduce en un menor crecimiento de la economía en general. Al mismo tiempo, la descentralización del poder se tradujo en una permanente competencia entre los poderes estatales y federales, generando más tensiones que decisiones, más conflicto que soluciones.
A nadie debería sorprender que, en este contexto, estemos viviendo intentos claros por recentralizar el poder, reducir el poder de los gobernadores y, eventualmente, someter a otros poderes que habían comenzado a vivir en condiciones de excepcional independencia y corrupción. La reciente reforma electoral es un buen ejemplo de este proceso: se cierran espacios para los gobernadores, se acalla a la sociedad en su capacidad para expresarse frente a los contendientes en las elecciones, se somete a los medios a un régimen de control (y, potencialmente, enorme corrupción) y se reduce el espacio de acción de los políticos y candidatos en lo individual. Lo interesante, lo novedoso, es que la reconcentración del poder no beneficia a la presidencia sino a los líderes tanto partidistas como legislativos.
México no es el único país que ha venido transitando en esta dirección. Quizá el mejor ejemplo de un proceso similar es el que ha experimentado Rusia de Putin en los últimos años. De un sistema político autoritario absolutamente centralizado pasaron a la absoluta descentralización y al caos económico, para retornar a los controles autoritarios, todo ello financiado por inusitados ingresos petroleros.
A diferencia de Rusia, cuyo gobierno federal no sólo concentró el poder sino utilizó los recursos petroleros para inducir elevadas tasas de crecimiento económico, nuestro proceso de concentración del poder promete tener la consecuencia opuesta: una vez descentralizado el gasto, la reconcentración del poder previsiblemente no logrará traducirse en una mayor capacidad de beneficiar a la población. De ser así, acabaremos en el peor de los mundos: economía pobre y menor libertad.