Violencia

Luis Rubio

Siempre me ha impresionado el contraste que existe entre el mundo violento del narcotráfico en México (o en Colombia) respecto al que se aprecia en países como Estados Unidos y España. La drogadicción, y todo el aparato logístico que la acompaña, es una característica común a estas naciones y, sin embargo, la violencia es casi solo nuestra. Tanto España como Estados Unidos muestran elevadísimos niveles de consumo de drogas y, aunque muy distintos, mantienen regímenes legales que criminalizan el consumo y tráfico de sustancias ilegales. Es evidente que para que exista el consumo tiene que haber toda una cadena de distribución que hace posible que la droga llegue al usuario final. La pregunta es por qué esa cadena distributiva no viene acompañada del nivel de violencia que nosotros y los colombianos experimentamos.

La respuesta simple es que los narcotraficantes son distintos en cada lugar: son un producto de cada realidad local. En México, un país históricamente muy centralizado con poderes locales fuertes, el narcotráfico adquirió las características que son parte de nuestra realidad política y económica. Así como aquí tenemos grandes empresas que dominan sectores enteros y un sistema electoral que privilegia la existencia de grandes partidos encumbrados y protegidos, las empresas criminales son grandes, de escala nacional y sumamente poderosas. Al mismo tiempo, nuestro sistema policiaco y judicial es débil, con estructuras corruptas, todo lo cual genera oportunidades para que nazcan, crezcan y se reproduzcan organizaciones criminales fuertes, bien armadas, dispuestas a corromper y cooptar, o aniquilar, según sea el caso, a su contraparte gubernamental. En una palabra, las organizaciones de narcotraficantes son un perfecto espejo de nuestra realidad política y policiaca. No menos importante, el narcotráfico beneficia, y a la vez corrompe, a comunidades enteras, lo que facilita su crecimiento, que se torna casi invisible porque nadie lo quiere ver.

En España y EUA, las organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico son muy distintas en estructura y composición, pero no en su objetivo y funcionamiento. Allá, sociedades descentralizadas, no existen grandes cárteles de narcotraficantes, sino muchas organizaciones relativamente pequeñas dedicadas a distribuir la droga en pequeño. Como los millones de pequeñas agrupaciones sociales, políticas y empresariales, las bandas criminales son pequeñas y cubren territorios limitados. En contraste con nosotros, ambas naciones cuentan con estructuras policiacas competentes, bien consolidadas y con amplia capacidad para actuar o, en este caso, acotar, el poder de ese tipo de criminalidad. Aunque fuertes y poderosas en su capacidad para hacer cumplir la ley, las dos naciones son muy distintas en la forma en que cumplen su cometido. Los americanos tienen una visión moralista de la criminalidad y han llenado sus cárceles de millones de consumidores y narcotraficantes, todos ellos de escala relativamente modesta. Los españoles, más civilizados, persiguen a los distribuidores de manera implacable, pero suelen ser benevolentes con los consumidores.

El hecho es que la violencia originada por el narcotráfico en México es una consecuencia de la impunidad y corrupción que es endémica a todos niveles: desde los policías de crucero y jueces de distrito hasta gobernadores y funcionarios del más alto nivel. El gobierno actual se inició con una estrategia de combate frontal al narcotráfico a pesar de las debilidades estructurales del sistema policiaco y judicial. Lo hizo por muy buenas razones: porque esos cárteles habían comenzado a poner en entredicho la viabilidad del gobierno como presencia política, legal y territorial en el país, es decir, porque no había alternativa.

Mucho se discute sobre si la estrategia seguida por el gobierno es la idónea y sobre su probabilidad de éxito. El gobierno argumenta, con razón desde mi perspectiva, que los narcotraficantes y criminales habían llegado a tener presencia tan profunda y dominante en tantos espacios territoriales del país que de no contenerlos y replegarlos el país estaba a punto de balcanizarse. Al mismo tiempo, insiste el gobierno, la violencia es producto en buena medida del hecho de que su estrategia ha minado la integridad de los cárteles. Como prueba de lo anterior ofrece dos evidencias: una, que al extraditar a los líderes de los cárteles forzó a una lucha intestina dentro de esas organizaciones. La otra, que a pesar de tanta violencia, prácticamente ningún ciudadano común y corriente ha sufrido el embate. Es decir, que los muertos son mayoritariamente narcotraficantes y, en menor medida, policías.

El argumento gubernamental es plausible, pero el tema relevante no es si el argumento es bueno sino si es posible que su estrategia sea exitosa. La respuesta a esa interrogante depende del rasero que se tome como medida. En sentido genérico, mientras siga habiendo demanda de drogas seguirá habiendo oferta y personas dispuestas a participar en el negocio. En ese sentido, como ilustran EUA y España, la pregunta relevante no es sobre los cárteles de las drogas sino sobre los prospectos de la violencia que hemos presenciado. Dado que la causa de que exista tanta violencia tiene que ver con circunstancias estructurales (el tamaño y naturaleza de los cárteles y la debilidad estructural del aparato policiaco y judicial), la respuesta que como sociedad demos a esta interrogante va a decirnos mucho sobre los prospectos del país, porque un país con esas debilidades también es un país incapaz de lograr un crecimiento económico sostenido.

Además, nuestras debilidades como sociedad son formidables no sólo en los ámbitos policiaco y judicial, sino también en la creciente erosión del tejido social y en la ausencia de un sentido del bien y el mal, que requieren atención urgente. Mucho se ganaría adicionando una fuerte dosis de prevención que impida retornar al mundo de impunidad en que México se había convertido.

El tiempo dirá si la estrategia adoptada es exitosa, pero parece evidente que sus componentes son los adecuados: sobre todo fortalecer a las policías federal y locales, recuperar territorios, mantener un asedio constante de los narcotraficantes, atacar las fuentes de rentabilidad del negocio de las drogas y comenzar el lento proceso de construcción institucional. En este contexto, es patético observar la falta de apoyo y compromiso del resto del aparato político al objetivo presidencial. Gane o pierda el presidente, es el país el que se beneficiará o sufrirá las consecuencias en las décadas venideras.