Des-centralización

Luis Rubio

La paradoja no podía ser más sugerente: el país experimenta dos corrientes que van en sentido contrario. Por un lado, la descentralización del poder es palpable en todos los ámbitos: los gobernadores y los partidos políticos acapararon el poder que, en la última década, perdió la presidencia. Por otro lado, igualmente clara es la tendencia hacia la concentración del poder: los partidos políticos han comenzado a reducir el ámbito de acción de la sociedad mexicana casi en la misma medida en que el poder legislativo acota no sólo el poder del presidente, sino el de toda la sociedad. La gran pregunta es cuál de las dos corrientes va a ganar y cómo impactará eso al desempeño de la sociedad y la economía.

México experimentó una profunda transformación a partir del momento en que el otrora partido hegemónico perdiera el control de las dos cámaras legislativas. Desde ese momento, el poder del presidente, y sobre todo su capacidad de imposición,  comenzó a menguar. El proceso se aceleró a partir del 2000 en que la presidencia acabó en manos de un partido distinto al PRI. La institución presidencial, tradicionalmente el corazón de la política nacional, perdió su fuerza y estructura. La carencia de habilidad política en la persona de Vicente Fox no hizo sino agudizar el fenómeno. El hecho indiscutible es que la presidencia perdió buena parte de su poder.

Pero ese poder no desapareció; más bien, la pérdida de uno fue ganancia de otros. En el minuto en que la presidencia perdió su centralidad en la política mexicana, otros actores, particularmente los gobernadores y los partidos políticos, se encontraron con que, súbitamente, su capacidad de acción se había multiplicado. El país pasó, en las palabras cínicas, pero precisas, de un viejo observador y actor de la política nacional, de la monarquía al feudalismo. Actores que hasta ese momento siempre (al menos desde los treinta del siglo pasado) habían estado sometidos al poder central, de pronto cobraron una fuerza inusitada, no siempre para bien.

La fotografía es interesante porque no deja de ser paradójica: de un poder altamente centralizado pasamos a muchos poderes igualmente centralizados. Es decir, hubo una desconcentración del poder pero no una democratización del poder. La ciudadanía ganó sólo en la medida en que la capacidad de afectarla negativamente disminuyó, pero no incrementó su posibilidad de influir en la calidad del gobierno ni mucho menos en las decisiones que éste toma y que le afectan, en ocasiones de manera extraordinaria.

El experimento de desconcentración del poder no ha sido del todo benigno. Si bien desapareció el brutal poder de la presidencia, la capacidad corruptora de los gobiernos estatales y de los partidos políticos se elevó de manera desproporcionada. Cualquiera que observe el contraste entre el desconcierto que prevalece en el poder legislativo federal frente a la frecuente unanimidad de los legislativos estatales no puede mas que concluir que, una de dos, o se trata de políticos totalmente distintos -los estatales ilustrados y modernos, los federales primitivos e ignorantes-, o el poder de los gobernadores, incluyendo el del dinero que han logrado obtener sin rendición alguna de cuentas a partir de los ingresos petroleros, es altamente persuasivo y convincente. En otras palabras, pasamos de un régimen imperial a un régimen feudal, ambos igual de corruptos y displicentes hacia la ciudadanía.

Si esa desconcentración del poder hubiese venido acompañada de un excepcional desempeño económico, la población y los propios políticos quizá estuviesen aplaudiendo. El problema es que hemos pasado años que, en el mejor de los casos, podrían calificarse de mediocres, al menos en el terreno económico. Aunque es fácil culpar a otros (por ejemplo, a nuestros mercados de exportación) del pobre desempeño, la evidencia en contra es abrumadora. Mientras nosotros dormimos el sueño de los justos (o, realmente, de los corruptos), otras naciones, comenzando por China, nos han comido el mandado. Nuestros mercados de exportación disminuyeron porque no hemos sabido retenerlos y acrecentarlos. Vaya, ni siquiera hemos sido buenos para desarrollar el mercado interno.

Mucho de lo anterior se explica por el hecho mismo de haber desconcentrado el poder. Antes, en la época en que el gobierno federal controlaba los recursos fiscales (pienso en la era del desarrollo estabilizador), había una gran capacidad de determinar qué proyectos de inversión tenían una mayor rentabilidad social y económica; ahora, en la era de la descentralización del poder y del gasto, los pocos proyectos de inversión que hay han rendido frutos verdaderamente paupérrimos. Se gasta mucho más, pero se invierte mucho menos y eso se traduce en un menor crecimiento de la economía en general. Al mismo tiempo, la descentralización del poder se tradujo en una permanente competencia entre los poderes estatales y federales, generando más tensiones que decisiones, más conflicto que soluciones.

A nadie debería sorprender que, en este contexto, estemos viviendo intentos claros por recentralizar el poder, reducir el poder de los gobernadores y, eventualmente, someter a otros poderes que habían comenzado a vivir en condiciones de excepcional independencia y corrupción. La reciente reforma electoral es un buen ejemplo de este proceso: se cierran espacios para los gobernadores, se acalla a la sociedad en su capacidad para expresarse frente a los contendientes en las elecciones, se somete a los medios a un régimen de control (y, potencialmente, enorme corrupción) y se reduce el espacio de acción de los políticos y candidatos en lo individual. Lo interesante, lo novedoso, es que la reconcentración del poder no beneficia a la presidencia sino a los líderes tanto partidistas como legislativos.

México no es el único país que ha venido transitando en esta dirección. Quizá el mejor ejemplo de un proceso similar es el que ha experimentado Rusia de Putin en los últimos años. De un sistema político autoritario  absolutamente centralizado pasaron a la absoluta descentralización y al caos económico, para retornar a los controles autoritarios, todo ello financiado por inusitados ingresos petroleros.

A diferencia de Rusia, cuyo gobierno federal no sólo concentró el poder sino utilizó los recursos petroleros para inducir elevadas tasas de crecimiento económico, nuestro proceso de concentración del poder promete tener la consecuencia opuesta: una vez descentralizado el gasto, la reconcentración del poder previsiblemente no logrará traducirse en una mayor capacidad de beneficiar a la población. De ser así, acabaremos en el peor de los mundos: economía pobre y menor libertad.

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Contraste

Luis Rubio

La naturaleza nos dio dos golpes esta semana pero con consecuencias muy distintas. El contraste entre lo ocurrido con las plataformas petroleras que chocaron y las inundaciones de Tabasco no podía ser más iluminador. Más significativo y revelador ha sido la forma en que la población y el gobierno han reaccionado en ambas instancias. La lección es que nuestra capacidad de acción es ilimitada cuando nos lo proponemos. El problema es que eso no ocurre con mucha frecuencia.

Se trata de dos ocurrencias de la naturaleza. En ambos casos, el mal clima y las lluvias torrenciales provocaron sendas catástrofes. El choque de las plataformas petroleras es algo que sucede; lo mismo es cierto de las inundaciones. Se puede culpar a los que no previeron la posibilidad de una situación como ésta o a quienes obviaron las medidas que pudieron haber contenido las consecuencias de incidentes que, en última instancia, son imprevisibles. No han faltado acusaciones de corrupción contra los funcionarios de la paraestatal o contra los gobiernos de Tabasco. Tampoco se han hecho escasos los explotadores corrientes de la pena ajena, sobre todo por parte de políticos y ex candidatos que tienen un interés personal en el asunto.

Y en efecto, no hay duda que, con los recursos adecuados y la estrategia idónea, toda tragedia puede ser anticipada y sus peores consecuencias mitigadas. No es improbable que haya mejores maneras de manejar las plataformas petroleras y, sin duda, mecanismos más apropiados para conducir un rescate; tampoco es de dudarse el argumento de que se pudo haber llevado a cabo una serie de obras que evitaran algunas de los peores efectos de los mares de agua que hincharon el cauce del río Grijalva. Todo eso y mucho más se pudo haber hecho en PEMEX y en Tabasco y no se hizo. Pero exactamente lo mismo se puede decir del resto del país donde la previsión y la atención a lo fundamental no es la carta fuerte de nuestros gobernantes. El caso del drenaje colectivo de la ciudad de México habla por sí mismo.

Pero en el momento de las tragedias de esta semana lo impactante para mí ha sido el contraste entre los dos sucesos y la excepcional capacidad del gobierno federal y sus diversas agencias para lidiar con ellos. El choque de las plataformas provocó un alud de quejas y críticas contra la paraestatal y sus prácticas. Se dijo de todo: que el sindicato, que la administración, que la falta de medidas preventivas… Al final del día, el juicio popular pareció dividirse, como suele ocurrir ante incidentes como estos, en dos grandes bandos: los que se apenaron por la pérdida de vidas y los que se detuvieron en la corrupción. La población quizá no quiera cambios fundamentales en el régimen constitucional que norma la actividad petrolera en el país, pero sospecha –con buenas razones- de la forma en que la empresa es administrada, del sindicato abusivo y de los dineros que simplemente se desaparecen.

Exactamente lo opuesto ha ocurrido ante las inundaciones de Tabasco. Ahí se han podido observar conductas ejemplares y una respuesta inmediata. Para comenzar, la capacidad de movilización del ejército es extraordinaria; el llamado “plan DN3” funciona tal como se espera. El contraste con la increíble incapacidad del gobierno estadounidense incluso para llegar al lugar de los hechos cuando el huracán Katrina avasalló a la ciudad de Nueva Orleáns es no sólo notorio sino impresionante. Allá tardaron más de una semana en llevar agua potable mientras que en Villahermosa el preciado líquido fluía horas después de que los ríos se habían desbordado.

Por su parte, el presidente ha tomado un visible liderazgo en las tareas de rescate, organizando a sus funcionarios así como a los responsables de las agencias gubernamentales para que actúen de inmediato. Es ese el liderazgo que la población espera de sus gobernantes y la respuesta no se ha hecho esperar. La tragedia ha evidenciado la existencia de una infinidad de organizaciones privadas, empresariales, sociales y de todo tipo, todas ellas preparadas para actuar ante circunstancias como éstas. Uno debería preguntarse por qué ocurre esto sólo en momentos de tragedia, cuando un liderazgo similar podría ser el disparador de la transformación que el país exige. Pero ese es otro asunto.

El contraste dice mucho. Ante todo, nos muestra a una población esencialmente sensata y razonable que sabe distinguir entre las circunstancias imprevisibles de aquellas que reflejan décadas de desidia y corrupción, y actúa en consecuencia. También nos enseña que aunque todos tenemos muchas, y con frecuencia buenas razones para quejarnos de los distintos niveles de gobierno, la capacidad de acción y reacción del gobierno federal es notable. Es evidente que hay organización, hay previsión y, cuando se presenta un liderazgo efectivo, todo el aparato funciona de manera ejemplar.

La población guarda una legendaria y saludable dosis de escepticismo y suspicacia sobre lo que ocurre en esa caja negra que es PEMEX. Razones para ello bastan y sobran y nada tienen que ver con las personas que trabajan o dirigen la empresa en este momento. Todo ese monstruo es un hoyo negro del que depredan los más diversos e inconfesables intereses. Los accidentes pasan y casi nunca son evitables. El problema para PEMEX es que este accidente mostró mucho más que un choque de plataformas: evidenció su manera de ser y de los políticos que se niegan a imaginar una estructura organizacional y productiva distinta. Es eso y no otra cosa lo que es intolerable para la población.

Quizá debiéramos aprender de las lecciones que esta semana mostró la tragedia tabasqueña: la solidaridad, la capacidad de organización y la existencia de un gobierno que puede ser efectivo cuando se lo propone. En lugar de proteger intereses creados y pontificar al respecto, con esos activos podríamos transformar a todo el país y al peor de sus dinosaurios.

Si algo revelan estos días es que el país tiene una gran capacidad transformadora que no hemos sabido explotar. Si todas esas fuerzas y recursos se emplearan para construir un país mejor, si todo ese liderazgo que se evidenció esta semana se encauzara hacia la modernización que por décadas se le ha prometido a la población pero no se ha logrado y para articular los consensos necesarios para hacerlo posible, México sería un lugar muy distinto. La pregunta es por qué no.

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Contrastes

Luis Rubio

Contrastes y oportunidades. Eso es lo que se observa al comparar la manera en que diversos países se enfocan para lograr el desarrollo. Sobra decir que si bien muchas naciones (¿todas?) quisieran formar parte del relativamente exclusivo club de naciones ricas y desarrolladas, muy pocas lo logran. La clave para conseguirlo reside en la combinación de un sistema político funcional con un proyecto económico debidamente estructurado. La evidencia indica que sin una estrategia de desarrollo, éste es imposible, pero es igualmente inoperante si falta un sistema político capaz de sostener un proceso de transformación a lo largo del tiempo (y a través de gobiernos que cambian).

En una reunión internacional a la que asistí recientemente, la discusión se centró en torno a los contrastes y diferencias que existen entre los diversos países que intentan ingresar al club de las naciones ricas y desarrolladas. Los países en cuestión eran los obvios: Europa oriental, el sureste asiático, América Latina, Rusia, China e India. De todos los ejemplos citados, los exitosos fueron aquellos que desde el principio se propusieron emular a los países europeos, Estados Unidos, Canadá o Japón. Ninguno de los que pretendieron fundar un modelo alternativo logró avanzar.

No es difícil identificar los casos exitosos: Irlanda, Estonia, Singapur, Corea, China, India, Chile, etcétera. Algunos de éstos como China e India apenas comienzan el proceso. Otros, más avanzados, como Irlanda o Singapur, enfrentan retos muy complejos porque el crecimiento sostenido supone un fuerte componente de tecnología y ciencia, lo que a su vez requiere un sistema educativo de otra naturaleza. En este contexto, Japón fue ejemplo frecuente: un país desarrollado bajo casi cualquier medida convencional, enfrenta la necesidad imperiosa de llevar a cabo una transformación radical de su sistema educativo, pues sin ello simplemente no puede aspirar a competir en los sectores que generan un alto valor agregado, algo para lo cual hoy no está preparado.

Pero el corazón del problema del desarrollo yace en la capacidad de un país para sacarlo adelante. China e India representan dos sendas muy contrastantes hacia el progreso, pero todos los países que han logrado transformarse en las últimas décadas, incluidos estos dos, apelaron a dos componentes que los distingue de aquellos que se lo propusieron sin conseguirlo: un buen proyecto económico en el sentido técnico y la capacidad política de instrumentarlo. Si falla cualquiera de esos dos componentes, el desarrollo es imposible.

El problema del desarrollo no es técnico. Aunque no existe una sola forma de alcanzarlo, los instrumentos que lo hacen posible son muy claros y no existe mayor polémica conceptual en torno a ellos. Un buen proyecto en términos técnicos es aquel que logra vertebrar los componentes clave para el desarrollo: equilibrios macroeconómicos, ahorro en la economía, disponibilidad de inversiones, reglas del juego (sistema legal, capacidad de hacer cumplir un contrato, definición de los derechos de propiedad), disponibilidad de infraestructura social, humana y económica, y una definición clara de las prioridades de un país.

Aunque mucho de lo anterior puede sonar esotérico, se trata de factores perfectamente conocidos y sobre los que existe una larga experiencia que justifica una conclusión muy concreta: no hay un problema técnico en la consecución del desarrollo. Si un país adopta las medidas adecuadas y persevera en ellas (algo que incluso puede llevar décadas), el desarrollo es plausible. De la misma manera, si un gobierno decide un camino distinto, por más atractivo que resulte (como podría ser el modelo alternativo de nación) el desarrollo es simplemente inalcanzable.

Si partimos del supuesto que un país adopta un proyecto viable de desarrollo, el factor crítico de éxito reside entonces en su estructura política. Aunque hay y ha habido muchos países que han logrado esbozar proyectos de desarrollo (o, más frecuentemente, algunos componentes de un proyecto de desarrollo), son muy pocos los que efectivamente logran alcanzarlo. Al comparar los diversos casos, el factor clave reside en la capacidad del sistema político para sostener un proyecto económico por el tiempo necesario de tal suerte que logre su cometido.

Así, una dictadura presenta menos complicaciones que una democracia para emprender medidas difíciles y en ocasiones impopulares que puedan sostenerse a lo largo del tiempo. En esta dimensión, no es casual que China haya logrado tanto mayor éxito que otras naciones pues, una vez definido un esquema técnicamente adecuado, su capacidad política para instrumentarlo ha sido extraordinaria. Para India, un país democrático y políticamente muy fragmentado, el proceso ha sido más complejo y escabroso. El caso de Irlanda es más revelador: su gobierno comenzó a implantar las medidas necesarias desde el final de los sesenta, pero no fue sino hasta 1987 cuando, casi de manera súbita, empezó a experimentar tasas de 9% de crecimiento anual. Su éxito se debe, en no poca medida, al hecho de que su sistema político logró articular los consensos necesarios para sostener un proceso de cambio y transformación a pesar de que los resultados fueron magros por muchos años. Irlanda muestra que, con un liderazgo eficaz, es perfectamente posible conducir un proceso de transformación en un contexto democrático.

A pesar de su complejidad, quizá la gran ventaja de la Unión Europea se explique porque, luego de años de experimentar, ha logrado articular un conjunto muy bien definido de políticas concretas que dan resultados. Los países que las adoptan de manera consciente y sistemática pueden esperar buenos resultados en un horizonte razonable de tiempo, como evidencian igual los que se incorporaron en los 70 y 80 (como España, Irlanda o Grecia) que los del este europeo, de más reciente adhesión.

El caso de Europa confirma lo obvio: el problema del desarrollo no es técnico; si un país adopta la política económica que, en buena medida, es resultado del sentido común y persevera en su aplicación, el desarrollo es asequible. Es claro que no se trata de una cuestión ideológica. De hecho, aquellos países, sobre todo en América Latina, que convierten las medidas necesarias para avanzar hacia el desarrollo en temas de confrontación política o ideológica, acaban cancelando la posibilidad de lograrlo. El camino al precipicio está saturado de buenas intenciones pero también de malas estrategias. Y, en nuestro caso, de liderazgos iluminados.

 

La clave

Luis Rubio

¿Por qué no crece más la economía? Esa es quizá la pregunta que con mayor insistencia se escucha en foros académicos, empresariales y políticos. Las respuestas que se ofrecen a tan fundamental interrogante son de chile, de dulce y de manteca: que si la economía del mundo o las reformas pendientes, la inversión pública o el gasto privado. El sólo hecho de que no haya una respuesta específica y concreta, o un consenso sobre la naturaleza del problema, dice mucho de nuestra realidad. Quisiera proponer que, por importante que pudiera ser cada uno de los factores que cada funcionario, empresario, académico o político propone como crucial para el desarrollo, la clave está en la existencia de un gobierno o, más precisamente, en la ausencia de gobierno que hemos padecido por años.

El problema comienza con el hecho de que, como sociedad, nos hemos acostumbrado a los niveles mediocres de desempeño económico que hemos experimentado por décadas y que viene de la mano de la desidia y del sentido de agravio que se encuentra a flor de piel. No es que no se hayan hecho esfuerzos por lograr elevados niveles de crecimiento de la economía o que no existan factores exógenos que expliquen algunas de las dificultades; tampoco se puede ignorar el enorme costo que ha tenido para el país el extraordinario desorden que en los setenta se introdujo tanto en la administración de la economía mexicana como en la conflictividad social, cuyas consecuencias (legislativas, regulatorias, políticas, de deuda pública y de pérdida de confianza en el futuro) seguimos padeciendo hasta hoy.

Las propuestas de corrección a la falta de crecimiento vienen en todos colores y sabores. Un mero listado (que no pretende ser exhaustivo) del tipo de propuestas que están en la mesa de discusión de la sociedad mexicana incluye las siguientes: adoptar un conjunto de reformas orientadas hacia el mercado como algunas de las que se han instrumentado en años recientes; crear un “consejo económico y social” por medio del cual se recrearía una estructura corporativista de coordinación entre los sectores productivos y el gobierno; recrear un gobierno “duro” capaz de restablecer el orden y  acabar con los impedimentos actuales a la toma de decisiones; darle rienda suelta a los monopolios (sobre todo en las comunicaciones y la construcción) para que esas empresas y sectores se conviertan en los pilares señeros o campeones de una transformación industrial; adoptar una política industrial que identifique los sectores que serían ganadores en el futuro para apoyarlos con subsidios y otros mecanismos de protección y promoción; adoptar los principios del Estado de derecho que son característicos de las sociedades occidentales modernas y hacerlos efectivos; modificar los principios constitucionales que nos rigen a fin de adoptar concepciones occidentales de los derechos de propiedad; eliminar las fuentes de discrecionalidad, arbitrariedad y corrupción que actualmente son imperantes en la toma de decisiones dentro del gobierno; elevar la inversión pública como mecanismo generador de demanda en la economía nacional; y crear procesos que garanticen la transparencia en el actuar gubernamental y sindical.

La lista contenida en el párrafo anterior mezcla propuestas que pretenden construir una economía centrada en el ciudadano y consumidor con aquellas que privilegian al productor o al sindicalismo, las que enfatizan un gobierno arbitrario con las que propugnan por la visión de unas cuantas empresas líderes. Aunque obviamente tengo preferencias, esta enumeración no pretende argumentar cuál sería el mejor camino; lo que sí hace de manera fehaciente y, de hecho, brutal, es evidenciar el grado de confusión y conflictividad política que padecemos. La diversidad es tal que refleja no sólo intereses contrapuestos, sino la extraordinaria incapacidad de los mecanismos institucionales existentes para acotar y encauzar una discusión seria sobre el tema.

Si se analiza el contenido de las propuestas específicas se va a encontrar con que, independientemente de preferencias, algunas o muchas de ellas tienen sentido. Algunas son claramente interesadas, pero la mayoría pretende responder a problemas reales. Quienes ven al gobierno como un ente abusivo y arbitrario proponen transparencia y Estado de derecho; en contraste, quienes perciben a los problemas sociales y sus riesgos como fundamentales, privilegian las soluciones apoyadas en un gobierno duro, que se caracterice por su celeridad, independientemente de las consecuencias económicas o financieras. Quienes han sido frenados en sus proyectos de inversión privados o públicos por activistas de diversa índole (igual ecologistas u organizaciones no gubernamentales que comisiones como la de competencia) típicamente abogan por un gobierno capaz de hacer valer la fuerza sin contrapeso alguno.

Sea cual fuere la mejor alternativa, lo que los últimos cincuenta años han hecho evidente es que el factor clave en el desarrollo es el gobierno: no un gobierno grande o chico, sino un buen gobierno. La evidencia de esto, en México y en el mundo, es abrumadora: un gobierno con claridad de rumbo y capacidad de acción hace toda la diferencia; al mismo tiempo, un gobierno que abusa y que es corrupto no hace sino darle al traste a cualquier posibilidad de desarrollo. El gobierno chino ha actuado con el criterio de maximizar la estabilidad política a través de un acelerado crecimiento económico; el hindú se ha abocado meramente a allanar problemas y crear espacios para que pueda funcionar la economía privada. Son dos modelos que responden a sus circunstancias, pero ambos exitosos en su objetivo. Nosotros tenemos mucha discusión, pero carecemos de un modelo socialmente aceptado con posibilidad de funcionar.

De la era de gobiernos duros pero funcionales de los sesenta pasamos a la de los gobiernos abusivos y arbitrarios de los setenta y luego a la de los reformadores de los noventa, pero en todo ese proceso no se consolidó un sistema de gobierno efectivo. Desde esta perspectiva, parece evidente que nuestra economía no crece porque hemos tenido gobiernos incapaces de fajarse los pantalones y actuar de manera clara y consistente, pero dentro de un sistema funcional de pesos y contrapesos así como de un marco de legalidad  y de sentido común.

Nuestro gobierno tiene que ser capaz de hacer valer un proyecto de desarrollo y contar con la habilidad política para controlar y limitar los excesos de los poderes fácticos dentro de un contexto de transparencia. En lugar de eso hemos tenido gobiernos que se auto limitan, que no son capaces de ponerle un “hasta aquí” a los abusos empresariales, sindicales o políticos y que han acabado cosechando la mediocridad que nos caracteriza. La pregunta es ¿hasta cuándo?

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Presidentes

Luis Rubio

El péndulo es un factor inseparable de la política. Hay presidentes de derecha que acaban adoptando los objetivos de la izquierda y presidentes de izquierda que se convierten en paladines de las posturas de la derecha. La historia está llena de paradojas y contradicciones que no hacen sino confirmar la necesidad inexorable de ejercer el poder en forma pragmática. La historia de nuestros presidentes es elocuente al respecto porque ilustra lo vano de las etiquetas ideológicas, pero también los costos y oportunidades que cada presidente hace suyos en su manera de actuar.

En una visita turística que realicé hace años al palacio de Versalles en las afueras de París, el guía hizo una descripción que alude directamente a los avatares del poder. Luis XIV, decía el guía, construyó el imponente palacio; Luis XV lo disfrutó; y Luis XVI pagó el costo del lujo ahí contenido. Lo mismo se puede decir de nuestros presidentes: cada uno tomó las decisiones que consideró apropiadas, intentó equilibrar las fuerzas políticas del momento y asumió, a conciencia o sin ella, las consecuencias de su actuar. A unos les fue mucho peor que a otros. ¿Cómo le irá al presidente Calderón?

La idea del péndulo es que las realidades del poder obligan a un nuevo presidente a ajustar sus  objetivos y estrategias a las realidades que encuentra al momento de responsabilizarse de la conducción de una nación. Esa responsabilidad trasciende los cartabones que se asocian con la persona hasta el momento de una elección porque los posicionamientos cambian según las circunstancias. El presidente Lula de Brasil se encontró con la necesidad de ajustar su programa económico, de la misma manera en que el presidente de Gaulle no tuvo más alternativa que concluir la guerra argelina. México no ha sido excepción en estos avatares.

El presidente Miguel de la Madrid se encontró con un panorama aciago luego de los excesos de López Portillo y no tuvo más remedio que dedicarse a restaurar la calma, recoger los platos rotos y comenzar a limpiar la cocina. Aunque su gobierno fue esencialmente mediocre, su gran mérito residió en romper con devastación económica y política, consecuencia de la racha populista, y de los excesos de sus predecesores, que ahora se identifican con la llamada “docena trágica”.

Si nos abstraemos por un momento de lo malo de muchos de sus actos, Carlos Salinas fue un verdadero revolucionario en el sentido literal del término: rompió con el orden establecido. Su gran mérito residió en cambiar la lógica que por años había anestesiado al país, rompiendo mitos (como con las relaciones con Estados Unidos y el Vaticano y concepciones arcaicas como el ejido) y replanteando la lógica del desarrollo del país. Aunque su gestión acabó mal y los cambios que enarboló fueron insuficientes, nadie puede dudar que modificó el statu quo.

Después de Salinas vino Zedillo, un presidente sin ese espíritu revolucionario pero que supo restaurar la paz interna y reconstruir las finanzas públicas, aunque en el camino creó las condiciones para la revolución populista que se hizo presente en las elecciones del año pasado. Sin imaginación para transformar al país, tuvo que abocarse, una vez más, a enderezar las cosas, terminando su gestión sin pena ni gloria, pero envuelto en el manto del presidente democrático. La paradoja es que la figura de Ernesto Zedillo ha crecido más por los excesos de su predecesor y lo patético de su sucesor.

Vicente Fox es quizá, con la posible excepción de Madero, el único presidente de la historia moderna de México que tuvo la oportunidad de verdaderamente revolucionar al país y colocarlo al frente del siglo XXI, pero no entendió el momento ni la circunstancia. Gozó de una economía estabilizada, del llamado bono democrático, del apoyo mayoritario de la población y de un extraordinario nivel de aprobación y tolerancia. Pero su frivolidad, superficialidad, lejanía de la toma de decisiones y, para colmo, su decisión de ejercitar la administración a través de lo que él denominó “la pareja presidencial”, llevó al peor de los mundos: oportunidades perdidas y desazón. Fue esa incapacidad para asir la oportunidad lo que hizo posible el surgimiento de un líder iluminado, del renacimiento populista y de la aparición de la mediocracia. Al final, los mexicanos acabamos pagando los costos de una revolución ¡que no se dio!

A un año de la llegada del presidente Calderón, la gran pregunta es si será él quien acabe pagando las cuentas del “cochinero” de la administración anterior o quien encabece la frustrada revolución que el país requiere para transformarse en uno de los países ganadores del siglo XXI.

La pregunta no es ociosa. Si uno ve hacia atrás, es evidente que ha habido grandes cambios en el país a lo largo de las últimas décadas. También es cierto que muchos de esos cambios no han sido adecuados o suficientes para romper la inercia y crear condiciones para un desarrollo equitativo al que tengan acceso todos los mexicanos. De hecho, una de las peculiaridades de nuestra triste realidad actual es precisamente esa: que si bien mucho ha cambiado, también es cierto que muchas cosas fundamentales no han cambiado en nada. El presidente Calderón tiene la oportunidad de cambiar esas estructuras depredadoras que han permanecido incólumes precisamente porque no le debe nada a nadie. Queda por ver si lo intentará y, en ese supuesto, si podrá lograr el ansiado cambio.

En los años posteriores a las convulsiones de los años setenta y al arribo del fenómeno de la globalización económica reciente ha habido de todo: presidentes buenos y malos, responsables e irresponsables, hábiles y torpes, pero independientemente de sus características, ninguno se abocó a crear las condiciones para que cada mexicano tuviera la misma oportunidad de ser exitoso. Al final de sus mandatos, todos esos presidentes habían preservado ese híbrido tan nuestro, tanto en la economía como en la política, de apertura pero con cerrazón. Nuestra economía, como nuestra política, está abierta pero sólo para algunos: los mecanismos generadores de privilegio parecen mantenerse siempre incólumes.

El presidente Calderón tiene la oportunidad de aprovechar el ocaso de Fox para iniciar la transformación que el país requiere. Con su ridículo protagonismo reciente, Vicente Fox le está regalando al presidente Calderón la oportunidad de lanzar la revolución que Fox no tuvo la capacidad de entender y menos encabezar.

Está por verse si el presidente Calderón verá esta circunstancia como la oportunidad para romper con la maldición de la pasada elección, o como una condición que obliga a la continuidad en la política nacional, lo que significaría que lleva a no mover el barco.

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El fetiche

Luis Rubio

El país lleva cinco lustros bajo el hechizo de un fetiche: la noción de que si sólo se aprueba esta reforma o serie de reformas el país entrará, como por arte de magia, al Nirvana del desarrollo económico. Hay mucho bueno que decir de los innumerables cambios y reformas que en los últimos 25 años han transformado a buena parte de la planta productiva para bien. Lo que no se puede afirmar con igual certeza es que hayamos logrado encaminarnos hacia el desarrollo.

Como con todo fetiche, es terriblemente seductora la idea de que un conjunto de reformas pueda transformar nuestra realidad, crear una sociedad de clase media capaz de desarrollar su potencial al máximo y resolver los ancestrales problemas de pobreza y desigualdad de oportunidades. Se trata de una visión que atrae los sentimientos más profundos y engolosina el debate público. El problema es que se trata de una falacia: ninguno de los países que ha logrado romper con los círculos viciosos del subdesarrollo lo hizo gracias a que, cuan estudiante cumplido, satisfizo un conjunto de requisitos formales. Y ese es el tema de fondo: que el desarrollo no es cuestión de un checklist sino de una decisión por parte de la sociedad de transformarse de manera integral.

Cualquiera que analice nuestra realidad económica sabe bien que al país le urgen innumerables reformas. Independientemente de valores ideológicos o concepciones políticas, nadie que vea la realidad con un mínimo de objetividad puede dudar que nuestras paraestatales energéticas y monopolios privados le restan productividad a la economía en general o que nuestros procesos judiciales son costosos, prolongados, inciertos y cubiertos con un manto de opacidad. Lo mismo se puede decir de los mercados laborales, de la provisión de servicios y, en general, de la torpe, inepta y sesgada regulación gubernamental. Es, pues, obvio que se requieren reformas. Menos obvio es que un conjunto de reformas aisladas vaya a transformarnos en un país desarrollado.

La noción de que se puede lograr el desarrollo siguiendo un conjunto de recetas no es nueva, ni tiene que ver con los tan vilipendiados organismos multilaterales, o con los odiados “neoliberales”. La noción se inventó en la época en que la CEPAL, a la que nadie puede acusar de neoliberal, estaba a la vanguardia de los proyectos de desarrollo regionales y cobró fuerza filosófica principalmente con la obra de WW Rostow, Las Etapas del Crecimiento Económico.

El hecho de reformar no resuelve, por sí mismo, los problemas que el país enfrenta ni mucho menos nos permite asegurar el desarrollo. Si cada reforma se tiene que negociar con el congreso y con la sociedad como si se tratara de un elemento independiente del resto de las políticas que permitirían el desarrollo económico, acabaremos con un collage de medidas que  aunque quizá cada una pudiera tener sentido por sí misma, el conjunto probablemente carecería de consistencia para avanzar al país hacia el objetivo deseado. Eso es lo que ha ocurrido en las últimas dos décadas. Una estrategia de reforma tiene que ser integral y partir de un consenso social al respecto. En ausencia de esa premisa elemental, cada reforma que se intente va a acabar truncada y sin posibilidad de lograr su cometido: cada reforma va a acabar mediatizada por los intereses particulares que ésta aspira a modular o regular. Si luego de casi treinta años de estar atascados en este proceso no podemos reconocer esta obviedad, tenemos otro tipo de problemas.

Lo que México –es decir, la sociedad entera- requiere es hacer suyo el objetivo del desarrollo y no meramente discutir, disputar o aprobar tal o cual iniciativa de ley o de reforma. El desarrollo no es un crucigrama que se va llenando letra por letra. Más bien, se trata de una forma de concebir al país, al gobierno, a la ciudadanía, a los empresarios y a los sindicatos. Los países que han logrado “dar el brinco” lo han hecho porque la sociedad entera se sumó al proyecto. Comparando todos los casos obvios, no pude encontrar ninguno en el que éste no fuera el caso.

Cada país exitoso ha logrado ese consenso social a su manera. En algunos casos se ha impuesto desde arriba (Ej. Chile), en otros ha surgido de la sociedad (Ej. India). En todos los casos, el gobierno creó condiciones que hicieron posible el surgimiento de iniciativas tanto de la sociedad como de otras instancias del Estado. Quienes han logrado entrar en el círculo virtuoso avanzan de manera prodigiosa. Ahí están los ejemplos de Chile y China, Irlanda e India. Quienes no lo han logrado dan tumbos, a veces suben, otras bajan, pero nunca logran consolidar un proceso de desarrollo. Nuestro caso es paradigmático.

Lo impactante de un país como India no es tanto la velocidad con que crece su economía o que siga siendo una nación extremadamente pobre, sino el hecho de que toda la sociedad parece volcada hacia el futuro. En India hasta los más pobres (y la suya es una pobreza infinitamente peor que la nuestra) parecen haber decidido saltar etapas para lograr el desarrollo, así tome cien años lograrlo. Esa visión y esa actitud tan palpable en los países exitosos, lamentablemente, no existe en México.

El problema es que no es obvio cómo se crea una dinámica transformadora de esa naturaleza. Viendo casos como los de España o China, cada uno en su espacio, resulta evidente que el liderazgo gubernamental fue central en su proceso. Casos como el de Chile demuestran que sólo un gobierno duro puede romper el impasse en casos de conflicto extremo; sin embargo, es igualmente evidente que hay muchos más casos de conflicto y de gobiernos duros que países exitosos. Los chilenos padecieron uno de los pocos gobiernos tiránicos con capacidad para construir algo trascendente. Los países exitosos no sólo llevaron a cabo reformas profundas sino que experimentaron una transformación social y anímica. Fue toda la sociedad entera la que dijo “basta” y se puso a construir algo distinto.

Lo que resulta claro es que no hay recetas para el éxito y las que hay no son muy confiables. Quizá lo más que puede hacer un gobierno es crear condiciones para que, poco a poco, se vaya dando el consenso social necesario. El problema de proceder así es que la gente está harta de los escasos avances, del interminable conflicto entre los políticos y de la ausencia de soluciones de fondo. El tiempo es una mercancía escasa y si el gobierno actual equivoca la estrategia  (e impulsa las reformas equivocadas o acepta el statu quo legislativo), podría acabar provocando una crisis en lugar de resolver el entuerto actual.

 

 

Veto pérfido

Luis Rubio

La mexicana es una sociedad desconfiada, con frecuencia temerosa del futuro, que desprecia a sus políticos y lo único que espera del gobierno, además de todos sus derechos sin obligación alguna, es que no le cause otra crisis o destruya lo poco o mucho que haya logrado construir. Por su parte, los políticos  y legisladores viven en un universo de su propia creación que ignora lo que importa y afecta a las familias y no se interesa por comunicarse con la sociedad más que para presumir todas las leyes que se aprueban pero que no cambian la realidad. Peor, esos mismos políticos que se desviven por hablar de consensos no avanzan la agenda legislativa excepto en temas que, para la población, no son sino triviales o relativas al supremo interés partidista. Aunque ambas fotografías sean un tanto caricaturescas, denotan claramente una fuente fundamental de desconcierto y distancia en la sociedad mexicana.

Por décadas, ambos mundos, el de las familias y el de los políticos navegaban en cursos más o menos paralelos pero nunca se contaminaban. Sin duda, algunas personas y grupos lograban incidir sobre los políticos, en tanto que los políticos empleaban a sindicatos y caciques para mantener un mecanismo de control sobre la sociedad. Pero se trataba de dos mundos relativamente distantes donde el ciudadano no existía más que en la retórica política. Esa realidad se acabó y no parece haber conciencia de ello. Sin embargo, quizá una de las explicaciones del estancamiento que vive el país en todos sus ámbitos públicos, y no sólo legislativo, se derive de este hecho fundamental.

La realidad del poder en el país ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. Antes todo giraba en torno a la presidencia, que contaba con un amplio abanico de instrumentos para negociar desde una posición privilegiada, cuando no simplemente para imponer sus preferencias. Los políticos vivían en un mundo en el que la disciplina se compensaba con beneficios y privilegios diversos: desde puestos de elección popular hasta nombramientos administrativos, muchos de ellos fuentes interminables de corrupción. A la sociedad no le quedaba más alternativa que apechugar y tratar de vivir –o sobrevivir- a la sombra del Ogro Filantrópico como le llamara Octavio Paz, o del Grupo Industrial Los Pinos, como lo calificara Gabriel Zaid.

Pero las cosas han cambiado mucho. Poco a poco, la sociedad mexicana ha ido ganando una capacidad de veto sobre innumerables proyectos o imposiciones gubernamentales. Desconfiada como es, la sociedad ha empleado ese veto menos para promover ideas buenas y atractivas que para protegerse al negarse a cualquier cambio. Su veto es “pérfido”: se trata menos de un mecanismo democrático debidamente institucionalizado que de la adquisición de una capacidad de limitar los excesos gubernamentales, independientemente de que se trate de un exceso o no.

La desaparición de la presidencia abusiva, producto de la separación del PRI y la presidencia en 2000,  ha tenido numerosas consecuencias, pero tendemos a concentrar la atención sobre la reconformación de las relaciones políticas entre los tres componentes del poder público en el país: los antes enclenques poderes judicial y legislativo frente al ejecutivo. Quizá más trascendente sea la autonomía que lograron los llamados poderes fácticos (sobre todo sindicales) que, antaño, eran parte de la estructura de control priísta y que ahora juega para los intereses de sus líderes y caciques.

Con todo, poco se ha entendido el cambio en el resto de la sociedad a pesar de que es patente que algo grande ha cambiado ahí. Los cambios en la realidad del poder quitaron toda clase de controles e impedimentos a la sociedad (lo que se puede apreciar en la libertad de expresión), pero aunque no trajeron una democracia en el sentido estricto del término, donde el ciudadano es jefe del político y no al revés, sí hicieron posible que ésta, o muchos grupos emanados de la sociedad, adquirieran una capacidad de vetar al gobierno, para bien o para mal, algo inconcebible en el viejo sistema político. Ahí tenemos empresarios que se saltan las leyes y a los organismos reguladores sin costo alguno, lo vemos en grupos sociales que desarticulan grandes proyectos gubernamentales (el aeropuerto de Atenco es el más evidente), vecinos que le impiden al gobernante local construir un rascacielos o la sociedad en pleno que se rebela contra el abuso inherente al desafuero de un político. No se trata de una democracia, pero sí de una palpable capacidad de impedir, de decir NO.

Desde esta perspectiva, los políticos se equivocan al creer que la sola aprobación de una ley o el logro de un acuerdo en materia fiscal, electoral o de cualquiera otra naturaleza va a resolver los problemas del país. Sin duda, los acuerdos políticos y legislativos son indispensables para el avance del país, pero sin la sociedad, esa “nueva” realidad en la política mexicana, el país no tiene salida.

El cambio de realidad no ha sido asimilado. Tan seguros están nuestros políticos de su capacidad de decidir por todos e imponer sus preferencias que con frecuencia se asombran de las reacciones populares. Como sugieren los ejemplos antes mencionados, la población quizá no haya avanzado hacia su conversión en una ciudadanía ateniense, pero claramente tiene capacidad de contradecir e impedir, así sea por medios poco institucionales.

No es que la sociedad esté en contra del progreso, sino que desconfía de lo que proponen los políticos. Sometida al lacerante tráfico cotidiano, es inevitable que se oponga a la construcción de un nuevo edificio, sobre todo cuando ni siquiera se pretende atender el problema del tránsito general. Sospechosos de viejas promesas, los campesinos de Atenco no le creen al gobierno cuando les promete las perlas de la virgen. Para el mexicano el riesgo de abuso o de crisis va primero.

Tiene razón el presidente Calderón cuando insiste que el país tiene futuro, que no estamos perdidos y toca una fibra clave: el pesimismo que hoy recorre a la sociedad mexicana hace imposible salir adelante por obra y gracia del gobierno o del legislativo. Hacer posible ese futuro requerirá mucho más que la participación de los políticos: sin la sociedad nada va a cambiar, en tanto que los privilegiados seguirán expoliando. La única posibilidad de transformación reside en que la sociedad sea parte integral del proceso de decisión y haga suyo el proyecto de transformación. Protegidos y aislados, nuestros políticos jamás lo lograrán solos. La gran interrogante es cómo lograr esa participación dado lo limitado de los mecanismos existentes que, además, los políticos quieren limitar todavía más.

www.cidac.org

Rediseño

Luis Rubio

El Congreso está sumido en una importante discusión en torno al rediseño de las instituciones del gobierno mexicano. Se trata de la construcción de una nueva plataforma institucional que responda a las cambiantes realidades políticas del país. Lo que es crucial es que la reforma que eventualmente se apruebe responda no sólo a las demandas de los partidos políticos, sino que en su esencia contemple los espacios de participación ciudadana que una sociedad como la mexicana requiere para su desarrollo.

La necesidad de una reforma institucional o “del Estado”, como pomposamente se le ha llamado, es obvia. Con el “divorcio” del PRI y la presidencia a partir de la derrota de ese partido en 2000, el país experimentó un cambio radical en su realidad política: la presidencia dejó de ser la fuente de poder casi absoluto alrededor de la cual todo el resto del sistema político giraba. Es decir, cambió la realidad del poder, pero las instituciones siguieron siendo las mismas, con toda la disfuncionalidad que esa nueva situación entraña. La idea de transformar al Estado mexicano es una respuesta lógica a una situación real y en buena medida urgente.

En la iniciativa que presentó la fracción del PRI en la Cámara de Diputados se plantea una reforma radical de la estructura tradicional del poder. En su esencia, la propuesta se fundamenta en el objetivo de fortalecer al poder legislativo creando una estructura parlamentaria con funciones ejecutivas muy similares a las que caracterizan al gobierno francés. La idea es que un jefe de gabinete emanado del poder legislativo le daría un mayor dinamismo y funcionalidad a la toma de decisiones, resolviendo uno de los mayores problemas que hoy en día caracterizan al sistema de gobierno dividido.

Una propuesta de esta naturaleza sólo podría estar orientada por uno de dos objetivos: el primero sería que se procura conferirle una mayor funcionalidad al sistema de gobierno a través de un proceso de decisiones que incorpora, desde su inicio, la concurrencia del poder legislativo en las iniciativas que avance el jefe del gabinete; el objetivo alterno consistiría en pretender redefinir las relaciones de poder en la sociedad mexicana. Desde luego, lo probable es que la iniciativa esté animada por una combinación de los dos propósitos.

Nadie puede disputar la necesidad de reformar al gobierno para darle una mayor funcionalidad. En esto, la búsqueda del primer objetivo es no sólo bienvenida, sino por demás encomiable. El gobierno mexicano lleva una década sin funcionar debidamente, además de estar saturado de conflictos. Un rediseño que resuelva estos dos entuertos sin duda constituiría una gran contribución al desarrollo del país. El riesgo de una empresa de esta naturaleza reside en que el rediseño no haga sino recrear al viejo sistema con un nuevo disfraz, un poco como ocurrió con el PRI que, en un sentido histórico, representó la continuación del porfiriato por medios institucionales.

Aquí es donde entra en juego el segundo objetivo. Un rediseño del sistema político inexorablemente entraña la redefinición de las relaciones de poder. La pregunta crucial es si el objetivo de la iniciativa es el de la redefinición del poder entre el ejecutivo y el legislativo o una consecuencia de la misma. Aunque parezca un mero juego de palabras, la diferencia es fundamental: en el primer  caso estaríamos ante un virtual golpe a la presidencia, en tanto que en el segundo se trataría de una renegociación institucional de las relaciones de poder. El orden de los factores si altera el producto.

Pero la trascendencia de esta redefinición en las relaciones de poder no reside exclusivamente en la motivación de los autores de la iniciativa sino en las estructuras que la llegasen a sustentar. No es lo mismo el fortalecimiento de un poder legislativo plenamente representativo que uno aislado o relativamente aislado de la ciudadanía. En aquellos sistemas en que la ciudadanía constituye el factor de soberanía política, es decir, que efectivamente tiene capacidad de exigir rendición de cuentas por parte de sus representantes en el poder legislativo, una reforma de esta naturaleza abre puertas y oportunidades antes no existentes. Por otra parte, un poder legislativo aislado de su sociedad que acaba siendo el beneficiario del antiguo poder presidencial no representa más que una nueva forma del viejo sistema al que se está queriendo sustituir.

Entre los beneficios que aportaría una estructura política fundamentada en un gobierno emanado del poder legislativo y con un ejecutivo con carácter de jefe de Estado (y las atribuciones que acabara preservando que, al menos en el modelo francés, a diferencia del inglés, siguen siendo amplias) estaría el de privilegiar la negociación por encima del conflicto. Es decir, si el problema político del México de hoy se define como uno de ausencia de mayorías y capacidad de decisión gubernamental, la existencia de un gobierno emanado del Congreso casi garantiza la solución a ambos problemas.

Por otro lado, si el problema político del país se define como uno de falta de representación y ciudadanía, es decir, como uno de un déficit democrático, la solución propuesta funciona sólo en la medida en que el poder legislativo sea ampliamente representativo, transparente y sujeto a una estricta rendición de cuentas. Desde esta perspectiva, la propuesta de reforma institucional sólo podría funcionar de modificarse tres componentes centrales, de hecho factotums, de la política mexicana actual: primero, sería necesario eliminar ese híbrido extraño que caracteriza a nuestro poder legislativo en el que se mezclan diputados y senadores electos por mayoría con otros electos por representación proporcional; segundo, habría que instaurar la reelección de legisladores; y, tercero, habría que facilitar la creación de nuevos partidos para desincentivar el recurso a vías no institucionales. Sólo cambiando estos tres elementos podría afirmarse que una reforma como la propuesta seria algo distinto a un mero enroque al estilo de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual.

El gran beneficio del proyecto de reforma propuesto reside en que se institucionaliza la política mexicana y se crean incentivos para que los actores en la política negocien y busquen soluciones dentro de los marcos legítimos, a la vez que se penaliza el actuar de grupos políticos independientes o violentos que juegan por canales extra institucionales, independientemente de que se consideren a sí mismos legítimos. El costo potencial es que se cierre la ventana de oportunidad al desarrollo de una democracia sustentada en la participación de una ciudadanía fuerte y pujante.

 

DFiciente

Luis Rubio

Siempre me ha fascinado el contraste entre la retórica de los gobernantes del Distrito Federal y la realidad de la ciudad. Mientras que la retórica, sobre todo a partir del inicio de los noventa, se desvivía por afirmar la salud financiera de la ciudad, la realidad material del DF clamaba por toda clase de reparaciones físicas en su infraestructura más elemental. Es obvio que la razón del contraste es el hecho de que desde que nuestros regentes y jefes de gobierno se sintieron presidenciables todo, hasta el lenguaje, comenzó a cambiar. Cualquiera que haya sido su lenguaje, la realidad es que el DF tiene una atroz infraestructura física que no justifica las palmadas en la espalda que se dan nuestros gobernantes ni su pretensión de salud financiera en las cuentas de la ciudad.

La salud financiera de una ciudad se puede medir de dos formas: una es la que arrojan las cuentas fiscales que, de manera simplista se puede decir que equivale a sumar los ingresos, restarle los egresos (incluyendo el servicio de la deuda) y terminar con la cuenta final, que generalmente muestra un déficit, si bien relativamente modesto. Otra manera, la que realmente debería emplearse, tendría que incluir tanto lo que los contadores llaman pasivos contingentes (obligaciones que en algún momento tendrían que cubrirse) así como la depreciación del capital. En una ciudad, el capital (los activos) está integrado por el sistema de agua, las calles, los semáforos, el drenaje y, en general, todo lo que representa una inversión.

Cada uno de estos componentes del activo de la ciudad tiene una vigencia distinta. Mientras que los focos de los semáforos duran relativamente poco, el sistema de agua tiene una duración que se mide en décadas. La pavimentación de las calles dura mucho menos que el sistema de tuberías pero usualmente más que los puentes peatonales que cruzan las avenidas y periféricos. Sin embargo, todos estos elementos de la infraestructura urbana se van deteriorando poco a poco hasta que se acaban y por eso la contabilidad de la ciudad debería contemplar su reposición en un plazo lógico, antes de que comience a ser inutilizable o incluso contraproducente.

Lo que se puede decir de la infraestructura que no se ve (como el drenaje y las tuberías) también se puede afirmar de las vías rápidas con que cuenta la ciudad. El número de automóviles crece con celeridad, pero las calles disponibles para que estos circulen brillan por su ausencia. En lugar de anticipar crecimientos futuros, el gobierno de la ciudad responde décadas tarde (y usualmente mal) ante el desafío de la transportación urbana. Se construyen nuevos edificios de oficinas y desarrollos residenciales pero no se crean las calles y avenidas para desahogar el tránsito incremental que inevitablemente se producirá.

Así como son rápidos para ponerse medallas por museos o programas sociales no financiados, nuestros gobernantes locales nunca han sido excepcionales en su disposición a reconocer los pasivos que tienen con la ciudadanía en materia de infraestructura. Peor, desde que comenzaron abiertamente a querer ser candidatos a la presidencia se abocaron a toda clase de gastos muy atractivos y de gran visibilidad política (igual segundos pisos que universidades o subsidios a la población de mayor edad) sin reparar en la necesidad de darle el mantenimiento más elemental a lo existente.

Cualquiera que haya caminado en las calles de la ciudad de México sabe bien que toda la ciudad es un gran bache: prácticamente no hay cuadra en la que no haya agujeros en las calles, coladeras sin tapa u obras incompletas. El drenaje profundo ha sufrido descalabros mayores en los últimos años y nada se ha hecho para repararlo; la red de tuberías de agua potable tiene fugas por todos lados y su deterioro es palpable en grandes partes de la ciudad. Las calles y avenidas son insuficientes y conllevan al mayor desperdicio de horas hombre que alguien pudiera imaginar. Aunque en sentido estricto no es de su responsabilidad, el mismo problema existe en la red eléctrica. Sin embargo, el gasto público sigue concentrándose en lo aparente y visible sin reconocer que es lo otro lo que hace posible que funcione una urbe como la nuestra.

El gobierno de la ciudad pretende atraer grandes inversiones tecnológicas, turísticas, de manufactura no contaminante y de servicios diversos. Sin embargo, pretende que eso es posible sin construir la infraestructura (en sentido amplio) que requerirían esas inversiones. Por ejemplo, si bien la ciudad de México cuenta con grandes unidades hospitalarias de investigación que son un ejemplo para el mundo entero, las condiciones de trabajo de los científicos que ahí laboran son incomparablemente menos propicias que las de sus pares en naciones donde los temas de criminalidad o infraestructura elemental simplemente no son temas.

Estas reflexiones surgen de observar la forma en que los operarios del gobierno del DF responden ante problemas en las redes de agua por donde paso todos los días. Las tuberías tienen más de cuarenta años de vida y su deterioro es creciente. Rara es la semana en que no hay una fuga. Llegan los operarios, hacen un gran agujero que obstruye la circulación y molesta a los vecinos y proceden a hacer un parche: ponen un pedazo de tubo nuevo que no es del mismo material que el existente y lo conectan lo mejor que se puede, cierran el hoyo y se retiran. La semana siguiente vuelven para atender una nueva fuga y reparar otro pedazo de tubo, cuando no el mismo. Luego de decenas de reparaciones, a un costo astronómico, no se da el reconocimiento de lo evidente: hay que cambiar todo el tubo (a un costo mucho menor).

Detrás de esta manera de actuar yace la noción de que se puede parchar todo sin con ello mermar el potencial de desarrollo de una ciudad moderna. El problema es que esa es una pretensión absurda. Una parte importante de la ciudad no cuenta con los satisfactores esenciales para la vida, en tanto que otra sufre las consecuencias de la falta de atención de esos mismos factores. Mientras tanto, nuestros gobernantes predican la salud financiera y se dedican a procurar la construcción de grandes edificios y proyectos sin resolver su funcionamiento o impacto en materia de tránsito, infraestructura o desarrollo de la comunidad.

La ciudad de México tiene un extraordinario potencial, pero éste es inasequible mientras las prioridades estén tan trastornadas. Primero deberían ser las soluciones y luego la construcción de grandes proyectos urbanos o políticos. La lógica actual no lleva más que a la lógica del NO que caracteriza a todos y cada uno de los habitantes de esta jungla urbana.

 

Mientras aguante

Luis Rubio

El legendario detective Sherlock Holmes tenía un principio que empleaba para resolver muchos de sus casos. Decía que cuando todas las demás posibilidades habían sido eliminadas, lo que quedara, así pareciera implausible, tenía que ser la respuesta. Con la lógica sherlockiana, no queda más que concluir respecto a la forma en que se conducen nuestros legisladores en estos días que es más importante avanzar puntos que ganar adeptos, aunque esos puntos no se traduzcan en beneficios para la población o en un entorno político que promueva una ambiente de reconciliación. Todo se vale mientras dure la fiesta.

El problema es que la fiesta no es eterna y nada estamos haciendo como sociedad para prepararnos para el futuro. En aras de proteger a la planta productiva vieja, no tocar a los sindicatos y sostener a todas las mafias políticas y partidistas existentes, el país está sacrificando su futuro e impidiendo el desarrollo de su población. Ese es el costo verdadero del actuar de nuestros legisladores, de sus intrigas, fobias y ánimo de imposición a cualquier precio.

Ante la abrumadora evidencia de que lo importante no es el futuro ni la posibilidad de construir algo mejor en lo económico o en lo político, la pregunta obligada tiene que ser: ¿hasta cuándo?

La pregunta es pertinente porque el país se consume sus recursos, limita el desarrollo de su población, impide que surjan y prosperen nuevas empresas y todo eso ocurre mientras que un puñado de sindicatos hace de las suyas en empresas y entidades que deberían ser grandes fuentes de oportunidades pero no lo son. Y todo esto es posible porque el gobierno y los partidos cierran todas las llaves de competencia y monopolizan las decisiones más importantes para beneficio de un puñado de privilegiados.

Todo esto me recuerda el título de un libro sobre la Indonesia de Sohearto. El libro, Una Nación en Espera, pintaba un panorama que no parece muy distinto al nuestro: un sistema de gobierno depredador, un capitalismo a modo donde algunas empresas funcionaban y prosperaban por sus propios méritos pero la mayoría debía favores (o mordidas) por todos lados y un conjunto de grupos políticos que controlaba las fuentes de recursos más importantes de la sociedad y la economía. El problema para nosotros es que todo eso supuestamente habría de morir con la derrota del PRI en las elecciones presidenciales.

Lo que ocurrió, todos lo sabemos, es que obtuvimos un cambio en la presidencia pero no un cambio de sistema. El resultado fue un gobierno incompetente incapaz de gobernar al estilo de antes, pero con el mismo sistema corrupto y corrompido que ahora ha dado lugar al imperio absoluto de tres partidos. La pregunta es qué hace posible que sobreviva un sistema así.

Aventuro dos respuestas. Por un lado, las estadísticas demuestran que la población ha mejorado en su bienestar, quizá no tanto como ha ocurrido en otras latitudes (como España, Chile, China o Irlanda), pero suficiente para que nadie tenga incentivos para protestar demasiado. Por otro lado, el petróleo ha permitido mantener el statu quo sin generar fuentes excesivas de conflicto en el mundo político o sindical. Es decir, dada nuestra historia y la evidente preferencia de la población por no menear el bote, las cosas están suficientemente bien, o no tan mal, como para protestar.

Para una población que lleva siglos a la expectativa de una mejora sustancial, parecería impecable la lógica de esperar un poco más. Menos explicable es la lógica de nuestros gobernantes y políticos que siguen impávidos aún a sabiendas de la amenaza de que el crecimiento no llegue a ser suficiente en los próximos años o, particularmente, de que los recursos emanados del petróleo se desplomen en un futuro muy cercano. Vayamos por partes.

Aunque los últimos gobiernos se han dedicado a culpar al poder legislativo de la parálisis económica, la verdad es que una buena parte de los factores que mantiene inmovilizada a nuestra economía se encuentran bajo control del poder ejecutivo. Es en el ejecutivo donde se alojan las principales decisiones en materia de gasto corriente o de inversión; donde se regula el comercio exterior y se determinan los aranceles que hacen desigual a nuestra economía y hacen posible la informalidad; ahí también reside el poder de decisión respecto a las tarifas de interconexión en telefonía y licitaciones de espectro para banda ancha; y, en general donde se deciden las reglas que impactan la forma en que compiten o no compiten las empresas. Es en el ejecutivo donde se tolera a los sindicatos abusivos que obtienen más en cada negociación contractual y que hacen imposible la igualdad de oportunidades, por ejemplo a través de la educación. Aunque es fácil culpar al congreso (con razón), mucho de lo que hace imposible el crecimiento acelerado de nuestra economía se encuentra en el fuero del ejecutivo y la maraña de intereses que lo rodea. Mientras el ejecutivo se duerme, los partidos avanzan hacia convertirse en el factotum del poder.

Por supuesto, el poder legislativo no se queda atrás. Nuestros legisladores ni siquiera han sido capaces de atender el tema al que son más vulnerables: el ingreso petrolero. La evidencia empírica demuestra que la producción petrolera viene descendiendo de manera acerada y, sin embargo, hay cientos de iniciativas de reforma energética que están en la famosa congeladora. Nadie, ni los principales beneficiarios del statu quo, parecen capaces de actuar para mantener esos privilegios. Paradójico, por decir lo menos.

A nadie debe sorprender el hecho de que un político se aboque a lo que tiene inmediatamente enfrente. Eso es no sólo humano, sino natural. Para los políticos lo trascendente es la próxima elección o el siguiente puesto y su incentivo es el de concentrarse en ello. Desde esta perspectiva, parecería inevitable que tendremos que esperar a que el petróleo efectivamente deje de aportar recursos para que lo inmediato sea precisamente eso. De ser así, el país tendrá que esperar unos cuantos años más.

Lo que es mucho más difícil de explicar es la incapacidad del ejecutivo para atacar las fuentes de la parálisis económica. Particularmente inexplicable para un gobierno emanando de un conflicto cuya causa profunda es el hecho de que la economía del país no satisface a una enorme porción de la población. A diferencia del petróleo, cuyos beneficios en términos de ingresos podrían durar hasta una década (o sea, otras legislaturas), para el gobierno el plazo es 2012 y ni un minuto más. En vez de culpar a otros, el gobierno debería enfocar sus baterías a lo único que lo puede salvar: tasas elevadas de crecimiento económico.