Mirando al futuro

Luis Rubio

Trabajar para la comunidad, defender los derechos de los agremiados, desarrollar programas de estudio, actualización tecnológica y construcción de capacidades personales son todas ellas acciones concebidas para construir un futuro más exitoso para los miembros del sindicato. La líder habla en términos del futuro, del desarrollo de nuevos negocios, servicio a sus bases, del cambio y adaptación a un entorno cambiante en constante evolución.

La actitud es de servicio y trabajo para la organización y no para el control de la membresía. Contrasta el estilo abierto, entrón y propositivo con la tradición legendaria de sometimiento, subordinación y explotación que históricamente ha caracterizado a nuestro sindicalismo, incluyendo aquel que se precia de progresista como escudo para ocultar su verdadera naturaleza autoritaria y hasta fascista.

Para esta líder, lo importante es mirar al futuro, frase que repite una y otra vez en distintos contextos. Sabe bien que sus agremiados necesitan apoyos, tienen carencias muy concretas y enfrentan un mercado laboral y, en general, económico que cambia con celeridad. Si el sindicato no atiende las necesidades de esos agremiados deja de tener vigencia y viabilidad. Esta realidad se convierte en un acicate que transforma la naturaleza de la relación entre la base y su liderazgo. La líder está ahí para ayudar a que mejore la calidad del trabajo y, por lo tanto, la vida de sus agremiados.

En función de esto, sus programas y actividades no se refieren a estrategias dedicadas sólo a elevar el salario que pagan los patrones, sin preocuparse de las consecuencias de ese tipo de objetivos, sino a ofrecer un amplio menú de instrumentos y servicios para que los agremiados encuentren más y mejores formas de llevar a cabo su trabajo, desarrollar nuevas capacidades, crear negocios propios y, en una palabra, logren avanzar en la vida de manera exitosa. Es decir, el sindicato está ahí para verdaderamente servir a sus integrantes.

La líder que conocí no supone que ya llegó para hacer de las suyas con los fondos sindicales ni para utilizar a los agremiados como carne de cañón para sus entramados políticos. Entiende al sindicato y a su función como una responsabilidad de servicio, y no como estamos acostumbrados: a ver llegar a los líderes a disfrutar las mieles y beneficios del poder y del control sobre los trabajadores. Más bien, ella concibe su trabajo como el de atender las necesidades de los sindicalizados y anticipar los retos que presenta el entorno, a sabiendas de que, si no cumple a satisfacción, será derrotada en las próximas elecciones.

Observar a los integrantes de este sindicato es interesante y permite dejar volar la imaginación. Los nombres son los que todos conocemos: Antonia, José, Juan, Pedro, Eréndira y Camila. Los apellidos igual: Díaz, González y Pérez. Uno podría pensar que se trata de agremiados y de un sindicato como cualquiera de los que conocemos. Pero la realidad es otra. Lo que cambia es el domicilio y la diferencia es total.

La líder que describo es mexicana (de apellido Durazo) pero vive en Los Ángeles y comanda un sindicato que agrupa a trabajadores de las industrias de servicios, sobre todo restaurantera y hotelelera, mexicanos en su abrumadora mayoría. Sin embargo, cambia el domicilio, se cruza la frontera, y todo lo demás es distinto. Allá los sindicatos están para servir al agremiado, aquí para someterlo y explotarlo.

En abstracto, uno podría pensar que dos sindicatos que representan a un grupo de mexicanos, uno en México y otro en un país distinto, serían esencialmente idénticos. La semejanza, en esa observación atemporal y en abstracto, se derivaría del hecho que se trata de personas con un bagaje cultural idéntico, hijos de un sistema educativo influenciado por libros de texto diseñados bajo una concepción autoritaria del mundo en la hay una verdad absoluta e indisputable. Pero, a pesar de todas estas semejanzas, la realidad es otra.

El sindicalismo mexicano no se reproduce en otro contexto social y político. La corriente sindical orientada al control y a la sumisión se queda en México, en tanto que la de servicio a sus agremiados echa raíces en Estados Unidos. El contexto lo cambia todo. Así como las personas en lo individual se comportan de maneras distintas en contextos diferentes, las relaciones laborales y las organizaciones sindicales responden al contexto en el que se encuentran. Un entorno de competencia política y económica promueve sindicatos volcados al servicio y a la atención del sindicalizado, que siempre tendrá la opción de cambiar de liderazgo en la siguiente elección. En México, en un contexto de monopolios mentales, políticos y legales (aunque no se llamen monopolios), el sindicalismo sirve para controlar, someter y dominar.

Cualquiera que crea que el mexicano es incompetente, propenso al autoritarismo e incapaz de hacer valer sus derechos no tiene más que observar cómo el entorno cambia todo. Aquí el sistema privilegia a los sindicalismos monopolistas, allá la competencia determina quién encabeza al sindicato. Las personas son las mismas y seguramente muchos tienen parientes en organizaciones similares de los dos lados de la frontera. La diferencia es inconmensurable. Allá el sindicato promueve su desarrollo, aquí los oprime.

El fenómeno sindical es apenas la punta de un iceberg. La líder que tuve oportunidad de conocer y observar se desvive por construir un futuro y hacer posible el éxito de sus agremiados. Los sindicatos mexicanos viven para explotar el control del que gozan y la total ausencia de libertad de decisión y elección de los agremiados. No me queda duda que el miembro de ese sindicato estadounidense es una persona libre que puede optar por la organización sindical de su preferencia e igual puede no pertenecer a ninguna y nada de eso conculca sus derechos. Pero cuando opta por participar en un sindicato, espera servicio y cumplimiento por parte del liderazgo.

En México llevamos años de pretender que podemos cambiar nuestra realidad sin cambiar nada. Todos queremos una economía pujante y un entorno de libertad en el que podamos desarrollarnos hasta el límite de nuestras capacidades, pero no estamos dispuestos a hacer nada que permita construir esa nueva realidad. Aceptamos el abuso y toleramos la sumisión como si fuesen valores universales y deseables. Muchos mexicanos se han ido del país porque quieren una vida mejor. A juzgar por el panorama de esta pequeña ventana, su mundo es mucho mejor del que jamás podrían haber aspirado a lograr aquí. Allá miran al futuro; aquí, pues, usted ya sabe

 

Mitos

Luis Rubio

Mitos, muchos mitos pululan en nuestro ambiente político y estos se encarecen en la medida en que se acerca el próximo periodo electoral. Los partidos se preparan para las elecciones intermedias de 2009, construyen estrategias y proyectos que, confían, les permitirán mejorar su posición relativa en la cámara de diputados. Cada partido en su circunstancia, pero todos viviendo de expectativas y una acusada mitología. Todos hacen supuestos que igual pueden acabar materializándose, que ser meras ilusiones. Algunos observan éxitos de otros partidos e intentan replicarlos sin reparar en el hecho de que no todo es como parece. Los mitos son distintos en cada partido, pero la mitología es universal.

Los priístas están envalentonados por su historial reciente de triunfos a nivel estatal, en tanto que los panistas intentan reconstruir su capacidad electoral luego del desperdicio que representó la falta de estrategia y realismo de su anterior liderazgo partidista. Los perredistas siguen divididos y atosigados por su fallido candidato a la presidencia. Cada uno vive sus propias penurias y conflictos, aunque algunos, sobre todo el PRI, tienen tal comprensión (y ansia) del poder que tienden a subordinar sus disputas internas en aras de maximizar sus victorias. Aquí van algunos de los mitos:

Mito uno: quien gana una elección tiene derecho a una red clientelar. Mito perverso pero casi ubicuo del que hoy hacen gala los gobernadores pero que no siempre funciona. Hay estados poco propensos al clientelismo, otros en los que el electorado responde a lógicas distintas a las tradicionales. Lo que es patético para una democracia es que nadie quiera romper con la lógica clientelar para avanzar hacia una lógica profesional y ciudadana. Los costos de mantener lealtades en términos de eficiencia social pueden ser incalculables.

Mito dos: se pierden las elecciones cuando no se juega a las clientelas. La noción de que todo en una elección depende de las clientelas políticas ha llevado a crasos errores, sobre todo al PAN, que no acaba por definir cómo construir plataformas ganadoras para los procesos electorales a nivel local. Las clientelas son la vieja forma de hacer política: aunque parezca raro dada la forma de ser y actuar del PRD, en la medida en que la ciudadanía madura, el potencial clientelar disminuye. La política social requiere profesionales que siempre serán más efectivos que los delegados partidistas que no ganan elecciones y sí distorsionan la política social. En todo caso, hoy son los gobernadores, ya no los delegados, quienes tienen las bolsas llenas de dinero. Al mismo tiempo, el mayor perdedor de la reforma electoral reciente fue el ejecutivo, que perdió toda capacidad de acción electoral y política.

Mito tres: nombrar delegados estatales de filiación partidista da una ventaja sustantiva al partido en el gobierno. Este mito resume un reclamo por parte de los priístas en contra del PAN. Se quejan cuando el gobierno federal envía como delegados a entidades gobernadas por el PRI a activistas políticos. Sin embargo, la evidencia empírica en esto es abrumadora: los gobernadores han adquirido tal poder y capacidad de dispendio que los delegados son unos meros niños de párvulos en estas materias, independientemente del partido al que pertenezcan.

Mito cuatro: si algo trae el emblema del gobierno federal, la gente automáticamente votará por el partido en la presidencia. Como en el caso anterior, los partidos de oposición han sido particularmente proclives a negarle al gobierno federal el beneficio mediático de sus iniciativas y acciones. Lo obvio es que la gente es más inteligente que eso porque su voto rara vez refleja las dádivas gubernamentales. Más bien, crecientemente responde a su intereses y a su percepción de cómo estos pueden avanzar en el futuro. La ciudadanía, aunque enclenque, va adelante de los políticos.

Mito cinco: una buena campaña garantiza la victoria. Este es quizá el mito más pernicioso de entre los que pululan el entorno político. Muchos creen que las elecciones se ganan el día de los comicios. La evidencia es casi universalmente contraria: las elecciones, sobre todo las intermedias, se ganan y pierden con el actuar sistemático del gobierno (sobre todo los locales) con la población. La ciudadanía observa el actuar gubernamental en el tiempo y premia o castiga a los partidos con ese criterio. Ninguna campaña local se gana en un solo día. Si así fuera, los gobernadores simplemente se embolsarían la totalidad de los fondos que reciben en lugar de dispendiarlos tratando de ganar adeptos.

Mito seis: el servicio civil de carrera va a encumbrar al gobierno que lo instrumentó en el poder federal. La introducción del servicio civil de carrera el sexenio pasado causó escozor entre los partidos de oposición porque consideraron que era una receta para que el PAN se afianzara en el poder. En ausencia de instituciones fuertes, el resultado fue exactamente el contrario: el nuevo sistema provocó daños, disfuncionalidades y, con frecuencia, encumbró la mediocridad. Un buen gobierno requiere de un servicio civil de carrera, pero un servicio civil de carrera no garantiza un buen gobierno. Si los incentivos no son correctos, vamos a acabar con una burocracia inamovible y mucho peor que la de antaño.

Lo que seguro no es mito es que nuestros políticos y funcionarios siguen teniendo la facultad de decidir, realmente de optar, si van a ser honestos o no, y si van a cumplir con los objetivos y responsabilidades de su función. Nuestros políticos y funcionarios siguen distinguiéndose de dos maneras: aquellos que llegan al puesto para hacer, o al menos intentar hacer, algo constructivo y productivo, y aquellos que llegan meramente para estar. Esto, por supuesto, sin considerar a los que tienen por objetivo meramente expoliar. Pocos entienden el entorno nacional y la diversidad tan impresionante que caracteriza al país y, por lo tanto, hay una marcada inhabilidad para construir soluciones que trasciendan las pequeñas realidades locales.

Muchos mitos son mitos y nada más. Otros son extraordinarios instrumentos retóricos para presionar al gobierno y forzarlo a que actué de acuerdo a los intereses de sus contrapartes. Casi todos son apuestas perdedoras para la ciudadanía porque no hacen sino afianzar prácticas autoritarias por la vía de la discrecionalidad burocrática, lo que siempre fortalece al statu quo. Desde que triunfó el PAN en 2000, el PRI ha mantenido una línea dura que ha logrado intimidar al gobierno federal, pero no ha logrado la presidencia. Capaz que falta esclarecer otros mitos.

 

¿Qué Corte?

Luis Rubio

¿Qué clase de democracia queremos los mexicanos? ¿Qué clase de Suprema Corte amerita esa democracia? Uno puede tener muchas respuestas a estos planteamientos, pero esta semana la Suprema Corte de Justicia optó por desperdiciar al menos una primera oportunidad por establecer definiciones centrales sobre el tipo de democracia que será la mexicana. A través de un amparo, se le solicitó a la Corte que definiera si existen derechos inviolables o si basta un cambio de vientos políticos para que todo el andamiaje constitucional, y la certidumbre que de éste se deriva, se vengan abajo. Son temas de esencia.

La reforma electoral aprobada el año pasado modificó varios de los elementos fundacionales de la democracia mexicana. En contraste con otras naciones que construyeron transiciones integrales hacia la democracia, en nuestro país el proceso fue acotado y desarrollado a regañadientes. Fue acotado porque la lógica que dominó no fue la de la construcción de una nueva forma de gobernarnos, sino la del apaciguamiento de las oposiciones. Es decir, se negoció con un espíritu de otorgamiento de concesiones y no con el ánimo de la construcción de un nuevo estadio político.

Los acuerdos de la década pasada en materia electoral fueron el producto plausible de esas negociaciones. Se construyó un andamiaje institucional para responder al principal reclamo de las oposiciones de entonces: que los procesos electorales eran vergonzosos y no confiables. De ahí que se construyera un conjunto de instituciones en torno a lo que acabó siendo el Instituto Federal Electoral y el Tribunal  Electoral como la esencia de una nueva era en materia electoral. Aquellas reformas le confirieron autonomía a los órganos electorales, certidumbre a los partidos políticos y credibilidad a la población en general. Como resultado de esto, México no entró a la democracia en pleno, pero los mexicanos por fin pudimos estar orgullosos de nuestro sistema electoral y de los resultados que de ahí comenzaron a fluir.

El entorno ha comenzado a cambiar. Como resultado de las reformas del año pasado, atrás quedó la inamovilidad del Consejo del IFE, órgano que pasó a depender, para todo fin práctico, de las veleidades de los partidos políticos. Más grave, como parte de aquellas reformas, se modificó uno de los preceptos básicos de nuestro régimen constitucional: la libertad de expresión.

Como decía antes, la democracia mexicana nació coja porque no se modificó el régimen político en su conjunto, sino que sólo se transformó un componente del sistema, el electoral. De esta manera, persisten no sólo las estructuras e instituciones del viejo régimen, sino sobre todo los criterios que lo caracterizaron: ya no tenemos una presidencia exacerbada, pero los ciudadanos seguimos siendo una parte marginal de la vida política. Ahora mandan actores partidistas, pero su comportamiento es similar al de la presidencia de antaño.

Por eso la pregunta inicial: ¿qué clase de democracia queremos? ¿Queremos una democracia representativa en la que los ciudadanos podamos ver a nuestros diputados y senadores como voces y representantes de nuestros intereses o una democracia dirigida al servicio de los partidos políticos? ¿Queremos una democracia en la que se respeten las reglas del juego o una en la que éstas son modificables según cambien los criterios del legislativo?

Estos temas no son abstractos: al modificarse el régimen de libertad de expresión (baste ver sus absurdos resultados en la forma de censurar los spots por parte del IFE), la reforma electoral trastocó quizá el derecho más fundamental de la libertad humana, el de expresarse. ¿Seguirán ahora modificaciones a las garantías en materia de esclavitud, el voto de la mujer o la libertad religiosa? Quizá suene absurdo, pero el hecho es que hemos entrado en territorio desconocido: es evidente que ninguna libertad es absoluta, pero las restricciones que ya se introdujeron al régimen constitucional son por demás peligrosas y anuncian un camino resbaladizo.

Lo que está de por medio en los amparos que tiene la Suprema Corte frente a sí es fundamental y mucho más grande de lo que los integrantes de la propia Corte parecen haber reconocido. A mi juicio, hay tres elementos medulares que la Corte tiene que contemplar en su propio proceso de decisión. Primero, la gran pregunta es cuál es la función de un Tribunal Constitucional en un régimen democrático. En contraste con las cortes equivalentes de Argentina, España y Estados Unidos, instituciones que se han destacado por asumir funciones transformadoras en materia de derechos ciudadanos y humanos en general en sus respectivas sociedades, nuestra SCJ ha sido más bien complaciente y cada vez más propensa a satisfacer clientelas diversas a través de los medios. La Corte tiene que decidir si se convertirá en el factor que rompe desempates entre los otros poderes y contribuye a construir un régimen democrático integral o sigue siendo un mero tribunal más.

Una segunda definición fundamental es sobre los derechos o garantías fundamentales de los mexicanos. ¿Existen garantías sacrosantas o todas son modificables? Así como se erosionó la garantía de la libertad de expresión, ¿sería posible revertir el voto de la mujer o restituir la institución de la esclavitud? La Corte tiene en su fuero definir si se trata de reglas esenciales, inamovibles, de la interacción social y política en nuestra sociedad.

Finalmente, el tercer elemento que tiene la Corte frente a sí, el que es materia específica del amparo del que yo soy parte, es el de la libertad de expresión. Nuestra denuncia a la no resolución de este amparo no responde a un capricho; obedece a la afectación de libertades para todos los ciudadanos que requieren que instituciones como la SCJ los protejan de la impunidad generalizada. La forma de censurar del IFE ha hecho evidente que existen enormes riesgos a la libertad de expresión y que esos riesgos son iguales para todos los actores políticos y sociales. La Corte tiene que definir si se trata de un derecho fundamental o no; y si decide legitimar la censura política.

Nuestra SCJ se ha dedicado a resolver problemas administrativos. Su indecisión respecto a sus funciones daña no sólo a la democracia sino a su propia estatura en el desarrollo de país. La pregunta es si va a trascender como la gran constructora de nuestro futuro institucional. Hoy tiene la oportunidad de redefinir su naturaleza y asumirse como la institución transformadora del futuro del país. La pregunta de fondo es si se asumirá a sí misma como el Tribunal Constitucional que México necesita o seguirá a la espera del aplauso partidista.

 

Arbitrariedad

Luis Rubio

El Distrito Federal se ha convertido en una de las entidades más arbitrarias y más apartadas de la legalidad del país. No sólo se violan de manera sistemática las leyes y reglamentos que el propio gobierno de la ciudad emite o propicia, sino que se crean mecanismos cada vez más arbitrarios para abusar de la ciudadanía. La discrecionalidad de que gozan todo tipo de funcionarios, empleados y policías de la ciudad se traduce en permanente arbitrariedad. Pobre ejemplo de la entidad más rica y compleja del país para el resto de la nación.

Se podría afirmar que la arbitrariedad es la sangre que corre por las venas de las administraciones de la ciudad. Antes, en la era de las administraciones duras (ej. Uruchurtu), se empleaba para hacer cumplir las disposiciones y reglamentos por cualquier medio. Más recientemente, bajo la noción de que la paz social es el bien superior, se han cometido toda clase de tropelías. Pero nunca nada como el nivel de arbitrariedad que existe en la actualidad.

Del viejo corporativismo priísta y de las organizaciones sociales, políticas y de reivindicación de vivienda que surgen del sismo de 1985, nació el control vertical que hoy ejerce el PRD en la capital del país. El cambio no fue menor. Recuerdo, en mis años de estudiante al inicio de los 70, ver actos políticos y partidistas en los que lo que dominaba eran las pancartas de los sectores del PRI: la CNC, CNOP y CTM. Eso cambiaría de manera radical en las décadas subsecuentes: esas entelequias fueron substituidas por toda clase de organizaciones cuya característica común era la ilegalidad de su origen o actividad. Así, en lugar de sindicatos tradicionales (y corruptos), lo visible son los taxistas piratas, los invasores de predio y los comerciantes informales. Pero lo verdaderamente importante es que cambió la fachada y la naturaleza de las organizaciones, pero no las estructuras corporativistas ni el control político vertical. A partir de que se comenzó a elegir el jefe del DF, el PRD convirtió a las organizaciones corporativistas en una impresionante maquinaria de control.

La combinación de corporativismo, arbitrariedad e ilegalidad (mecanismos que las autoridades del DF consideran normales, naturales y hasta democráticos) es letal para la ciudadanía y para el desarrollo del país. En nombre del pueblo, el corporativismo sirve para controlar a la población, utilizar a las organizaciones sociales para fines partidistas y particulares, bloquear avenidas, realizar plantones, extorsionar comerciantes (igual informales que formales), administrar actividades ilegales y, además, apuntalar y financiar carreras políticas. Ese corporativismo permite el abuso de la población, la construcción de obras inadecuadas e irregulares (como los segundos pisos que no van a ningún lado y cuyo costo sigue siendo secreto), las manifestaciones contra el supuesto fraude del 2006 y hasta la justificación de las irregularidades en la elección interna del PRD. Corporativismo y arbitrariedad son dos caras de una misma moneda.

La discrecionalidad es una facultad necesaria para cualquier autoridad, siempre y cuando existan reglas claras al respecto. Un inspector debe poder diferenciar entre un restaurante que está llevando a cabo obras para asegurar la limpieza en el manejo de los alimentos de uno que se rehúsa a llevarlas a cabo, aunque, en ese instante, ninguno de los dos cumpla la norma. Esa latitud es lógica. Pero lo que tenemos en la capital es arbitrariedad pura. Con facultades discrecionales y, seguramente, un poco de ayuda monetaria, se autoriza la construcción de edificios donde no hay agua o estacionamientos y se pretende construir una mega torre sin atender las implicaciones de esa construcción sobre la zona y el tránsito vehicular. Quizá no hay ejemplo más patente para el ciudadano común y corriente que la pretensión de que la ciudad funciona de maravilla: ¿A quién, si no a la más pura mentalidad arbitraria, se le pudo ocurrir instrumentar un sistema de puntaje para las sanciones de tránsito con los policías y reglamentos que tenemos? ¿Qué no era obvio que eso se convertiría en un nuevo instrumento para la corrupción y abuso?

Más allá del control político, pero de manera inexorablemente vinculada a éste, a partir del sismo y con la elección del jefe de gobierno, el DF ha pasado a ser el epítome del abuso y la arbitrariedad. Los reglamentos de construcción son ampliamente conocidos, pero sólo se aplican cuando no hay mordida de por medio: los innumerables asentamientos irregulares hablan por sí mismos. Como ilustra el sismo mismo, la arbitrariedad ha hecho posibles muchas carreras políticas. La misma arbitrariedad y abuso contra la libertad de los ciudadanos es patente en las redadas de jóvenes en antros y colonias populares, así como la nueva modalidad de retenes en las calles de la ciudad: patrullas obstruyendo el tránsito para supuestamente identificar delincuentes. Hoy hasta los vehículos de turistas de otros países o estados son objeto de esa arbitrariedad tan perniciosa: ¿no que queríamos ser una ciudad ejemplo en servicios turísticos? Todo en nombre del pueblo y al servicio de la corrupción.

El más reciente de los instrumentos de la arbitrariedad es sin duda el llamado a una consulta en materia de petróleo. Al margen de la legalidad o constitucionalidad de semejante iniciativa, es evidente que se trata del uso partidista más flagrante de un instrumento público diseñado para otros propósitos (temas del DF). Siendo el PRD el segundo contingente más grande en el congreso federal, no es posible aceptar que el partido que domina y controla a la ciudad de México carezca de instrumentos para actuar de manera legítima y legal. El problema es que la arbitrariedad es parte inherente al modo de actuar de ese PRD corporativista y abusivo.

Si se tratara meramente de la administración de una ciudad cualquiera, el problema sería menor. Pero por su localización estratégica en términos políticos y mediáticos, los abusos y excesos que emanan del DF tienen consecuencias para el país en su conjunto, toda vez que implican la destrucción cada vez más acelerada de cualquier vestigio de sociedad capaz de resolver sus diferendos de manera institucional. ¡Qué falta nos hace la corriente socialdemócrata y de izquierda moderna en la ciudad y en el país!

En uno de sus momentos estelares, José López Portillo afirmó que él era responsable del timón, más no de la tormenta. Nuestros próceres del PRD en el DF parecen venir de la misma tradición: ellos sólo son responsables de la arbitrariedad e ilegalidad. Las consecuencias son para la población y el país.

 

Impotencia

Luis Rubio

El margen de maniobra del gobierno mexicano era infinito cuando la presidencia tenía control efectivo de los tres poderes. En la medida en que ese control se fue diluyendo, su capacidad de acción y reacción disminuyó. Esa dilución fue resultado de dos buenas razones: la federalización y democratización el poder. Pero el resultado no es encomiable: los recursos se han descentralizado pero sin rendición de cuentas y la capacidad de gobernar prácticamente ha desaparecido. Se trata de un problema estructural: si bien la habilidad del individuo que ocupa la presidencia para emplear los instrumentos que sigue teniendo a su alcance esa oficina influye significativamente en su desempeño, nadie puede ignorar que el país enfrenta riesgos severos, distintos a los de antaño.

En los últimos lustros pasamos de un gobierno todopoderoso a uno enclenque, incapaz de garantizar la seguridad pública, débil frente a actores políticos, económicos y criminales, cada vez más independientes y avezados, y con poca capacidad para encabezar un proceso transformador en materia de desarrollo del país. Como la energía, el poder no desapareció, sólo se transfirió. Y, dado el proceso incompleto de democratización que hemos vivido, esa transferencia no ha producido un sistema de gobierno efectivo, institucionalizado y funcional.

El problema no reside en las personas que han encabezado al gobierno en estos años. Muchos piensan que el gobierno no funciona porque Zedillo era un tecnócrata que no entendía de política, Fox un frívolo que ni intentó gobernar y Calderón una persona que no ha podido con el reto. Más allá del juicio que cada quien haga sobre estos tres individuos, el cargo es simplemente falso. Mientras contó con los controles tradicionales, el presidente Zedillo pudo vencer la crisis económica con que se inauguró su gobierno, empleando todos los recursos que requirió para imponer un severo programa de austeridad sin más. De haberse presentado una crisis como la de 1995 después de 1997 las cosas seguramente habrían sido distintas. Lo que cambió con la democratización del Congreso en 1997 y luego con la derrota del PRI en el 2000, fue la fortaleza intrínseca de la presidencia de la República: dejó de tener capacidad de maniobra.

Las paradojas de nuestra realidad actual son reveladoras. Se ha logrado un mayor equilibrio político pero menos crecimiento económico; hay mayor participación política pero menor representación social; hay mayor libertad pero no mayor legitimidad o respeto a las instituciones; hay una mayor diferenciación política pero no una mayor influencia de la ciudadanía en las decisiones que le afectan. La pérdida de poder de la presidencia ha beneficiado al país en muchos sentidos, sobre todo en la disminución de la propensión al abuso por parte de las autoridades al que la población estaba permanentemente sometida, pero no se ha traducido en un país más fuerte, desarrollado y amable en sus formas de vivir.

La presidencia era fuerte por su asociación con el PRI, que le permitía un control efectivo del país en general. Con la merma de ese poder, su capacidad de acción se ha ido evaporando. En lugar de ese poder desmedido, hemos llegado a un equilibrio inestable que permite la convivencia política y relativamente amplios márgenes de libertad a la sociedad, logros no menores, pero a cambio de una parálisis permanente y enormes riesgos. Dos me parecen particularmente graves: ¿qué pasaría si se presenta una crisis económica como las del pasado no muy distante? O, quizá más grave, ¿cómo actuaría ante un escenario como ese un presidente menos respetuoso de las formas e instituciones que los últimos tres?

En la realidad actual, existe un severo riesgo de que el gobierno no cuente con los instrumentos necesarios para lidiar con una crisis de alta envergadura. En ausencia de los poderes arbitrarios de antaño, la estructura institucional actual simplemente no sirve para gobernar: por ejemplo, no sería posible imponer un programa de austeridad como el de 1995, sin el cual esa crisis habría devastado al país. Cualquiera que haya observado la relación en estos años entre los tres poderes no puede menos que concluir que hay equilibrios, pero no capacidad de acción. Es evidente que la actual estructura gubernamental no sería adecuada para dar respuesta a los retos y desafíos que serían inherentes a una situación de emergencia. La forma en que ha crecido la criminalidad es muestra contundente de esta nueva realidad.

Las instituciones existen para dar certidumbre a la sociedad y a los actores políticos, así como para limitar cualquier exceso y abuso. Paradójicamente, la realidad actual, de instituciones enclenques e inadecuadas, abre la posibilidad de que se abuse de los procesos establecidos y se imponga un régimen autoritario. Es decir, existe un riesgo real de que llegara un presidente menos respetuoso de las estructuras institucionales vigentes, dispuesto a modificar la realidad empleando la fuerza y violencia política para lograr su cometido.

Nada de esto es novedoso. De hecho, ha habido muchas propuestas de reforma institucional, algunas más altruistas que otras, pero la mayoría no ha sido producto de la búsqueda de mejores soluciones estructurales sino de cálculos políticos de corto plazo. Lo que requerimos es una presidencia fuerte en conjunto con una ciudadanía vigilante y vigorosa, combinación absolutamente compatible con la democracia: reglas institucionales inviolables e instrumentos susceptibles de limitar los excesos gubernamentales en manos de la ciudadanía, como son la reelección, la transparencia y la rendición efectiva de cuentas.

Pero vamos en sentido contrario: de la presidencia excesiva pasamos a los mecanismos no institucionales de presión como instrumentos para modificar procesos legalmente constituidos. Ahí está el plantón en Reforma y el Zócalo en 2006 y la toma de la tribuna hace unos meses. Uno se pregunta qué pasaría de llegar al poder un grupo dispuesto a emplear métodos de esta naturaleza. Si uno observa la historia europea de la entre guerra, el escenario no es como para festinarse.

El país requiere una transformación institucional por dos razones: una, porque el gobierno mexicano es cada vez más débil estructuralmente. La otra porque es imperativo construir una fortaleza institucional que haga imposible la materialización de ese escenario alternativo. El verdadero desafío reside en construir una nueva estructura institucional que no se limite a los intereses inmediatos de sus autores. Los españoles lo lograron con su Constitución actual. No veo por qué los mexicanos tengamos que ser menos capaces.

 

Violencia

Luis Rubio

Siempre me ha impresionado el contraste que existe entre el mundo violento del narcotráfico en México (o en Colombia) respecto al que se aprecia en países como Estados Unidos y España. La drogadicción, y todo el aparato logístico que la acompaña, es una característica común a estas naciones y, sin embargo, la violencia es casi solo nuestra. Tanto España como Estados Unidos muestran elevadísimos niveles de consumo de drogas y, aunque muy distintos, mantienen regímenes legales que criminalizan el consumo y tráfico de sustancias ilegales. Es evidente que para que exista el consumo tiene que haber toda una cadena de distribución que hace posible que la droga llegue al usuario final. La pregunta es por qué esa cadena distributiva no viene acompañada del nivel de violencia que nosotros y los colombianos experimentamos.

La respuesta simple es que los narcotraficantes son distintos en cada lugar: son un producto de cada realidad local. En México, un país históricamente muy centralizado con poderes locales fuertes, el narcotráfico adquirió las características que son parte de nuestra realidad política y económica. Así como aquí tenemos grandes empresas que dominan sectores enteros y un sistema electoral que privilegia la existencia de grandes partidos encumbrados y protegidos, las empresas criminales son grandes, de escala nacional y sumamente poderosas. Al mismo tiempo, nuestro sistema policiaco y judicial es débil, con estructuras corruptas, todo lo cual genera oportunidades para que nazcan, crezcan y se reproduzcan organizaciones criminales fuertes, bien armadas, dispuestas a corromper y cooptar, o aniquilar, según sea el caso, a su contraparte gubernamental. En una palabra, las organizaciones de narcotraficantes son un perfecto espejo de nuestra realidad política y policiaca. No menos importante, el narcotráfico beneficia, y a la vez corrompe, a comunidades enteras, lo que facilita su crecimiento, que se torna casi invisible porque nadie lo quiere ver.

En España y EUA, las organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico son muy distintas en estructura y composición, pero no en su objetivo y funcionamiento. Allá, sociedades descentralizadas, no existen grandes cárteles de narcotraficantes, sino muchas organizaciones relativamente pequeñas dedicadas a distribuir la droga en pequeño. Como los millones de pequeñas agrupaciones sociales, políticas y empresariales, las bandas criminales son pequeñas y cubren territorios limitados. En contraste con nosotros, ambas naciones cuentan con estructuras policiacas competentes, bien consolidadas y con amplia capacidad para actuar o, en este caso, acotar, el poder de ese tipo de criminalidad. Aunque fuertes y poderosas en su capacidad para hacer cumplir la ley, las dos naciones son muy distintas en la forma en que cumplen su cometido. Los americanos tienen una visión moralista de la criminalidad y han llenado sus cárceles de millones de consumidores y narcotraficantes, todos ellos de escala relativamente modesta. Los españoles, más civilizados, persiguen a los distribuidores de manera implacable, pero suelen ser benevolentes con los consumidores.

El hecho es que la violencia originada por el narcotráfico en México es una consecuencia de la impunidad y corrupción que es endémica a todos niveles: desde los policías de crucero y jueces de distrito hasta gobernadores y funcionarios del más alto nivel. El gobierno actual se inició con una estrategia de combate frontal al narcotráfico a pesar de las debilidades estructurales del sistema policiaco y judicial. Lo hizo por muy buenas razones: porque esos cárteles habían comenzado a poner en entredicho la viabilidad del gobierno como presencia política, legal y territorial en el país, es decir, porque no había alternativa.

Mucho se discute sobre si la estrategia seguida por el gobierno es la idónea y sobre su probabilidad de éxito. El gobierno argumenta, con razón desde mi perspectiva, que los narcotraficantes y criminales habían llegado a tener presencia tan profunda y dominante en tantos espacios territoriales del país que de no contenerlos y replegarlos el país estaba a punto de balcanizarse. Al mismo tiempo, insiste el gobierno, la violencia es producto en buena medida del hecho de que su estrategia ha minado la integridad de los cárteles. Como prueba de lo anterior ofrece dos evidencias: una, que al extraditar a los líderes de los cárteles forzó a una lucha intestina dentro de esas organizaciones. La otra, que a pesar de tanta violencia, prácticamente ningún ciudadano común y corriente ha sufrido el embate. Es decir, que los muertos son mayoritariamente narcotraficantes y, en menor medida, policías.

El argumento gubernamental es plausible, pero el tema relevante no es si el argumento es bueno sino si es posible que su estrategia sea exitosa. La respuesta a esa interrogante depende del rasero que se tome como medida. En sentido genérico, mientras siga habiendo demanda de drogas seguirá habiendo oferta y personas dispuestas a participar en el negocio. En ese sentido, como ilustran EUA y España, la pregunta relevante no es sobre los cárteles de las drogas sino sobre los prospectos de la violencia que hemos presenciado. Dado que la causa de que exista tanta violencia tiene que ver con circunstancias estructurales (el tamaño y naturaleza de los cárteles y la debilidad estructural del aparato policiaco y judicial), la respuesta que como sociedad demos a esta interrogante va a decirnos mucho sobre los prospectos del país, porque un país con esas debilidades también es un país incapaz de lograr un crecimiento económico sostenido.

Además, nuestras debilidades como sociedad son formidables no sólo en los ámbitos policiaco y judicial, sino también en la creciente erosión del tejido social y en la ausencia de un sentido del bien y el mal, que requieren atención urgente. Mucho se ganaría adicionando una fuerte dosis de prevención que impida retornar al mundo de impunidad en que México se había convertido.

El tiempo dirá si la estrategia adoptada es exitosa, pero parece evidente que sus componentes son los adecuados: sobre todo fortalecer a las policías federal y locales, recuperar territorios, mantener un asedio constante de los narcotraficantes, atacar las fuentes de rentabilidad del negocio de las drogas y comenzar el lento proceso de construcción institucional. En este contexto, es patético observar la falta de apoyo y compromiso del resto del aparato político al objetivo presidencial. Gane o pierda el presidente, es el país el que se beneficiará o sufrirá las consecuencias en las décadas venideras.

 

…y, al vino, vino

Luis Rubio

Nada ha cambiado desde los setenta en que se evidenció una disputa por el futuro de la nación. Desde entonces tenemos un país profundamente dividido en su visión de futuro, desde entonces vienen chocando dos visiones encontradas: la de los nacionalistas estatistas y la de los modernizadores. Cada una tiene sus raíces en nuestra historia y ambas pregonan soluciones definitivas, pero su enfoque y objetivos son radicalmente distintos. La tragedia es que estamos en el mismo lugar treinta años después. Hemos desperdiciado tres décadas sin poder resolver esta disputa, que ahora se manifiesta en el tema del petróleo.

Las dos posturas que se disputan la primacía en el debate actual reflejan dos visiones del mundo, dos expectativas sobre el futuro y dos momentos del poder político. El discurso dogmático de los nacionalistas estatistas que enarbola una parte de los perredistas y del de los priístas deriva su inspiración en el acto expropiatorio de 1938 y justifica su postura en la lectura, como si fuera un texto sagrado y no un documento vivo, de la Constitución de 1917. Desde esa perspectiva, el petróleo no puede entenderse como una mercancía sino como una fuente de soberanía, un elemento central de la mexicanidad. Esa visión se traduce en dos propuestas concretas: una, que no es posible modificar legislación alguna porque se trata de algo que está por encima de la acción humana. La otra, que sólo el gobierno tiene, y debe tener, la facultad para explotar el recurso y decidir sobre el conjunto de la industria (y, de hecho, sobre el desarrollo del país). Cualquier avezado lector de la realidad de inmediato encontrará una obvia contradicción entre esta postura política y considerar al gobierno de la República como ilegítimo.

La postura que presenta el gobierno y que, de acuerdo a las encuestas, al menos en sus grandes líneas, representa a una franja amplia de la sociedad, entiende al petróleo como un recurso soberano pero también como un instrumento para el desarrollo. Es decir, reconoce la historia y la centralidad de la soberanía sobre los recursos del subsuelo, pero ve al petróleo como un recurso finito, cuya importancia es susceptible al cambio tecnológico, y, sobre todo, lo ve como un medio para lograr el desarrollo económico como objetivo, y no como un fin en sí mismo. La propuesta que ha presentado el gobierno no es de avanzada; si uno observa el contexto mundial, donde hay jugadores que se han tornado en formidables competidores como Petrobras, la iniciativa presentada por el gobierno es sumamente modesta. Una verdadera propuesta modernizadora estaría buscando colocar a PEMEX por encima de la empresa brasileña en tamaño y productividad.

A vuelo de pájaro, mientras que quienes enarbolan la postura estatista pugnan por la inmovilidad, los que abogan por la apertura vinculan el desarrollo del recurso al desarrollo económico. Los primeros no tienen prisa, aparentemente porque suponen que el petróleo seguirá siendo igual de importante en cien años. Los segundos observan la forma en que evoluciona la tecnología y temen que el recurso pierda valor en el curso del tiempo. Ciertamente, a la luz de los extraordinarios precios del barril de petróleo en la actualidad, hoy parece difícil creer que éste pueda disminuir. Sin embargo, no es necesario ir muy atrás en la historia para observar que, como todas las mercancías, los precios fluctúan y el ciclo petrolero tarde o temprano impondrá una dinámica distinta en ese precio. A esos precios es rentable explotar recursos petroleros menos accesibles así como desarrollar substitutos, lo que elevará la oferta y, con ello, disminuirá el precio. Cuando eso suceda, la dinámica de los mercados será distinta.

Pero la disputa sobre la política energética no se agota en la retórica y en la especulación sobre el precio. Detrás de la retórica existe un profundo pragmatismo apenas disfrazado. Ambas perspectivas conciben al petróleo como instrumento, pero ese instrumento es radicalmente distinto. En el planteamiento estatista, al petróleo se le concibe como un instrumento de poder en manos del gobierno, para lo cual demanda absoluta discrecionalidad, es decir, un gobierno todopoderoso capaz de emplear el recurso, y los fondos que éste traiga consigo, sin tener que dar explicaciones o rendirle cuentas a nadie. Detrás de la retórica casi religiosa de la soberanía petrolera se oculta un absoluto pragmatismo donde el recurso debe quedar en manos del gobierno, presumiblemente de un futuro gobierno estatista, mismo que tendría todas las facultades para utilizar los fondos que éste produce de acuerdo a su proyecto de nación. Así, la visión estatista propugna por la restauración del viejo poder presidencial con el petróleo como fuente de financiamiento.

El planteamiento modernizador es igualmente pragmático pero se inscribe en una visión muy distinta del papel del gobierno en la sociedad y en el desarrollo económico. El petróleo no es del gobierno para explotarlo al antojo del presidente en turno sino un recurso, un instrumento, que debe ser explotado de manera racional. Para esto se deben utilizar mecanismos de mercado que determinen el ritmo óptimo de extracción y que combinen las virtudes de la eficiencia que trae consigo la competencia entre distintas empresas en un mismo mercado con la propiedad gubernamental del recurso mismo. La visión modernizadora viene de la mano de la descentralización del poder.

La visión estatista nacionalista fracasó en 1982 porque la concentración del poder llevó a excesos y abusos como le pasa a todo exceso. La visión de mercado nunca se ha materializado porque el gobierno, incluyendo los supuestamente reformistas de los ochenta y noventa, jamás creó las condiciones para que operaran los mecanismos de una verdadera economía de mercado en el país. Los críticos de las privatizaciones tienen razón cuando argumentan que tan malos son los monopolios públicos como los privados y que las privatizaciones poco transparentes acabaron creando mercados protegidos, claramente oligopólicos que resultaron más onerosos para la población. Los erróneos criterios bajo los cuales se llevaron a cabo esas privatizaciones (bancos, carreteras, comunicaciones) operan en sentido contrario al mercado, lo que hace difícil la venta de una visión de eficiencia y desarrollo acelerado.

Lo probable es que sigamos en el mundo del hacer creer donde habrá algunos cambios que aceleren la explotación del recurso, pero no los cambios necesarios para cancelar la opacidad en la asignación de la renta petrolera. Nuestra triste tradición en pleno.

 

Ellos y nosotros

Luis Rubio

La elección presidencial estadounidense ha cobrado formas inesperadas que, inexorablemente, nos impactarán. La elección ocurre en un contexto económico desfavorable en el que, indirectamente, somos protagonistas, sin que eso nos confiera capacidad alguna de afectar el proceso o su resultado. Parafraseando a Trotsky en otro contexto, el mexicano promedio puede no estar muy interesado en la elección estadounidense, pero esa elección está muy interesada en él. Es tiempo de prepararnos para los escenarios que de ahí pudieran emerger.

Más allá de lo que lo que ocurre en Estados Unidos y de cómo factores como los migrantes mexicanos o el comercio bilateral han contribuido a la dinámica del momento electoral, no hay país en el mundo que tenga una estructura tan formidable de presencia política y consular en Estados Unidos como México (con virtuales embajadores en casi todos los estados de esa nación). Un ex embajador canadiense en Washington con frecuencia me comenta su incomprensión ante nuestra incapacidad para convertir esa estructura en capacidad de influencia. La ironía es que México y lo mexicano son temas fundamentales de la dinámica política actual pero, como no somos factor de poder, nos utilizan como el chivo expiatorio más natural.

Tres son los temas centrales: el contexto económico y socio político; la elección misma y sus avatares específicos; y las consecuencias que ambos procesos y circunstancias entrañan para nosotros.

Vayamos por partes. Ante todo, el contexto en el que tiene lugar esta contienda electoral es altamente inusual. No es la primera vez que una elección tiene lugar en momentos de dificultad. Lo que es relativamente nuevo, es el efecto de la globalización en el proceso político. En primer lugar, los americanos están enfrentando la complejidad de la globalización en el plano económico en la forma de una inmisericorde competencia vía importaciones, adquisiciones de activos importantes por parte de extranjeros, especialmente de los llamados fondos soberanos, propiedad de gobiernos, no de empresas, y en el enorme número de inmigrantes, sobre todo ilegales y particularmente mexicanos. En segundo lugar, los ataques terroristas de hace siete años trajeron, por primera vez en su historia, conflictos externos y distantes a su territorio continental. Ese hecho cambió la dinámica ejecutivo-legislativo, la presidencia asumió poderes extraordinarios y, para un país cuya historia se origina en una revolución contra el gobierno, al que se ve con suspicacia, un enorme fortalecimiento del gobierno respecto a la sociedad.

Finalmente, y de particular trascendencia para nosotros, los dos temas más álgidos del contencioso debate actual el comercio y la migración- han sido adoptados, uno por cada uno de los partidos políticos, como lo medular de la agenda política que viene. Los Republicanos han hecho de la migración el corazón de su propuesta para enfrentar el desafío global que enfrenta su país; los Demócratas han enarbolado la protección de su economía respecto de las importaciones como el meollo de su plataforma. De esta manera, sea cual fuere el resultado de la elección, tenemos frente a nosotros tiempos complicados.

Por lo que toca a la elección misma, dado el desprestigio en que ha caído el presidente Bush, todo indicaba que ésta sería la gran oportunidad de los Demócratas. En la expresión estadounidense, ésta era una elección ganada de antemano. Pero, como todos hemos podido observar, los Demócratas no han sido particularmente diestros en asir la oportunidad y se han consumido en una contienda interna particularmente virulenta. No sobra decir, otra vez, que mucha de esa virulencia se refiere a temas que son de nuestra incumbencia y de los que somos, directa o indirectamente, protagonistas. De esta forma, mientras que el candidato Republicano John McCain avanza viento en popa hacia su nominación y está armando su estrategia de campaña con todo el tiempo para nominar a su compañero o compañera de fórmula (tema central dada su edad y los distintos componentes de su base política), los Demócratas apenas están concluyendo un proceso de nominación malogrado. Con todo, no hay que perder de vista el hecho que ha habido casi tres votantes Demócratas en las primarias de ese partido por cada Republicano, lo que sugiere que esa base política está mucho más activa y politizada. La forma en que concluya la nominación del candidato Demócrata y la persona que acabe siendo nominada como compañero de fórmula de McCain seguramente decidirán la elección.

Independientemente del resultado de la elección, dos cosas son seguras. Una, se espera una verdadera vorágine legislativa a partir del próximo enero. Todos los estudiosos y practicantes anticipan grandes iniciativas en materia de regulación, relaciones ejecutivo-legislativo y de promoción económica. Independientemente de quien gane, Estados Unidos ha experimentado grandes cambios de facto en su realidad económica y política en estos años y todo mundo quiere legislar al respecto. Desde luego, tanto el sentido de esa legislación como sus ejes medulares van a depender del resultado del voto.

Y ahí es donde entramos nosotros. Por un lado, los mexicanos residentes en EUA son un tema central del debate pero, como no están organizados, no existen políticamente; y al no existir (y, central en este momento, al no votar) nadie los toma en cuenta. Por otro lado, nuestro formidable aparato consular en ese país está volcado hacia la atención a los mexicanos residentes allá. Es decir, se trata de dos submundos mexicanos en otro país. De esta forma, para ponerlo de manera directa, tenemos dos inmensos activos potenciales que no existen en la realidad política. En lugar de fortalecerlos y convertirlos en fuente de influencia como sugiere mi amigo canadiense, nuestros prejuicios nos llevan a no inmiscuirnos en lo que es legítimo allá, mientras que dedicamos ingentes esfuerzos a ponerle pimienta debajo de la nariz al Tío Sam en la forma de un lugar en el Consejo de Seguridad de la ONU. Paradojas de la vida.

Tanto en materia migratoria como comercial, los americanos están avanzando en direcciones potencialmente muy perniciosas para nosotros (y, sin duda, para ellos). Pero no debemos perdernos en la racionalidad de esas iniciativas, pues ambas son políticas, no económicas. Lo crucial es que, gane quien gane, vienen tiempos aciagos y no estamos preparados para las contingencias. Nuestra incapacidad para utilizar nuestros activos allá hace imposible hacer valer nuestra perspectiva en los dos temas más delicados de la relación bilateral y eso, más que la elección misma, es lo que debería concentrar toda nuestra atención.

 

Capital Humano

Luis Rubio

No hay nada más fundamental para el desarrollo del país y de las personas que el capital con que éstas cuentan. Ese capital, lo que los técnicos llaman capital humano, es la suma de habilidades y conocimientos con que cuenta cada individuo y que le permite actuar, desarrollarse y enfrentar los retos de la vida. El hombre de la era paleolítica requería habilidades que le permitieran cazar para alimentar a su familia. El ser humano de la era de la globalización y la tecnología de la información requiere habilidades muy sofisticadas que comienzan con el lenguaje, las matemáticas y la capacidad de resolver problemas. El hombre primitivo no requería de la educación formal; el ser humano de hoy no puede ser exitoso si no cuenta con una educación excepcional. Es en este contexto que la reforma educativa anunciada esta semana adquiere una extraordinaria trascendencia.

El éxito del hombre primitivo que vivía de la caza dependía mayoritariamente de su fuerza física. Aunque el mundo evolucionó de muchas maneras entre la era paleolítica y la era industrial, las habilidades esenciales que requería una persona para funcionar no eran del todo distintas. La fuerza física siguió siendo central para la actividad del obrero de la era industrial: aunque tenía que seguir instrucciones o entender procesos, lo medular de su actividad, como para el cazador de milenios antes, era física: embonar partes, ensamblar aparatos, mover manivelas, emplear herramientas. En este sentido simplista, la vida del ser humano no cambió mucho en siglos o milenios.

La educación formal adquirió importancia en la medida en que se fue reconociendo que las personas requerían habilidades y conocimientos para poder funcionar en la vida. Así nació la escuela que hoy conocemos como una actividad formal en la que todos pasamos nuestra niñez y adolescencia. Pero esa educación enfatizaba las disciplinas y habilidades del mundo de la era industrial en donde lo importante era entender procesos y seguir instrucciones.

El mundo de hoy ha cambiado de tal manera que esa vieja forma de educar ya no responde a las necesidades de la vida actual. Hoy en día el éxito de las personas ya no depende de su capacidad para trabajar en una línea de producción, característica típica de la era industrial, sino de crear ideas, inventar procesos o desarrollar nuevas tecnologías. La era de la información, esa que tiene que ver con cosas tan diversas como Internet, el cine, las computadoras, la logística, las marcas y otros servicios, no requiere de manivelas o bandas sin fin, sino de personas que emplean sus habilidades para desarrollar personajes, comunicarse, modificar un código de software o saber vender mejor un producto.

En esta era de la información y los servicios, lo que agrega valor y lo que deja dinero en la forma de mejores empleos y mayores ingresos- es todo aquello que está alrededor de la producción de bienes industriales o agrícolas. Es decir, a diferencia de la era agrícola o industrial en las que la productividad dependía de la velocidad con que se producía un bien o los ahorros que se logran en el uso de los insumos, en la era de la información lo central, el verdadero valor agregado, está en la tecnología que permite elevar la productividad de los proceso industriales, en la búsqueda de nuevas formas de producir, en el desarrollo de nuevos productos (por ejemplo, a través de la biotecnología).

En este contexto, la educación adquiere una dimensión trascendental, superior a la de cualquier época anterior. La educación se torna en la piedra angular del desarrollo de las personas, en el factor que hace posible o imposible- que las personas desarrollen las capacidades apropiadas para enfrentar con éxito los retos de nuestra era. Y es por eso que la reforma anunciada esta semana es trascendental.

El sistema educativo mexicano fue diseñado y orientado a las disciplinas de la era industrial y toda su estructura y modo de funcionamiento dependía de los intereses del sindicato. La suma de un inadecuado proyecto educativo y de un sindicato dedicado a controlar a los agremiados en lugar de promover el desarrollo de las capacidades de los educandos nos había colocado en una posición de inmovilidad e incapacidad para ser exitosos, como personas y como país, en la era de la información en que hoy vivimos. El mundo cambiaba y nosotros, gracias a este peculiar arreglo político-institucional, seguíamos atados al pasado.

Es en este marco que hay que apreciar la trascendencia del acuerdo logrado por el gobierno con el sindicato de maestros esta semana. El acuerdo anunciado entraña cuatro cambios radicales: en primer lugar, en franco contraste con el pasado, se hace depender el aumento del salario de los maestros del desempeño del alumno. Es decir, con este acuerdo, los maestros ya no elevarán su salario por la fuerza de su poder monopólico, sino a partir de los resultados que arrojen exámenes estandarizados. El maestro tendrá ahora un interés fundamental en asegurar que el alumno mejore en su desempeño, pues de otra manera no podrá mejorar su propio ingreso.

Un segundo componente del arreglo consiste en que la llamada carrera magisterial, el proceso de actualización y desarrollo de los maestros, se fundamentará en el aprendizaje y actualización en ciencias, lenguaje y matemáticas y tendrá lugar en las mejores universidades del país. Los maestros serán evaluados y ya no será el sindicato quien ofrezca los cursos o determine los resultados. Todo queda enfocado al desempeño de los alumnos.

En tercer lugar, quizá el tema más trascendente en términos políticos, las plazas de profesores serán decididas por medio de concursos de oposición y ya no en la forma tradicional, por los mecanismos de control sindical.

En el corazón de esta reforma se encuentra un sistema de evaluación estandarizada que permitirá conocer el desempeño de los alumnos en todo el país de una manera objetiva e independiente. Los padres de familia podrán saber cómo va la escuela de sus hijos en comparación con las demás y las autoridades educativas y los maestros podrán saber qué escuelas avanzan y cuales retroceden, qué sistemas de organización arrojan mejores resultados y, en una palabra, dónde y cómo se contribuye mejor al desarrollo del capital de nuestros niños.

Aunque probablemente tomará años en poder apreciar el resultado de este acuerdo, el país dio una vuelta extraordinaria esta semana. El gobierno está retomando su autoridad en un tema central para el desarrollo y lo que parecía imposible comenzó a pasar. De consolidarse, ésta podría ser la reforma más trascendente de esta generación.

 

Censura

Luis Rubio

¿Dónde termina la libertad de expresión? ¿Dónde comienza la censura? Desafortunadamente, esta cuestión se ha vuelto una impostergable interrogante en nuestra realidad política y legal. Hasta hace no muchos meses, la discusión pública enfatizaba el lado de la libertad en este binomio; súbitamente, el eje de la prioridad política cambió y ahora es la censura el factor dominante en el accionar político. Y cuando eso pasa, la libertad comienza a sufrir.

Los hechos no dejan duda: la intención de la ley aprobada el año pasado era la de conferirle a los partidos políticos el monopolio de la propaganda y los mensajes políticos. Es decir, se buscaba acotar a la ciudadanía y limitar su capacidad para expresarse sobre temas políticos en el foro público. Los partidos y sus bancadas en el congreso decidieron otorgarse a sí mismos el monopolio de la política y de la expresión pública.

Supuestamente, ese control se limitaría a los periodos de campaña. Sin embargo, como hemos podido observar en los casos de dos anuncios, uno por parte del FAP y otro de un grupo presuntamente ligado al PAN, la interpretación que ha adoptado el nuevo órgano censor, el otrora Instituto Federal Electoral, es que se trata de violaciones a la ley porque no son partidos quienes patrocinaron esos mensajes. Una interpretación tan vasta y abusiva no hace sino establecer un nuevo patrón para el funcionamiento de las libertades políticas y ciertamente no para bien.

El punto de discusión no tiene que ver con el contenido de los anuncios, mensajes o comerciales. Estos pueden ser de un color o de otro, de buen gusto o de mal gusto. El meollo de la discusión es el de la libertad de los ciudadanos a manifestarse en el ágora pública así sea para decir barbaridades, enviar mensajes odiosos o presentar una visión absolutamente sesgada del mundo. La ciudadanía debe tener el pleno derecho de expresarse por el vehículo que prefiera. Desde luego, si alguien, como resultado de algún mensaje, se siente injuriado u ofendido, tendrá siempre la posibilidad de demandar al agraviante por difamación. Una limitante de esta naturaleza permite compatibilizar dos objetivos indispensables en cualquier sociedad: el de la libertad de expresión y el del derecho a no ser difamado.

Pero esa no es la forma en que están evolucionando las decisiones en esta materia. En lugar de acudir a tribunales, las partes que se consideran agraviadas están recurriendo al IFE, entidad a la que han decidido convertir en censor oficial. Ante una situación como ésta, la pregunta relevante es qué sigue. ¿Qué otras libertades se pretenderán coartar? ¿Qué otros ámbitos de la vida pública comenzarán a ser objeto de censura?

Estas interrogantes no son ociosas. Aunque la ley hace una distinción implícita entre medios electrónicos y medios impresos, en términos conceptuales no existe diferencia alguna entre un mensaje político que aparece en un medio electrónico y un artículo de opinión o un desplegado pagado. Si la entidad censora decide interpretar la ley de manera tan amplia que cualquier comercial político o spot puede ser materia de censura, entonces los mexicanos estamos fritos como dice la expresión popular. Y nadie debería tener tanto poder.

Llevando el argumento al absurdo, un político tiene hoy un incentivo infinito para exacerbar el ánimo popular, movilizar a la población, incitar a la violencia e impedir que funcionen las instituciones, pues sabe, primero, que nadie le va a impedir su derecho a manifestarse públicamente. Pero, segundo y no menos importante, ese político puede actuar con absoluta impunidad a sabiendas de que, en el futuro, sobre todo si decide competir por un puesto de elección popular, nadie podrá emplear esas imágenes, argumentos o ejemplos porque eso constituiría una infracción a la ley. Cualquier semejanza con la realidad cotidiana debe entenderse como casual, pero no deja de ser ilustrativo de la mentalidad que llevó a limitar la libertad de expresión.

Como tantas monstruosidades legales y políticas en la historia del mundo, su origen tiende a ser bien intencionado y hasta comprensible. Se legisla algún proceso o cambio para atemperar los ánimos, disminuir tensiones o favorecer a algún jugador, todo lo cual tiene explicaciones coyunturales que sirven de justificación. Pero las cosas evolucionan de formas extrañas. Una vez que existe una ley, los responsables de interpretarla y hacerla cumplir emplean sus propios prejuicios y sesgos, que en muchas ocasiones no coinciden con el espíritu del legislador. No menos relevante es la interpretación que hacen otros actores políticos y que luego emplean para utilizar la ley para fines distintos a los que se pretendía en el origen.

Desde la perspectiva de los políticos, es lógico querer controlar a los medios de comunicación, pues eso hace más simple su trabajo y facilita su desempeño con impunidad. En ausencia de crítica, opinión o incluso relatoría, el trabajo de los políticos deja de ser tema de discusión pública. Pero hay dos problemas con ese razonamiento: uno es que esos políticos no son ciudadanos como cualquier otro, sino representantes de la ciudadanía de manera directa (si ostentan un cargo de elección) o sus empleados si son sostenidos con los impuestos que paga dicha ciudadanía. El otro problema con ese razonamiento es que ese es el camino más rápido de un país al infierno.

Todas estas falibilidades naturales del ser humano son la razón por la cual una sociedad tras otra ha evitado normar o regular la libertad de expresión. Tarde o temprano aparece algún actor al que le importa un bledo el espíritu supuestamente altruista de una ley y comienza a tergiversar el espíritu que la inspiró para ganar terreno con fines no siempre loables. Y ese es el escenario en que se encuentra la sociedad mexicana en la actualidad.

La libertad de expresión no es un valor absoluto pues, en el ejemplo proverbial, uno no puede gritar fuego en un cine lleno de gente sin justificación, pero la censura es sin duda un valor negativo que carcome a las sociedades hasta destruirlas. Por esta razón, es imperativo que la Suprema Corte de Justicia revise con detenimiento los amparos en contra de las restricciones a la libertad de expresión incorporadas al Artículo 41 de la Constitución en el contexto de la reforma electoral del año pasado. Esas restricciones constituyen una afrenta a la ciudadanía y al desarrollo democrático del país porque limitan las libertades y abren la puerta a un mundo de censura y control que los mexicanos no queremos volver a vivir. Es preferible un entorno político contencioso que uno con libertades crecientemente acotadas.