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Gobierno vs migración

Luis Rubio

Cuando Alexander Pope, el gran poeta inglés del siglo XVIII, se encontraba en su lecho de muerte, su médico le aseguró que su respiración, pulso y otros signos vitales mejoraban. «Aquí estoy,» Pope le comentó a un amigo, «muriendo de cien buenos síntomas». El gobierno corre un riesgo similar. Cuando un país es chico y se encuentra cerca de uno grande y poderoso, no tiene más alternativa que ajustarse cuando aquel le cambia la jugada. El gobierno mexicano no puede darse el lujo de ignorar lo que pasa en el norte. El tema migratorio ya está en la mesa y el gobierno puede ayudar o estorbar pero no se puede quedar con los brazos cruzados.

 

Estados Unidos es una nación que se construyó por olas sucesivas de migrantes. Por casi un siglo y medio, la migración era formalmente bienvenida y promovida. Sin embargo, a partir del inicio del siglo XX, la visión cambió y en 1924 se adoptó un sistema de cuotas que dio comienzo a un agrio e interminable debate respecto a su política migratoria.

 

Ese debate cambia de forma, actores y características, pero el contenido es similar: quienes la ven como una amenaza frente a quienes la ven como una oportunidad. Los «malos» tienden a cambiar en el tiempo: en alguna época eran los italianos, en otra los judíos, luego los cubanos, ahora son los mexicanos. No falta quien, en cada era, racionalice su posición con argumentos relativos al origen específico de los migrantes, pero si uno observa casi un siglo de debate, lo que queda es esa confrontación básica: amenaza vs oportunidad.

 

La reciente elección presidencial, en que Obama logró un apoyo abrumador por parte de la comunidad hispana, retrotrajo el tema al frente de la agenda legislativa. Aunque prevalecen las dos visiones, los legisladores de ambos partidos saben bien que no pueden esquivarlo, así que el debate promete ser rico y trascendente. La pregunta es qué opciones le quedan al gobierno mexicano frente a esta realidad.

 

De manera similar al debate interno de allá, tanto en el gobierno como en la sociedad mexicana hay dos posturas claramente diferenciadas: aquellos que consideran que el tema migratorio es un asunto interno de EUA y aquellos que consideran que se trata de un asunto de interés nacional para México. Los primeros preferirían cerrar los ojos; los segundos pretenden emprender una cruzada. El problema es que ambos tienen razón en su postura y por ello el gobierno no puede más que actuar, pero con una estrategia inteligente, apropiada, activa y discreta.

 

Por un lado, es evidente que el asunto migratorio es de carácter interno pues involucra lo más esencial de cualquier nación: la composición de su sociedad. Además, lo que está en juego es la facultad de un gobierno soberano de decidir sobre el tratamiento legal de una población que violó su legislación en el momento de ingresar al país o cuando se quedó en su territorio más allá del plazo que le permitía su visa. El gobierno mexicano no tiene nada que ofrecer en estos campos ni puede correr el riesgo de jugarse el sexenio en una decisión sobre la que tiene poca o ninguna influencia directa. Experiencias fallidas previas animan a muchos en el gobierno a mantenerse ajenos y distantes.

 

Por otro lado, estamos hablando de más del 10% de la población del país, de un contingente vinculado directamente con más del 50% de la población (hermanos, padres, hijos) y que, en algunos estados, representa más de la mitad total de sus habitantes. Imposible ignorar la trascendencia política interna de la decisión que eventualmente adopte el gobierno estadounidense. Tampoco es irrelevante el impresionante impacto de las remesas sobre un enorme número de familias. Finalmente, aunque improbable, no es inconcebible un escenario en el cual enormes números de personas que hoy residen allá acabaran siendo forzadas a retornar. Por más que gobierno quisiera esconderse, en este debate hay asuntos vitales que no pueden ser desdeñados.

 

El gobierno mexicano tiene que desarrollar una estrategia idónea a las circunstancias. Los factores condicionantes son muy claros: a) se trata de un asunto interno, por lo que la estrategia debe ser discreta; b) a México le beneficiaría enormemente la legalización de los mexicanos que hoy viven allá; c) esos mexicanos no son ni nunca serán «instrumento» político para el gobierno mexicano: son personas de origen mexicano que aspiran a vivir allá como ciudadanos en regla; d) existen poderosas fuentes de oposición a cualquier liberalización migratoria que esgrimen argumentos legítimos y respetables; e) la sociedad estadounidense es sumamente descentralizada y las ideas y apoyos o rechazos -y miedos- surgen desde abajo; y f) este proceso de discusión ofrece oportunidades para el reencuentro entre el gobierno mexicano y los mexicanos que optaron por migrar, pero también entre las dos sociedades y sus gobiernos.

 

Estos factores condicionantes establecen los parámetros dentro de los cuales es imperativo actuar. Hay dos elementos clave: uno, definir, en privado, una postura formal frente al gobierno estadounidense y mantener todos los mecanismos de comunicación con su ejecutivo y congreso abiertos y fluidos. El gobierno mexicano debe presentarse como un actor respetuoso de sus procesos pero interesado en los resultados y dispuesto a hacer su parte para que estos sean favorables. El otro elemento, es del de actuar discreta pero deliberadamente para atender, atenuar o eliminar las fuentes de oposición desde la base.

 

Esto último es crucial. Cuando se negoció el TLC, el gobierno mexicano, directamente y a través de diversos actores de toda la sociedad, se dedicó a atender las fuentes de oposición, sobre todo en los estados más vulnerables al acuerdo comercial, como eran aquellos en que se concentraba la fabricación de textiles, automóviles y otros productos similares. El objetivo era explicar, buscar opciones y sumar. Neutralizar a la oposición hasta donde fuese posible.

 

El asunto migratorio es similar al del TLC excepto que monumental en tamaño. El gobierno tiene que desarrollar una estrategia para atender a los quejosos, a la derecha, a los agraviados, a los empleadores y a las comunidades de mexicanos. El objetivo: explicar, sumar, mostrar los efectos benignos de los migrantes que hoy están ilegalmente allá, atenuar los miedos. Un magno esfuerzo que, paradójicamente, no debe ser muy público, pero sí amplio y en todas partes. Una gran operación política de bajo perfil: con presupuesto y redefiniendo el enfoque de los consulados. Sobre todo, yendo más allá de las estructuras formales e involucrando a la sociedad y a actores diversos, allá y acá. Poco priista pero indispensable.

 

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Prioridades

Luis Rubio

Ningún gobierno, por poderoso que sea, puede hacerlo todo. De hecho, su función medular no es, ni debería ser, hacer “cosas”. Su función primordial es la de hacer posible que el país prospere y para eso tiene que crear un entorno que propicie la prosperidad, mantenga segura a la población y garantice la protección de sus derechos, en el más amplio sentido. Lograr esto implica optar: definir prioridades y facilitar el logro de sus objetivos con el concurso del conjunto de la sociedad.

El gobierno del presidente Peña ha llegado con un enorme y arrollador ímpetu y ha logrado cambiar la tónica de la actitud de los mexicanos y de la opinión pública en general. Dicho esto, está enarbolando una amplitud tan grande de programas, proyectos e iniciativas en todos los ámbitos, que corre el riesgo de perder la concentración en lo esencial. No sólo eso: la necesidad de mantener la iniciativa mediática le está llevando a pronunciamientos diarios que, si bien tienen el beneficio de “hacer sentir” que hay autoridad, entrañan el riesgo de que se pierda el sentido de dirección.

Sólo para ilustrar, en el ámbito de los proyectos de inversión se han anunciado programas para combatir el hambre, la construcción de líneas férreas hacia Querétaro, Toluca y otra en Yucatán, proponen modificar el régimen de pensiones, desarrollar proyectos de petróleo y gas y construir nuevos proyectos de infraestructura. Además, tendrán que enfrentar el asunto de las deudas estatales y municipales. Como concepto, nada de esto es criticable; lo que es dudoso es que el gobierno tenga la capacidad financiera para lograrlo. Aprovechando los altos precios de petróleo y bajas tasas de interés, el gasto público ha crecido de manera significativa en los últimos años, dejando poca latitud para tanto proyecto que se propone emprender el gobierno.

El punto no es criticar los proyectos, sino más bien proponer la necesidad de que enfoque sus baterías en otra dirección: en lugar de pretender la realización de todos estos proyectos por sí mismo, ¿por qué no mejor crear condiciones para que inversionistas privados lo hagan?

Hace unos meses, por ejemplo, el país comenzó a sufrir escasez de gas natural para usos industriales. Resultó que no falta gas sino infraestructura para transportarlo de los pozos donde se produce hacia las zonas en que hay demanda. PEMEX ha desarrollado un sinnúmero de proyectos para el tendido de ductos, lo que implica, en muchos casos, que ya existe el trazo de los mismos y los derechos de vía. No habiendo restricciones constitucionales en esta materia, me pregunto si no sería lógico concesionar gasoductos por todo el país a fin de aprovechar lo ya avanzado y crear innumerables motores de desarrollo regional. El hecho de contar con gas a precios por demás competitivos entraña una oportunidad única de promover una nueva era de desarrollo industrial. Desde esta perspectiva, es absurdo aceptar el cuello de botella que representa la falta de gasoductos como un hecho consumado. La solución es obvia. Y urgente.

Lo mismo podría hacerse en todos los ámbitos de la infraestructura y, si se avanza una reforma seria en materia energética, hasta en la exploración y explotación de yacimientos en aguas profundas, gas esquisto (shale) y toda una gama de petroquímicos que hoy están reservados al Estado. Lo relevante sería que el gobierno desarrolle una verdadera capacidad rectora a través de sus atribuciones de regulación y concesión. Mucho más inteligente y productivo que el uso de recursos fiscales escasos.

En el fondo, el gran tema del desarrollo económico reside en el enorme número de cuellos de botella que existen en todas las actividades y que, típicamente, responden a dos tipos de circunstancias: incapacidad financiera u operativa del lado del gobierno (incluyendo al sector paraestatal) o malas decisiones en materia de privatizaciones anteriores y, en general, de regulación económica. Estos dos factores se han convertido en trabas aparentemente insalvables.

Los cuellos de botella que existen tienen que ver con la forma en que operan entidades como la CFE y PEMEX: sus objetivos y prioridades no están dedicados a crear un entorno de competitividad para el crecimiento de la economía. Ambas actúan como si se tratara de entidades independientes del resto de la actividad económica. Por su parte, existe confusión del lado del gobierno en cuanto a sus propias funciones y objetivos. Decía Einstein que “la confusión de objetivos y la perfección de medios tiende a ser característica de nuestra era”. Ese sin duda ha sido el caso del gobierno mexicano desde hace décadas.

El gobierno mexicano ha sido un ente ensimismado, dedicado a satisfacer los intereses de sus propios contingentes burocráticos, políticos y clientelares. Eso ocurre, en alguna escala, en todos los sistemas políticos, pero en nuestro país la concentración es infame y se traduce en menores tasas de crecimiento económico. Históricamente, el gobierno ha pretendido hacerlo todo –comenzando por eso que le encanta a los políticos pero que nunca han hecho bien, la rectoría del Estado- y ha acabado siendo muy pobre como promotor de proyectos, organizador de mercados o privatizador de empresas. A pesar de la liberalización comercial, que ya lleva casi treinta años, el país sigue adoleciendo de mercados competitivos, competencia en servicios y una clara estrategia de crecimiento.

El asunto central es que ahora que hay un gobierno con renovado sentido de autoridad y con decisión de transformar al país existe la extraordinaria oportunidad de redefinir las prioridades de su actuar y la naturaleza misma de su acción. Una efectiva rectoría económica implica el establecimiento de reglas del juego que generen mercados competitivos y, por lo tanto, oportunidades para la inversión privada. También implica concebir al gobierno como el factor responsable de la creación de condiciones para la prosperidad. Margaret Thatcher dijo en una entrevista que la clave reside en que el gobierno no sea una carga para la sociedad sino el factor que le facilita su desarrollo. La diferencia es toda.

La política no se define en el plano de las intenciones sino en el de los resultados. Como ilustra el caso de los gasoductos, hay tantas oportunidades literalmente al alcance de la mano que una buena estrategia de desarrollo, y un conjunto de prioridades bien establecidas, podrían constituirse en el factor transformador en un plazo sumamente breve. Henry Hazlitt dice que el arte de gobernar «consiste no en lo inmediato sino en los efectos de largo plazo de su actuar y en las consecuencias para toda la sociedad». Aquí hay un buen lugar para comenzar.

 

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Diagnósticos

Luis Rubio

¿Cuál es el problema de nuestro desarrollo? ¿Cómo encauzar la economía para que recupere su vitalidad, genere riqueza y le dé satisfacción a la población en general? Parte de la respuesta reside en entender la naturaleza de los problemas que enfrentamos y el contexto en el que éstos ocurren. La otra parte reside en construir la capacidad política para lidiar con ellos. Uno sin lo otro resulta irrelevante.

Pensando en esto me encontré con un diagnóstico descarnado de nuestros problemas. Este es el resumen:

  • Nos encontramos ante una impactante incapacidad para modernizar las instituciones que regulan la economía tanto en el sector público como en el privado.
  • La población no está preparada para enfrentar los retos del futuro. La situación actual no es tanto la causa sino la personificación del problema.
  • No será fácil recrear la capacidad de crecimiento de antaño. El crecimiento económico es función esencialmente de dos factores: el crecimiento de la fuerza de trabajo y la mejoría en los índices de productividad. El crecimiento de los últimos cincuenta años ha respondido más o menos en igual medida a ambos.
  • Todo esto sugiere que el crecimiento económico en las próximas décadas dependerá más del crecimiento de la productividad. Si México ha de lograr niveles de prosperidad como los alcanzados en la época de los cincuenta y sesenta, la economía tendrá que ser más productiva que nunca antes. La eficiencia tiene que convertirse en la consigna de la política económica.
  • El sector privado tampoco está organizado para la eficiencia. Las insuficiencias del sistema educativo hace difícil para los jóvenes adquirir las habilidades que requerirán para competir con los trabajadores de otros países en la economía del futuro.
  • La clave es productividad e innovación, pero nada se está haciendo para avanzar en esos frentes.
  • El sistema fiscal socava la competitividad de los productores nacionales y le impone enormes costos en términos de eficiencia al conjunto de la economía.
  • La política económica está cada vez más dominada por un capitalismo de Estado, donde los reguladores prefieren operar con unos cuantos jugadores en cada industria –convirtiéndolos en virtuales empresas paraestatales- lo que le hace miserable la vida a las pequeñas empresas y a los potenciales competidores e innovadores en el mercado.
  • El gobierno podría emplear su inmenso poder para impulsar temas como: la innovación, el control de costos por medio de la competencia y la reforma del sistema de salud.
  • Se debería avanzar una agenda orientada a construir capital humano para generar la fuerza de trabajo que el país requiere y lograr una revolución en materia de productividad.
  • El corazón de la agenda de desarrollo del capital humano tiene que ser la reforma del sistema educativo.
  • La productividad y la eficiencia no deben elevarse a costa de la seguridad financiera de las familias ni de la cohesión social. Por el contrario, deben ir de la mano para que se logre el desarrollo.
  • El crecimiento económico derivado de la competencia y la innovación ha sido, históricamente, la forma más efectiva de reducir la pobreza, sobre todo cuando viene acompañada de un compromiso real por la movilidad social.
  • México requiere tasas mucho más elevadas de crecimiento económico; sin crecimiento es imposible atender otras prioridades.

Este resumen del estudio muestra muchas de nuestras debilidades e ilustra el reto que tenemos frente. Lo significativo es que no se refiere a México. Es un análisis* sobre EUA y lo único que hice fue poner México donde decía “América”. El mensaje es que, en un mundo globalizado, los retos del desarrollo no son exclusivos de nuestro país. La realidad es que, a pesar de las reformas de las décadas pasadas, el país se anquilosó y no ha logrado salir de sus círculos viciosos.

En el ámbito económico, hay dos factores que caracterizan a la economía mexicana. Uno es la existencia de dos sectores industriales radicalmente distintos, uno enfocado a la productividad y a la exportación, y otro enteramente enfocado al mercado interno. Típicamente, los primeros compiten con los mejores del mundo, los segundos viven precariamente, protegidos, en algunos casos, por aranceles o subsidios, pero en la mayoría por tradiciones y formas ancestrales de actuar de los consumidores. El otro factor que caracteriza al país en general, y no sólo a la economía, es el hecho factual de que el gobierno, a los tres niveles, no se ha modernizado. Esto ha producido una circunstancia excepcional: tenemos empresas del primer mundo pero un gobierno del quinto.

Este hecho no es fruto de la casualidad. Las reformas de los años ochenta forzaron al sector privado a competir, pero no hicieron lo mismo para el sector paraestatal, la mayoría de los servicios o el gobierno mismo. Es decir, se abrieron las importaciones de bienes, lo que forzó a los fabricantes a competir o morir, pero nada similar ocurrió con los servicios, lo que producen los monstruos energéticos o el gobierno. Ahora, en pleno siglo XXI, tenemos que lidiar con las consecuencias de lo que no se hizo. Ese es, en el fondo, el argumento de Yuval Levin, autor del texto que cito arriba.

La gran pregunta para el nuevo gobierno es si tendrá la disposición, y la capacidad, para reformar al sistema de gobierno que caracteriza al país. Es ahí donde yacen nuestros más grandes problemas, donde se esconden los intereses más mezquinos y donde se preserva el statu quo como si esa fuera la razón de ser del gobierno y del país.

El riesgo en esta era de cambio es que caigamos en el voluntarismo producto de la arrogancia: “los anteriores eran muy torpes, nosotros si sabemos cómo”. En realidad, los problemas del país trascienden partidos y no son resolubles nada más con voluntad. Lo que se requiere es visión (claridad de qué es necesario hacer); poder (capacidad y disposición para doblegar a los intereses que defienden y se benefician del statu quo y que, en su abrumadora mayoría, son parte integral de la coalición priista); y el para qué: es decir, comprensión de que el objetivo histórico del PRI (proteger los intereses de la familia revolucionaria) es insostenible y que lo único relevante en esta época es crear una base de riqueza que fortalezca al país, genere empleos, haga posible el desarrollo y reconozca que sólo un sector privado competitivo y no protegido será capaz de lograrlo.

El país requiere una transformación radical. Hace décadas que tal posibilidad no está en las cartas, razón por la que la oportunidad es tan extraordinaria y el costo de no avanzarla sería tan elevado.

*Our Age of Anxiety http://www.weeklystandard.com/print/articles/our-age-anxiety_645175.html

 

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Estado fuerte

Luis Rubio

El gran mito de la política mexicana es que en el pasado existía un Estado fuerte y competente que exitosamente guiaba los destinos nacionales y que lo único que hace falta es retornar a ese paraíso idílico para que se resuelvan todos nuestros problemas. La realidad es que el “antiguo régimen” era un sistema autoritario que imponía orden y, por un buen número de años, una política económica acorde a los tiempos y exitosa en ese sentido, pero que acabó por hacer crisis. La combinación de estabilidad política y crecimiento económico permitió el desarrollo, hasta que las crisis minaron la legitimidad del sistema y abrieron la caja de Pandora. Ese Estado grande pero débil acabó produciendo crisis, violencia y la dislocación que nos caracteriza. México necesita un nuevo Estado, no la reconstrucción de uno que ni fue tan exitoso ni puede ser recreado.

El retorno del PRI ha generado mucha nostalgia por la reconstrucción del viejo sistema y revivido la noción de que el éxito del país depende de la voluntad del gobernante. Desafortunadamente, se trata de un reto institucional, no individual. El viejo sistema funcionó en condiciones internas y externas que hoy son inexistentes y la población le tenía miedo, no respeto, al gobierno. Refiriéndose a un proceso similar en la Rusia de hoy, hace un par de años Martin Wolf escribía que “el Estado-KGB es incapaz de entender que el temor y el respeto son antitéticos, no sinónimos”. Lo que México requiere es una nueva institucionalidad que permita hacer valer la ley, mantener el orden y construir una nueva realidad política. Un gobierno eficaz puede ser instrumental para lograrlo, pero la clave reside no sólo en que las cosas funcionen sino en el desarrollo de instituciones –pesos y contrapesos- que le confieran legitimidad y permanencia. La alternativa sería constreñirse a la eficacia sin modificar la esencia. Aún sin proponérselo, eso es lo que intentaron los gobiernos anteriores y ahí tenemos el resultado: independientemente de su habilidad, su principal problema residió en haber aceptado y hecho suyo el statu quo. El reto es trascender la (indispensable y bienvenida) eficacia para lograr la institucionalidad de la que emane un Estado fuerte, funcional y eficaz. Y también democrático.

La diferencia entre un gobierno eficaz y uno institucionalizado es enorme. Un gobierno eficaz puede imponer el orden, modificar los términos de funcionamiento del sistema y llevar a cabo diversas reformas. El mejor y más exitoso ejemplo de lo anterior es sin duda Carlos Salinas. Su gobierno se propuso transformar las estructuras del país y logró redefinir las relaciones entre el gobierno y los grupos que ahora llamamos “poderes fácticos” e impuso una serie de reformas que le dieron vida a la economía por las siguientes décadas. Sin embargo, así como fue exitoso, también mostró las limitaciones de un proyecto basado meramente en la eficacia: dura mientras dura y luego se viene abajo porque todo depende de una persona comandando un gobierno autoritario. Peor cuando sus acciones minaron el poder de las estructuras que se dedicaban a sostener al sistema.

Un gobierno institucionalizado implica negociación constante, convencimiento, conflicto y permanente complejidad. Eso es lo que hemos presenciado en el ámbito legislativo y en las relaciones entre los estados y el gobierno federal. Es de anticiparse que esa misma dinámica caracterizará la relación con los “poderes fácticos”: el SNTE es el más obvio, pero seguramente no será el último. El gobierno de Peña Nieto ha asumido su responsabilidad de pacificar al país y de crear condiciones para el crecimiento. Ambas son necesarias pero no serán suficientes si no entrañan una transformación radical de la naturaleza del propio gobierno.

Ahí es donde se convierte crucial la relación entre el ejecutivo y los otros poderes, pero muy en particular con los partidos de oposición. El Pacto firmado en diciembre es un excelente comienzo pero es insuficiente, como ha ilustrado la crisis interna producida por la participación del PAN y del PRD. Esa crisis evidenció otro de los mitos de nuestra realidad actual: en México no hemos logrado la institucionalidad de la que emana una oposición leal, término que implica que un partido reconoce la legitimidad de origen del gobierno aunque compita en el plano electoral. Algunos políticos –comenzando por los signatarios del Pacto- así están operando, pero otros sostienen agendas que los exhiben como desleales en el sentido apuntado antes, cuando no propensos a la anti-institucionalidad.

Estas realidades se derivan de dos procesos. El primero tiene que ver con la naturaleza peculiar de la transición política que, al no ser producto de un acuerdo político amplio con definiciones precisas de objetivos y procesos, permite que cada actor político la defina como mejor le convenga. El segundo es producto de las viejas rivalidades políticas que décadas de competencia electoral han probado haber sido insuficientes para resolver. Una de estas es la que domina la política de la izquierda, donde los ex priistas se han convertido en la fuente principal de oposición desleal. El PAN no se queda atrás: su división actual revela un desencuentro entre sus contingentes nacidos en el anti-priismo por antonomasia y quienes pretenden construir una nueva institucionalidad política.

El gobierno podría aprovechar (e incluso propiciar) esas divisiones y rivalidades para construir coaliciones temporales y enfrentar a las oposiciones entre sí para avanzar su agenda. La pregunta es si eso le daría permanencia y trascendencia. El ejemplo de la era de reformas de los ochenta y noventa muestra que esa sería una estrategia funcional, pero miope y  propensa a hacer crisis. La estrategia alternativa implicaría someter al poder ejecutivo a la ley, algo que jamás ha existido en nuestra historia. En la era de la Carta Magna, Henry de Bracton escribió que “El Rey se encuentra bajo la ley porque es la ley la que lo hizo Rey”. Aceptar esa premisa y convertirla en principio de acción entrañaría una revolución de concepciones, pero también la oportunidad de construir un sistema político con viabilidad de largo plazo.

Según Fukuyama, los tres componentes de un sistema político moderno –y precondición para el florecimiento de una economía capitalista- son un Estado fuerte y competente, la subordinación del Estado al reino de la ley y la rendición de cuentas a la ciudadanía. El nuevo gobierno ha demostrado que es capaz de lograr la funcionalidad y eficacia en sus actuar cotidiano. Ahora falta que avance hacia la consolidación de los cimientos de un país moderno.

 

Abuso estructural

Luis Rubio

Nunca falla. Así como amanece cada mañana, al inicio de cada gubernatura o presidencia municipal comienzan los reclamos por la deuda excesiva que acumuló la administración anterior. La escena es típica: llega el nuevo gobernante con enormes planes y proyectos, sólo para encontrarse con que no hay ni un peso en las arcas y, peor, que los recursos que recibe la entidad fueron hipotecados por sus predecesores. Este problema estructural no se va a resolver mientras no cambien las condiciones que lo crean.

La perenne discusión me recuerda una leyenda hindú que alguna vez leí. Según ésta, aparentemente descifrada a partir de una fotografía de la deidad Krishna jugando ajedrez contra el rey local Radha, el rey tenía una propensión a desafiar a sus visitantes a jugar una partida del juego. Un día se apersonó un sabio viajero que aceptó el reto, modestamente pidiéndole al rey unos cuantos granos de arroz en caso de ganar: un grano en el primer cuadro y luego duplicar el número de granos de un cuadro al siguiente, hasta completar la mesa. El rey perdió y ordenó que se le pagara al sabio de la manera convenida y fue entonces cuando se percató que le habían tendido una trampa. Lo que el sabio le había pedido era un crecimiento exponencial de granos de arroz que, para el sesentaicuatroavo cuadrante, representaba 210 billones de toneladas de arroz. O sea, el consumo de media humanidad por algunos siglos…

Grandes o pequeñas, las deudas estatales y municipales son resultado de una estructura que premia el hoy y el ahora a costa del futuro. Peor, premia al primer gobernante local que tuvo la oportunidad de endeudar a su entidad, para usualmente dispendiarlo en las formas más improductivas. Vayamos por partes.

El crédito sirve para realizar obras que beneficien a la población. En teoría, esas obras permitirían mejores niveles de vida, atraer inversiones y, por lo tanto, empleos. Al igual que un empresario que le pide un préstamo al banco para ampliar su planta productiva, el gobierno de un estado busca construir hoy una obra que sirva en el futuro. Sin embargo, en contraste con la empresa, cuyo crédito se pagaría con la producción adicional que generara la ampliación, la obra pública –si se hace bien- tiene tiempos de maduración muy largos y, en la mayoría de los casos, no genera ingresos directos. Es decir, aún si está bien concebido el proyecto, el crédito a un estado o  municipio depende de los ingresos que obtiene la entidad por impuestos o por transferencias que no están relacionados con la obra misma.

En los últimos años, los estados descubrieron nuevos instrumentos para obtener recursos, todos ellos atados a ingresos futuros derivados de esas dos fuentes. Así, innumerables estados tienen comprometidos esos recursos por las próximas tres generaciones. Es decir, obtuvieron recursos hoy que se pagarán con el producto de impuestos y transferencias en las siguientes décadas. El primer gobernador o presidente municipal que se endeuda goza del beneficio; todos los demás y, por supuesto, los habitantes de la localidad, sufren las consecuencias.

El primer problema estructural se deriva del hecho que un gobernador pueda incurrir en semejante atropello. Independientemente de lo meritorio de sus proyectos (y muchos de ellos, quizá la mayoría, no lo son) el hecho es que se compromete el futuro. La consecuencia evidente de esta situación es que todos los gobernadores implícitamente sueñan, suponen y esperan que la federación absorba la deuda para, con eso, comenzar un nuevo círculo vicioso. Ese es el segundo problema estructural: en vez de construir una estructura fiscal saludable, todo mundo prefiere negociar (o chantajear) al gobierno federal que cobrar impuestos.

Un crédito, quienquiera que sea el beneficiario, se otorga dependiendo de la capacidad de pago del potencial acreditado. Esa capacidad de pago la determinan las fuentes de ingreso corriente con que cuenta el solicitante. Como ilustra el contraste entre una empresa y un gobierno citado arriba, el problema de los gobiernos en México es que no recaudan impuestos. Ese es el problema de fondo; todo el resto es, en términos coloquiales, pura grilla.

La discusión sobre las deudas de estados y municipios tiene otros ángulos mucho más trascendentes que el dinero mismo. Aunque formalmente el país tiene una estructura federal, es decir, que separa las atribuciones y responsabilidades de cada uno de los tres niveles de gobierno, la realidad objetiva es que, a lo largo de la mayor parte del siglo pasado, el gobierno federal se arrogó todas las funciones y dejó enclenques las estructuras políticas y administrativas a nivel local. Peor, creó una cultura de peticionarios entre los gobernadores e impidió que se desarrollara una relación de pesos y contrapesos entre los poderes legislativos locales y el ejecutivo respectivo. Con la descentralización del poder político en las últimas décadas, los gobernadores se hicieron de ingentes montos de recursos sin supervisión alguna. El endeudamiento no fue producto de la casualidad.

Pero las consecuencias de esta realidad se pueden observar en la violencia que caracteriza a buena parte del territorio. En la era en que el gobierno federal controlaba toda la actividad política y policiaca, la seguridad estaba a su cargo. Con la descentralización del poder, el gobierno federal ya no tiene las facultades o recursos para mantener la seguridad y, en lo general, los gobernadores no se han encargado de construir policías modernas y efectivas así como poderes judiciales funcionales. La crisis de seguridad no ocurrió por la descentralización del poder, pero se dio en ese contexto: ocurrió de manera simultánea con el crecimiento de mafias del crimen organizado en el territorio nacional. El resultado ha sido que el país no cuenta con mecanismos para lidiar con el fenómeno.

La deuda y la criminalidad son sólo dos síntomas del problema de fondo. La estructura federal que hoy existe está muy bien en la teoría, pero no tiene funcionalidad en la realidad. El problema se remite a la estructura fiscal que yace en el corazón del federalismo. En una palabra, los estados y municipios tienen que recaudar impuestos que les permitan realizar sus proyectos y pagar por los servicios (incluyendo, por supuesto, a las policías y poderes judiciales) que sus habitantes requieren. Sin una estructura fiscal sana que empate recursos y gastos a nivel local, será imposible la seguridad o la prosperidad.

En lugar de controlar los recursos, el gobierno federal debería crear un sistema de incentivos para que se dé este cambio, que entrañaría la mayor revolución política de nuestros tiempos.

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Todo y nada

Luis Rubio

Todo cambió pero todo sigue igual. Ese es el resumen de casi mes y medio de gobierno. En menos de una semana, el nuevo gobierno se instaló y cambió la dinámica política del país: los profesionales habían regresado y, con ellos, la formalidad en la política. Las formas son sin duda parte esencial de la vida de un país pero, sin sustancia, las formas no alcanzan. Quizá el mayor riesgo para el nuevo gobierno -y para el país- es que perciba que su éxito inicial, tan enorme como ha sido, le lleve a concluir que ya no es necesario hacer nada, que el problema eran los incompetentes de antes y no la realidad.

En unas cuantas semanas ha pasado algo inusual: regresó la sensación de que hay gobierno. Se avanza en la restauración de la rectoría estatal y se hace evidente la eficacia. Al nuevo equipo no le tomó más que unos cuantos minutos para desplazar al anterior, eliminar del mapa -o de los medios- temas que le estorbaban (como la criminalidad) y hacerse sentir como presencia inmanente y omnipresente.

Aún con las dificultades que ha encontrado en el legislativo, las viejas prácticas están de vuelta: el dinero transita como si se tratara de agua. No hay voto suficientemente caro: todo y todos son comprables. Cuando el dinero no surta efecto vendrán otros instrumentos, menos encomiables. Los medios de comunicación están encontrando que la era de «libertinaje» está llegando a su fin. Ahora hay autoridad que está dispuesta a emplear sus medios y recursos para premiar y castigar. Como antes. Igual,  hay indicios de que retorna otro de los viejos vicios: la auto censura.

La existencia de autoridad es un enorme activo si se emplea para llevar a cabo cambios relevantes. La forma es fondo siempre y cuando sirva para algo. El PRI de antaño construyó un país moderno pero luego se anquilosó, perdió la brújula y por poco destruye al país. Mientras eso ocurría, las formas seguían siendo impecables: igual que el proverbial cuento de quienes discutían el menú en el Titanic mientras éste se hundía. El gobierno ha restablecido un sentido de autoridad y tiene las capacidades y habilidades para convertir ese enorme activo en fuente de transformación. Si opta por diluir su propuesta de reforma y vivir de los activos que construyeron las administraciones previas (que, con todas sus limitaciones, no fueron pocos), en un par de años, si no es que antes, comenzará a ver los límites del control sin sustancia. O acabará dándose de frente contra un muro. Para entonces ya será tarde para comenzar. El tiempo es ahorita.

Los asuntos centrales son evidentes: seguridad pública, crecimiento económico y estabilidad política. Ninguno de ellos es nuevo y los tres constituyen retos fundamentales que no se resuelven por el hecho de que haya un gobierno en forma, aunque sin ello sería imposible enfrentarlos o resolverlos.

La seguridad pública es mucho más que combatir al crimen organizado o, como muchos proponen, ignorarlo y dejarle un espacio, siempre y cuando no moleste. El país vivió por siglos con estructuras judiciales y policiacas enclenques, todas ellas subordinadas al poder central. La violencia y el crimen crecían en las eras de poder central débil (siglo XIX) y disminuían con poderes fuertes en el centro, como ocurrió durante el porfiriato y la era del PRI. Esta observación ha llevado a muchos a concluir que lo evidente, lo que se requiere, es re-centralizar el poder. El problema es que la descentralización no ocurrió por voluntad sino por la evolución y creciente complejidad de la sociedad y la globalización de la economía. Si bien es evidente que se requiere una nueva estructura política, tampoco ahí funcionará la noción de centralizar. Al país le urgen instituciones fuertes que le respondan al ciudadano y le resuelvan sus problemas.

El crecimiento económico ha sido el objetivo y preocupación de todos los gobiernos desde el porfiriato, pero en las últimas décadas -en un contexto internacional complejo y sumamente competitivo- éste ha sido fugaz, cuando no escurridizo. Aunque hubo momentos y acciones de enorme visión, como el TLC, nunca se desarrolló una estrategia integral de transformación. El contraste con Canadá, que convirtió al mismo instrumento en su carta al desarrollo, es impactante. Por supuesto que las circunstancias y características de ambas naciones son muy distintas, pero la principal diferencia reside en la disposición de los canadienses para definir sus objetivos, construir estrategias susceptibles de alcanzarlos y hacer todo lo necesario para lograrlo.

El éxito económico va a requerir un cambio radical de visión: aceptar que la transformación requerida entraña costos pero que una vez llevados a cabo, estos se convierten en fuentes de inversión, empleo y riqueza. En las pasadas décadas hemos visto momentos visionarios pero un entorno adverso al riesgo: no es casualidad que se haya cosechado tan poco. Los resultados que hemos visto son producto de las limitaciones tanto de los objetivos como de las estrategias adoptadas. Incluso en los momentos más visionarios se prometieron enormes beneficios pero las acciones emprendidas -privatizaciones, desregulación- fueron todo menos visionarias. Siempre se optó por lo fácil, por los rendimientos inmediatos y por el statu quo. Si el gobierno quiere ser exitoso tendrá que entrarle al toro con una perspectiva de largo plazo porque todo se muere cuando se pretenden esquivar los costos inmediatos.

La estabilidad política que ha vivido el país se ha apuntalado en estructuras que hace mucho dieron de sí. El «pacto federal» no funciona, como lo evidencia la inexistencia de instituciones policiales o judiciales modernas y funcionales a nivel estatal, y en la forma en que se ejerce el gasto público. También en este ámbito se optó por la salida fácil: dejar que las cosas pasaran sin autoridad o, como ahora les vuelve a gustar decir, sin rectoría. Nuestro sistema de gobierno es disfuncional, enclenque y desvinculado de las necesidades tanto de seguridad pública como de una economía moderna: no hay un solo contrapeso. Sin contrapesos, ningún país puede ser exitoso. Visto desde esta perspectiva, lo increíble es que no estemos peor.

Hace décadas que el país no se encuentra con una oportunidad tan enorme como la actual. Un gobierno competente y capaz de ejercer autoridad es indispensable, pero no es suficiente; si quiere trascender o, incluso, concluir en paz, más vale que comience a emplear sus habilidades para transformar al país. En su era anterior, el PRI se perdió porque se dejó dominar por los «poderes fácticos» que paralizan el país. Si no acaba con ellos, ellos acabarán con el nuevo gobierno.

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Construir instituciones

Luis Rubio

Tal vez no haya mal mayor, o más despreciado por la sociedad mexicana, que el de la impunidad. La impunidad, hermana gemela de la corrupción, no es producto de nuestra cultura o nuestras costumbres: es hija directa de la forma en que hemos decidido organizarnos. El problema, como en otras sociedades similares, es que se acaba por creer que se trata de algo natural. En un artículo reciente sobre Rusia, Misha Friedman, una fotógrafa del NYT, afirmaba que “la corrupción es tan ubicua que toda la sociedad acaba por aceptar lo inaceptable como normal, como la única forma de sobrevivir: acepta que ‘así son las cosas’”. México no es muy distinto.

Y no es para menos: una observación al panorama cotidiano muestra que la impunidad reina por sobre todas las cosas. Los ejemplos son vastos y muy diversos. Tenemos a un candidato que ha competido en cuatro elecciones en su vida, pero sólo ha aceptado el resultado en una, en la que ganó. En las otras tres no perdió: le robaron el triunfo. Vivimos un sainete entre una empresa de comunicación y el gobierno donde lo único claro es que no hay nada de transparente en el manejo de las concesiones de espectro y, peor, que a todos los involucrados les parece bien el sistema. Tenemos miles de muertos, periodistas desaparecidos y ciudadanos secuestrados pero solo un puñado de investigaciones judiciales, y eso nos parece normal.

La corrupción no es más que el mecanismo que permite el funcionamiento de una sociedad en un contexto de impunidad. Ante la imposibilidad de resolver los problemas, el ciudadano se adapta y la corrupción es un medio para lograrlo. Es así como se resuelven problemas cotidianos como una multa de tránsito, un permiso ante las autoridades o la visita de un inspector. El problema no es la corrupción misma sino la impunidad que la hace posible y, desde otro ángulo, inevitable. Y la impunidad es producto de nuestra debilidad institucional.

Uno de los muchos mitos del viejo sistema político es el de la supuesta fortaleza de nuestras instituciones. Nuestra imagen de las instituciones es la de grandes monumentos y de la disciplina a que se sujetaban los políticos ante la autoridad presidencial. Sin embargo, la relevancia de las instituciones reside en las reglas del juego que entrañan. Una institución, decía el premio Nobel Douglas North, es la forma en que una sociedad decide limitar y constreñir el espacio de acción entre los actores en su sociedad. Mientras más claras y definidas esas reglas, mayor la fortaleza institucional y menor el potencial de arbitrariedad de la autoridad. Y viceversa: mientras más generales, imprecisas y discrecionales las reglas, mayor el potencial de arbitrariedad y, por lo tanto, mayor la impunidad.

La ley sobre inversión extranjera de Echeverría era un monumento a la discrecionalidad y un perfecto ejemplo de la fuente de corrupción en nuestro país. La ley establecía un conjunto de reglas precisas sobre límites a la inversión extranjera, derechos de accionistas nacionales y extranjeros y diferencias entre sectores de la economía. Aunque la ley era sumamente restrictiva, uno de sus artículos le confería a la autoridad plena discrecionalidad para actuar de manera distinta a lo dispuesto en la ley en casos en los que así lo considerara necesario. Es decir, se establecían reglas muy rígidas pero luego se generaba un espacio de absoluta impunidad. Ese mismo principio existe en toda nuestra legislación y es el que genera una permanente incertidumbre, además de espacios de impunidad. Cuando la autoridad tiene facultades tan vastas que es legalmente impune, la corrupción se convierte en un mecanismo natural de sobrevivencia.

Tres ejemplos ilustran los costos y oportunidades que tenemos hacia el futuro. Hace algunos años tuve la oportunidad de presenciar un proceso aparentemente normal. Un abogado amigo mío recibió a unos hermanos que querían que les ayudara a separar los negocios que habían heredado. La parte legal y de negocios siguió su dinámica propia, pero lo que fue notorio para mi fue que la parte más compleja y extensa del proceso fue sobre la forma en que los clientes le pagarían por sus servicios. En condiciones normales, el abogado habría extendido recibos de honorarios por su trabajo. Sin embargo, su preocupación era que, luego de un arduo trabajo con múltiples gastos, los clientes acabaran no pagándole: esa era la medida de la desconfianza pero, sobre todo, de la debilidad de las instituciones que tenemos. La dificultad de hacer cumplir un contrato genera distorsiones absurdas.

Ese ejemplo contrasta con la forma en que actúan los inspectores de construcción en EUA. La regla respecto al número de cajones de estacionamiento por metro de construcción comercial es clara y específica, no sujeta a negociación. El inspector no tiene facultades más que para constatar si existe el número de cajones. Como no tiene facultades para modificar ( o “flexibilizar”) las reglas a su antojo, su decisión es binaria: si o no. No es casualidad que los mexicanos con frecuencia choquemos con los estadounidenses en asuntos de mayor trascendencia: nuestro marco de referencia es radicalmente distinto.

Afortunadamente hay ejemplos de que es posible disminuir o erradicar la corrupción: cuando se eliminan los espacios de arbitrariedad e impunidad, la corrupción deja de ser posible o inevitable. Así ocurrió a finales de los ochenta en la entonces SECOFI (hoy Economía) donde un cambio en las reglas modificó toda la naturaleza de la secretaría dedicada al comercio y la industria. Históricamente uno de los espacios de mayor corrupción en el gobierno, la burocracia de SECOFI vivía de la explotación de sus facultades discrecionales en el otorgamiento de permisos de inversión, importación, exportación y otros similares. Con la liberalización de la economía (que, esencialmente, consistió en la substitución de requisito de permisos por aranceles o reglas rígidas), casi toda la industria de la corrupción en esa secretaría desapareció. Los miles de burócratas dedicados a mover papeles (o impedir que se movieran) dejó de tener razón de ser y la secretaría se redujo a menos del 10% de lo que era. En ese mundo la corrupción simplemente desapareció. Importante notar que muchos prefieren el viejo sistema…

El día en que tengamos reglas claras en asuntos migratorios, electorales, concesiones de radio y televisión y derechos de propiedad en general, así como una autoridad dispuesta y facultada para hacerlas cumplir sin miramiento, el país será otro. El asunto es acabar con las facultades discrecionales que hacen permanente la arbitrariedad y la impunidad: todo el resto es mitología.

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Muchas apuestas

  Luis Rubio

En “Los Hermanos Caradura”, luego de que Jake (Belushi) la dejó vestida y alborotada frente al altar y con una comida para 300 invitados, su ex prometida le grita “¡me traicionaste!”. “No”, dice él, ahora acorralado junto a Elwood (Akroyd). “De verdad. Se me acabó la gasolina, se me poncho la llanta, no tuve suficiente dinero para el taxi. Mi smoking no regresó de la tintorería. Un viejo amigo me vino a visitar de fuera. Alguien se robó mi coche.  Hubo un terremoto. Una terrible inundación. Langostas. NO FUE MI CULPA, TE LO JURO”. Así parece este inicio de año electoral. Puras excusas para lo que no se ha hecho.

Los años de elecciones son siempre el punto más vulnerable de cualquier sistema político. La transmisión de las riendas del gobierno entraña todo un conjunto de procesos, actores y decisiones, cada uno de los cuales puede generar conflicto a la menor provocación. Así, por ejemplo, no es casualidad que prácticamente todas nuestras crisis recientes –políticas o financieras, del 68 al 2006- hayan ocurrido precisamente en esos tiempos. Se trata de un momento (de meses) en el que la administración saliente ya no controla todas las instancias del gobierno y la nueva todavía no entra en funciones.

El fenómeno es prácticamente universal, aunque se agudiza en naciones con estructuras institucionales débiles, donde todo el personal clave cambia de la noche a la mañana, es decir, donde no hay un servicio profesional de carrera que hace funcionar al gobierno en las buenas y en las malas, con los políticos o sin ellos. En algunos casos, como ocurrió en Argentina hace unos años, un nuevo gobierno entró en funciones antes de su fecha legal para evitar un deterioro todavía mayor.

Los riesgos de discontinuidad son enormes porque todo el personal del aparato político ya está en otra cosa. Los legisladores -que en un sistema político más representativo estarían cerca de los electores, buscando la reelección- desde abril ya estarán concentrados en su siguiente chamba. Los funcionarios federales estarán en lo suyo cuando mucho hasta la elección y luego comenzarán a ver qué otras posibilidades existen. El hecho es que el país estará concentrado, en el mejor de los casos, en el futuro. La pregunta es quién estará en la cocina asegurándose que no falte lo esencial.

En un país institucionalizado no habría necesidad de preocuparse por estos asuntos, pero ese no es nuestro caso. En Inglaterra puede haber gobierno en funciones o no, pero la burocracia funciona sin cesar: los profesionales son permanentes y lo único que cambia es el ministro cuya responsabilidad es de línea estratégica, no de operación cotidiana. Lo mismo sucede en Francia: país más ruidoso que el anterior pero con una burocracia que funciona como reloj.

En nuestro caso, prácticamente ninguna de las últimas sucesiones recientes ha sido libre de conflicto. A pesar del levantamiento zapatista y los asesinatos políticos, en 1994 apenas la libramos y, con todo, acabamos en una profunda crisis financiera. En 2000 la libramos sólo porque ganó el candidato políticamente correcto o, de otra forma, porque perdió el PRI. En 2006 experimentamos el conflicto político más agudo desde 1968. La gran pregunta es cuál será el devenir de este año.

Los procesos políticos dependen de las reglas del juego, de la capacidad de los actores gubernamentales de hacerlas valer y del comportamiento de los actores en lo individual. Cuando todo juega en la dirección de la estabilidad (reglas del juego claras y percibidas como legítimas; un gobierno eficaz y razonablemente imparcial; y actores serios y comprometidos que no perciben alternativa más que la legal), tenemos un escenario como el que ocurrió en EUA en 2000 cuando la disputa por los votos se limitó a lo legal y todo mundo se cuadró en el instante en que la Suprema Corte de ese país rindió su veredicto. El extremo contrario serían casos como el de Costa de Marfil, donde por meses coexistieron dos gobernantes en un entorno de violencia permanente. Cada quien decidirá dónde estamos en relación a ese continuo, pero es evidente que nuestras debilidades son enormes.

Para comenzar, las reglas del juego son nuevas, han sido disputadas por todos los involucrados y la autoridad electoral no siempre tiene claro cómo proceder y no goza de un respeto amplio por parte de los contendientes. En segundo lugar, la presidencia de la República se ha distinguido más por su actitud partidista que por el ejercicio de la función elemental de mantener el orden, garantizar la paz y ejercer sus facultades de manera imparcial. Finalmente, entre los actores clave de esta contienda hay de todo: desde la institucionalidad más íntegra hasta la irreverencia más consumada. Con esos burros habrá que arar.

El devenir de este año seguramente dependerá, además del comportamiento de los candidatos y sus partidos, de tres factores centrales: la forma en que se conduzca el presidente y su equipo cercano, la manera en que se administren los indicadores macroeconómicos clave y el actuar de las autoridades electorales. Cada uno de estos factores podría igual garantizar la tersura del proceso que hacerlo explotar.

Los candidatos seguirán su lógica y no se le puede pedir peras al olmo. Pero los dos factores cruciales serán el gobierno y las autoridades electorales. El gobierno se ha distinguido más por su preocupación de quién gana que por el funcionamiento óptimo del país y ha permitido que su equipo, en lugar de concentrarse en su responsabilidad, intente sesgar los resultados. Quedan las mermadas autoridades electorales, en cuyos hombros queda una administración inteligente de un proceso complejo que requiere la flexibilidad que la ley no aporta pero que la realidad exige.

Todos los presidentes, de antes y de ahora, creen que tienen las riendas del país en sus manos. Cincuenta años de evidencia muestran lo contrario: nadie puede imponer un resultado electoral en la actualidad y el potencial de conflicto es infinito. Los presidentes también creen que pueden manipular los procesos políticos a su antojo. Esto último es parcialmente cierto al inicio de un sexenio, cuando se comienza la construcción de un proyecto. Cinco años después la situación es muy distinta: todo está enfocado al futuro y los instrumentos y capacidades de la administración saliente se erosionan cada segundo. A estas alturas lo único que queda es intentar un final feliz.  Los mexicanos sabemos que los riesgos son enormes y lo único que podemos esperar es que cada uno de los responsables del proceso contribuya a un final lo menos infeliz posible…

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Manejar vs. resolver

Luis Rubio

Alguna vez le preguntaron a Giovanni Giolotti, un bravo y múltiples veces primer ministro, si era difícil gobernar a Italia. Su respuesta parecería emanada del viejo PRI: «nada difícil, pero es inútil». En México, el viejo sistema, que poco se diferencia del actual, pasó décadas administrando y manejando el conflicto más que resolviendo los problemas y atacando sus causas. El resultado es un país rico con habitantes pobres, un enorme potencial pero una miserable realidad. La pregunta es si el proceso electoral actual puede arrojar un resultado distinto.

El mundo político mexicano está lleno de nostálgicos que añoran la era en que el gobierno tenía capacidad para «tomar decisiones», es decir, para imponer la voluntad del presidente. Escuchando y observando esos lamentos -que vienen por igual de todos los partidos y muchos estudiosos- uno pensaría que México era un país modelo en que todo funcionaba bien, el progreso era tangible y la felicidad reinaba por doquier. El Nirvana pues.

Desafortunadamente la realidad es menos benigna. Si uno observa la era priista a partir de 1929, tomó más de una década llegar a estabilizar al país para comenzar a enfocar el crecimiento económico. Luego vinieron 25 buenos años de crecimiento que, sin embargo, se agotaron a finales de los sesenta. La década de los setenta fue un desastre de crisis, inflación y desorden, de lo que todavía no acabamos de librarnos. Ese es el pasado. Hoy un partido nos propone regresar al proyecto de los sesenta (ese que se agotó), otro al de los setenta (ese que hizo explotar al país). El tercero nos propone continuar lo existente.

Visto en retrospectiva, lo que parece obvio es que, con algunos momentos excepcionales, en la vieja era todo estaba dedicado a administrar los problemas más que a construir una plataforma sólida de desarrollo. El gobierno era sin duda fuerte y aparatoso y tenía capacidad para definir prioridades, tomar decisiones y actuar. Lo relevante es que no actuaba para construir un país moderno sino para mantener su viabilidad política. Sin duda, hubo muchos buenos años de crecimiento; sin embargo, cuando en los sesenta se discutió la necesidad de reformar la economía (décadas antes de que se iniciaran, tardíamente, las famosas reformas), prevaleció el criterio de «mejor no le muevas». El resultado fue la catastrófica docena trágica: otro intento por administrar los problemas, en ese caso a través del endeudamiento exacerbado.

De haber servido la enorme concentración de poder que tanto se añora, el país hoy se parecería en niveles de ingreso al menos a España o Corea. De haber sido tan exitosa esa época, hoy el mexicano promedio gozaría de niveles de vida tres veces superiores, la economía crecería con celeridad y nuestro sistema político sería un modelo de civilidad. El hecho, sin embargo, es que el poder concentrado servía para beneficiar a quienes lo detentaban y no a la población en general. Por eso había (y hay) tantos políticos esperando a que les «hiciera justicia» la Revolución.

Aquel sistema que manejaba los conflictos y evitaba que explotaran tenía una gran ventaja sobre la situación actual: la población veía al gobierno con respeto, si no es que con temor, algo claramente no deseable desde una perspectiva democrática, pero que sin duda permitía una convivencia pacífica. Las policías eran corruptas pero el crimen, que también se administraba, era modesto; los jueces vivían subordinados al ejecutivo y nadie limitaba su capacidad de acción. Los narcotraficantes movían drogas del sur al norte y el sistema era suficientemente poderoso como para marcarle límites e imponer condiciones. No era perfecto pero permitía paz y estabilidad.

El colapso gradual del viejo sistema, proceso que comienza en lo político desde 1968 y en lo económico desde principios de los setenta, acabó legándonos una estructura política inadecuada para lidiar con los problemas de hoy (cualitativamente muy distintos a los de entonces) y una economía mal organizada y no conducente a promover tasas elevadas de crecimiento. Además, hoy nadie le tiene miedo al gobierno o a las policías, razón por la cual ya ni siquiera es posible pretender administrar el conflicto. En otras palabras, seguimos nadando «de muertito,» pero ahora sin los beneficios de antes.

En este contexto, el atractivo que muchos le ven a un potencial retorno del PRI a la presidencia no reside en que eso resolvería los problemas (no hay ni un gramo de evidencia que sugiera que esa sea la meta que motiva a su candidato), sino la percepción de que al menos se mantendría caminando el carro. Es decir, que se lograría restablecer la mediocridad de antaño.

La verdad, lo que el país requiere no es otro gobierno priista, perredista o panista, sino un nuevo sistema de gobierno. Lo que urge es construir la capacidad necesaria para que sea posible enfrentar y resolver los problemas que llevan décadas acumulándose y que nos han convertido en una sociedad que privilegia el atajo sobre el remedio, el «ahí se va» sobre la excelencia, el control sobre la participación, el «peor es nada» sobre elevadas tasas de crecimiento económico, la estabilidad sobre el éxito, los copilotos sobre los líderes.

El país requiere, nada más y nada menos, que un nuevo Estado. De nada serviría procurar reconstruir lo que hace tiempo dejó de funcionar como lo demuestran cuarenta años de intentos fallidos. Tampoco serviría un gobierno eficaz o uno amoroso. Se requiere uno que resuelva los problemas.

En la medida en que evolucione la justa electoral, los ciudadanos debemos exigir respuestas y competencia, experiencia e innovación, capacidad y, sobre todo, visión. La noción misma de que antes las cosas funcionaban bien y que bastaría con  retornar a ese mundo idílico sonaba muy bien en las coplas de Jorge Manrique pero no constituye un proyecto razonable para lidiar con los enormes retos que el país enfrenta.

El reto consiste en construir un futuro diferente, proceso que llevará años, pero que tiene que comenzarse ya. Clave para su éxito será, primero, claridad de proyecto: qué es lo que se requiere, cuáles son sus componentes y cómo se construye. Segundo, un liderazgo claro y competente, capaz de visualizarlo, darle forma y sumar a todos los mexicanos, comenzando por los políticos y sus partidos, en un gran esfuerzo nacional cuya característica sea la pluralidad y la convergencia en un objetivo común. Y, tercero, la capacidad de articular sus diversos componentes: visión, recursos humanos y de otra índole y capacidad de negociación política.

El país tiene salidas, pero sólo si se enfrentan y resuelven sus problemas.

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Información, ciudadanía y la política pública

Luis Rubio

En México nunca llegó a concretarse la figura del ciudadano, al menos no en lo que va del siglo XX. No hay la menor duda que en los albores del siglo XXI  la posibilidad de que eso ocurra será mayor que nunca. Esto no se debe a que los priístas cambien su manera de ser o de que algún partido político distinto al PRI logre llegar al poder a nivel federal. La razón de que todo llegue a cambiar radica en la disponibilidad de información que todos los mexicanos estamos teniendo y vamos a tener en los próximos años. Esa información puede llevarnos a destruir al país, como en cierta forma está ocurriendo en lo que fue la Unión Soviética, o puede llevarnos a construir un país pujante, democrático y sumamente rico. Lo que logremos hacer va a depender, fundamentalmente, de la capacidad que tengamos de hacer un uso inteligente de la información.

Construir un país de y para los ciudadanos parece una empresa mucho más fácil de lo que en realidad es. Los mexicanos hemos sido objeto de todo tipo de teorías, sistemas y estudios. Pero nunca hemos sido ciudadanos. Es decir, personas con plenos derechos políticos, con un sistema legal que nos permita defendernos del abuso de la autoridad o que favorezca la resolución de conflictos entre personas o entre éstas y el gobierno. La estabilidad política de que el país gozó por décadas fue a costa de esos derechos ciudadanos. Lo que cada quien tendrá que revisar para su conciencia es si eso fue lo que los americanos llaman un trade off aceptable. Es decir, ¿valió la pena la estabilidad política a cambio de esas carencias?

Cada persona tendrá su respuesta particular. Pero hay dos consideraciones que no están sujetas a disputa. La primera es que el sistema político organizado alrededor del PRI fue una respuesta a la realidad nacional postrevolucionaria. Fue una respuesta a la ausencia de instituciones políticas, a la ubicuidad de conflictos sociales y políticos y al fracaso de sucesivos gobiernos, a partir de 1910, de estabilizar al país y crear un clima propicio al desarrollo económico. Independientemente de los vicios de que vino acompañado el sistema político postrevolucionario, la realidad nacional a la que respondía era muy real. La segunda consideración es que, bueno o malo, efectivo o no, el sistema político postrevolucionario está acercándose a su fin. Nadie sabe cómo va a ser ese proceso o de qué tanta violencia venga acompañado, pero muy pocos dudan del hecho que el sistema político dominado por el PRI es más una característica del pasado que del presente o del futuro.

La duda es en el cómo  y no en si el sistema político va a cambiar, pues de hecho esto ya está sucediendo. Junto con este proceso de cambio político por el que estamos atravesando se está dando otra transformación, mucho más profunda. Se trata de la revolución de la información que está sobrecogiendo a México, tal y como arrolló con otros países, comenzando por la antigua Unión Soviética. La información se ha convertido en la esencia de la actividad productiva y en el conducto a través del cual fluyen las ideas, los productos, la producción, la distribución de bienes y de servicios y, en muchos sentidos, la vida misma. La disponibilidad de información transforma las relaciones laborales, las relaciones productivas y, obviamente, las relaciones políticas. Este es, precisamente, el tema de este ensayo.

 

El contexto del cambio

El cambio que ocurre en México es parte de una revolución generalizada que afecta al mundo entero. Parte de esta revolución tiene su origen en la manera en que ha evolucionado la economía mundial, en las nuevas formas de producir y distribuir bienes y, sobre todo, en los cambios que han experimentado las comunicaciones. Pero quizá el cambio más profundo está ocurriendo en la vida cotidiana de todos los mexicanos que poco a poco han venido experimentando alteraciones en la manera en que se dan las cosas más normales. Paul Kennedy, un historiador que en 1987 escribió un controvertido libro intitulado  “El ascenso y caída de las grandes potencias”, afirmaba algo que parece muy apropiado al momento actual de México: “Se da una dinámica por el cambio, conducida esencialmente por desarrollos económicos y tecnológicos que afectan a las estructuras sociales, a los sistemas políticos, al poder militar y a la posición relativa de países e imperios en lo individual”(1). Para Kennedy, los  cambios que se dan en el mundo en el curso del tiempo no son producto de decisiones individuales, sino de procesos sociales que acaban por transformar todo lo existente.

 

Lo impactante del cambio que actualmente sobrecoge al mundo, y del cual México no puede escapar, es la velocidad con que está teniendo lugar. A lo largo de los últimos años, los mexicanos nos hemos estado batiendo en una guerra inútil sobre la culpabilidad o inocencia de los gobernantes actuales o pasados por la crisis en la que nos encontramos. Más allá de errores específicos o de potenciales  conspiraciones para robar o dominar al país, la realidad es que llevamos más de una década persiguiendo una nueva piedra filosofal sin que existan planos o mapas que nos guíen con certidumbre por el camino. Leonid Batkin, un historiador de otro país que ha andado por las mismas que nosotros en estos años, la antigua Unión Soviética, alguna vez comparó a Gorbachov con un viejo apócrifo del que se decía que bajó el agua de su inodoro en el momento preciso en que tuvo lugar el terremoto de Tashkent a mediados de los ochenta. Saliendo de la ruina que dejó el temblor, este viejo observó el desolador panorama y exclamó: “de haber sabido que esto iba a pasar, jamás habría bajado el agua”(2).

Esta analogía es tan injusta como un mal chiste político, pero muchos mexicanos, como los rusos a los que se refería el cuento de Batkin, seguramente reconocerán una gran verdad en todo esto: lo que ha ocurrido en México es muy distinto a lo que los últimos tres gobiernos pretendían lograr o tenían por objetivo. Ninguno de nuestros gobernantes desde Miguel de la Madrid planearon ir de crisis en crisis o intentaron provocar la debacle por la que han atravesado innumerables empresas y familias mexicanas a lo largo de los últimos años. Si algo, la reforma económica que comenzó a mediados de los ochenta buscaba objetivos sumamente modestos que pretendían fortalecer las estructuras políticas tradicionales, no debilitarlas ni destruirlas, a la vez que revitalizaba la economía, para recuperar la legitimidad del gobierno y del sistema en general.

 

Haciendo un paréntesis, una de las razones más lógicas por la cual nunca se intentó una reforma política de altos vuelos fue precisamente porque el objetivo inicial y esencial de las reformas económicas era el de resolver la problemática económica del país para hacer posible el mantenimiento del status quo, no para cambiarlo. La expectativa gubernamental suponía que, de corregirse la recesión de la economía, de la que se culpaba al excesivo endeudamiento que dejaron como legado Echeverría y López Portillo, el país retornaría a sus viejas formas de hacer las cosas. Se reconocía que el mundo estaba cambiando, razón por la cual era necesario reformar a la economía, pero jamás existió la comprensión de que el cambio económico necesariamente conllevaría alteraciones políticas. Por ello, más allá de las preferencias individuales de cada presidente, la realidad fue que ninguno de ellos se planteó el cambio político como un factor inevitable y necesario en esta etapa del mundo y, especialmente, como complemento inexorable de las reformas que, en lo económico, ellos mismos estaban promoviendo. Quizá irónicamente, la tozudez con que se evitó adentrar al país en ese proceso de cambio político es una de las razones por las cuales la economía acabó empantanándose como lo hizo, con las consecuencias que todos conocemos.

 

Las circunstancias por las cuales ha atravesado el país desde que se inició la reforma económica a mediados de los ochenta y el curso de los eventos desde entonces, han sido muy distintas a lo que estaba planeado. Ningún gobernante en su sano juicio hubiese planeado la crisis política y económica por la que atraviesa el país. Pero sus reacciones han sido muy sugestivas del problema de fondo: en ocasiones los últimos tres gobernantes del país se presentaron como los grandes demócratas transformadores, flexibles y dispuestos a tomar al mundo por los cuernos, en tanto que, en otras, han actuado como dignos hijos del sistema autoritario al que pretendieron reformar. En realidad, el gran problema de la reforma económica de los últimos años es que ha enfrentado a sucesivos gobiernos mexicanos ante fuerzas que no comprenden, que cambian con una velocidad vertiginosa y, quizá más importante, sobre las cuales no han tenido control alguno. Los gobiernos mexicanos se han dedicado a intentar domar una bestia que no conocen, con criterios y técnicas producto de nuestro peculiar sistema político y con los resultados que saltan a la vista.

 

No todo lo que ha pasado en el país en la última década es criticable. De hecho, la mayor parte de lo que se hizo fue no sólo acertado, sino sumamente exitoso. Quizá la mayor dificultad de estos años, la que ha producido la mayoría de los estragos y reveses, ha residido menos en lo que se hizo que en lo que no se hizo. Si se observa el cambio en la estructura de la economía, el éxito de estos gobiernos en promover el desarrollo de una industria altamente exportadora, eficiente y productiva es más que visible. A pesar de los problemas en que se encuentra, la infraestructura carretera más que se duplicó, y las telecomunicaciones nos han colocado en el umbral del siglo XXI con todos los instrumentos para poder dar un enorme salto adelante. Si uno quiere encontrar efectos positivos de las reformas de los últimos años, lo único que tiene que hacer es mirar alrededor. Pero esa misma mirada también va a arrojar otra observación: esa otra parte de la sociedad mexicana que se ha rezagado, que no ha logrado subirse al carro de los cambios económicos y que ha sido mucho más víctima que beneficiaria de los cambios. Mucho de eso seguramente era inevitable en cualquier transformación tan ambiciosa y descarriada como la que hemos experimentado. Pero mucho también habría sido evitable de haber habido un gobierno -un sistema político, de hecho-, más responsivo, más responsable y con obligación efectiva de servir a la ciudadanía.

 

Es el sistema político mexicano, con su falta de representatividad, con la ausencia de contrapesos, con su impunidad , el que ha provocado las crisis recurrentes en el país. Los gobernantes recientes indudablemente han tenido la competencia técnica y política para llevar a cabo sus planes. Con lo que no contaron fue con la obligación de mirar los efectos de sus actos, obligación que les habría llevado a corregir muchos de sus errores o excesos en el curso del tiempo, lo que a su vez habría evitado muchas de las crisis. El problema no ha sido, como muchos afirman en forma contumaz, el exceso de apertura o la falta de equidad en la misma, el TLC o las privatizaciones. El problema residió mucho más en que esas innovaciones se impusieron artificialmente y por encima de una estructura social y política que no se pretendía alterar, con lo que se selló su destino. En el ámbito económico se tomó la ruta fácil: la de las grandes empresas que más rápidamente podían reaccionar y actuar; en el ámbito político la salida se encontró en el mantenimiento de las estructuras vigentes; y en el ámbito social se intentó matizar los peores extremos de pobreza. En ningún caso se contempló -ni se ha contemplado- la necesidad de transformar las estructuras políticas que impiden la apertura de la economía, que cierran el acceso de las personas al desarrollo social y político y que, en conjunto, restringen el desarrollo del país. Sin ese cambio político, la pretensión de vivir en un mundo de legalidad es una más de ese conjunto de fantasías que surgió y creció a partir de que se inauguró la noción de reforma en los ochenta.

 

El mundo que nos arrolla

 

Los políticos y gobernantes pueden preparar a México para el cambio que está por arrollarnos o pueden dejarnos indefensos frente a la tromba que viene. Lo que no pueden hacer es impedir que ésta llegue a México, por las mismas razones que no han podido domar a la economía: porque se trata de fuerzas que están más allá de su control o capacidad de afectación. Lo que sí pueden hacer es continuar dañando a la población y continuar impidiendo que los mexicanos nos preparemos no sólo para acoger, sino sobre todo aprovechar constructivamente los cambios que ya se han comenzado a otear en el horizonte nacional.

El mundo está cada vez más unido por redes electrónicas que llevan datos, noticias, información, palabras, ideas y opiniones a la velocidad del sonido y a lo largo y ancho del planeta. La información que pasa por esas redes puede ser buena o mala, verídica o falsa, pero de todas maneras está ampliamente disponible a una creciente porción de la población del mundo. La información y su disponibilidad están transformando la manera en que funciona el mundo, las relaciones entre gobernantes y gobernados,  entre distintos gobiernos y entre empresas y las entidades gubernamentales diseñadas para regularlas. En el camino ha abierto la puerta para un desarrollo ciudadano quizá no visto desde que se inició la Revolución Industrial a fines del siglo XVIII.

 

La era de la información podría parecer distante para un país relativamente pobre y con tantas carencias como el nuestro, un país en el que lo poco de la economía que parece ser exitoso es la industria de exportación. La realidad es que la mayoría, si no es que toda, esa economía exitosa constituye una combinación de la industria, en los términos en la que la conocemos, y la información: las plantas producen de acuerdo con planes, procesos y controles establecidos en redes de computadoras y los bienes que de ahí salen se dirigen a mercados cuya distribución, pago y entrega están totalmente integrados y operados por computadoras. En este sentido, la economía de la información es una realidad tan importante en México como lo es en cualquier otra parte del mundo. De hecho, basta observar el uso del correo electrónico en comunidades rurales de Michoacán, Oaxaca o Zacatecas, cuyos habitantes típicamente lo emplean para  comunicarse con sus parientes “en el otro lado”, para reconocer que la era de la información es mucho más real en el país de lo que muchos pretenden.

El mero uso de correo electrónico o de una computadora constituye no más que un avance tecnológico aparentemente inocuo. Tarde o temprano, sin embargo, eso va a cambiar. Las revoluciones ocurren cuando la gente comprende que hay una alternativa a su forma de vida. Esto puede ocurrir en un instante o tomar una vida, pero cuando ocurre todo cambia súbitamente. El control de la información que nuestros gobiernos llevaron a cabo por décadas impidió que la mayoría de los mexicanos tuvieramos esa percepción de alternativas; hoy en día la disponibilidad de información a través de vehículos como internet, televisión por satélite, radio y demás no requiere más que la decisión de emplearla. Empujado hasta sus últimas consecuencias, este proceso está llevando inexorablemente a la integración de los espacios políticos, lo que implica que las noticias de un lugar serán noticias en todos los demás. La capacidad de abusar de sus ciudadanos por parte de un gobierno va a disminuir drásticamente. En ese contexto las opciones de los gobiernos van a ser muy simples: o se abocan a darle instrumentos a la población para que cada individuo sea capaz de ser productivo y libre, o condenan al país a la pobreza. Los mexicanos no son distintos a los ciudadanos del resto del mundo: reconocen en la libertad un valor universal. En la medida en que tengan más libertad gracias a la disponibilidad de información van a comparar su nivel de vida con el resto de los seres del planeta y van a demandar garantías respecto a los caciques y jefes políticos de la localidad, mejores  condiciones para poder trabajar, abrir una empresa y, en general, vivir.  A final de cuentas, van a demandar un cambio en las relaciones de poder.

 

Poder e información

El control de la información ha sido siempre una de las fuentes más importantes de poder. Las comunicaciones y la capacidad de procesamiento de la información son las dos tecnologías que están penetrando a México a la velocidad del sonido y, con ello, transformando la realidad política del país. Mientras que antes la información se podía concentrar y ocultar, la esencia de la revolución implícita en estas tecnologías es precisamente la contraria: las comunicaciones descentralizan el poder en la medida en que se descentraliza el conocimiento y la información. Lo mismo da si se trata del volumen de reservas en el banco central que la localización de recursos minerales o de la manera en que se construye una casa, el hecho es que las nuevas tecnologías hacen asequible toda esa información a quien la quiera. Al no haber secretos, disminuye la capacidad de emplear la información como fuente de poder.

Sobra decir que muy pocos gobiernos y sus políticos disfrutan la noción de que la información sobre sus actos es cada vez más pública. En algunos ámbitos en México la información disponible para los comunes mortales es casi tan amplia como la de cualquier miembro del gobierno. A partir del caos de fines de 1994, por ejemplo, el gobierno publica todas las cifras de reservas internacionales y otros rubros de la balanza de pagos y del Banco de México cada semana a través de internet. A partir de ese momento, lo que haga el gobierno es analizado con detenimiento por millares de observadores en México y alrededor del mundo: ya no importa lo que los políticos digan; ahora lo que cuenta es lo que dice el mercado. Lo mismo tendrá que comenzar a ocurrir en otros ámbitos, mucho menos propicios a la diseminación generalizada de la información, como son los debates dentro del gobierno sobre el curso a seguir en un determinado momento. Eso que antes era materia literalmente de kremlinólogos, ahora es tema cada vez más sujeto a debate público. Si no como se explicaría uno que revistas como Proceso o diarios como Reforma reciban documentos supuestamente privados para que todo mundo se entere de lo que ocurre en el gobierno. Evidentemente, quien  envía un documento a estos medios de información lo hace con objetivos políticos propios, lo cual crea un problema porque sólo se conoce una parte de la información. Este hecho, sin embargo, es precisamente lo que está liberando la disponibilidad de información: en una era en la que la mercancía más costosa y más difícil de alcanzar es la credibilidad gubernamental, la opinión pública va a ser crecientemente el terreno de disputa. Si un bando en un debate publica su versión de los hechos o su postura, tarde o temprano el otro también lo hará. Cuando esto ocurra, el balance de poder habrá comenzado a cambiar en favor de la ciudadanía.

Hace doscientos años la máquina de vapor permitió revolucionar la producción en el mundo. Hoy en día todo mundo puede producir bienes industriales. La tecnología para hacerlo se encuentra ampliamente disponible. Así como la máquina de vapor fue revolucionaria en su momento, lo revolucionario hoy en día es el conocimiento que permite emplear tecnologías comúnmente disponibles para lograr un mayor valor agregado y, por lo tanto, una mayor riqueza.  En la medida en que el principal recurso para el desarrollo no es material -el conocimiento-, se tornan obsoletas todas las doctrinas económicas, las estructuras sociales y los sistemas políticos que se desarrollaron y evolucionaron en un mundo diseñado para producir cosas en lugares fijos, con grandes contingentes de fuerza de trabajo y bajo condiciones fácilmente controlables. Es decir, la era de la información requiere flexibilidad, creatividad y libertad, condiciones que no son fácilmente compatibles con estructuras rígidas como las que típicamente asociamos con caciques, sindicatos, controles políticos e imposición burocrática.

El ejemplo más palpable del choque entre estos dos conceptos y realidades del mundo indudablemente se encontraba en la antigua Unión Soviética. Una anécdota relatada por Gorbachov es sumamente reveladora: cuenta que, siendo el segundo del Secretario General Andropov y, por lo tanto, miembro del politburó y con acceso a los secretos del sistema, fue a solicitarle a su jefe información sobre el gasto militar. Andropov no sólo se opuso a tal solicitud, sino que se indignó e insultó a Gorbachov diciéndole que era demasiado joven para meter su nariz en esos temas (3). El control sobre la información, incluso para los funcionarios más importantes del régimen, era tan brutal, que acabó condenando a muerte a toda la nación. Una superpotencia como la URSS acabó dependiendo de industrias tradicionales como gas, oro, petróleo y la industria militar, todas las cuales estaban perdiendo valor e importancia mundial en comparación con el recurso crecientemente más valioso -el conocimiento- en el cual, por todos los prejuicios políticos más retrógrados, la URSS no había invertido tiempo, esfuerzo o dinero.

La razón por la cual el gobierno de la URSS no había invertido en el desarrollo de tecnologías basadas en el conocimiento es muy obvia: el libre flujo de información implica la liberación no sólo de datos y estadísticas, sino de personas y dinero, libros y periódicos y, a final de cuentas, la proliferación de accesos a ideas nuevas. Nada más subversivo que eso. El régimen postrevolucionario en México acabó reconociendo que era imposible controlar la información como hubiera sido la preferencia de muchos de los políticos, más cercanos al concepto soviético de la democracia que al europeo. Su apuesta, que fue sumamente acertada y exitosa por décadas, consistió en permitir el acceso a la información a quien la pudiese obtener por sí mismo. De esta manera no impidió el que la gente viajara o que leyera revistas extranjeras, a sabiendas de que sólo un segmento muy pequeño de la población tenía acceso a ese tipo de oportunidades. Algunos analistas culpan a ese segmento de la población de las crisis cambiarias del 76 y del 82, lo que llevó a que un ex presidente lanzara una (infructuosa) campaña contra los “malos mexicanos”.(4) La realidad es que esa parte de la población era la única que contaba con algún tipo de información y de percepción de alternativas, lo que le llevó en esas ocasiones a actuar como lo hizo. Visto de otra manera, se trató de las primeras ocasiones en que la ciudadanía le impuso límites al actuar gubernamental. Con el advenimiento de la era de la información todo esto ha cambiado. La información ya es asequible a quien la quiera tener, en los pueblos más remotos. Más temprano que tarde, la población con posibilidad de imponerle límites a los gobernantes se va a multiplicar como arena en el mar.

 

La economía global en la era de la información

La maravilla de esta era es que nadie la puede controlar. El mundo se está encaminando rápidamente hacia una etapa en la que cada vez habrá una mayor integración económica, lo que exigirá todavía más cesiones de control político y, de hecho, de soberanía. Habrá cada vez más mexicanos incorporados, directa o indirectamente, en la economía mundial, produciendo bienes y servicios en competencia con sus contrapartes en Taiwán, Tailandia o Brasil. Esos mexicanos serán cada vez más capaces de discernir entre opciones e impondrán una nueva lógica a la función gubernamental. Los gobiernos -el mexicano igual que todos los demás- tendrá que abocarse cada vez más a atraer e invitar a inversionistas, ahorradores y personas y empresas con tecnología -mexicanos y extranjeros-, en lugar de pretender que los puede conducir sin más.

Lo anterior es mucho más trascendente de lo que parece. Puede parecer muy obvio como un ingeniero en computación podrá convertirse en un formidable productor de software en competencia con los mejores del mundo. Pero lo mismo es cierto para el campesino más aislado del país. La disponibilidad de acceso a una red telefónica, por ejemplo, le puede permitir a un campesino conocer los precios que se pagan por los productos que él cultiva, lo que lo pone en igualdad de condiciones respecto al mayorista, de tener ambos acceso a la misma información. La capacidad de abuso por parte del cacique, o de su forma institucionalizada como es la de Conasupo, disminuye drásticamente. En Sri Lanka ocurrió precisamente esto: cuando se instalaron líneas de teléfono en las zonas rurales, los campesinos lograron incrementar su ingreso en más del cincuenta por ciento gracias a la disponibilidad de información que ese medio facilitó (5). La liberación implícita en la era de la información es para todos.

Quienes participen plenamente en la economía de la información van a ser sus grandes beneficiarios. Típicamente, esa red internacional que crece cada día comparte no sólo objetivos económicos o profesionales sino, con el tiempo, sus integrantes van adquiriendo y compartiendo gustos, opiniones y otros factores con obvias implicaciones políticas para cada uno de los países involucrados. La gran interrogante que se debate en muchas de estas naciones es si esto es bueno o malo. Aunque evidentemente se puede argumentar en favor o en contra de cualquiera de estas perspectivas, en realidad se trata de un debate inútil y de un dilema falaz, como se puede observar en México en la actualidad. Claramente, los que participan en la economía de la información, buscando lograr un mayor valor agregado en la producción, tienden a tener mejores ingresos y todo lo que ésto implica, mientras que quienes no están en ese circuito pierden posición relativa. Pero la disyuntiva no puede ser entre proseguir con la economía moderna o concentrarse en la economía vieja en la cual se concentra una enorme porción de la población. Esa salida al dilema es falsa porque la economía vieja, por llamarle de alguna manera, no tiene futuro. Esa economía de bajo valor agregado y de productos que nadie quiere o necesita va a continuar perdiendo valor relativo y, por lo tanto, capacidad de emplear y remunerar a quienes ahí trabajan. Quienes abogan por esa salida no tienen más que objetivos políticos, ajenos a las necesidades de la población y a las realidades del mundo. Negar la economía moderna es equivalente a cerrar los ojos a lo que ocurre a nuestro alrededor; pretender que se puede optar por un mundo fuera de ella no es más que una ilusión. La única salida realista consiste en hacer lo posible y lo necesario por transformar las estructuras económicas y políticas actuales para hacer posible el florecimiento de una industria pequeña y mediana que sea competitiva en el mundo internacional.

Hacer avanzar a la economía que se rezaga es materia de decisiones fundamentales de política pública, pues entraña alteraciones esenciales al status quo político y económico imperante. En el corto plazo, la porción de la población que no está integrada a la economía de la información tiene que recibir apoyos directos en la forma de programas de capacitación, así como en el rediseño de empleos tradicionales -desde los trabajos de limpieza hasta los de la industria altamente manual- a fin de elevar radicalmente la productividad de cada trabajo y, con ello, el ingreso potencial de los individuos. Las soluciones de corto plazo involucran acciones tendientes a resolver problemas inmediatos de la población, así como a lidiar con los ajustes necesarios e inevitables de quienes no están capacitados para la nueva economía. Pero las soluciones de largo plazo requieren acciones mucho más trascendentes, tanto para los niños de hoy que requieren una educación drásticamente distinta a la de sus padres, como para los adultos de hoy y de mañana, que requieren de la posibilidad de acceder al mundo productivo.

El modelo implícito que se adoptó cuando se inició la reforma de la economía a mediados de los ochenta consistió en apoyar a las grandes empresas del país para que éstas se convirtieran en líderes de un proceso de transformación económica e industrial a lo largo del tiempo. Esta prioridad quizá era razonable en el México de los ochenta, cuando lo imperativo era dar un viraje rápido, generar exportaciones con gran velocidad e incentivar nuevas inversiones industriales. En retrospectiva, los éxitos de sectores como el automotriz, que ha generado una industria de autopartes ultra competitiva a nivel mundial, sugiere que no era una mala estrategia, dadas las restricciones del momento. Sin embargo, la estrategia se llevó a extremos absurdos, al grado de concentrar brutalmente la propiedad -y la riqueza- de las empresas privatizadas y, mucho más importante, al diseñar modelos implícitos de estructura industrial que no sólo no apoyaron, sino que incluso restringieron de manera extraordinaria el acceso y desarrollo de empresas pequeñas y medianas al mercado nacional y mundial. De esta manera, el modelo industrial que implícitamente el gobierno adoptó -y que todavía preserva- excluía a cuatro quintas partes de las empresas del país, a la vez que cancelaba la posibilidad de que una multiplicidad de nuevas empresas cimentara el camino hacia el futuro. El problema nunca fue la apertura de la economía o el TLC, sino la necedad de crear una plutocracia en lugar de una inmensa riqueza dispersa entre millares o millones de empresarios.

 

El dilema de la información y la ciudadanía

La libertad implícita en esta nueva era entraña problemas nuevos. Un ruso decía que es posible que la población de todo un país sepa que le están mintiendo y, sin embargo, ignorar la verdad. Tanto el sistema soviético como el priísta fueron construidos en torno a un conjunto de mitos y creencias que empañaron la realidad e hicieron cada vez más difícil separar mitos de realidades, análisis de intereses. En este contexto, la manipulación política es siempre posible. El problema es cómo romper con el círculo vicioso ahí implícito. La mayor disponibilidad de información no necesariamente permite el mayor y mejor uso de esa información. Nadie puede decirle a otra persona cómo puede o debe utilizar esa información, pero las herramientas necesarias para emplearla son la clave del desarrollo futuro y ese es un tema central de la política pública.

El control y el acceso a la información han sido motivo de innumerables discusiones, libros y novelas. Quizá la más conocida de éstas, 1984, de George Orwell, argumentaba que la tecnología electrónica inevitablemente magnificaría el poder del gobierno sobre el ciudadano. La experiencia de la URSS, sobre la cual está basada la novela de Orwell, parece demostrar que el autor estaba equivocado. A final de cuentas, el acceso a la información rompió las amarras que mantenían el yugo sobre decenas de nacionalidades, religiones y países en lo que alguna vez fue la URSS. Esta experiencia revela que la información puede convertirse en el factor liberador que facilita el desarrollo de la ciudadanía e impone límites al gobierno. Pero hay otro lado de la misma experiencia que no es posible ignorar, sobre todo para nosotros. La súbita disponibilidad de información minó el poder totalitario del gobierno soviético en buena medida porque hizo posible que crecientes grupos de la población se percataran de la realidad del régimen, de la violencia y de la falsedad. Todo eso destruyó la legitimidad del gobierno e hizo posible su subsecuente caída. La información acabó siendo una poderosísima arma destructiva que fue incapaz de construir algo que supliera al viejo orden. Peor aún, le dio acceso y vida a toda clase de chauvinismos, extremismos, radicalismos y grupos violentos. En este sentido, las comunicaciones que han hecho posible la llegada y la ubicuidad de la información son nada más que medios a través de los cuales ésta fluye; la información misma es producto de quienes se comunican a través de ese vehículo.

Muchas de las críticas que con frecuencia enarbolan algunos empresarios y virtualmente todos los funcionarios contra revistas como Proceso y diarios como Reforma en el sentido de que estos tergiversan la información o que son extraordinariamente irresponsables en lo que publican, caen precisamente en este campo. Por una parte, la disponibilidad de información claramente altera el status quo, toda vez que se hacen públicos actos de corrupción o abusos diversos, lo que afecta a intereses particulares. Por otra parte, el sensacionalismo que comúnmente  acompaña a ese tipo de revelaciones con gran frecuencia incluye afirmaciones falsas, sesgos y prejuicios que indudablemente dañan injustificadamente a personas o empresas. Este otro lado de la información tiene fuertes implicaciones para los dos temas que seguramente estarán en el centro del desarrollo o involución política que experimente el país en el futuro mediato: las acciones del gobierno y las responsabilidades de la ciudadanía.

 

La política pública: ¿podrá el gobierno cambiar?

El gran sueño de la planeación central, que nunca logró mucho más que hacer olas retóricas en nuestra realidad, además de costosísimas incursiones paraestatales en terrenos que no competen a un gobierno cuerdo, sigue vivo en los criterios de nuestros gobernantes. La racionalidad del contador que prefería que no se construyera un nuevo puente porque el transbordador todavía tenía espacio, sigue permeando las decisiones gubernamentales. Nuestros gobernantes siguen pretendiendo que la economía de los setenta es igual a la de los noventa y que los principios que entonces pudieron haber sido válidos lo siguen siendo ahora. Seguramente habrá un conjunto de premisas que son básicamente inmutables en cuanto a la estructura de una economía; sin embargo, el advenimiento de la economía de la información ha venido a trastocar todos los criterios y premisas que los economistas mantuvieron por casi dos siglos desde la Revolución Industrial. La realidad de hoy exige otro tipo de enfoques y nuevas prioridades.

La realidad actual requiere de un gobierno decidido a crear las condiciones para que ocurran dos cosas y sólo dos cosas: por una parte procurar que los individuos, sobre todo los niños, los pobres y los marginados, adquieran las capacidades básicas que les permitan enfrentar al mundo moderno. Esto es, enfocar todos los programas de educación, capacitación, subsidios, gasto social y de salud hacia el desarrollo de niños sanos y la incorporación de los pobres y marginados en el mainstream de la sociedad. Por otra parte, la función del gobierno tiene que ser la de crear las condiciones para que pueda prosperar la actividad económica. Esto requiere de dos acciones: una, la de alcanzar la estabilidad macroeconómica. La otra, la de desarrollar la infraestructura que haga posible el desarrollo de la actividad empresarial sin interferencias gubernamentales o burocráticas.  Esto se logra mediante el desarrollo directo o indirecto de la infraestructura física, así como de  un sistema jurídico y judicial independiente y no sujeto a la permanente intromisión y reforma por parte del poder ejecutivo.  También se logra mediante la definición y protección de los derechos de propiedad y el desarrollo de un sistema financiero efectivo, donde lo que importe no sea la nacionalidad del propietario, sino la capacidad de apoyar el desarrollo de las empresas. Todo el resto es contraproducente.

El dilema para el gobierno mexicano es extraordinario. De no liberalizar la estructura de decisiones públicas, fortalecer la descentralización política y favorecer una rápida dispersión de la información, el desarrollo económico fracasará; por otro lado, de liberalizar, el gobierno corre el riesgo de enfrentarse a desafíos políticos como los que caracterizan al gobierno chino, para los cuales no hay salidas fáciles. La pretensión de que el dilema no existe y de que es posible seguir alimentando la ilusión o la expectativa de que estamos avanzando porque un conjunto de indicadores macroeconómicos claramente muestran mejorías significativas, evidencia ceguera más que visión. Ceguera como la que seguramente caracterizó al régimen de Albania al pretender que porque nada se movía todo estaba bien.

En el fondo el problema y el dilema mexicanos son un tanto distintos. Por años, el gobierno ha pretendido que sabe mejor que el resto de los mexicanos qué es lo que  a ellos conviene. La forma de gobernar, las campañas publicitarias de la Secretaría de Hacienda y el desprecio por cualquier propuesta alternativa de política, por sensata que ésta sea, reflejan la perspectiva de un gobierno que, a pesar de sus diferencias, va hacia el cuarto lustro de imponer una serie de políticas inteligentes y benevolentes pero que carecen de la esencia de todo buen gobierno: legitimidad. Lo que el gobierno requiere no necesariamente es cambiar sus políticas, sino incorporar a la población en ellas. Es decir, cambiar sus prioridades. En lugar de predicar sobre la legalidad, para desaparecerla cada vez que no conviene a sus intereses, el gobierno tiene que someterse a ella. En lugar de ignorar a la población, incorporarla. En lugar de estar por encima de los mexicanos, ser parte de ellos. La democracia es una forma más compleja de gobierno; pero mucho más permanente que la autocracia que choca cada seis años.

 

¿Podrán los ciudadanos con el paquete?

 

La información libera y beneficia antes que nada o a nadie a los ciudadanos. Es para los ciudadanos que la información puede ser una palanca excepcional de desarrollo. La información altera la capacidad de la gente de organizarse, de actuar y de conocer a sus competidores, adversarios y amigos. En el terreno de lo político, la información genera toda una impresionante red de relaciones potenciales con Organizaciones No Gubernamentales, con partidos políticos, con organismos nacionales y extranjeros y con medios de presión internacionales. Todo esto apalanca el poder potencial de cualquier grupo de interés y permite multiplicar y fortalecer el poder institucional de cualquier grupo o entidad. Basta ver a Sebastián Guillén y al EZLN en Internet para observar lo que esto puede implicar. Además, el contagio y fertilización mutua entre grupos políticos, ecologistas, de derechos humanos, etcétera, acelera la diferenciación que existe en la sociedad y, con ello, profundiza los mecanismos necesarios para la estabilidad política.  No importa el grupo o interés de cada persona, el hecho es que la disponibilidad de información y los vínculos con otros grupos e intereses a lo largo del país o del mundo abre puertas y vehículos de participación antes impensables.  Pero este desarrollo no necesariamente tiene que conducir a la estabilidad o a la evolución política.

En la medida en que el ciudadano se adueña del balón, como reza el dicho popular, los problemas cambian de naturaleza.  Una cosa es que una persona adquiera los conocimientos o las habilidades para entrar al mercado de trabajo, por ejemplo, y otra muy distinta es que esa persona se constituya en un ciudadano responsable, capaz y deseoso de luchar por sus derechos estrictamente dentro de los marcos institucionales que el concepto de ciudadanía entraña por definición. Puesto en otros términos, siguiendo el ejemplo del campesino de Sri Lanka que logró casi duplicar los precios de sus cosechas cuando tuvo acceso a un teléfono, la disponibilidad de la información puede llevar exactamente a lo contrario: un niño abusado igual puede encontrar en el internet la manera de construir una bomba atómica. La diferencia en la manera en que se emplee la información reside en la responsabilidad de cada persona.

Para todas las personas que tienen hijos es evidente que nadie puede hacer responsable a otra persona. Nadie puede obligar a un niño a ser responsable.  La educación de un niño, como la de un ciudadano, consiste -o debe consistir- precisamente en la creación de condiciones en las cuales ese ciudadano futuro comprenda sus derechos y obligaciones al hacerlos efectivos. El gobierno no puede obligar a nadie a ser responsable pero sí, en cambio, puede proveer toda clase de incentivos para que la población sea extraordinariamente irresponsable.  También puede crear los incentivos para que se haga responsable. Cuando resulta más fácil conseguir una cita con un determinado secretario de gobierno mediante la organización de una manifestación en las calles que llamando a la secretaria del mismo, la población acude a las manifestaciones. En ese caso el gobierno esta ofreciendo incentivos a la irresponsabilidad ciudadana que hacen que las personas actúen muy racionalmente como políticos, pero no como ciudadanos.

El dilema de la ciudadanía es muy simple: para que exista, tiene que ser responsable. Y para que sea responsable se le tiene que dejar hacer uso pleno de sus derechos ciudadanos. Uno de estos derechos es el que el gobierno no cambie arbitrariamente y a conveniencia las leyes y que no imponga sus decisiones por encima de la sociedad. Conceptualmente este planteamiento es muy simple. La gran interrogante del México de hoy es cómo llevarlo a la práctica. El dilema en la vida real se va a presentar en forma creciente en el curso del próximo lustro por razones demográficas. Un indicador de esto es muy claro: hace dos décadas el voto confiable o “duro” del PRI era indudablemente mayoritario a nivel federal; hoy en día ese voto es menor al 40%. En el curso de la próxima década ese porcentaje va a disminuir a no más de la mitad. Entre este momento y aquel, el país tendrá que saber funcionar sin el PRI y tendrá que haber creado un sistema legal confiable y respetado que haga posible una transmisión pacífica del poder entre dos partidos distintos. Eso sólo será posible en la medida en que los priístas hayan creado una estructura legal capaz de ofrecer garantías a los propios miembros del PRI de que no serán perseguidos arbitrariamente, a la vez que los miembros de otros partidos la consideran institucionalizada de tal forma que ellos no tengan la capacidad política, ni mucho menos la legal, para alterarla. Cuando eso ocurra, México será un país de leyes. Nadie en México hoy puede creer que eso es una realidad presente. Por ello, o nos preparamos para el embate de la información y la competencia, y eso implica crear un país de leyes, o nos lleva el tren.

 

1)    Kennedy, Paul, The Rise and Fall of the Great Powers, Vintage, Nueva York, 1989 pp.438

2)    citado por Shane, Scott, Dismantling Utopia, Elephant Paperback, Chicago, 1994, p.5

3)    ibid, p.45

4)    lo que no ha impedido que, en la nueva legislación fiscal, se retorne, implícitamente, a esos conceptos.

5)    Wriston, Walter, the Twilight of Sovereignty, Scribners, Nueva York,1992. p.41.


* politólogo, director de CIDAC