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Abuso estructural

Luis Rubio

Nunca falla. Así como amanece cada mañana, al inicio de cada gubernatura o presidencia municipal comienzan los reclamos por la deuda excesiva que acumuló la administración anterior. La escena es típica: llega el nuevo gobernante con enormes planes y proyectos, sólo para encontrarse con que no hay ni un peso en las arcas y, peor, que los recursos que recibe la entidad fueron hipotecados por sus predecesores. Este problema estructural no se va a resolver mientras no cambien las condiciones que lo crean.

La perenne discusión me recuerda una leyenda hindú que alguna vez leí. Según ésta, aparentemente descifrada a partir de una fotografía de la deidad Krishna jugando ajedrez contra el rey local Radha, el rey tenía una propensión a desafiar a sus visitantes a jugar una partida del juego. Un día se apersonó un sabio viajero que aceptó el reto, modestamente pidiéndole al rey unos cuantos granos de arroz en caso de ganar: un grano en el primer cuadro y luego duplicar el número de granos de un cuadro al siguiente, hasta completar la mesa. El rey perdió y ordenó que se le pagara al sabio de la manera convenida y fue entonces cuando se percató que le habían tendido una trampa. Lo que el sabio le había pedido era un crecimiento exponencial de granos de arroz que, para el sesentaicuatroavo cuadrante, representaba 210 billones de toneladas de arroz. O sea, el consumo de media humanidad por algunos siglos…

Grandes o pequeñas, las deudas estatales y municipales son resultado de una estructura que premia el hoy y el ahora a costa del futuro. Peor, premia al primer gobernante local que tuvo la oportunidad de endeudar a su entidad, para usualmente dispendiarlo en las formas más improductivas. Vayamos por partes.

El crédito sirve para realizar obras que beneficien a la población. En teoría, esas obras permitirían mejores niveles de vida, atraer inversiones y, por lo tanto, empleos. Al igual que un empresario que le pide un préstamo al banco para ampliar su planta productiva, el gobierno de un estado busca construir hoy una obra que sirva en el futuro. Sin embargo, en contraste con la empresa, cuyo crédito se pagaría con la producción adicional que generara la ampliación, la obra pública –si se hace bien- tiene tiempos de maduración muy largos y, en la mayoría de los casos, no genera ingresos directos. Es decir, aún si está bien concebido el proyecto, el crédito a un estado o  municipio depende de los ingresos que obtiene la entidad por impuestos o por transferencias que no están relacionados con la obra misma.

En los últimos años, los estados descubrieron nuevos instrumentos para obtener recursos, todos ellos atados a ingresos futuros derivados de esas dos fuentes. Así, innumerables estados tienen comprometidos esos recursos por las próximas tres generaciones. Es decir, obtuvieron recursos hoy que se pagarán con el producto de impuestos y transferencias en las siguientes décadas. El primer gobernador o presidente municipal que se endeuda goza del beneficio; todos los demás y, por supuesto, los habitantes de la localidad, sufren las consecuencias.

El primer problema estructural se deriva del hecho que un gobernador pueda incurrir en semejante atropello. Independientemente de lo meritorio de sus proyectos (y muchos de ellos, quizá la mayoría, no lo son) el hecho es que se compromete el futuro. La consecuencia evidente de esta situación es que todos los gobernadores implícitamente sueñan, suponen y esperan que la federación absorba la deuda para, con eso, comenzar un nuevo círculo vicioso. Ese es el segundo problema estructural: en vez de construir una estructura fiscal saludable, todo mundo prefiere negociar (o chantajear) al gobierno federal que cobrar impuestos.

Un crédito, quienquiera que sea el beneficiario, se otorga dependiendo de la capacidad de pago del potencial acreditado. Esa capacidad de pago la determinan las fuentes de ingreso corriente con que cuenta el solicitante. Como ilustra el contraste entre una empresa y un gobierno citado arriba, el problema de los gobiernos en México es que no recaudan impuestos. Ese es el problema de fondo; todo el resto es, en términos coloquiales, pura grilla.

La discusión sobre las deudas de estados y municipios tiene otros ángulos mucho más trascendentes que el dinero mismo. Aunque formalmente el país tiene una estructura federal, es decir, que separa las atribuciones y responsabilidades de cada uno de los tres niveles de gobierno, la realidad objetiva es que, a lo largo de la mayor parte del siglo pasado, el gobierno federal se arrogó todas las funciones y dejó enclenques las estructuras políticas y administrativas a nivel local. Peor, creó una cultura de peticionarios entre los gobernadores e impidió que se desarrollara una relación de pesos y contrapesos entre los poderes legislativos locales y el ejecutivo respectivo. Con la descentralización del poder político en las últimas décadas, los gobernadores se hicieron de ingentes montos de recursos sin supervisión alguna. El endeudamiento no fue producto de la casualidad.

Pero las consecuencias de esta realidad se pueden observar en la violencia que caracteriza a buena parte del territorio. En la era en que el gobierno federal controlaba toda la actividad política y policiaca, la seguridad estaba a su cargo. Con la descentralización del poder, el gobierno federal ya no tiene las facultades o recursos para mantener la seguridad y, en lo general, los gobernadores no se han encargado de construir policías modernas y efectivas así como poderes judiciales funcionales. La crisis de seguridad no ocurrió por la descentralización del poder, pero se dio en ese contexto: ocurrió de manera simultánea con el crecimiento de mafias del crimen organizado en el territorio nacional. El resultado ha sido que el país no cuenta con mecanismos para lidiar con el fenómeno.

La deuda y la criminalidad son sólo dos síntomas del problema de fondo. La estructura federal que hoy existe está muy bien en la teoría, pero no tiene funcionalidad en la realidad. El problema se remite a la estructura fiscal que yace en el corazón del federalismo. En una palabra, los estados y municipios tienen que recaudar impuestos que les permitan realizar sus proyectos y pagar por los servicios (incluyendo, por supuesto, a las policías y poderes judiciales) que sus habitantes requieren. Sin una estructura fiscal sana que empate recursos y gastos a nivel local, será imposible la seguridad o la prosperidad.

En lugar de controlar los recursos, el gobierno federal debería crear un sistema de incentivos para que se dé este cambio, que entrañaría la mayor revolución política de nuestros tiempos.

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Todo y nada

Luis Rubio

Todo cambió pero todo sigue igual. Ese es el resumen de casi mes y medio de gobierno. En menos de una semana, el nuevo gobierno se instaló y cambió la dinámica política del país: los profesionales habían regresado y, con ellos, la formalidad en la política. Las formas son sin duda parte esencial de la vida de un país pero, sin sustancia, las formas no alcanzan. Quizá el mayor riesgo para el nuevo gobierno -y para el país- es que perciba que su éxito inicial, tan enorme como ha sido, le lleve a concluir que ya no es necesario hacer nada, que el problema eran los incompetentes de antes y no la realidad.

En unas cuantas semanas ha pasado algo inusual: regresó la sensación de que hay gobierno. Se avanza en la restauración de la rectoría estatal y se hace evidente la eficacia. Al nuevo equipo no le tomó más que unos cuantos minutos para desplazar al anterior, eliminar del mapa -o de los medios- temas que le estorbaban (como la criminalidad) y hacerse sentir como presencia inmanente y omnipresente.

Aún con las dificultades que ha encontrado en el legislativo, las viejas prácticas están de vuelta: el dinero transita como si se tratara de agua. No hay voto suficientemente caro: todo y todos son comprables. Cuando el dinero no surta efecto vendrán otros instrumentos, menos encomiables. Los medios de comunicación están encontrando que la era de «libertinaje» está llegando a su fin. Ahora hay autoridad que está dispuesta a emplear sus medios y recursos para premiar y castigar. Como antes. Igual,  hay indicios de que retorna otro de los viejos vicios: la auto censura.

La existencia de autoridad es un enorme activo si se emplea para llevar a cabo cambios relevantes. La forma es fondo siempre y cuando sirva para algo. El PRI de antaño construyó un país moderno pero luego se anquilosó, perdió la brújula y por poco destruye al país. Mientras eso ocurría, las formas seguían siendo impecables: igual que el proverbial cuento de quienes discutían el menú en el Titanic mientras éste se hundía. El gobierno ha restablecido un sentido de autoridad y tiene las capacidades y habilidades para convertir ese enorme activo en fuente de transformación. Si opta por diluir su propuesta de reforma y vivir de los activos que construyeron las administraciones previas (que, con todas sus limitaciones, no fueron pocos), en un par de años, si no es que antes, comenzará a ver los límites del control sin sustancia. O acabará dándose de frente contra un muro. Para entonces ya será tarde para comenzar. El tiempo es ahorita.

Los asuntos centrales son evidentes: seguridad pública, crecimiento económico y estabilidad política. Ninguno de ellos es nuevo y los tres constituyen retos fundamentales que no se resuelven por el hecho de que haya un gobierno en forma, aunque sin ello sería imposible enfrentarlos o resolverlos.

La seguridad pública es mucho más que combatir al crimen organizado o, como muchos proponen, ignorarlo y dejarle un espacio, siempre y cuando no moleste. El país vivió por siglos con estructuras judiciales y policiacas enclenques, todas ellas subordinadas al poder central. La violencia y el crimen crecían en las eras de poder central débil (siglo XIX) y disminuían con poderes fuertes en el centro, como ocurrió durante el porfiriato y la era del PRI. Esta observación ha llevado a muchos a concluir que lo evidente, lo que se requiere, es re-centralizar el poder. El problema es que la descentralización no ocurrió por voluntad sino por la evolución y creciente complejidad de la sociedad y la globalización de la economía. Si bien es evidente que se requiere una nueva estructura política, tampoco ahí funcionará la noción de centralizar. Al país le urgen instituciones fuertes que le respondan al ciudadano y le resuelvan sus problemas.

El crecimiento económico ha sido el objetivo y preocupación de todos los gobiernos desde el porfiriato, pero en las últimas décadas -en un contexto internacional complejo y sumamente competitivo- éste ha sido fugaz, cuando no escurridizo. Aunque hubo momentos y acciones de enorme visión, como el TLC, nunca se desarrolló una estrategia integral de transformación. El contraste con Canadá, que convirtió al mismo instrumento en su carta al desarrollo, es impactante. Por supuesto que las circunstancias y características de ambas naciones son muy distintas, pero la principal diferencia reside en la disposición de los canadienses para definir sus objetivos, construir estrategias susceptibles de alcanzarlos y hacer todo lo necesario para lograrlo.

El éxito económico va a requerir un cambio radical de visión: aceptar que la transformación requerida entraña costos pero que una vez llevados a cabo, estos se convierten en fuentes de inversión, empleo y riqueza. En las pasadas décadas hemos visto momentos visionarios pero un entorno adverso al riesgo: no es casualidad que se haya cosechado tan poco. Los resultados que hemos visto son producto de las limitaciones tanto de los objetivos como de las estrategias adoptadas. Incluso en los momentos más visionarios se prometieron enormes beneficios pero las acciones emprendidas -privatizaciones, desregulación- fueron todo menos visionarias. Siempre se optó por lo fácil, por los rendimientos inmediatos y por el statu quo. Si el gobierno quiere ser exitoso tendrá que entrarle al toro con una perspectiva de largo plazo porque todo se muere cuando se pretenden esquivar los costos inmediatos.

La estabilidad política que ha vivido el país se ha apuntalado en estructuras que hace mucho dieron de sí. El «pacto federal» no funciona, como lo evidencia la inexistencia de instituciones policiales o judiciales modernas y funcionales a nivel estatal, y en la forma en que se ejerce el gasto público. También en este ámbito se optó por la salida fácil: dejar que las cosas pasaran sin autoridad o, como ahora les vuelve a gustar decir, sin rectoría. Nuestro sistema de gobierno es disfuncional, enclenque y desvinculado de las necesidades tanto de seguridad pública como de una economía moderna: no hay un solo contrapeso. Sin contrapesos, ningún país puede ser exitoso. Visto desde esta perspectiva, lo increíble es que no estemos peor.

Hace décadas que el país no se encuentra con una oportunidad tan enorme como la actual. Un gobierno competente y capaz de ejercer autoridad es indispensable, pero no es suficiente; si quiere trascender o, incluso, concluir en paz, más vale que comience a emplear sus habilidades para transformar al país. En su era anterior, el PRI se perdió porque se dejó dominar por los «poderes fácticos» que paralizan el país. Si no acaba con ellos, ellos acabarán con el nuevo gobierno.

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Construir instituciones

Luis Rubio

Tal vez no haya mal mayor, o más despreciado por la sociedad mexicana, que el de la impunidad. La impunidad, hermana gemela de la corrupción, no es producto de nuestra cultura o nuestras costumbres: es hija directa de la forma en que hemos decidido organizarnos. El problema, como en otras sociedades similares, es que se acaba por creer que se trata de algo natural. En un artículo reciente sobre Rusia, Misha Friedman, una fotógrafa del NYT, afirmaba que “la corrupción es tan ubicua que toda la sociedad acaba por aceptar lo inaceptable como normal, como la única forma de sobrevivir: acepta que ‘así son las cosas’”. México no es muy distinto.

Y no es para menos: una observación al panorama cotidiano muestra que la impunidad reina por sobre todas las cosas. Los ejemplos son vastos y muy diversos. Tenemos a un candidato que ha competido en cuatro elecciones en su vida, pero sólo ha aceptado el resultado en una, en la que ganó. En las otras tres no perdió: le robaron el triunfo. Vivimos un sainete entre una empresa de comunicación y el gobierno donde lo único claro es que no hay nada de transparente en el manejo de las concesiones de espectro y, peor, que a todos los involucrados les parece bien el sistema. Tenemos miles de muertos, periodistas desaparecidos y ciudadanos secuestrados pero solo un puñado de investigaciones judiciales, y eso nos parece normal.

La corrupción no es más que el mecanismo que permite el funcionamiento de una sociedad en un contexto de impunidad. Ante la imposibilidad de resolver los problemas, el ciudadano se adapta y la corrupción es un medio para lograrlo. Es así como se resuelven problemas cotidianos como una multa de tránsito, un permiso ante las autoridades o la visita de un inspector. El problema no es la corrupción misma sino la impunidad que la hace posible y, desde otro ángulo, inevitable. Y la impunidad es producto de nuestra debilidad institucional.

Uno de los muchos mitos del viejo sistema político es el de la supuesta fortaleza de nuestras instituciones. Nuestra imagen de las instituciones es la de grandes monumentos y de la disciplina a que se sujetaban los políticos ante la autoridad presidencial. Sin embargo, la relevancia de las instituciones reside en las reglas del juego que entrañan. Una institución, decía el premio Nobel Douglas North, es la forma en que una sociedad decide limitar y constreñir el espacio de acción entre los actores en su sociedad. Mientras más claras y definidas esas reglas, mayor la fortaleza institucional y menor el potencial de arbitrariedad de la autoridad. Y viceversa: mientras más generales, imprecisas y discrecionales las reglas, mayor el potencial de arbitrariedad y, por lo tanto, mayor la impunidad.

La ley sobre inversión extranjera de Echeverría era un monumento a la discrecionalidad y un perfecto ejemplo de la fuente de corrupción en nuestro país. La ley establecía un conjunto de reglas precisas sobre límites a la inversión extranjera, derechos de accionistas nacionales y extranjeros y diferencias entre sectores de la economía. Aunque la ley era sumamente restrictiva, uno de sus artículos le confería a la autoridad plena discrecionalidad para actuar de manera distinta a lo dispuesto en la ley en casos en los que así lo considerara necesario. Es decir, se establecían reglas muy rígidas pero luego se generaba un espacio de absoluta impunidad. Ese mismo principio existe en toda nuestra legislación y es el que genera una permanente incertidumbre, además de espacios de impunidad. Cuando la autoridad tiene facultades tan vastas que es legalmente impune, la corrupción se convierte en un mecanismo natural de sobrevivencia.

Tres ejemplos ilustran los costos y oportunidades que tenemos hacia el futuro. Hace algunos años tuve la oportunidad de presenciar un proceso aparentemente normal. Un abogado amigo mío recibió a unos hermanos que querían que les ayudara a separar los negocios que habían heredado. La parte legal y de negocios siguió su dinámica propia, pero lo que fue notorio para mi fue que la parte más compleja y extensa del proceso fue sobre la forma en que los clientes le pagarían por sus servicios. En condiciones normales, el abogado habría extendido recibos de honorarios por su trabajo. Sin embargo, su preocupación era que, luego de un arduo trabajo con múltiples gastos, los clientes acabaran no pagándole: esa era la medida de la desconfianza pero, sobre todo, de la debilidad de las instituciones que tenemos. La dificultad de hacer cumplir un contrato genera distorsiones absurdas.

Ese ejemplo contrasta con la forma en que actúan los inspectores de construcción en EUA. La regla respecto al número de cajones de estacionamiento por metro de construcción comercial es clara y específica, no sujeta a negociación. El inspector no tiene facultades más que para constatar si existe el número de cajones. Como no tiene facultades para modificar ( o “flexibilizar”) las reglas a su antojo, su decisión es binaria: si o no. No es casualidad que los mexicanos con frecuencia choquemos con los estadounidenses en asuntos de mayor trascendencia: nuestro marco de referencia es radicalmente distinto.

Afortunadamente hay ejemplos de que es posible disminuir o erradicar la corrupción: cuando se eliminan los espacios de arbitrariedad e impunidad, la corrupción deja de ser posible o inevitable. Así ocurrió a finales de los ochenta en la entonces SECOFI (hoy Economía) donde un cambio en las reglas modificó toda la naturaleza de la secretaría dedicada al comercio y la industria. Históricamente uno de los espacios de mayor corrupción en el gobierno, la burocracia de SECOFI vivía de la explotación de sus facultades discrecionales en el otorgamiento de permisos de inversión, importación, exportación y otros similares. Con la liberalización de la economía (que, esencialmente, consistió en la substitución de requisito de permisos por aranceles o reglas rígidas), casi toda la industria de la corrupción en esa secretaría desapareció. Los miles de burócratas dedicados a mover papeles (o impedir que se movieran) dejó de tener razón de ser y la secretaría se redujo a menos del 10% de lo que era. En ese mundo la corrupción simplemente desapareció. Importante notar que muchos prefieren el viejo sistema…

El día en que tengamos reglas claras en asuntos migratorios, electorales, concesiones de radio y televisión y derechos de propiedad en general, así como una autoridad dispuesta y facultada para hacerlas cumplir sin miramiento, el país será otro. El asunto es acabar con las facultades discrecionales que hacen permanente la arbitrariedad y la impunidad: todo el resto es mitología.

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Muchas apuestas

  Luis Rubio

En “Los Hermanos Caradura”, luego de que Jake (Belushi) la dejó vestida y alborotada frente al altar y con una comida para 300 invitados, su ex prometida le grita “¡me traicionaste!”. “No”, dice él, ahora acorralado junto a Elwood (Akroyd). “De verdad. Se me acabó la gasolina, se me poncho la llanta, no tuve suficiente dinero para el taxi. Mi smoking no regresó de la tintorería. Un viejo amigo me vino a visitar de fuera. Alguien se robó mi coche.  Hubo un terremoto. Una terrible inundación. Langostas. NO FUE MI CULPA, TE LO JURO”. Así parece este inicio de año electoral. Puras excusas para lo que no se ha hecho.

Los años de elecciones son siempre el punto más vulnerable de cualquier sistema político. La transmisión de las riendas del gobierno entraña todo un conjunto de procesos, actores y decisiones, cada uno de los cuales puede generar conflicto a la menor provocación. Así, por ejemplo, no es casualidad que prácticamente todas nuestras crisis recientes –políticas o financieras, del 68 al 2006- hayan ocurrido precisamente en esos tiempos. Se trata de un momento (de meses) en el que la administración saliente ya no controla todas las instancias del gobierno y la nueva todavía no entra en funciones.

El fenómeno es prácticamente universal, aunque se agudiza en naciones con estructuras institucionales débiles, donde todo el personal clave cambia de la noche a la mañana, es decir, donde no hay un servicio profesional de carrera que hace funcionar al gobierno en las buenas y en las malas, con los políticos o sin ellos. En algunos casos, como ocurrió en Argentina hace unos años, un nuevo gobierno entró en funciones antes de su fecha legal para evitar un deterioro todavía mayor.

Los riesgos de discontinuidad son enormes porque todo el personal del aparato político ya está en otra cosa. Los legisladores -que en un sistema político más representativo estarían cerca de los electores, buscando la reelección- desde abril ya estarán concentrados en su siguiente chamba. Los funcionarios federales estarán en lo suyo cuando mucho hasta la elección y luego comenzarán a ver qué otras posibilidades existen. El hecho es que el país estará concentrado, en el mejor de los casos, en el futuro. La pregunta es quién estará en la cocina asegurándose que no falte lo esencial.

En un país institucionalizado no habría necesidad de preocuparse por estos asuntos, pero ese no es nuestro caso. En Inglaterra puede haber gobierno en funciones o no, pero la burocracia funciona sin cesar: los profesionales son permanentes y lo único que cambia es el ministro cuya responsabilidad es de línea estratégica, no de operación cotidiana. Lo mismo sucede en Francia: país más ruidoso que el anterior pero con una burocracia que funciona como reloj.

En nuestro caso, prácticamente ninguna de las últimas sucesiones recientes ha sido libre de conflicto. A pesar del levantamiento zapatista y los asesinatos políticos, en 1994 apenas la libramos y, con todo, acabamos en una profunda crisis financiera. En 2000 la libramos sólo porque ganó el candidato políticamente correcto o, de otra forma, porque perdió el PRI. En 2006 experimentamos el conflicto político más agudo desde 1968. La gran pregunta es cuál será el devenir de este año.

Los procesos políticos dependen de las reglas del juego, de la capacidad de los actores gubernamentales de hacerlas valer y del comportamiento de los actores en lo individual. Cuando todo juega en la dirección de la estabilidad (reglas del juego claras y percibidas como legítimas; un gobierno eficaz y razonablemente imparcial; y actores serios y comprometidos que no perciben alternativa más que la legal), tenemos un escenario como el que ocurrió en EUA en 2000 cuando la disputa por los votos se limitó a lo legal y todo mundo se cuadró en el instante en que la Suprema Corte de ese país rindió su veredicto. El extremo contrario serían casos como el de Costa de Marfil, donde por meses coexistieron dos gobernantes en un entorno de violencia permanente. Cada quien decidirá dónde estamos en relación a ese continuo, pero es evidente que nuestras debilidades son enormes.

Para comenzar, las reglas del juego son nuevas, han sido disputadas por todos los involucrados y la autoridad electoral no siempre tiene claro cómo proceder y no goza de un respeto amplio por parte de los contendientes. En segundo lugar, la presidencia de la República se ha distinguido más por su actitud partidista que por el ejercicio de la función elemental de mantener el orden, garantizar la paz y ejercer sus facultades de manera imparcial. Finalmente, entre los actores clave de esta contienda hay de todo: desde la institucionalidad más íntegra hasta la irreverencia más consumada. Con esos burros habrá que arar.

El devenir de este año seguramente dependerá, además del comportamiento de los candidatos y sus partidos, de tres factores centrales: la forma en que se conduzca el presidente y su equipo cercano, la manera en que se administren los indicadores macroeconómicos clave y el actuar de las autoridades electorales. Cada uno de estos factores podría igual garantizar la tersura del proceso que hacerlo explotar.

Los candidatos seguirán su lógica y no se le puede pedir peras al olmo. Pero los dos factores cruciales serán el gobierno y las autoridades electorales. El gobierno se ha distinguido más por su preocupación de quién gana que por el funcionamiento óptimo del país y ha permitido que su equipo, en lugar de concentrarse en su responsabilidad, intente sesgar los resultados. Quedan las mermadas autoridades electorales, en cuyos hombros queda una administración inteligente de un proceso complejo que requiere la flexibilidad que la ley no aporta pero que la realidad exige.

Todos los presidentes, de antes y de ahora, creen que tienen las riendas del país en sus manos. Cincuenta años de evidencia muestran lo contrario: nadie puede imponer un resultado electoral en la actualidad y el potencial de conflicto es infinito. Los presidentes también creen que pueden manipular los procesos políticos a su antojo. Esto último es parcialmente cierto al inicio de un sexenio, cuando se comienza la construcción de un proyecto. Cinco años después la situación es muy distinta: todo está enfocado al futuro y los instrumentos y capacidades de la administración saliente se erosionan cada segundo. A estas alturas lo único que queda es intentar un final feliz.  Los mexicanos sabemos que los riesgos son enormes y lo único que podemos esperar es que cada uno de los responsables del proceso contribuya a un final lo menos infeliz posible…

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Manejar vs. resolver

Luis Rubio

Alguna vez le preguntaron a Giovanni Giolotti, un bravo y múltiples veces primer ministro, si era difícil gobernar a Italia. Su respuesta parecería emanada del viejo PRI: «nada difícil, pero es inútil». En México, el viejo sistema, que poco se diferencia del actual, pasó décadas administrando y manejando el conflicto más que resolviendo los problemas y atacando sus causas. El resultado es un país rico con habitantes pobres, un enorme potencial pero una miserable realidad. La pregunta es si el proceso electoral actual puede arrojar un resultado distinto.

El mundo político mexicano está lleno de nostálgicos que añoran la era en que el gobierno tenía capacidad para «tomar decisiones», es decir, para imponer la voluntad del presidente. Escuchando y observando esos lamentos -que vienen por igual de todos los partidos y muchos estudiosos- uno pensaría que México era un país modelo en que todo funcionaba bien, el progreso era tangible y la felicidad reinaba por doquier. El Nirvana pues.

Desafortunadamente la realidad es menos benigna. Si uno observa la era priista a partir de 1929, tomó más de una década llegar a estabilizar al país para comenzar a enfocar el crecimiento económico. Luego vinieron 25 buenos años de crecimiento que, sin embargo, se agotaron a finales de los sesenta. La década de los setenta fue un desastre de crisis, inflación y desorden, de lo que todavía no acabamos de librarnos. Ese es el pasado. Hoy un partido nos propone regresar al proyecto de los sesenta (ese que se agotó), otro al de los setenta (ese que hizo explotar al país). El tercero nos propone continuar lo existente.

Visto en retrospectiva, lo que parece obvio es que, con algunos momentos excepcionales, en la vieja era todo estaba dedicado a administrar los problemas más que a construir una plataforma sólida de desarrollo. El gobierno era sin duda fuerte y aparatoso y tenía capacidad para definir prioridades, tomar decisiones y actuar. Lo relevante es que no actuaba para construir un país moderno sino para mantener su viabilidad política. Sin duda, hubo muchos buenos años de crecimiento; sin embargo, cuando en los sesenta se discutió la necesidad de reformar la economía (décadas antes de que se iniciaran, tardíamente, las famosas reformas), prevaleció el criterio de «mejor no le muevas». El resultado fue la catastrófica docena trágica: otro intento por administrar los problemas, en ese caso a través del endeudamiento exacerbado.

De haber servido la enorme concentración de poder que tanto se añora, el país hoy se parecería en niveles de ingreso al menos a España o Corea. De haber sido tan exitosa esa época, hoy el mexicano promedio gozaría de niveles de vida tres veces superiores, la economía crecería con celeridad y nuestro sistema político sería un modelo de civilidad. El hecho, sin embargo, es que el poder concentrado servía para beneficiar a quienes lo detentaban y no a la población en general. Por eso había (y hay) tantos políticos esperando a que les «hiciera justicia» la Revolución.

Aquel sistema que manejaba los conflictos y evitaba que explotaran tenía una gran ventaja sobre la situación actual: la población veía al gobierno con respeto, si no es que con temor, algo claramente no deseable desde una perspectiva democrática, pero que sin duda permitía una convivencia pacífica. Las policías eran corruptas pero el crimen, que también se administraba, era modesto; los jueces vivían subordinados al ejecutivo y nadie limitaba su capacidad de acción. Los narcotraficantes movían drogas del sur al norte y el sistema era suficientemente poderoso como para marcarle límites e imponer condiciones. No era perfecto pero permitía paz y estabilidad.

El colapso gradual del viejo sistema, proceso que comienza en lo político desde 1968 y en lo económico desde principios de los setenta, acabó legándonos una estructura política inadecuada para lidiar con los problemas de hoy (cualitativamente muy distintos a los de entonces) y una economía mal organizada y no conducente a promover tasas elevadas de crecimiento. Además, hoy nadie le tiene miedo al gobierno o a las policías, razón por la cual ya ni siquiera es posible pretender administrar el conflicto. En otras palabras, seguimos nadando «de muertito,» pero ahora sin los beneficios de antes.

En este contexto, el atractivo que muchos le ven a un potencial retorno del PRI a la presidencia no reside en que eso resolvería los problemas (no hay ni un gramo de evidencia que sugiera que esa sea la meta que motiva a su candidato), sino la percepción de que al menos se mantendría caminando el carro. Es decir, que se lograría restablecer la mediocridad de antaño.

La verdad, lo que el país requiere no es otro gobierno priista, perredista o panista, sino un nuevo sistema de gobierno. Lo que urge es construir la capacidad necesaria para que sea posible enfrentar y resolver los problemas que llevan décadas acumulándose y que nos han convertido en una sociedad que privilegia el atajo sobre el remedio, el «ahí se va» sobre la excelencia, el control sobre la participación, el «peor es nada» sobre elevadas tasas de crecimiento económico, la estabilidad sobre el éxito, los copilotos sobre los líderes.

El país requiere, nada más y nada menos, que un nuevo Estado. De nada serviría procurar reconstruir lo que hace tiempo dejó de funcionar como lo demuestran cuarenta años de intentos fallidos. Tampoco serviría un gobierno eficaz o uno amoroso. Se requiere uno que resuelva los problemas.

En la medida en que evolucione la justa electoral, los ciudadanos debemos exigir respuestas y competencia, experiencia e innovación, capacidad y, sobre todo, visión. La noción misma de que antes las cosas funcionaban bien y que bastaría con  retornar a ese mundo idílico sonaba muy bien en las coplas de Jorge Manrique pero no constituye un proyecto razonable para lidiar con los enormes retos que el país enfrenta.

El reto consiste en construir un futuro diferente, proceso que llevará años, pero que tiene que comenzarse ya. Clave para su éxito será, primero, claridad de proyecto: qué es lo que se requiere, cuáles son sus componentes y cómo se construye. Segundo, un liderazgo claro y competente, capaz de visualizarlo, darle forma y sumar a todos los mexicanos, comenzando por los políticos y sus partidos, en un gran esfuerzo nacional cuya característica sea la pluralidad y la convergencia en un objetivo común. Y, tercero, la capacidad de articular sus diversos componentes: visión, recursos humanos y de otra índole y capacidad de negociación política.

El país tiene salidas, pero sólo si se enfrentan y resuelven sus problemas.

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Información, ciudadanía y la política pública

Luis Rubio

En México nunca llegó a concretarse la figura del ciudadano, al menos no en lo que va del siglo XX. No hay la menor duda que en los albores del siglo XXI  la posibilidad de que eso ocurra será mayor que nunca. Esto no se debe a que los priístas cambien su manera de ser o de que algún partido político distinto al PRI logre llegar al poder a nivel federal. La razón de que todo llegue a cambiar radica en la disponibilidad de información que todos los mexicanos estamos teniendo y vamos a tener en los próximos años. Esa información puede llevarnos a destruir al país, como en cierta forma está ocurriendo en lo que fue la Unión Soviética, o puede llevarnos a construir un país pujante, democrático y sumamente rico. Lo que logremos hacer va a depender, fundamentalmente, de la capacidad que tengamos de hacer un uso inteligente de la información.

Construir un país de y para los ciudadanos parece una empresa mucho más fácil de lo que en realidad es. Los mexicanos hemos sido objeto de todo tipo de teorías, sistemas y estudios. Pero nunca hemos sido ciudadanos. Es decir, personas con plenos derechos políticos, con un sistema legal que nos permita defendernos del abuso de la autoridad o que favorezca la resolución de conflictos entre personas o entre éstas y el gobierno. La estabilidad política de que el país gozó por décadas fue a costa de esos derechos ciudadanos. Lo que cada quien tendrá que revisar para su conciencia es si eso fue lo que los americanos llaman un trade off aceptable. Es decir, ¿valió la pena la estabilidad política a cambio de esas carencias?

Cada persona tendrá su respuesta particular. Pero hay dos consideraciones que no están sujetas a disputa. La primera es que el sistema político organizado alrededor del PRI fue una respuesta a la realidad nacional postrevolucionaria. Fue una respuesta a la ausencia de instituciones políticas, a la ubicuidad de conflictos sociales y políticos y al fracaso de sucesivos gobiernos, a partir de 1910, de estabilizar al país y crear un clima propicio al desarrollo económico. Independientemente de los vicios de que vino acompañado el sistema político postrevolucionario, la realidad nacional a la que respondía era muy real. La segunda consideración es que, bueno o malo, efectivo o no, el sistema político postrevolucionario está acercándose a su fin. Nadie sabe cómo va a ser ese proceso o de qué tanta violencia venga acompañado, pero muy pocos dudan del hecho que el sistema político dominado por el PRI es más una característica del pasado que del presente o del futuro.

La duda es en el cómo  y no en si el sistema político va a cambiar, pues de hecho esto ya está sucediendo. Junto con este proceso de cambio político por el que estamos atravesando se está dando otra transformación, mucho más profunda. Se trata de la revolución de la información que está sobrecogiendo a México, tal y como arrolló con otros países, comenzando por la antigua Unión Soviética. La información se ha convertido en la esencia de la actividad productiva y en el conducto a través del cual fluyen las ideas, los productos, la producción, la distribución de bienes y de servicios y, en muchos sentidos, la vida misma. La disponibilidad de información transforma las relaciones laborales, las relaciones productivas y, obviamente, las relaciones políticas. Este es, precisamente, el tema de este ensayo.

 

El contexto del cambio

El cambio que ocurre en México es parte de una revolución generalizada que afecta al mundo entero. Parte de esta revolución tiene su origen en la manera en que ha evolucionado la economía mundial, en las nuevas formas de producir y distribuir bienes y, sobre todo, en los cambios que han experimentado las comunicaciones. Pero quizá el cambio más profundo está ocurriendo en la vida cotidiana de todos los mexicanos que poco a poco han venido experimentando alteraciones en la manera en que se dan las cosas más normales. Paul Kennedy, un historiador que en 1987 escribió un controvertido libro intitulado  “El ascenso y caída de las grandes potencias”, afirmaba algo que parece muy apropiado al momento actual de México: “Se da una dinámica por el cambio, conducida esencialmente por desarrollos económicos y tecnológicos que afectan a las estructuras sociales, a los sistemas políticos, al poder militar y a la posición relativa de países e imperios en lo individual”(1). Para Kennedy, los  cambios que se dan en el mundo en el curso del tiempo no son producto de decisiones individuales, sino de procesos sociales que acaban por transformar todo lo existente.

 

Lo impactante del cambio que actualmente sobrecoge al mundo, y del cual México no puede escapar, es la velocidad con que está teniendo lugar. A lo largo de los últimos años, los mexicanos nos hemos estado batiendo en una guerra inútil sobre la culpabilidad o inocencia de los gobernantes actuales o pasados por la crisis en la que nos encontramos. Más allá de errores específicos o de potenciales  conspiraciones para robar o dominar al país, la realidad es que llevamos más de una década persiguiendo una nueva piedra filosofal sin que existan planos o mapas que nos guíen con certidumbre por el camino. Leonid Batkin, un historiador de otro país que ha andado por las mismas que nosotros en estos años, la antigua Unión Soviética, alguna vez comparó a Gorbachov con un viejo apócrifo del que se decía que bajó el agua de su inodoro en el momento preciso en que tuvo lugar el terremoto de Tashkent a mediados de los ochenta. Saliendo de la ruina que dejó el temblor, este viejo observó el desolador panorama y exclamó: “de haber sabido que esto iba a pasar, jamás habría bajado el agua”(2).

Esta analogía es tan injusta como un mal chiste político, pero muchos mexicanos, como los rusos a los que se refería el cuento de Batkin, seguramente reconocerán una gran verdad en todo esto: lo que ha ocurrido en México es muy distinto a lo que los últimos tres gobiernos pretendían lograr o tenían por objetivo. Ninguno de nuestros gobernantes desde Miguel de la Madrid planearon ir de crisis en crisis o intentaron provocar la debacle por la que han atravesado innumerables empresas y familias mexicanas a lo largo de los últimos años. Si algo, la reforma económica que comenzó a mediados de los ochenta buscaba objetivos sumamente modestos que pretendían fortalecer las estructuras políticas tradicionales, no debilitarlas ni destruirlas, a la vez que revitalizaba la economía, para recuperar la legitimidad del gobierno y del sistema en general.

 

Haciendo un paréntesis, una de las razones más lógicas por la cual nunca se intentó una reforma política de altos vuelos fue precisamente porque el objetivo inicial y esencial de las reformas económicas era el de resolver la problemática económica del país para hacer posible el mantenimiento del status quo, no para cambiarlo. La expectativa gubernamental suponía que, de corregirse la recesión de la economía, de la que se culpaba al excesivo endeudamiento que dejaron como legado Echeverría y López Portillo, el país retornaría a sus viejas formas de hacer las cosas. Se reconocía que el mundo estaba cambiando, razón por la cual era necesario reformar a la economía, pero jamás existió la comprensión de que el cambio económico necesariamente conllevaría alteraciones políticas. Por ello, más allá de las preferencias individuales de cada presidente, la realidad fue que ninguno de ellos se planteó el cambio político como un factor inevitable y necesario en esta etapa del mundo y, especialmente, como complemento inexorable de las reformas que, en lo económico, ellos mismos estaban promoviendo. Quizá irónicamente, la tozudez con que se evitó adentrar al país en ese proceso de cambio político es una de las razones por las cuales la economía acabó empantanándose como lo hizo, con las consecuencias que todos conocemos.

 

Las circunstancias por las cuales ha atravesado el país desde que se inició la reforma económica a mediados de los ochenta y el curso de los eventos desde entonces, han sido muy distintas a lo que estaba planeado. Ningún gobernante en su sano juicio hubiese planeado la crisis política y económica por la que atraviesa el país. Pero sus reacciones han sido muy sugestivas del problema de fondo: en ocasiones los últimos tres gobernantes del país se presentaron como los grandes demócratas transformadores, flexibles y dispuestos a tomar al mundo por los cuernos, en tanto que, en otras, han actuado como dignos hijos del sistema autoritario al que pretendieron reformar. En realidad, el gran problema de la reforma económica de los últimos años es que ha enfrentado a sucesivos gobiernos mexicanos ante fuerzas que no comprenden, que cambian con una velocidad vertiginosa y, quizá más importante, sobre las cuales no han tenido control alguno. Los gobiernos mexicanos se han dedicado a intentar domar una bestia que no conocen, con criterios y técnicas producto de nuestro peculiar sistema político y con los resultados que saltan a la vista.

 

No todo lo que ha pasado en el país en la última década es criticable. De hecho, la mayor parte de lo que se hizo fue no sólo acertado, sino sumamente exitoso. Quizá la mayor dificultad de estos años, la que ha producido la mayoría de los estragos y reveses, ha residido menos en lo que se hizo que en lo que no se hizo. Si se observa el cambio en la estructura de la economía, el éxito de estos gobiernos en promover el desarrollo de una industria altamente exportadora, eficiente y productiva es más que visible. A pesar de los problemas en que se encuentra, la infraestructura carretera más que se duplicó, y las telecomunicaciones nos han colocado en el umbral del siglo XXI con todos los instrumentos para poder dar un enorme salto adelante. Si uno quiere encontrar efectos positivos de las reformas de los últimos años, lo único que tiene que hacer es mirar alrededor. Pero esa misma mirada también va a arrojar otra observación: esa otra parte de la sociedad mexicana que se ha rezagado, que no ha logrado subirse al carro de los cambios económicos y que ha sido mucho más víctima que beneficiaria de los cambios. Mucho de eso seguramente era inevitable en cualquier transformación tan ambiciosa y descarriada como la que hemos experimentado. Pero mucho también habría sido evitable de haber habido un gobierno -un sistema político, de hecho-, más responsivo, más responsable y con obligación efectiva de servir a la ciudadanía.

 

Es el sistema político mexicano, con su falta de representatividad, con la ausencia de contrapesos, con su impunidad , el que ha provocado las crisis recurrentes en el país. Los gobernantes recientes indudablemente han tenido la competencia técnica y política para llevar a cabo sus planes. Con lo que no contaron fue con la obligación de mirar los efectos de sus actos, obligación que les habría llevado a corregir muchos de sus errores o excesos en el curso del tiempo, lo que a su vez habría evitado muchas de las crisis. El problema no ha sido, como muchos afirman en forma contumaz, el exceso de apertura o la falta de equidad en la misma, el TLC o las privatizaciones. El problema residió mucho más en que esas innovaciones se impusieron artificialmente y por encima de una estructura social y política que no se pretendía alterar, con lo que se selló su destino. En el ámbito económico se tomó la ruta fácil: la de las grandes empresas que más rápidamente podían reaccionar y actuar; en el ámbito político la salida se encontró en el mantenimiento de las estructuras vigentes; y en el ámbito social se intentó matizar los peores extremos de pobreza. En ningún caso se contempló -ni se ha contemplado- la necesidad de transformar las estructuras políticas que impiden la apertura de la economía, que cierran el acceso de las personas al desarrollo social y político y que, en conjunto, restringen el desarrollo del país. Sin ese cambio político, la pretensión de vivir en un mundo de legalidad es una más de ese conjunto de fantasías que surgió y creció a partir de que se inauguró la noción de reforma en los ochenta.

 

El mundo que nos arrolla

 

Los políticos y gobernantes pueden preparar a México para el cambio que está por arrollarnos o pueden dejarnos indefensos frente a la tromba que viene. Lo que no pueden hacer es impedir que ésta llegue a México, por las mismas razones que no han podido domar a la economía: porque se trata de fuerzas que están más allá de su control o capacidad de afectación. Lo que sí pueden hacer es continuar dañando a la población y continuar impidiendo que los mexicanos nos preparemos no sólo para acoger, sino sobre todo aprovechar constructivamente los cambios que ya se han comenzado a otear en el horizonte nacional.

El mundo está cada vez más unido por redes electrónicas que llevan datos, noticias, información, palabras, ideas y opiniones a la velocidad del sonido y a lo largo y ancho del planeta. La información que pasa por esas redes puede ser buena o mala, verídica o falsa, pero de todas maneras está ampliamente disponible a una creciente porción de la población del mundo. La información y su disponibilidad están transformando la manera en que funciona el mundo, las relaciones entre gobernantes y gobernados,  entre distintos gobiernos y entre empresas y las entidades gubernamentales diseñadas para regularlas. En el camino ha abierto la puerta para un desarrollo ciudadano quizá no visto desde que se inició la Revolución Industrial a fines del siglo XVIII.

 

La era de la información podría parecer distante para un país relativamente pobre y con tantas carencias como el nuestro, un país en el que lo poco de la economía que parece ser exitoso es la industria de exportación. La realidad es que la mayoría, si no es que toda, esa economía exitosa constituye una combinación de la industria, en los términos en la que la conocemos, y la información: las plantas producen de acuerdo con planes, procesos y controles establecidos en redes de computadoras y los bienes que de ahí salen se dirigen a mercados cuya distribución, pago y entrega están totalmente integrados y operados por computadoras. En este sentido, la economía de la información es una realidad tan importante en México como lo es en cualquier otra parte del mundo. De hecho, basta observar el uso del correo electrónico en comunidades rurales de Michoacán, Oaxaca o Zacatecas, cuyos habitantes típicamente lo emplean para  comunicarse con sus parientes “en el otro lado”, para reconocer que la era de la información es mucho más real en el país de lo que muchos pretenden.

El mero uso de correo electrónico o de una computadora constituye no más que un avance tecnológico aparentemente inocuo. Tarde o temprano, sin embargo, eso va a cambiar. Las revoluciones ocurren cuando la gente comprende que hay una alternativa a su forma de vida. Esto puede ocurrir en un instante o tomar una vida, pero cuando ocurre todo cambia súbitamente. El control de la información que nuestros gobiernos llevaron a cabo por décadas impidió que la mayoría de los mexicanos tuvieramos esa percepción de alternativas; hoy en día la disponibilidad de información a través de vehículos como internet, televisión por satélite, radio y demás no requiere más que la decisión de emplearla. Empujado hasta sus últimas consecuencias, este proceso está llevando inexorablemente a la integración de los espacios políticos, lo que implica que las noticias de un lugar serán noticias en todos los demás. La capacidad de abusar de sus ciudadanos por parte de un gobierno va a disminuir drásticamente. En ese contexto las opciones de los gobiernos van a ser muy simples: o se abocan a darle instrumentos a la población para que cada individuo sea capaz de ser productivo y libre, o condenan al país a la pobreza. Los mexicanos no son distintos a los ciudadanos del resto del mundo: reconocen en la libertad un valor universal. En la medida en que tengan más libertad gracias a la disponibilidad de información van a comparar su nivel de vida con el resto de los seres del planeta y van a demandar garantías respecto a los caciques y jefes políticos de la localidad, mejores  condiciones para poder trabajar, abrir una empresa y, en general, vivir.  A final de cuentas, van a demandar un cambio en las relaciones de poder.

 

Poder e información

El control de la información ha sido siempre una de las fuentes más importantes de poder. Las comunicaciones y la capacidad de procesamiento de la información son las dos tecnologías que están penetrando a México a la velocidad del sonido y, con ello, transformando la realidad política del país. Mientras que antes la información se podía concentrar y ocultar, la esencia de la revolución implícita en estas tecnologías es precisamente la contraria: las comunicaciones descentralizan el poder en la medida en que se descentraliza el conocimiento y la información. Lo mismo da si se trata del volumen de reservas en el banco central que la localización de recursos minerales o de la manera en que se construye una casa, el hecho es que las nuevas tecnologías hacen asequible toda esa información a quien la quiera. Al no haber secretos, disminuye la capacidad de emplear la información como fuente de poder.

Sobra decir que muy pocos gobiernos y sus políticos disfrutan la noción de que la información sobre sus actos es cada vez más pública. En algunos ámbitos en México la información disponible para los comunes mortales es casi tan amplia como la de cualquier miembro del gobierno. A partir del caos de fines de 1994, por ejemplo, el gobierno publica todas las cifras de reservas internacionales y otros rubros de la balanza de pagos y del Banco de México cada semana a través de internet. A partir de ese momento, lo que haga el gobierno es analizado con detenimiento por millares de observadores en México y alrededor del mundo: ya no importa lo que los políticos digan; ahora lo que cuenta es lo que dice el mercado. Lo mismo tendrá que comenzar a ocurrir en otros ámbitos, mucho menos propicios a la diseminación generalizada de la información, como son los debates dentro del gobierno sobre el curso a seguir en un determinado momento. Eso que antes era materia literalmente de kremlinólogos, ahora es tema cada vez más sujeto a debate público. Si no como se explicaría uno que revistas como Proceso o diarios como Reforma reciban documentos supuestamente privados para que todo mundo se entere de lo que ocurre en el gobierno. Evidentemente, quien  envía un documento a estos medios de información lo hace con objetivos políticos propios, lo cual crea un problema porque sólo se conoce una parte de la información. Este hecho, sin embargo, es precisamente lo que está liberando la disponibilidad de información: en una era en la que la mercancía más costosa y más difícil de alcanzar es la credibilidad gubernamental, la opinión pública va a ser crecientemente el terreno de disputa. Si un bando en un debate publica su versión de los hechos o su postura, tarde o temprano el otro también lo hará. Cuando esto ocurra, el balance de poder habrá comenzado a cambiar en favor de la ciudadanía.

Hace doscientos años la máquina de vapor permitió revolucionar la producción en el mundo. Hoy en día todo mundo puede producir bienes industriales. La tecnología para hacerlo se encuentra ampliamente disponible. Así como la máquina de vapor fue revolucionaria en su momento, lo revolucionario hoy en día es el conocimiento que permite emplear tecnologías comúnmente disponibles para lograr un mayor valor agregado y, por lo tanto, una mayor riqueza.  En la medida en que el principal recurso para el desarrollo no es material -el conocimiento-, se tornan obsoletas todas las doctrinas económicas, las estructuras sociales y los sistemas políticos que se desarrollaron y evolucionaron en un mundo diseñado para producir cosas en lugares fijos, con grandes contingentes de fuerza de trabajo y bajo condiciones fácilmente controlables. Es decir, la era de la información requiere flexibilidad, creatividad y libertad, condiciones que no son fácilmente compatibles con estructuras rígidas como las que típicamente asociamos con caciques, sindicatos, controles políticos e imposición burocrática.

El ejemplo más palpable del choque entre estos dos conceptos y realidades del mundo indudablemente se encontraba en la antigua Unión Soviética. Una anécdota relatada por Gorbachov es sumamente reveladora: cuenta que, siendo el segundo del Secretario General Andropov y, por lo tanto, miembro del politburó y con acceso a los secretos del sistema, fue a solicitarle a su jefe información sobre el gasto militar. Andropov no sólo se opuso a tal solicitud, sino que se indignó e insultó a Gorbachov diciéndole que era demasiado joven para meter su nariz en esos temas (3). El control sobre la información, incluso para los funcionarios más importantes del régimen, era tan brutal, que acabó condenando a muerte a toda la nación. Una superpotencia como la URSS acabó dependiendo de industrias tradicionales como gas, oro, petróleo y la industria militar, todas las cuales estaban perdiendo valor e importancia mundial en comparación con el recurso crecientemente más valioso -el conocimiento- en el cual, por todos los prejuicios políticos más retrógrados, la URSS no había invertido tiempo, esfuerzo o dinero.

La razón por la cual el gobierno de la URSS no había invertido en el desarrollo de tecnologías basadas en el conocimiento es muy obvia: el libre flujo de información implica la liberación no sólo de datos y estadísticas, sino de personas y dinero, libros y periódicos y, a final de cuentas, la proliferación de accesos a ideas nuevas. Nada más subversivo que eso. El régimen postrevolucionario en México acabó reconociendo que era imposible controlar la información como hubiera sido la preferencia de muchos de los políticos, más cercanos al concepto soviético de la democracia que al europeo. Su apuesta, que fue sumamente acertada y exitosa por décadas, consistió en permitir el acceso a la información a quien la pudiese obtener por sí mismo. De esta manera no impidió el que la gente viajara o que leyera revistas extranjeras, a sabiendas de que sólo un segmento muy pequeño de la población tenía acceso a ese tipo de oportunidades. Algunos analistas culpan a ese segmento de la población de las crisis cambiarias del 76 y del 82, lo que llevó a que un ex presidente lanzara una (infructuosa) campaña contra los “malos mexicanos”.(4) La realidad es que esa parte de la población era la única que contaba con algún tipo de información y de percepción de alternativas, lo que le llevó en esas ocasiones a actuar como lo hizo. Visto de otra manera, se trató de las primeras ocasiones en que la ciudadanía le impuso límites al actuar gubernamental. Con el advenimiento de la era de la información todo esto ha cambiado. La información ya es asequible a quien la quiera tener, en los pueblos más remotos. Más temprano que tarde, la población con posibilidad de imponerle límites a los gobernantes se va a multiplicar como arena en el mar.

 

La economía global en la era de la información

La maravilla de esta era es que nadie la puede controlar. El mundo se está encaminando rápidamente hacia una etapa en la que cada vez habrá una mayor integración económica, lo que exigirá todavía más cesiones de control político y, de hecho, de soberanía. Habrá cada vez más mexicanos incorporados, directa o indirectamente, en la economía mundial, produciendo bienes y servicios en competencia con sus contrapartes en Taiwán, Tailandia o Brasil. Esos mexicanos serán cada vez más capaces de discernir entre opciones e impondrán una nueva lógica a la función gubernamental. Los gobiernos -el mexicano igual que todos los demás- tendrá que abocarse cada vez más a atraer e invitar a inversionistas, ahorradores y personas y empresas con tecnología -mexicanos y extranjeros-, en lugar de pretender que los puede conducir sin más.

Lo anterior es mucho más trascendente de lo que parece. Puede parecer muy obvio como un ingeniero en computación podrá convertirse en un formidable productor de software en competencia con los mejores del mundo. Pero lo mismo es cierto para el campesino más aislado del país. La disponibilidad de acceso a una red telefónica, por ejemplo, le puede permitir a un campesino conocer los precios que se pagan por los productos que él cultiva, lo que lo pone en igualdad de condiciones respecto al mayorista, de tener ambos acceso a la misma información. La capacidad de abuso por parte del cacique, o de su forma institucionalizada como es la de Conasupo, disminuye drásticamente. En Sri Lanka ocurrió precisamente esto: cuando se instalaron líneas de teléfono en las zonas rurales, los campesinos lograron incrementar su ingreso en más del cincuenta por ciento gracias a la disponibilidad de información que ese medio facilitó (5). La liberación implícita en la era de la información es para todos.

Quienes participen plenamente en la economía de la información van a ser sus grandes beneficiarios. Típicamente, esa red internacional que crece cada día comparte no sólo objetivos económicos o profesionales sino, con el tiempo, sus integrantes van adquiriendo y compartiendo gustos, opiniones y otros factores con obvias implicaciones políticas para cada uno de los países involucrados. La gran interrogante que se debate en muchas de estas naciones es si esto es bueno o malo. Aunque evidentemente se puede argumentar en favor o en contra de cualquiera de estas perspectivas, en realidad se trata de un debate inútil y de un dilema falaz, como se puede observar en México en la actualidad. Claramente, los que participan en la economía de la información, buscando lograr un mayor valor agregado en la producción, tienden a tener mejores ingresos y todo lo que ésto implica, mientras que quienes no están en ese circuito pierden posición relativa. Pero la disyuntiva no puede ser entre proseguir con la economía moderna o concentrarse en la economía vieja en la cual se concentra una enorme porción de la población. Esa salida al dilema es falsa porque la economía vieja, por llamarle de alguna manera, no tiene futuro. Esa economía de bajo valor agregado y de productos que nadie quiere o necesita va a continuar perdiendo valor relativo y, por lo tanto, capacidad de emplear y remunerar a quienes ahí trabajan. Quienes abogan por esa salida no tienen más que objetivos políticos, ajenos a las necesidades de la población y a las realidades del mundo. Negar la economía moderna es equivalente a cerrar los ojos a lo que ocurre a nuestro alrededor; pretender que se puede optar por un mundo fuera de ella no es más que una ilusión. La única salida realista consiste en hacer lo posible y lo necesario por transformar las estructuras económicas y políticas actuales para hacer posible el florecimiento de una industria pequeña y mediana que sea competitiva en el mundo internacional.

Hacer avanzar a la economía que se rezaga es materia de decisiones fundamentales de política pública, pues entraña alteraciones esenciales al status quo político y económico imperante. En el corto plazo, la porción de la población que no está integrada a la economía de la información tiene que recibir apoyos directos en la forma de programas de capacitación, así como en el rediseño de empleos tradicionales -desde los trabajos de limpieza hasta los de la industria altamente manual- a fin de elevar radicalmente la productividad de cada trabajo y, con ello, el ingreso potencial de los individuos. Las soluciones de corto plazo involucran acciones tendientes a resolver problemas inmediatos de la población, así como a lidiar con los ajustes necesarios e inevitables de quienes no están capacitados para la nueva economía. Pero las soluciones de largo plazo requieren acciones mucho más trascendentes, tanto para los niños de hoy que requieren una educación drásticamente distinta a la de sus padres, como para los adultos de hoy y de mañana, que requieren de la posibilidad de acceder al mundo productivo.

El modelo implícito que se adoptó cuando se inició la reforma de la economía a mediados de los ochenta consistió en apoyar a las grandes empresas del país para que éstas se convirtieran en líderes de un proceso de transformación económica e industrial a lo largo del tiempo. Esta prioridad quizá era razonable en el México de los ochenta, cuando lo imperativo era dar un viraje rápido, generar exportaciones con gran velocidad e incentivar nuevas inversiones industriales. En retrospectiva, los éxitos de sectores como el automotriz, que ha generado una industria de autopartes ultra competitiva a nivel mundial, sugiere que no era una mala estrategia, dadas las restricciones del momento. Sin embargo, la estrategia se llevó a extremos absurdos, al grado de concentrar brutalmente la propiedad -y la riqueza- de las empresas privatizadas y, mucho más importante, al diseñar modelos implícitos de estructura industrial que no sólo no apoyaron, sino que incluso restringieron de manera extraordinaria el acceso y desarrollo de empresas pequeñas y medianas al mercado nacional y mundial. De esta manera, el modelo industrial que implícitamente el gobierno adoptó -y que todavía preserva- excluía a cuatro quintas partes de las empresas del país, a la vez que cancelaba la posibilidad de que una multiplicidad de nuevas empresas cimentara el camino hacia el futuro. El problema nunca fue la apertura de la economía o el TLC, sino la necedad de crear una plutocracia en lugar de una inmensa riqueza dispersa entre millares o millones de empresarios.

 

El dilema de la información y la ciudadanía

La libertad implícita en esta nueva era entraña problemas nuevos. Un ruso decía que es posible que la población de todo un país sepa que le están mintiendo y, sin embargo, ignorar la verdad. Tanto el sistema soviético como el priísta fueron construidos en torno a un conjunto de mitos y creencias que empañaron la realidad e hicieron cada vez más difícil separar mitos de realidades, análisis de intereses. En este contexto, la manipulación política es siempre posible. El problema es cómo romper con el círculo vicioso ahí implícito. La mayor disponibilidad de información no necesariamente permite el mayor y mejor uso de esa información. Nadie puede decirle a otra persona cómo puede o debe utilizar esa información, pero las herramientas necesarias para emplearla son la clave del desarrollo futuro y ese es un tema central de la política pública.

El control y el acceso a la información han sido motivo de innumerables discusiones, libros y novelas. Quizá la más conocida de éstas, 1984, de George Orwell, argumentaba que la tecnología electrónica inevitablemente magnificaría el poder del gobierno sobre el ciudadano. La experiencia de la URSS, sobre la cual está basada la novela de Orwell, parece demostrar que el autor estaba equivocado. A final de cuentas, el acceso a la información rompió las amarras que mantenían el yugo sobre decenas de nacionalidades, religiones y países en lo que alguna vez fue la URSS. Esta experiencia revela que la información puede convertirse en el factor liberador que facilita el desarrollo de la ciudadanía e impone límites al gobierno. Pero hay otro lado de la misma experiencia que no es posible ignorar, sobre todo para nosotros. La súbita disponibilidad de información minó el poder totalitario del gobierno soviético en buena medida porque hizo posible que crecientes grupos de la población se percataran de la realidad del régimen, de la violencia y de la falsedad. Todo eso destruyó la legitimidad del gobierno e hizo posible su subsecuente caída. La información acabó siendo una poderosísima arma destructiva que fue incapaz de construir algo que supliera al viejo orden. Peor aún, le dio acceso y vida a toda clase de chauvinismos, extremismos, radicalismos y grupos violentos. En este sentido, las comunicaciones que han hecho posible la llegada y la ubicuidad de la información son nada más que medios a través de los cuales ésta fluye; la información misma es producto de quienes se comunican a través de ese vehículo.

Muchas de las críticas que con frecuencia enarbolan algunos empresarios y virtualmente todos los funcionarios contra revistas como Proceso y diarios como Reforma en el sentido de que estos tergiversan la información o que son extraordinariamente irresponsables en lo que publican, caen precisamente en este campo. Por una parte, la disponibilidad de información claramente altera el status quo, toda vez que se hacen públicos actos de corrupción o abusos diversos, lo que afecta a intereses particulares. Por otra parte, el sensacionalismo que comúnmente  acompaña a ese tipo de revelaciones con gran frecuencia incluye afirmaciones falsas, sesgos y prejuicios que indudablemente dañan injustificadamente a personas o empresas. Este otro lado de la información tiene fuertes implicaciones para los dos temas que seguramente estarán en el centro del desarrollo o involución política que experimente el país en el futuro mediato: las acciones del gobierno y las responsabilidades de la ciudadanía.

 

La política pública: ¿podrá el gobierno cambiar?

El gran sueño de la planeación central, que nunca logró mucho más que hacer olas retóricas en nuestra realidad, además de costosísimas incursiones paraestatales en terrenos que no competen a un gobierno cuerdo, sigue vivo en los criterios de nuestros gobernantes. La racionalidad del contador que prefería que no se construyera un nuevo puente porque el transbordador todavía tenía espacio, sigue permeando las decisiones gubernamentales. Nuestros gobernantes siguen pretendiendo que la economía de los setenta es igual a la de los noventa y que los principios que entonces pudieron haber sido válidos lo siguen siendo ahora. Seguramente habrá un conjunto de premisas que son básicamente inmutables en cuanto a la estructura de una economía; sin embargo, el advenimiento de la economía de la información ha venido a trastocar todos los criterios y premisas que los economistas mantuvieron por casi dos siglos desde la Revolución Industrial. La realidad de hoy exige otro tipo de enfoques y nuevas prioridades.

La realidad actual requiere de un gobierno decidido a crear las condiciones para que ocurran dos cosas y sólo dos cosas: por una parte procurar que los individuos, sobre todo los niños, los pobres y los marginados, adquieran las capacidades básicas que les permitan enfrentar al mundo moderno. Esto es, enfocar todos los programas de educación, capacitación, subsidios, gasto social y de salud hacia el desarrollo de niños sanos y la incorporación de los pobres y marginados en el mainstream de la sociedad. Por otra parte, la función del gobierno tiene que ser la de crear las condiciones para que pueda prosperar la actividad económica. Esto requiere de dos acciones: una, la de alcanzar la estabilidad macroeconómica. La otra, la de desarrollar la infraestructura que haga posible el desarrollo de la actividad empresarial sin interferencias gubernamentales o burocráticas.  Esto se logra mediante el desarrollo directo o indirecto de la infraestructura física, así como de  un sistema jurídico y judicial independiente y no sujeto a la permanente intromisión y reforma por parte del poder ejecutivo.  También se logra mediante la definición y protección de los derechos de propiedad y el desarrollo de un sistema financiero efectivo, donde lo que importe no sea la nacionalidad del propietario, sino la capacidad de apoyar el desarrollo de las empresas. Todo el resto es contraproducente.

El dilema para el gobierno mexicano es extraordinario. De no liberalizar la estructura de decisiones públicas, fortalecer la descentralización política y favorecer una rápida dispersión de la información, el desarrollo económico fracasará; por otro lado, de liberalizar, el gobierno corre el riesgo de enfrentarse a desafíos políticos como los que caracterizan al gobierno chino, para los cuales no hay salidas fáciles. La pretensión de que el dilema no existe y de que es posible seguir alimentando la ilusión o la expectativa de que estamos avanzando porque un conjunto de indicadores macroeconómicos claramente muestran mejorías significativas, evidencia ceguera más que visión. Ceguera como la que seguramente caracterizó al régimen de Albania al pretender que porque nada se movía todo estaba bien.

En el fondo el problema y el dilema mexicanos son un tanto distintos. Por años, el gobierno ha pretendido que sabe mejor que el resto de los mexicanos qué es lo que  a ellos conviene. La forma de gobernar, las campañas publicitarias de la Secretaría de Hacienda y el desprecio por cualquier propuesta alternativa de política, por sensata que ésta sea, reflejan la perspectiva de un gobierno que, a pesar de sus diferencias, va hacia el cuarto lustro de imponer una serie de políticas inteligentes y benevolentes pero que carecen de la esencia de todo buen gobierno: legitimidad. Lo que el gobierno requiere no necesariamente es cambiar sus políticas, sino incorporar a la población en ellas. Es decir, cambiar sus prioridades. En lugar de predicar sobre la legalidad, para desaparecerla cada vez que no conviene a sus intereses, el gobierno tiene que someterse a ella. En lugar de ignorar a la población, incorporarla. En lugar de estar por encima de los mexicanos, ser parte de ellos. La democracia es una forma más compleja de gobierno; pero mucho más permanente que la autocracia que choca cada seis años.

 

¿Podrán los ciudadanos con el paquete?

 

La información libera y beneficia antes que nada o a nadie a los ciudadanos. Es para los ciudadanos que la información puede ser una palanca excepcional de desarrollo. La información altera la capacidad de la gente de organizarse, de actuar y de conocer a sus competidores, adversarios y amigos. En el terreno de lo político, la información genera toda una impresionante red de relaciones potenciales con Organizaciones No Gubernamentales, con partidos políticos, con organismos nacionales y extranjeros y con medios de presión internacionales. Todo esto apalanca el poder potencial de cualquier grupo de interés y permite multiplicar y fortalecer el poder institucional de cualquier grupo o entidad. Basta ver a Sebastián Guillén y al EZLN en Internet para observar lo que esto puede implicar. Además, el contagio y fertilización mutua entre grupos políticos, ecologistas, de derechos humanos, etcétera, acelera la diferenciación que existe en la sociedad y, con ello, profundiza los mecanismos necesarios para la estabilidad política.  No importa el grupo o interés de cada persona, el hecho es que la disponibilidad de información y los vínculos con otros grupos e intereses a lo largo del país o del mundo abre puertas y vehículos de participación antes impensables.  Pero este desarrollo no necesariamente tiene que conducir a la estabilidad o a la evolución política.

En la medida en que el ciudadano se adueña del balón, como reza el dicho popular, los problemas cambian de naturaleza.  Una cosa es que una persona adquiera los conocimientos o las habilidades para entrar al mercado de trabajo, por ejemplo, y otra muy distinta es que esa persona se constituya en un ciudadano responsable, capaz y deseoso de luchar por sus derechos estrictamente dentro de los marcos institucionales que el concepto de ciudadanía entraña por definición. Puesto en otros términos, siguiendo el ejemplo del campesino de Sri Lanka que logró casi duplicar los precios de sus cosechas cuando tuvo acceso a un teléfono, la disponibilidad de la información puede llevar exactamente a lo contrario: un niño abusado igual puede encontrar en el internet la manera de construir una bomba atómica. La diferencia en la manera en que se emplee la información reside en la responsabilidad de cada persona.

Para todas las personas que tienen hijos es evidente que nadie puede hacer responsable a otra persona. Nadie puede obligar a un niño a ser responsable.  La educación de un niño, como la de un ciudadano, consiste -o debe consistir- precisamente en la creación de condiciones en las cuales ese ciudadano futuro comprenda sus derechos y obligaciones al hacerlos efectivos. El gobierno no puede obligar a nadie a ser responsable pero sí, en cambio, puede proveer toda clase de incentivos para que la población sea extraordinariamente irresponsable.  También puede crear los incentivos para que se haga responsable. Cuando resulta más fácil conseguir una cita con un determinado secretario de gobierno mediante la organización de una manifestación en las calles que llamando a la secretaria del mismo, la población acude a las manifestaciones. En ese caso el gobierno esta ofreciendo incentivos a la irresponsabilidad ciudadana que hacen que las personas actúen muy racionalmente como políticos, pero no como ciudadanos.

El dilema de la ciudadanía es muy simple: para que exista, tiene que ser responsable. Y para que sea responsable se le tiene que dejar hacer uso pleno de sus derechos ciudadanos. Uno de estos derechos es el que el gobierno no cambie arbitrariamente y a conveniencia las leyes y que no imponga sus decisiones por encima de la sociedad. Conceptualmente este planteamiento es muy simple. La gran interrogante del México de hoy es cómo llevarlo a la práctica. El dilema en la vida real se va a presentar en forma creciente en el curso del próximo lustro por razones demográficas. Un indicador de esto es muy claro: hace dos décadas el voto confiable o “duro” del PRI era indudablemente mayoritario a nivel federal; hoy en día ese voto es menor al 40%. En el curso de la próxima década ese porcentaje va a disminuir a no más de la mitad. Entre este momento y aquel, el país tendrá que saber funcionar sin el PRI y tendrá que haber creado un sistema legal confiable y respetado que haga posible una transmisión pacífica del poder entre dos partidos distintos. Eso sólo será posible en la medida en que los priístas hayan creado una estructura legal capaz de ofrecer garantías a los propios miembros del PRI de que no serán perseguidos arbitrariamente, a la vez que los miembros de otros partidos la consideran institucionalizada de tal forma que ellos no tengan la capacidad política, ni mucho menos la legal, para alterarla. Cuando eso ocurra, México será un país de leyes. Nadie en México hoy puede creer que eso es una realidad presente. Por ello, o nos preparamos para el embate de la información y la competencia, y eso implica crear un país de leyes, o nos lleva el tren.

 

1)    Kennedy, Paul, The Rise and Fall of the Great Powers, Vintage, Nueva York, 1989 pp.438

2)    citado por Shane, Scott, Dismantling Utopia, Elephant Paperback, Chicago, 1994, p.5

3)    ibid, p.45

4)    lo que no ha impedido que, en la nueva legislación fiscal, se retorne, implícitamente, a esos conceptos.

5)    Wriston, Walter, the Twilight of Sovereignty, Scribners, Nueva York,1992. p.41.


* politólogo, director de CIDAC

Nuevo Trato

Luis Rubio

Confrontado con una profunda crisis social, una economía en estado de depresión y con una total desazón, Franklin D. Roosevelt inventó una salida política que acabó transformando a su país. El New Deal, o “Nuevo Trato” como se le ha traducido, fue un proyecto esencialmente político. Aunque con frecuencia se asocia a un conjunto de instrumentos particulares, algunos más exitosos que otros, en su corazón el proyecto era uno de reconciliación nacional, de inclusión política y de transformación económica. El reto que enfrentaba Estados Unidos al inicio de los treinta del siglo pasado no es muy distinto, en concepto, a nuestra situación actual.

El país lleva años sufriendo una alta conflictividad social y un muy pobre desempeño económico. Aunque a lo largo de los ochenta se comenzó a reconstruir la economía luego del caos de los setenta y se logró un alto grado de aprobación por parte de la población al proceso de modernización del país, la crisis del 94-95 acabó por darle al traste. Para finales de los noventa el gobierno había logrado reestabilizar la economía pero el consenso social detrás de la modernización económica había desaparecido. Ese cambio de actitudes dio pie y se convirtió en el factor crucial de la enconada contienda electoral del 2006.

Independientemente de sus causas mediatas e inmediatas, el conflicto político reciente evidenció un profundo rencor social, un resentimiento contra diversos sectores de la sociedad (sindicatos, políticos, grandes empresas, etcétera) y una reprobación a los últimos gobiernos por su incapacidad para lograr elevadas tasas de crecimiento tanto de la economía como del empleo. Aunque las circunstancias son claramente distintas a las de EUA hace ochenta años, en términos políticos a México le urge un “nuevo trato”.

Un proyecto de esa naturaleza sería ante todo un planteamiento político: una invitación a la sociedad en su conjunto para reconfigurar al país. Por definición, un planteamiento de esa índole tendría que ser profundamente incluyente (todos tienen igual derecho de participar) y su objetivo sería el de que todos los mexicanos acaben percibiendo que van a ser una parte beneficiada de la distribución de los recursos. Es decir, para poder echar a andar a la economía del país se requiere de una redefinición política.

A diferencia del mundo de los veinte en que los gobiernos prácticamente no tenían presencia alguna en la actividad económica, los gobiernos de hoy, incluido el nuestro, tienen una amplia participación en la economía (baste pensar en los monstruos energéticos en nuestro caso) y su ingerencia en los procesos de toma de decisiones son vastos y no siempre muy constructivos. Por estas razones, la estrategia de Roosevelt de convertir al gobierno y su gasto en una inmensa fuente de impulso económico no es aplicable a nuestra realidad actual. Sin embargo, la esencia del Nuevo Trato no residió en el crecimiento del gasto gubernamental (aunque eso sin duda fue lo más visible), sino en los arreglos institucionales que transformaron a su país.

México necesita inventar un esquema similar. La condición esencial para que sea posible reconstruir la tranquilidad social reside en que toda la sociedad haga suyo el proceso de desarrollo y eso es imposible en la actualidad toda vez que, con razón o sin ella, la mayoría de los mexicanos percibe que todo está sesgado a favor de unos cuantos. Si uno acepta que más allá de la naturaleza del régimen político, la mayoría de las decisiones que se toman en un país versan, al menos en parte, sobre la distribución de los recursos y beneficios entre los que unos ganan y otros pierden, entonces la percepción de legitimidad de esas decisiones es clave para la viabilidad del régimen. En el México de antes, la combinación de un gobierno poderoso con capacidad de limitar excesos por parte de actores políticos o de otro tipo y de una economía en crecimiento conferían suficiente legitimidad para funcionar.

Pero ese contexto ya no es el del México de hoy. La libertad de que hoy se goza es mucho más amplia que en el pasado, pero el crecimiento de los llamados poderes fácticos y sus abusos (percibidos como privilegios inconfesables o capacidad de imposición) y un pobre desempeño económico se han combinado para producir una aguda ilegitimidad no necesariamente para el gobierno, pero sí para el régimen. La legitimidad es crucial para emprender proyectos transformadores, por lo que quizá una explicación lógica de la parálisis de la última década reside más en que la población no tiene incentivos para cambiar, toda vez que cree o sabe que los recursos se distribuirán de una manera sesgada. La democracia consiste en un entramado institucional que permite, o debe permitir, una distribución equitativa de esos beneficios. La población se sumará no cuando tenga la cultura idónea para ello, sino cuando perciba que va a ser beneficiaria.

Es evidente que un esquema de esta naturaleza, un “nuevo trato” implicaría perdedores: todos aquellos que impiden el progreso, comenzando por los burócratas dedicados a obstaculizarlo todo, los políticos que inventan los obstáculos (o las condiciones que los hacen posibles), los tribunales corruptos, los reguladores que trabajan no para el bien de la colectividad sino para los regulados y los sindicatos que viven en un mundo de privilegios sin parangón en el mundo civilizado. No menciono a las empresas, muchas de ellas extraordinarios beneficiarios del sistema, porque el problema es de la incompetente regulación y control que hace posibles sus abusos.

Dos problemas hacen difícil lanzar una iniciativa tan ambiciosa como un “nuevo trato”. En primer lugar, es evidente que estamos donde estamos porque no ha habido capacidad o disposición para enfrentar a los intereses que medran del desarrollo y que son los que la población percibe como beneficiarios ilegítimos. En segundo lugar, el abuso en el lenguaje que los gobiernos “revolucionarios” emplearon para convencer a la población e intentar construir legitimidad, así fuera artificial, produjo la inevitable suspicacia que caracteriza al mexicano desde épocas ancestrales. Un gobierno decidido a emprender una verdadera transformación tendría así dos enemigos formidables: los de los intereses reales y los de una población escéptica por necesidad.

Nada de esto niega las virtudes de combatir criminales o mejorar cosas específicas de la gestión gubernamental, pero sí sugiere que el crecimiento y los empleos no llegarán sino hasta que la población crea que también serán suyos.

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Presidentes

Luis Rubio

El péndulo es un factor inseparable de la política. Hay presidentes de derecha que acaban adoptando los objetivos de la izquierda y presidentes de izquierda que se convierten en paladines de las posturas de la derecha. La historia está llena de paradojas y contradicciones que no hacen sino confirmar la necesidad inexorable de ejercer el poder en forma pragmática. La historia de nuestros presidentes es elocuente al respecto porque ilustra lo vano de las etiquetas ideológicas, pero también los costos y oportunidades que cada presidente hace suyos en su manera de actuar.

En una visita turística que realicé hace años al palacio de Versalles en las afueras de París, el guía hizo una descripción que alude directamente a los avatares del poder. Luis XIV, decía el guía, construyó el imponente palacio; Luis XV lo disfrutó; y Luis XVI pagó el costo del lujo ahí contenido. Lo mismo se puede decir de nuestros presidentes: cada uno tomó las decisiones que consideró apropiadas, intentó equilibrar las fuerzas políticas del momento y asumió, a conciencia o sin ella, las consecuencias de su actuar. A unos les fue mucho peor que a otros. ¿Cómo le irá al presidente Calderón?

La idea del péndulo es que las realidades del poder obligan a un nuevo presidente a ajustar sus  objetivos y estrategias a las realidades que encuentra al momento de responsabilizarse de la conducción de una nación. Esa responsabilidad trasciende los cartabones que se asocian con la persona hasta el momento de una elección porque los posicionamientos cambian según las circunstancias. El presidente Lula de Brasil se encontró con la necesidad de ajustar su programa económico, de la misma manera en que el presidente de Gaulle no tuvo más alternativa que concluir la guerra argelina. México no ha sido excepción en estos avatares.

El presidente Miguel de la Madrid se encontró con un panorama aciago luego de los excesos de López Portillo y no tuvo más remedio que dedicarse a restaurar la calma, recoger los platos rotos y comenzar a limpiar la cocina. Aunque su gobierno fue esencialmente mediocre, su gran mérito residió en romper con devastación económica y política, consecuencia de la racha populista, y de los excesos de sus predecesores, que ahora se identifican con la llamada “docena trágica”.

Si nos abstraemos por un momento de lo malo de muchos de sus actos, Carlos Salinas fue un verdadero revolucionario en el sentido literal del término: rompió con el orden establecido. Su gran mérito residió en cambiar la lógica que por años había anestesiado al país, rompiendo mitos (como con las relaciones con Estados Unidos y el Vaticano y concepciones arcaicas como el ejido) y replanteando la lógica del desarrollo del país. Aunque su gestión acabó mal y los cambios que enarboló fueron insuficientes, nadie puede dudar que modificó el statu quo.

Después de Salinas vino Zedillo, un presidente sin ese espíritu revolucionario pero que supo restaurar la paz interna y reconstruir las finanzas públicas, aunque en el camino creó las condiciones para la revolución populista que se hizo presente en las elecciones del año pasado. Sin imaginación para transformar al país, tuvo que abocarse, una vez más, a enderezar las cosas, terminando su gestión sin pena ni gloria, pero envuelto en el manto del presidente democrático. La paradoja es que la figura de Ernesto Zedillo ha crecido más por los excesos de su predecesor y lo patético de su sucesor.

Vicente Fox es quizá, con la posible excepción de Madero, el único presidente de la historia moderna de México que tuvo la oportunidad de verdaderamente revolucionar al país y colocarlo al frente del siglo XXI, pero no entendió el momento ni la circunstancia. Gozó de una economía estabilizada, del llamado bono democrático, del apoyo mayoritario de la población y de un extraordinario nivel de aprobación y tolerancia. Pero su frivolidad, superficialidad, lejanía de la toma de decisiones y, para colmo, su decisión de ejercitar la administración a través de lo que él denominó “la pareja presidencial”, llevó al peor de los mundos: oportunidades perdidas y desazón. Fue esa incapacidad para asir la oportunidad lo que hizo posible el surgimiento de un líder iluminado, del renacimiento populista y de la aparición de la mediocracia. Al final, los mexicanos acabamos pagando los costos de una revolución ¡que no se dio!

A un año de la llegada del presidente Calderón, la gran pregunta es si será él quien acabe pagando las cuentas del “cochinero” de la administración anterior o quien encabece la frustrada revolución que el país requiere para transformarse en uno de los países ganadores del siglo XXI.

La pregunta no es ociosa. Si uno ve hacia atrás, es evidente que ha habido grandes cambios en el país a lo largo de las últimas décadas. También es cierto que muchos de esos cambios no han sido adecuados o suficientes para romper la inercia y crear condiciones para un desarrollo equitativo al que tengan acceso todos los mexicanos. De hecho, una de las peculiaridades de nuestra triste realidad actual es precisamente esa: que si bien mucho ha cambiado, también es cierto que muchas cosas fundamentales no han cambiado en nada. El presidente Calderón tiene la oportunidad de cambiar esas estructuras depredadoras que han permanecido incólumes precisamente porque no le debe nada a nadie. Queda por ver si lo intentará y, en ese supuesto, si podrá lograr el ansiado cambio.

En los años posteriores a las convulsiones de los años setenta y al arribo del fenómeno de la globalización económica reciente ha habido de todo: presidentes buenos y malos, responsables e irresponsables, hábiles y torpes, pero independientemente de sus características, ninguno se abocó a crear las condiciones para que cada mexicano tuviera la misma oportunidad de ser exitoso. Al final de sus mandatos, todos esos presidentes habían preservado ese híbrido tan nuestro, tanto en la economía como en la política, de apertura pero con cerrazón. Nuestra economía, como nuestra política, está abierta pero sólo para algunos: los mecanismos generadores de privilegio parecen mantenerse siempre incólumes.

El presidente Calderón tiene la oportunidad de aprovechar el ocaso de Fox para iniciar la transformación que el país requiere. Con su ridículo protagonismo reciente, Vicente Fox le está regalando al presidente Calderón la oportunidad de lanzar la revolución que Fox no tuvo la capacidad de entender y menos encabezar.

Está por verse si el presidente Calderón verá esta circunstancia como la oportunidad para romper con la maldición de la pasada elección, o como una condición que obliga a la continuidad en la política nacional, lo que significaría que lleva a no mover el barco.

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¿Democracia?

Luis Rubio

La política mexicana es un mar de contradicciones. Grandes aspiraciones democráticas se ven minadas por la dura realidad de los pleitos callejeros que caracterizan la política cotidiana. Contra muchos pronósticos, el presidente Calderón ha dominado el panorama nacional y controlado a su equipo, pero no ha logrado trascender la agenda cotidiana, establecer un nuevo marco de referencia para la política nacional o para el desarrollo de la economía. Los priístas han sabido aprovechar el momento pero arriesgan su potencial cada que juegan al chantaje: si no gana su partido no hay negociación. El PRD,  enfrascado en una disputa medular sobre su función y responsabilidad en la coyuntura, puede igual acabar hundiéndose que convirtiéndose en el factor clave de equilibrio en la política nacional.

Las cosas no son lo que parecen: hablamos de democracia pero estamos inmersos en la disputa de la política real que nada tiene de democrática. La paradoja no tiene desperdicio. La palabra “democracia” ha sido parte del diccionario de la política mexicana desde antaño, pero su uso retórico prácticamente va en dirección inversa a la realidad cotidiana: mientras más se afirma su existencia, menor su realidad. Las elecciones de la semana pasada son un buen ejemplo de los contrastes y paradojas que vivimos.

La paradoja no quiere decir que la política mexicana esté estancada o que no haya cambiado a lo largo del tiempo. De hecho, si uno echa la mirada hacia atrás, es evidente que la realidad política mexicana actual nada tiene que ver con la de hace algunas décadas. Por ejemplo, desapareció el viejo presidencialismo y se afianzó la libertad de expresión. En forma paralela, nadie puede dudar del fortalecimiento de los poderes legislativo y judicial como mecanismos de contrapeso, al menos al más alto nivel. También es evidente que los gobernantes se eligen con el voto popular y que, al menos en lo fundamental, los políticos han respetado las decisiones de la SCJN cuando se trata de diferendos mayores.

Puesto en otros términos, el país ha experimentado una profunda revolución política que ha cambiado las normas, reglas del juego y expectativas de su funcionamiento. Ya no se hace lo que dice el presidente ni cualquier político puede imponer su voluntad al margen de las urnas o de los procesos institucionales establecidos. El que los viejos chistes de la política mexicana ya no resuenen como reales habla por sí mismo: el presidente ya no se puede dar el lujo de que, al preguntar la hora, le contesten “la que usted diga”. Otro rasero de la democracia, el que afirma que en un país autoritario los políticos se burlan de los ciudadanos en tanto que en la democracia ocurre al revés, sirve para reconocer qué tanto hemos cambiado. Desde esta perspectiva, poco o nada del viejo sistema sigue operando.

Pero el cambio que ha experimentado la política mexicana no se ha consolidado en formas democráticas al servicio de la ciudadanía. Las disputas postelectorales no sólo no disminuyen, sino que es rara la contienda que no acaba en el Trife. Muchos gobernadores siguen siendo dueños y amos de vidas y haciendas y actúan como tales, si bien no siempre con inteligencia (el “carro completo” de Oaxaca habla por sí mismo). El chantaje legislativo se ha vuelto moneda de cambio. Los poderes fácticos son cada vez más poderosos y la impunidad está a la orden del día.

A pesar de lo anterior, la población ha obtenido un beneficio extraordinario y ese es que el potencial de abuso de los políticos sobre el bienestar de los ciudadanos ha disminuido: el presidente ya no puede cambiar la constitución a su antojo; los mercados financieros (y cualquier ciudadano) cuentan con información suficiente para anticipar crisis; los políticos pueden no creer mucho en las razones por las cuales es deseable la estabilidad financiera, pero tienen pavor de que los culpen de una devaluación; muchos burócratas, sobre todo los más honestos, prefieren no tomar decisión alguna que ser objeto de una investigación por corrupción. Por donde uno le busque, la población, aún a sabiendas de que tiene poca influencia sobre la toma de decisiones en la vida pública, goza del beneficio de que sus riesgos mayores se han mermado y eso no es poca cosa. Su sensatez en la forma de votar el domingo pasado es impactante.

Pero los mínimos no son siempre algo deseable y aquí hay un tema generacional: para quienes vivieron tiempos aciagos y violentos de la vida pública mexicana, el PRI constituyó una salvación y temen a la era actual; para quienes crecieron en la era de las disputas políticas y las crisis, cualquier cosa parecía preferible al PRI; para las generaciones más recientes, la democracia actual es inadecuada e insuficiente porque no responde a sus expectativas.

Desde esta perspectiva, los malos manejos electorales y los conflictos urbanos (igual los plantones en el DF que la toma de la ciudad en Oaxaca) merecen lecturas muy distintas por parte de cada uno de estos grupos de la sociedad. Por ejemplo, para quienes la historia de fraude electoral es inherente a la concepción política que aprendieron a partir de los años revolucionarios y sus consecuencias, lo importante es la estabilidad. En contraste, para la juventud de hoy, la idea de la democracia y su funcionalidad es mucho más importante. Para los primeros, la noción de que el PRI decidiera disputar el resultado electoral de Baja California o pudiera emplear medios autoritarios para ganar la elección de Oaxaca es una mera anécdota; para los segundos el burdo intento de chantajear al gobierno federal con la reforma fiscal de no ganar una elección local es algo inaceptable, independientemente de que todo mundo sabe que la capacidad del gobierno federal de decidir las elecciones locales es inexistente. El problema para el PRI es que el segundo grupo es el futuro del electorado mexicano.

El mexicano se ríe de sus políticos pero no es obvio que sea el último en reír. Hasta en sus momentos más duros, el autoritarismo mexicano en nada se parecía al soviético: la larga historia de chistes y caricaturas sobre la política y los políticos es testigo de que la risa es una constante. Lo que ha cambiado ahora es que los chistes son públicos, es posible demandar a un gobernante y la prensa todo lo publica. Pero eso no quiere decir que la rendición de cuentas haya mejorado, que los políticos sirvan a los intereses de la ciudadanía o que el país vaya resolviendo sus dificultades. La pregunta es qué tan infinita será la paciencia de la ciudadanía y su disposición a emplear el voto para mantener el bote a salvo.

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Hacia dónde va el PRI

Luis Rubio

Cuando las expectativas son abismalmente bajas, cualquier noticia promisoria se traduce en una agradable sorpresa. En un país de altibajos y claroscuros como el nuestro, personas y circunstancias pueden, de repente, aparecer como una luz. El presidente Calderón pudo cambiar percepciones con sólo meter en la cárcel a un delincuente común oaxaqueño, es decir, al simplemente cumplir con su obligación legal y política. Con suerte y todo el sexenio se va construyendo con pequeños pasos que acaben transformando al país. ¿Podrá el PRI lograr una hazaña similar?

El PRI es la principal fuerza política del país, la única con una amplia presencia nacional y la que agrupa a los políticos más experimentados y con mayor sentido político. El control que ejerce sobre estados y municipios no es el de antaño, pero sigue siendo una fuerza arrolladora en muchos congresos estatales y, en general, en la política nacional. Comparar su relevancia con el pasado es un tanto absurdo puesto que en épocas anteriores el PRI era el sistema. Ahora, en un entorno de competencia, el PRI ha sido capaz de mantenerse como una fuerza todavía relevante en términos numéricos, pero determinante en términos políticos. Dicho todo eso, no es obvio que el PRI tenga futuro.

Pasada la elección presidencial de julio pasado, las encuestas revelaron que las preferencias del electorado por el PRI estaban por los suelos: había pasado a ser la tercera fuerza y al menos un estudio de opinión lo colocaba como la cuarta fuerza política a nivel nacional. Evidentemente, las encuestas, como una fotografía instantánea, no revelan más que un estado de ánimo que, por definición, es momentáneo. Las percepciones sobre el PRI se fundamentan, además de en la historia, en la naturaleza de la contienda presidencial más reciente, proceso electoral dominado por los candidatos de los otros dos partidos grandes. Algunos argumentan que el problema fue su candidato, otros que, de hecho, como en 1988, ya había otro candidato del PRI. Sea como fuere, hay dos elementos que los priístas tienen que contemplar para su futuro: primero, que no es fácil que un partido que gozó del monopolio del poder retorne a él y menos tan rápido. Para botón de muestra baste observar a España y Chile: toma tiempo, no hay garantías y todo depende de su capacidad de renovación. El otro elemento es que cada contienda es distinta y su dinámica responde a factores que nadie puede controlar de antemano.

Supongamos, para fines de análisis, que los números expresados en las encuestas reflejan la naturaleza de la contienda más reciente y no el sentimiento de la población por este partido. Es decir, supongamos que el PRI tuvo una mala tarde pero que, en otras circunstancias, podría seguir acaparando alrededor de una tercera parte de las preferencias electorales y, como en toda contienda política, un buen candidato en un buen momento puede conducir a un triunfo. En otras palabras, supongamos que hay plena normalidad política (donde cualquiera puede ganar la presidencia) y que el voto llamado “estratégico”, definido como antipriísta por antonomasia, tiende a erosionarse con el tiempo. Con todas estas ventajas, no es obvio que el PRI pueda retornar al poder.

A pesar de su presencia nacional, el PRI es cada vez más un partido de grandes fortalezas (y debilidades) regionales y los estancos regionales tienden a convertirse en prisiones. El mejor ejemplo es el sureste del país: aunque en años recientes el PRI perdió dos estados clave, Guerrero y Chiapas, su concentración numérica en Tabasco, Oaxaca, Puebla y Veracruz es extraordinaria. Pero el problema no es su concentración regional, sino lo que ello implica para su capacidad de ganar adeptos en otras latitudes. El apoyo a ultranza que el PRI le confirió al gobernador de Oaxaca constituye un hito: es fácil explicar la racionalidad de semejante apoyo, pero es difícil de creer que un votante en Guanajuato, Jalisco o Chihuahua desee asociarse con un gobernador como el oaxaqueño. Desde la perspectiva de esas otras latitudes del país, lo mismo se podría decir de otros representantes del PRI en sus cotos regionales.

El problema del PRI no se limita a sus propios baluartes regionales. En lugar de construir una plataforma amplia de posturas y visión, como sí lo han logrado el PAN y el PRD, el PRI se quedó atorado en el momento de su apogeo y en los intereses de sus fuerzas locales. Mientras que los candidatos del PAN o del PRD han procurado candidatos capaces de acercarse a comunidades, intereses y entidades distintas a sus regiones tradicionales, el PRI no ha hecho sino reproducir los mismos perfiles, cuando no los mismos nombres, que la población asocia no con su era de grandeza, sino con la de corrupción y abuso. Como decían de los Borbones, el PRI ni aprende ni olvida.

En los últimos años, el PRI ha respondido de manera reactiva al reto que representa no estar en control de la presidencia. Ha jugado de manera táctica tanto con el PAN como con el PRD, pero no ha logrado marcar una diferencia. Al mismo tiempo, su visión de Estado y colmillo político le permitió convertir la derrota del pasado dos de julio en una fortaleza estratégica. En lo que va del sexenio, ha podido presentarse como el factor clave de la gobernabilidad del país. Pero sigue siendo no más que una visión táctica: el PRI no tiene un proyecto de largo aliento ni posee la consistencia interna para desarrollarlo. El PRI vive del pasado en vez de competir por el futuro.

El riesgo para el PRI radica en su posible enquistamiento. Por un lado, enfrenta la competencia del PAN por las regiones modernas del país; por el otro, compite con el PRD en sus bastiones tradicionales. Si bien, como ilustra Tabasco, ha tenido la habilidad para presentar candidatos competitivos en algunos casos, su propensión a encerrarse no sólo es legendaria sino que tiende a acentuarse a la par de regionalizarse. Seguir con más de lo mismo lo llevaría al cadalso.

El reto de hoy no tiene precedente: el PRI necesita una nueva razón de ser, un nuevo proyecto y una propuesta de transformación para sí mismo y el país, un proyecto que haga posible construir un país moderno sin ignorar su contexto histórico. El PRI, y México, necesita un liderazgo transformador, capaz de romper con su regionalismo mental y geográfico, un liderazgo que vea hacia adelante sin perder su razón histórica de ser. Hay muchos candidatos, pero sólo una propuesta, la de Beatriz Paredes, capaz de conciliar al partido del pasado con el México del futuro. Ojalá sepan acertar.

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