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Democracia y mayorías

Luis Rubio

¿Qué hará exitoso al gobierno: el consenso o los resultados? El gobierno del presidente Peña  ganó legítimamente una elección, lo que le permitiría gobernar sin reparo. Sin embargo, ha procurado sumar al resto de las fuerzas políticas a través de un pacto: es decir, prefiere el consenso a las mayorías. Pero es difícil alcanzar un consenso en temas escabrosos, que son los que el país tiene que afrontar y por eso es una vía poco certera para derrotar décadas de estancamiento y pesimismo. Sin embargo, no por eso debe abandonar el esfuerzo: sólo debe asegurar que la búsqueda del consenso no lo paralice.

Hay dos formas de concebir el consenso. Una, como alguna vez declaró Abba Eban, “un consenso implica que todo mundo acuerda decir colectivamente lo que ninguno cree en forma individual”. Por otro lado, el filósofo Maimonides afirmaba que “la verdad no deja de ser más verídica si todo el mundo la acepta, ni menos si todo el mundo la rechaza”. El Pacto que logró articular el gobierno rompió con años –o décadas- de recriminaciones, estableció una agenda común a la que todos los mexicanos pueden sumarse y dio un sentido de dirección al propio gobierno. Los líderes de los partidos que aceptaron sumarse se comportaron como estadistas, pero también es necesario reconocer que asumieron el enorme riesgo de que la apuesta a una transición acordada fracase. Por todo ello, es imposible minimizar el valor simbólico y político del hecho.

Nicos Poulantzas, un filósofo político, decía que las alianzas sirven mientras satisfacen los objetivos e intereses de quienes participan en ellas y que siempre gana el primero que las rompe. De seguir esa lógica, tanto el PAN como el PRD estarían corriendo el enorme riesgo de ser usados por el gobierno sin misericordia pues, salvo error catastrófico, no hay manera que, en un sistema presidencial, la oposición acopie poder suficiente para empatar o ganarle al presidente. Por otro lado, al presidente –y al país- le conviene la existencia de un acuerdo fundamental sobre la dirección del desarrollo. Todos ganamos con ello. ¿Habrá manera de reducir el riesgo para todos a la vez que se construye sobre la plataforma del pacto?

Primero, ¿por qué procurar un consenso? Dada la polarización que ha caracterizado al debate político y sobre el desarrollo –que se refleja con nitidez en el plano electoral-, parecería obvia la respuesta. Sin embargo, en realidad se trata de un artificio político de dudosa validez. Por supuesto, la existencia de un sendero compartido constituye un activo de enorme valía para el país porque le confiere certidumbre a la ciudadanía y a los empresarios, creando con ello oportunidades de desarrollo inconcebibles en otras circunstancias. Al mismo tiempo, a nadie le sirve una camisa de fuerza que lleve a que el gobierno posponga las reformas que considera prioritarias o que conlleve a una guerra civil dentro de cada uno de los partidos de oposición.

La pretensión de consenso se remonta al origen del PRI. Como coalición de un conjunto de fuerzas disímbolas, el PNR construyó mecanismos –comenzando por las «reglas no escritas”- para procesar decisiones y mantener una semblanza de unidad. Pero la fuente real del consenso era el régimen de lealtades que mantuvo a todos los priistas enfocados hacia la eventual asunción del poder o acceso a la riqueza. En la medida en que el sistema cumplía en suficientes casos como para mantener creíble la promesa, el consenso era impecable.

Las cosas cambiaron con las crisis fiscales y la hecatombe económica de los setenta y ochenta. La definición de consenso se alteró: en la medida en que los gobiernos priistas perdieron  su legitimidad, fue posible avanzar sólo con la cooperación de la oposición, en esa época del PAN. Producto de esa etapa era fueron algunas reformas clave, especialmente las electorales que eventualmente condujeron a una competencia equitativa.  Esa era concluyó con la derrota del PRI en 2000. Hoy el gobierno de Peña Nieto goza de legitimidad plena, derivada de las urnas y no requiere del consenso para poder funcionar. De hecho, en un sistema democrático, la búsqueda de consenso refleja una de dos circunstancias: que el gobierno no se siente legítimo o que busca el apoyo de los partidos de oposición para reducir sus propios costos o para diluir las reformas que presuntamente está negociando.

Cualquiera que sea el caso, el pacto probablemente no resistirá las tensiones inherentes.  Si el gobierno pretende “culpar” al PAN y al PRD de lo que le corresponde, estos partidos acabarán tomando su propio camino; una posible indicación de ello son las potenciales alianzas electorales para este año. Por otra parte, si el objetivo es diluir las reformas para beneficio de los poderes fácticos cercanos al PRI, el resultado será una catástrofe para el propio gobierno, que fallará en su propósito de elevar la tasa de crecimiento de la economía. Puesto en otros términos, a nadie –comenzando por el gobierno- le conviene el colapso del pacto. La pregunta es cómo evitarlo.

La solución reside en algo que Maurice Duverger explicó hace décadas: concebir al pacto no como una camisa de fuerza sino como un arreglo entre gobierno y oposición “leal”, término que empleó para identificar a los partidos que reconocen la legitimidad del gobierno pero que compiten abiertamente por el poder. Es decir, flexibilizar la pertenencia al pacto: se comparte el objetivo general y la agenda pero se valen alianzas legislativas circunstanciales de tal suerte que se avance la agenda sin arriesgar el pacto. Con un arreglo así todos corren el mismo riesgo y todos comparten los potenciales beneficios. El pacto se torna más equitativo y, por lo tanto, funcional.

La idea del pacto es genial. Permite crear un entorno de confianza y consenso. Rompe, en un solo acto, con década y media de desencuentros y polarización. Al mismo tiempo, establece un camino que todos los partidos y fuerzas políticas pueden hacer suyo. Pero ningún pacto puede ser substituto del gobierno o de las responsabilidades –y costos- de gobernar. El pacto constituye una inversión por parte de todas los signatarios, pero sobre todo por parte de los partidos de oposición, que saben que pueden quedar “colgados de la brocha” en cualquier momento.

Es posible que el gobierno albergara la esperanza de que el pacto serviría para evitar llevar a cabo reformas o para hacerlas menos costosas para sus huestes. De ser así, tarde o temprano acabará dándose de tumbos contra la pared. No hay progreso sin inversión y no hay inversión sin riesgo. Hay salidas, pero sólo si el gobierno reconoce que por donde va no llegará.

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Gobierno vs migración

Luis Rubio

Cuando Alexander Pope, el gran poeta inglés del siglo XVIII, se encontraba en su lecho de muerte, su médico le aseguró que su respiración, pulso y otros signos vitales mejoraban. «Aquí estoy,» Pope le comentó a un amigo, «muriendo de cien buenos síntomas». El gobierno corre un riesgo similar. Cuando un país es chico y se encuentra cerca de uno grande y poderoso, no tiene más alternativa que ajustarse cuando aquel le cambia la jugada. El gobierno mexicano no puede darse el lujo de ignorar lo que pasa en el norte. El tema migratorio ya está en la mesa y el gobierno puede ayudar o estorbar pero no se puede quedar con los brazos cruzados.

 

Estados Unidos es una nación que se construyó por olas sucesivas de migrantes. Por casi un siglo y medio, la migración era formalmente bienvenida y promovida. Sin embargo, a partir del inicio del siglo XX, la visión cambió y en 1924 se adoptó un sistema de cuotas que dio comienzo a un agrio e interminable debate respecto a su política migratoria.

 

Ese debate cambia de forma, actores y características, pero el contenido es similar: quienes la ven como una amenaza frente a quienes la ven como una oportunidad. Los «malos» tienden a cambiar en el tiempo: en alguna época eran los italianos, en otra los judíos, luego los cubanos, ahora son los mexicanos. No falta quien, en cada era, racionalice su posición con argumentos relativos al origen específico de los migrantes, pero si uno observa casi un siglo de debate, lo que queda es esa confrontación básica: amenaza vs oportunidad.

 

La reciente elección presidencial, en que Obama logró un apoyo abrumador por parte de la comunidad hispana, retrotrajo el tema al frente de la agenda legislativa. Aunque prevalecen las dos visiones, los legisladores de ambos partidos saben bien que no pueden esquivarlo, así que el debate promete ser rico y trascendente. La pregunta es qué opciones le quedan al gobierno mexicano frente a esta realidad.

 

De manera similar al debate interno de allá, tanto en el gobierno como en la sociedad mexicana hay dos posturas claramente diferenciadas: aquellos que consideran que el tema migratorio es un asunto interno de EUA y aquellos que consideran que se trata de un asunto de interés nacional para México. Los primeros preferirían cerrar los ojos; los segundos pretenden emprender una cruzada. El problema es que ambos tienen razón en su postura y por ello el gobierno no puede más que actuar, pero con una estrategia inteligente, apropiada, activa y discreta.

 

Por un lado, es evidente que el asunto migratorio es de carácter interno pues involucra lo más esencial de cualquier nación: la composición de su sociedad. Además, lo que está en juego es la facultad de un gobierno soberano de decidir sobre el tratamiento legal de una población que violó su legislación en el momento de ingresar al país o cuando se quedó en su territorio más allá del plazo que le permitía su visa. El gobierno mexicano no tiene nada que ofrecer en estos campos ni puede correr el riesgo de jugarse el sexenio en una decisión sobre la que tiene poca o ninguna influencia directa. Experiencias fallidas previas animan a muchos en el gobierno a mantenerse ajenos y distantes.

 

Por otro lado, estamos hablando de más del 10% de la población del país, de un contingente vinculado directamente con más del 50% de la población (hermanos, padres, hijos) y que, en algunos estados, representa más de la mitad total de sus habitantes. Imposible ignorar la trascendencia política interna de la decisión que eventualmente adopte el gobierno estadounidense. Tampoco es irrelevante el impresionante impacto de las remesas sobre un enorme número de familias. Finalmente, aunque improbable, no es inconcebible un escenario en el cual enormes números de personas que hoy residen allá acabaran siendo forzadas a retornar. Por más que gobierno quisiera esconderse, en este debate hay asuntos vitales que no pueden ser desdeñados.

 

El gobierno mexicano tiene que desarrollar una estrategia idónea a las circunstancias. Los factores condicionantes son muy claros: a) se trata de un asunto interno, por lo que la estrategia debe ser discreta; b) a México le beneficiaría enormemente la legalización de los mexicanos que hoy viven allá; c) esos mexicanos no son ni nunca serán «instrumento» político para el gobierno mexicano: son personas de origen mexicano que aspiran a vivir allá como ciudadanos en regla; d) existen poderosas fuentes de oposición a cualquier liberalización migratoria que esgrimen argumentos legítimos y respetables; e) la sociedad estadounidense es sumamente descentralizada y las ideas y apoyos o rechazos -y miedos- surgen desde abajo; y f) este proceso de discusión ofrece oportunidades para el reencuentro entre el gobierno mexicano y los mexicanos que optaron por migrar, pero también entre las dos sociedades y sus gobiernos.

 

Estos factores condicionantes establecen los parámetros dentro de los cuales es imperativo actuar. Hay dos elementos clave: uno, definir, en privado, una postura formal frente al gobierno estadounidense y mantener todos los mecanismos de comunicación con su ejecutivo y congreso abiertos y fluidos. El gobierno mexicano debe presentarse como un actor respetuoso de sus procesos pero interesado en los resultados y dispuesto a hacer su parte para que estos sean favorables. El otro elemento, es del de actuar discreta pero deliberadamente para atender, atenuar o eliminar las fuentes de oposición desde la base.

 

Esto último es crucial. Cuando se negoció el TLC, el gobierno mexicano, directamente y a través de diversos actores de toda la sociedad, se dedicó a atender las fuentes de oposición, sobre todo en los estados más vulnerables al acuerdo comercial, como eran aquellos en que se concentraba la fabricación de textiles, automóviles y otros productos similares. El objetivo era explicar, buscar opciones y sumar. Neutralizar a la oposición hasta donde fuese posible.

 

El asunto migratorio es similar al del TLC excepto que monumental en tamaño. El gobierno tiene que desarrollar una estrategia para atender a los quejosos, a la derecha, a los agraviados, a los empleadores y a las comunidades de mexicanos. El objetivo: explicar, sumar, mostrar los efectos benignos de los migrantes que hoy están ilegalmente allá, atenuar los miedos. Un magno esfuerzo que, paradójicamente, no debe ser muy público, pero sí amplio y en todas partes. Una gran operación política de bajo perfil: con presupuesto y redefiniendo el enfoque de los consulados. Sobre todo, yendo más allá de las estructuras formales e involucrando a la sociedad y a actores diversos, allá y acá. Poco priista pero indispensable.

 

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Prioridades

Luis Rubio

Ningún gobierno, por poderoso que sea, puede hacerlo todo. De hecho, su función medular no es, ni debería ser, hacer “cosas”. Su función primordial es la de hacer posible que el país prospere y para eso tiene que crear un entorno que propicie la prosperidad, mantenga segura a la población y garantice la protección de sus derechos, en el más amplio sentido. Lograr esto implica optar: definir prioridades y facilitar el logro de sus objetivos con el concurso del conjunto de la sociedad.

El gobierno del presidente Peña ha llegado con un enorme y arrollador ímpetu y ha logrado cambiar la tónica de la actitud de los mexicanos y de la opinión pública en general. Dicho esto, está enarbolando una amplitud tan grande de programas, proyectos e iniciativas en todos los ámbitos, que corre el riesgo de perder la concentración en lo esencial. No sólo eso: la necesidad de mantener la iniciativa mediática le está llevando a pronunciamientos diarios que, si bien tienen el beneficio de “hacer sentir” que hay autoridad, entrañan el riesgo de que se pierda el sentido de dirección.

Sólo para ilustrar, en el ámbito de los proyectos de inversión se han anunciado programas para combatir el hambre, la construcción de líneas férreas hacia Querétaro, Toluca y otra en Yucatán, proponen modificar el régimen de pensiones, desarrollar proyectos de petróleo y gas y construir nuevos proyectos de infraestructura. Además, tendrán que enfrentar el asunto de las deudas estatales y municipales. Como concepto, nada de esto es criticable; lo que es dudoso es que el gobierno tenga la capacidad financiera para lograrlo. Aprovechando los altos precios de petróleo y bajas tasas de interés, el gasto público ha crecido de manera significativa en los últimos años, dejando poca latitud para tanto proyecto que se propone emprender el gobierno.

El punto no es criticar los proyectos, sino más bien proponer la necesidad de que enfoque sus baterías en otra dirección: en lugar de pretender la realización de todos estos proyectos por sí mismo, ¿por qué no mejor crear condiciones para que inversionistas privados lo hagan?

Hace unos meses, por ejemplo, el país comenzó a sufrir escasez de gas natural para usos industriales. Resultó que no falta gas sino infraestructura para transportarlo de los pozos donde se produce hacia las zonas en que hay demanda. PEMEX ha desarrollado un sinnúmero de proyectos para el tendido de ductos, lo que implica, en muchos casos, que ya existe el trazo de los mismos y los derechos de vía. No habiendo restricciones constitucionales en esta materia, me pregunto si no sería lógico concesionar gasoductos por todo el país a fin de aprovechar lo ya avanzado y crear innumerables motores de desarrollo regional. El hecho de contar con gas a precios por demás competitivos entraña una oportunidad única de promover una nueva era de desarrollo industrial. Desde esta perspectiva, es absurdo aceptar el cuello de botella que representa la falta de gasoductos como un hecho consumado. La solución es obvia. Y urgente.

Lo mismo podría hacerse en todos los ámbitos de la infraestructura y, si se avanza una reforma seria en materia energética, hasta en la exploración y explotación de yacimientos en aguas profundas, gas esquisto (shale) y toda una gama de petroquímicos que hoy están reservados al Estado. Lo relevante sería que el gobierno desarrolle una verdadera capacidad rectora a través de sus atribuciones de regulación y concesión. Mucho más inteligente y productivo que el uso de recursos fiscales escasos.

En el fondo, el gran tema del desarrollo económico reside en el enorme número de cuellos de botella que existen en todas las actividades y que, típicamente, responden a dos tipos de circunstancias: incapacidad financiera u operativa del lado del gobierno (incluyendo al sector paraestatal) o malas decisiones en materia de privatizaciones anteriores y, en general, de regulación económica. Estos dos factores se han convertido en trabas aparentemente insalvables.

Los cuellos de botella que existen tienen que ver con la forma en que operan entidades como la CFE y PEMEX: sus objetivos y prioridades no están dedicados a crear un entorno de competitividad para el crecimiento de la economía. Ambas actúan como si se tratara de entidades independientes del resto de la actividad económica. Por su parte, existe confusión del lado del gobierno en cuanto a sus propias funciones y objetivos. Decía Einstein que “la confusión de objetivos y la perfección de medios tiende a ser característica de nuestra era”. Ese sin duda ha sido el caso del gobierno mexicano desde hace décadas.

El gobierno mexicano ha sido un ente ensimismado, dedicado a satisfacer los intereses de sus propios contingentes burocráticos, políticos y clientelares. Eso ocurre, en alguna escala, en todos los sistemas políticos, pero en nuestro país la concentración es infame y se traduce en menores tasas de crecimiento económico. Históricamente, el gobierno ha pretendido hacerlo todo –comenzando por eso que le encanta a los políticos pero que nunca han hecho bien, la rectoría del Estado- y ha acabado siendo muy pobre como promotor de proyectos, organizador de mercados o privatizador de empresas. A pesar de la liberalización comercial, que ya lleva casi treinta años, el país sigue adoleciendo de mercados competitivos, competencia en servicios y una clara estrategia de crecimiento.

El asunto central es que ahora que hay un gobierno con renovado sentido de autoridad y con decisión de transformar al país existe la extraordinaria oportunidad de redefinir las prioridades de su actuar y la naturaleza misma de su acción. Una efectiva rectoría económica implica el establecimiento de reglas del juego que generen mercados competitivos y, por lo tanto, oportunidades para la inversión privada. También implica concebir al gobierno como el factor responsable de la creación de condiciones para la prosperidad. Margaret Thatcher dijo en una entrevista que la clave reside en que el gobierno no sea una carga para la sociedad sino el factor que le facilita su desarrollo. La diferencia es toda.

La política no se define en el plano de las intenciones sino en el de los resultados. Como ilustra el caso de los gasoductos, hay tantas oportunidades literalmente al alcance de la mano que una buena estrategia de desarrollo, y un conjunto de prioridades bien establecidas, podrían constituirse en el factor transformador en un plazo sumamente breve. Henry Hazlitt dice que el arte de gobernar «consiste no en lo inmediato sino en los efectos de largo plazo de su actuar y en las consecuencias para toda la sociedad». Aquí hay un buen lugar para comenzar.

 

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Diagnósticos

Luis Rubio

¿Cuál es el problema de nuestro desarrollo? ¿Cómo encauzar la economía para que recupere su vitalidad, genere riqueza y le dé satisfacción a la población en general? Parte de la respuesta reside en entender la naturaleza de los problemas que enfrentamos y el contexto en el que éstos ocurren. La otra parte reside en construir la capacidad política para lidiar con ellos. Uno sin lo otro resulta irrelevante.

Pensando en esto me encontré con un diagnóstico descarnado de nuestros problemas. Este es el resumen:

  • Nos encontramos ante una impactante incapacidad para modernizar las instituciones que regulan la economía tanto en el sector público como en el privado.
  • La población no está preparada para enfrentar los retos del futuro. La situación actual no es tanto la causa sino la personificación del problema.
  • No será fácil recrear la capacidad de crecimiento de antaño. El crecimiento económico es función esencialmente de dos factores: el crecimiento de la fuerza de trabajo y la mejoría en los índices de productividad. El crecimiento de los últimos cincuenta años ha respondido más o menos en igual medida a ambos.
  • Todo esto sugiere que el crecimiento económico en las próximas décadas dependerá más del crecimiento de la productividad. Si México ha de lograr niveles de prosperidad como los alcanzados en la época de los cincuenta y sesenta, la economía tendrá que ser más productiva que nunca antes. La eficiencia tiene que convertirse en la consigna de la política económica.
  • El sector privado tampoco está organizado para la eficiencia. Las insuficiencias del sistema educativo hace difícil para los jóvenes adquirir las habilidades que requerirán para competir con los trabajadores de otros países en la economía del futuro.
  • La clave es productividad e innovación, pero nada se está haciendo para avanzar en esos frentes.
  • El sistema fiscal socava la competitividad de los productores nacionales y le impone enormes costos en términos de eficiencia al conjunto de la economía.
  • La política económica está cada vez más dominada por un capitalismo de Estado, donde los reguladores prefieren operar con unos cuantos jugadores en cada industria –convirtiéndolos en virtuales empresas paraestatales- lo que le hace miserable la vida a las pequeñas empresas y a los potenciales competidores e innovadores en el mercado.
  • El gobierno podría emplear su inmenso poder para impulsar temas como: la innovación, el control de costos por medio de la competencia y la reforma del sistema de salud.
  • Se debería avanzar una agenda orientada a construir capital humano para generar la fuerza de trabajo que el país requiere y lograr una revolución en materia de productividad.
  • El corazón de la agenda de desarrollo del capital humano tiene que ser la reforma del sistema educativo.
  • La productividad y la eficiencia no deben elevarse a costa de la seguridad financiera de las familias ni de la cohesión social. Por el contrario, deben ir de la mano para que se logre el desarrollo.
  • El crecimiento económico derivado de la competencia y la innovación ha sido, históricamente, la forma más efectiva de reducir la pobreza, sobre todo cuando viene acompañada de un compromiso real por la movilidad social.
  • México requiere tasas mucho más elevadas de crecimiento económico; sin crecimiento es imposible atender otras prioridades.

Este resumen del estudio muestra muchas de nuestras debilidades e ilustra el reto que tenemos frente. Lo significativo es que no se refiere a México. Es un análisis* sobre EUA y lo único que hice fue poner México donde decía “América”. El mensaje es que, en un mundo globalizado, los retos del desarrollo no son exclusivos de nuestro país. La realidad es que, a pesar de las reformas de las décadas pasadas, el país se anquilosó y no ha logrado salir de sus círculos viciosos.

En el ámbito económico, hay dos factores que caracterizan a la economía mexicana. Uno es la existencia de dos sectores industriales radicalmente distintos, uno enfocado a la productividad y a la exportación, y otro enteramente enfocado al mercado interno. Típicamente, los primeros compiten con los mejores del mundo, los segundos viven precariamente, protegidos, en algunos casos, por aranceles o subsidios, pero en la mayoría por tradiciones y formas ancestrales de actuar de los consumidores. El otro factor que caracteriza al país en general, y no sólo a la economía, es el hecho factual de que el gobierno, a los tres niveles, no se ha modernizado. Esto ha producido una circunstancia excepcional: tenemos empresas del primer mundo pero un gobierno del quinto.

Este hecho no es fruto de la casualidad. Las reformas de los años ochenta forzaron al sector privado a competir, pero no hicieron lo mismo para el sector paraestatal, la mayoría de los servicios o el gobierno mismo. Es decir, se abrieron las importaciones de bienes, lo que forzó a los fabricantes a competir o morir, pero nada similar ocurrió con los servicios, lo que producen los monstruos energéticos o el gobierno. Ahora, en pleno siglo XXI, tenemos que lidiar con las consecuencias de lo que no se hizo. Ese es, en el fondo, el argumento de Yuval Levin, autor del texto que cito arriba.

La gran pregunta para el nuevo gobierno es si tendrá la disposición, y la capacidad, para reformar al sistema de gobierno que caracteriza al país. Es ahí donde yacen nuestros más grandes problemas, donde se esconden los intereses más mezquinos y donde se preserva el statu quo como si esa fuera la razón de ser del gobierno y del país.

El riesgo en esta era de cambio es que caigamos en el voluntarismo producto de la arrogancia: “los anteriores eran muy torpes, nosotros si sabemos cómo”. En realidad, los problemas del país trascienden partidos y no son resolubles nada más con voluntad. Lo que se requiere es visión (claridad de qué es necesario hacer); poder (capacidad y disposición para doblegar a los intereses que defienden y se benefician del statu quo y que, en su abrumadora mayoría, son parte integral de la coalición priista); y el para qué: es decir, comprensión de que el objetivo histórico del PRI (proteger los intereses de la familia revolucionaria) es insostenible y que lo único relevante en esta época es crear una base de riqueza que fortalezca al país, genere empleos, haga posible el desarrollo y reconozca que sólo un sector privado competitivo y no protegido será capaz de lograrlo.

El país requiere una transformación radical. Hace décadas que tal posibilidad no está en las cartas, razón por la que la oportunidad es tan extraordinaria y el costo de no avanzarla sería tan elevado.

*Our Age of Anxiety http://www.weeklystandard.com/print/articles/our-age-anxiety_645175.html

 

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Estado fuerte

Luis Rubio

El gran mito de la política mexicana es que en el pasado existía un Estado fuerte y competente que exitosamente guiaba los destinos nacionales y que lo único que hace falta es retornar a ese paraíso idílico para que se resuelvan todos nuestros problemas. La realidad es que el “antiguo régimen” era un sistema autoritario que imponía orden y, por un buen número de años, una política económica acorde a los tiempos y exitosa en ese sentido, pero que acabó por hacer crisis. La combinación de estabilidad política y crecimiento económico permitió el desarrollo, hasta que las crisis minaron la legitimidad del sistema y abrieron la caja de Pandora. Ese Estado grande pero débil acabó produciendo crisis, violencia y la dislocación que nos caracteriza. México necesita un nuevo Estado, no la reconstrucción de uno que ni fue tan exitoso ni puede ser recreado.

El retorno del PRI ha generado mucha nostalgia por la reconstrucción del viejo sistema y revivido la noción de que el éxito del país depende de la voluntad del gobernante. Desafortunadamente, se trata de un reto institucional, no individual. El viejo sistema funcionó en condiciones internas y externas que hoy son inexistentes y la población le tenía miedo, no respeto, al gobierno. Refiriéndose a un proceso similar en la Rusia de hoy, hace un par de años Martin Wolf escribía que “el Estado-KGB es incapaz de entender que el temor y el respeto son antitéticos, no sinónimos”. Lo que México requiere es una nueva institucionalidad que permita hacer valer la ley, mantener el orden y construir una nueva realidad política. Un gobierno eficaz puede ser instrumental para lograrlo, pero la clave reside no sólo en que las cosas funcionen sino en el desarrollo de instituciones –pesos y contrapesos- que le confieran legitimidad y permanencia. La alternativa sería constreñirse a la eficacia sin modificar la esencia. Aún sin proponérselo, eso es lo que intentaron los gobiernos anteriores y ahí tenemos el resultado: independientemente de su habilidad, su principal problema residió en haber aceptado y hecho suyo el statu quo. El reto es trascender la (indispensable y bienvenida) eficacia para lograr la institucionalidad de la que emane un Estado fuerte, funcional y eficaz. Y también democrático.

La diferencia entre un gobierno eficaz y uno institucionalizado es enorme. Un gobierno eficaz puede imponer el orden, modificar los términos de funcionamiento del sistema y llevar a cabo diversas reformas. El mejor y más exitoso ejemplo de lo anterior es sin duda Carlos Salinas. Su gobierno se propuso transformar las estructuras del país y logró redefinir las relaciones entre el gobierno y los grupos que ahora llamamos “poderes fácticos” e impuso una serie de reformas que le dieron vida a la economía por las siguientes décadas. Sin embargo, así como fue exitoso, también mostró las limitaciones de un proyecto basado meramente en la eficacia: dura mientras dura y luego se viene abajo porque todo depende de una persona comandando un gobierno autoritario. Peor cuando sus acciones minaron el poder de las estructuras que se dedicaban a sostener al sistema.

Un gobierno institucionalizado implica negociación constante, convencimiento, conflicto y permanente complejidad. Eso es lo que hemos presenciado en el ámbito legislativo y en las relaciones entre los estados y el gobierno federal. Es de anticiparse que esa misma dinámica caracterizará la relación con los “poderes fácticos”: el SNTE es el más obvio, pero seguramente no será el último. El gobierno de Peña Nieto ha asumido su responsabilidad de pacificar al país y de crear condiciones para el crecimiento. Ambas son necesarias pero no serán suficientes si no entrañan una transformación radical de la naturaleza del propio gobierno.

Ahí es donde se convierte crucial la relación entre el ejecutivo y los otros poderes, pero muy en particular con los partidos de oposición. El Pacto firmado en diciembre es un excelente comienzo pero es insuficiente, como ha ilustrado la crisis interna producida por la participación del PAN y del PRD. Esa crisis evidenció otro de los mitos de nuestra realidad actual: en México no hemos logrado la institucionalidad de la que emana una oposición leal, término que implica que un partido reconoce la legitimidad de origen del gobierno aunque compita en el plano electoral. Algunos políticos –comenzando por los signatarios del Pacto- así están operando, pero otros sostienen agendas que los exhiben como desleales en el sentido apuntado antes, cuando no propensos a la anti-institucionalidad.

Estas realidades se derivan de dos procesos. El primero tiene que ver con la naturaleza peculiar de la transición política que, al no ser producto de un acuerdo político amplio con definiciones precisas de objetivos y procesos, permite que cada actor político la defina como mejor le convenga. El segundo es producto de las viejas rivalidades políticas que décadas de competencia electoral han probado haber sido insuficientes para resolver. Una de estas es la que domina la política de la izquierda, donde los ex priistas se han convertido en la fuente principal de oposición desleal. El PAN no se queda atrás: su división actual revela un desencuentro entre sus contingentes nacidos en el anti-priismo por antonomasia y quienes pretenden construir una nueva institucionalidad política.

El gobierno podría aprovechar (e incluso propiciar) esas divisiones y rivalidades para construir coaliciones temporales y enfrentar a las oposiciones entre sí para avanzar su agenda. La pregunta es si eso le daría permanencia y trascendencia. El ejemplo de la era de reformas de los ochenta y noventa muestra que esa sería una estrategia funcional, pero miope y  propensa a hacer crisis. La estrategia alternativa implicaría someter al poder ejecutivo a la ley, algo que jamás ha existido en nuestra historia. En la era de la Carta Magna, Henry de Bracton escribió que “El Rey se encuentra bajo la ley porque es la ley la que lo hizo Rey”. Aceptar esa premisa y convertirla en principio de acción entrañaría una revolución de concepciones, pero también la oportunidad de construir un sistema político con viabilidad de largo plazo.

Según Fukuyama, los tres componentes de un sistema político moderno –y precondición para el florecimiento de una economía capitalista- son un Estado fuerte y competente, la subordinación del Estado al reino de la ley y la rendición de cuentas a la ciudadanía. El nuevo gobierno ha demostrado que es capaz de lograr la funcionalidad y eficacia en sus actuar cotidiano. Ahora falta que avance hacia la consolidación de los cimientos de un país moderno.

 

Abuso estructural

Luis Rubio

Nunca falla. Así como amanece cada mañana, al inicio de cada gubernatura o presidencia municipal comienzan los reclamos por la deuda excesiva que acumuló la administración anterior. La escena es típica: llega el nuevo gobernante con enormes planes y proyectos, sólo para encontrarse con que no hay ni un peso en las arcas y, peor, que los recursos que recibe la entidad fueron hipotecados por sus predecesores. Este problema estructural no se va a resolver mientras no cambien las condiciones que lo crean.

La perenne discusión me recuerda una leyenda hindú que alguna vez leí. Según ésta, aparentemente descifrada a partir de una fotografía de la deidad Krishna jugando ajedrez contra el rey local Radha, el rey tenía una propensión a desafiar a sus visitantes a jugar una partida del juego. Un día se apersonó un sabio viajero que aceptó el reto, modestamente pidiéndole al rey unos cuantos granos de arroz en caso de ganar: un grano en el primer cuadro y luego duplicar el número de granos de un cuadro al siguiente, hasta completar la mesa. El rey perdió y ordenó que se le pagara al sabio de la manera convenida y fue entonces cuando se percató que le habían tendido una trampa. Lo que el sabio le había pedido era un crecimiento exponencial de granos de arroz que, para el sesentaicuatroavo cuadrante, representaba 210 billones de toneladas de arroz. O sea, el consumo de media humanidad por algunos siglos…

Grandes o pequeñas, las deudas estatales y municipales son resultado de una estructura que premia el hoy y el ahora a costa del futuro. Peor, premia al primer gobernante local que tuvo la oportunidad de endeudar a su entidad, para usualmente dispendiarlo en las formas más improductivas. Vayamos por partes.

El crédito sirve para realizar obras que beneficien a la población. En teoría, esas obras permitirían mejores niveles de vida, atraer inversiones y, por lo tanto, empleos. Al igual que un empresario que le pide un préstamo al banco para ampliar su planta productiva, el gobierno de un estado busca construir hoy una obra que sirva en el futuro. Sin embargo, en contraste con la empresa, cuyo crédito se pagaría con la producción adicional que generara la ampliación, la obra pública –si se hace bien- tiene tiempos de maduración muy largos y, en la mayoría de los casos, no genera ingresos directos. Es decir, aún si está bien concebido el proyecto, el crédito a un estado o  municipio depende de los ingresos que obtiene la entidad por impuestos o por transferencias que no están relacionados con la obra misma.

En los últimos años, los estados descubrieron nuevos instrumentos para obtener recursos, todos ellos atados a ingresos futuros derivados de esas dos fuentes. Así, innumerables estados tienen comprometidos esos recursos por las próximas tres generaciones. Es decir, obtuvieron recursos hoy que se pagarán con el producto de impuestos y transferencias en las siguientes décadas. El primer gobernador o presidente municipal que se endeuda goza del beneficio; todos los demás y, por supuesto, los habitantes de la localidad, sufren las consecuencias.

El primer problema estructural se deriva del hecho que un gobernador pueda incurrir en semejante atropello. Independientemente de lo meritorio de sus proyectos (y muchos de ellos, quizá la mayoría, no lo son) el hecho es que se compromete el futuro. La consecuencia evidente de esta situación es que todos los gobernadores implícitamente sueñan, suponen y esperan que la federación absorba la deuda para, con eso, comenzar un nuevo círculo vicioso. Ese es el segundo problema estructural: en vez de construir una estructura fiscal saludable, todo mundo prefiere negociar (o chantajear) al gobierno federal que cobrar impuestos.

Un crédito, quienquiera que sea el beneficiario, se otorga dependiendo de la capacidad de pago del potencial acreditado. Esa capacidad de pago la determinan las fuentes de ingreso corriente con que cuenta el solicitante. Como ilustra el contraste entre una empresa y un gobierno citado arriba, el problema de los gobiernos en México es que no recaudan impuestos. Ese es el problema de fondo; todo el resto es, en términos coloquiales, pura grilla.

La discusión sobre las deudas de estados y municipios tiene otros ángulos mucho más trascendentes que el dinero mismo. Aunque formalmente el país tiene una estructura federal, es decir, que separa las atribuciones y responsabilidades de cada uno de los tres niveles de gobierno, la realidad objetiva es que, a lo largo de la mayor parte del siglo pasado, el gobierno federal se arrogó todas las funciones y dejó enclenques las estructuras políticas y administrativas a nivel local. Peor, creó una cultura de peticionarios entre los gobernadores e impidió que se desarrollara una relación de pesos y contrapesos entre los poderes legislativos locales y el ejecutivo respectivo. Con la descentralización del poder político en las últimas décadas, los gobernadores se hicieron de ingentes montos de recursos sin supervisión alguna. El endeudamiento no fue producto de la casualidad.

Pero las consecuencias de esta realidad se pueden observar en la violencia que caracteriza a buena parte del territorio. En la era en que el gobierno federal controlaba toda la actividad política y policiaca, la seguridad estaba a su cargo. Con la descentralización del poder, el gobierno federal ya no tiene las facultades o recursos para mantener la seguridad y, en lo general, los gobernadores no se han encargado de construir policías modernas y efectivas así como poderes judiciales funcionales. La crisis de seguridad no ocurrió por la descentralización del poder, pero se dio en ese contexto: ocurrió de manera simultánea con el crecimiento de mafias del crimen organizado en el territorio nacional. El resultado ha sido que el país no cuenta con mecanismos para lidiar con el fenómeno.

La deuda y la criminalidad son sólo dos síntomas del problema de fondo. La estructura federal que hoy existe está muy bien en la teoría, pero no tiene funcionalidad en la realidad. El problema se remite a la estructura fiscal que yace en el corazón del federalismo. En una palabra, los estados y municipios tienen que recaudar impuestos que les permitan realizar sus proyectos y pagar por los servicios (incluyendo, por supuesto, a las policías y poderes judiciales) que sus habitantes requieren. Sin una estructura fiscal sana que empate recursos y gastos a nivel local, será imposible la seguridad o la prosperidad.

En lugar de controlar los recursos, el gobierno federal debería crear un sistema de incentivos para que se dé este cambio, que entrañaría la mayor revolución política de nuestros tiempos.

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Todo y nada

Luis Rubio

Todo cambió pero todo sigue igual. Ese es el resumen de casi mes y medio de gobierno. En menos de una semana, el nuevo gobierno se instaló y cambió la dinámica política del país: los profesionales habían regresado y, con ellos, la formalidad en la política. Las formas son sin duda parte esencial de la vida de un país pero, sin sustancia, las formas no alcanzan. Quizá el mayor riesgo para el nuevo gobierno -y para el país- es que perciba que su éxito inicial, tan enorme como ha sido, le lleve a concluir que ya no es necesario hacer nada, que el problema eran los incompetentes de antes y no la realidad.

En unas cuantas semanas ha pasado algo inusual: regresó la sensación de que hay gobierno. Se avanza en la restauración de la rectoría estatal y se hace evidente la eficacia. Al nuevo equipo no le tomó más que unos cuantos minutos para desplazar al anterior, eliminar del mapa -o de los medios- temas que le estorbaban (como la criminalidad) y hacerse sentir como presencia inmanente y omnipresente.

Aún con las dificultades que ha encontrado en el legislativo, las viejas prácticas están de vuelta: el dinero transita como si se tratara de agua. No hay voto suficientemente caro: todo y todos son comprables. Cuando el dinero no surta efecto vendrán otros instrumentos, menos encomiables. Los medios de comunicación están encontrando que la era de «libertinaje» está llegando a su fin. Ahora hay autoridad que está dispuesta a emplear sus medios y recursos para premiar y castigar. Como antes. Igual,  hay indicios de que retorna otro de los viejos vicios: la auto censura.

La existencia de autoridad es un enorme activo si se emplea para llevar a cabo cambios relevantes. La forma es fondo siempre y cuando sirva para algo. El PRI de antaño construyó un país moderno pero luego se anquilosó, perdió la brújula y por poco destruye al país. Mientras eso ocurría, las formas seguían siendo impecables: igual que el proverbial cuento de quienes discutían el menú en el Titanic mientras éste se hundía. El gobierno ha restablecido un sentido de autoridad y tiene las capacidades y habilidades para convertir ese enorme activo en fuente de transformación. Si opta por diluir su propuesta de reforma y vivir de los activos que construyeron las administraciones previas (que, con todas sus limitaciones, no fueron pocos), en un par de años, si no es que antes, comenzará a ver los límites del control sin sustancia. O acabará dándose de frente contra un muro. Para entonces ya será tarde para comenzar. El tiempo es ahorita.

Los asuntos centrales son evidentes: seguridad pública, crecimiento económico y estabilidad política. Ninguno de ellos es nuevo y los tres constituyen retos fundamentales que no se resuelven por el hecho de que haya un gobierno en forma, aunque sin ello sería imposible enfrentarlos o resolverlos.

La seguridad pública es mucho más que combatir al crimen organizado o, como muchos proponen, ignorarlo y dejarle un espacio, siempre y cuando no moleste. El país vivió por siglos con estructuras judiciales y policiacas enclenques, todas ellas subordinadas al poder central. La violencia y el crimen crecían en las eras de poder central débil (siglo XIX) y disminuían con poderes fuertes en el centro, como ocurrió durante el porfiriato y la era del PRI. Esta observación ha llevado a muchos a concluir que lo evidente, lo que se requiere, es re-centralizar el poder. El problema es que la descentralización no ocurrió por voluntad sino por la evolución y creciente complejidad de la sociedad y la globalización de la economía. Si bien es evidente que se requiere una nueva estructura política, tampoco ahí funcionará la noción de centralizar. Al país le urgen instituciones fuertes que le respondan al ciudadano y le resuelvan sus problemas.

El crecimiento económico ha sido el objetivo y preocupación de todos los gobiernos desde el porfiriato, pero en las últimas décadas -en un contexto internacional complejo y sumamente competitivo- éste ha sido fugaz, cuando no escurridizo. Aunque hubo momentos y acciones de enorme visión, como el TLC, nunca se desarrolló una estrategia integral de transformación. El contraste con Canadá, que convirtió al mismo instrumento en su carta al desarrollo, es impactante. Por supuesto que las circunstancias y características de ambas naciones son muy distintas, pero la principal diferencia reside en la disposición de los canadienses para definir sus objetivos, construir estrategias susceptibles de alcanzarlos y hacer todo lo necesario para lograrlo.

El éxito económico va a requerir un cambio radical de visión: aceptar que la transformación requerida entraña costos pero que una vez llevados a cabo, estos se convierten en fuentes de inversión, empleo y riqueza. En las pasadas décadas hemos visto momentos visionarios pero un entorno adverso al riesgo: no es casualidad que se haya cosechado tan poco. Los resultados que hemos visto son producto de las limitaciones tanto de los objetivos como de las estrategias adoptadas. Incluso en los momentos más visionarios se prometieron enormes beneficios pero las acciones emprendidas -privatizaciones, desregulación- fueron todo menos visionarias. Siempre se optó por lo fácil, por los rendimientos inmediatos y por el statu quo. Si el gobierno quiere ser exitoso tendrá que entrarle al toro con una perspectiva de largo plazo porque todo se muere cuando se pretenden esquivar los costos inmediatos.

La estabilidad política que ha vivido el país se ha apuntalado en estructuras que hace mucho dieron de sí. El «pacto federal» no funciona, como lo evidencia la inexistencia de instituciones policiales o judiciales modernas y funcionales a nivel estatal, y en la forma en que se ejerce el gasto público. También en este ámbito se optó por la salida fácil: dejar que las cosas pasaran sin autoridad o, como ahora les vuelve a gustar decir, sin rectoría. Nuestro sistema de gobierno es disfuncional, enclenque y desvinculado de las necesidades tanto de seguridad pública como de una economía moderna: no hay un solo contrapeso. Sin contrapesos, ningún país puede ser exitoso. Visto desde esta perspectiva, lo increíble es que no estemos peor.

Hace décadas que el país no se encuentra con una oportunidad tan enorme como la actual. Un gobierno competente y capaz de ejercer autoridad es indispensable, pero no es suficiente; si quiere trascender o, incluso, concluir en paz, más vale que comience a emplear sus habilidades para transformar al país. En su era anterior, el PRI se perdió porque se dejó dominar por los «poderes fácticos» que paralizan el país. Si no acaba con ellos, ellos acabarán con el nuevo gobierno.

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Construir instituciones

Luis Rubio

Tal vez no haya mal mayor, o más despreciado por la sociedad mexicana, que el de la impunidad. La impunidad, hermana gemela de la corrupción, no es producto de nuestra cultura o nuestras costumbres: es hija directa de la forma en que hemos decidido organizarnos. El problema, como en otras sociedades similares, es que se acaba por creer que se trata de algo natural. En un artículo reciente sobre Rusia, Misha Friedman, una fotógrafa del NYT, afirmaba que “la corrupción es tan ubicua que toda la sociedad acaba por aceptar lo inaceptable como normal, como la única forma de sobrevivir: acepta que ‘así son las cosas’”. México no es muy distinto.

Y no es para menos: una observación al panorama cotidiano muestra que la impunidad reina por sobre todas las cosas. Los ejemplos son vastos y muy diversos. Tenemos a un candidato que ha competido en cuatro elecciones en su vida, pero sólo ha aceptado el resultado en una, en la que ganó. En las otras tres no perdió: le robaron el triunfo. Vivimos un sainete entre una empresa de comunicación y el gobierno donde lo único claro es que no hay nada de transparente en el manejo de las concesiones de espectro y, peor, que a todos los involucrados les parece bien el sistema. Tenemos miles de muertos, periodistas desaparecidos y ciudadanos secuestrados pero solo un puñado de investigaciones judiciales, y eso nos parece normal.

La corrupción no es más que el mecanismo que permite el funcionamiento de una sociedad en un contexto de impunidad. Ante la imposibilidad de resolver los problemas, el ciudadano se adapta y la corrupción es un medio para lograrlo. Es así como se resuelven problemas cotidianos como una multa de tránsito, un permiso ante las autoridades o la visita de un inspector. El problema no es la corrupción misma sino la impunidad que la hace posible y, desde otro ángulo, inevitable. Y la impunidad es producto de nuestra debilidad institucional.

Uno de los muchos mitos del viejo sistema político es el de la supuesta fortaleza de nuestras instituciones. Nuestra imagen de las instituciones es la de grandes monumentos y de la disciplina a que se sujetaban los políticos ante la autoridad presidencial. Sin embargo, la relevancia de las instituciones reside en las reglas del juego que entrañan. Una institución, decía el premio Nobel Douglas North, es la forma en que una sociedad decide limitar y constreñir el espacio de acción entre los actores en su sociedad. Mientras más claras y definidas esas reglas, mayor la fortaleza institucional y menor el potencial de arbitrariedad de la autoridad. Y viceversa: mientras más generales, imprecisas y discrecionales las reglas, mayor el potencial de arbitrariedad y, por lo tanto, mayor la impunidad.

La ley sobre inversión extranjera de Echeverría era un monumento a la discrecionalidad y un perfecto ejemplo de la fuente de corrupción en nuestro país. La ley establecía un conjunto de reglas precisas sobre límites a la inversión extranjera, derechos de accionistas nacionales y extranjeros y diferencias entre sectores de la economía. Aunque la ley era sumamente restrictiva, uno de sus artículos le confería a la autoridad plena discrecionalidad para actuar de manera distinta a lo dispuesto en la ley en casos en los que así lo considerara necesario. Es decir, se establecían reglas muy rígidas pero luego se generaba un espacio de absoluta impunidad. Ese mismo principio existe en toda nuestra legislación y es el que genera una permanente incertidumbre, además de espacios de impunidad. Cuando la autoridad tiene facultades tan vastas que es legalmente impune, la corrupción se convierte en un mecanismo natural de sobrevivencia.

Tres ejemplos ilustran los costos y oportunidades que tenemos hacia el futuro. Hace algunos años tuve la oportunidad de presenciar un proceso aparentemente normal. Un abogado amigo mío recibió a unos hermanos que querían que les ayudara a separar los negocios que habían heredado. La parte legal y de negocios siguió su dinámica propia, pero lo que fue notorio para mi fue que la parte más compleja y extensa del proceso fue sobre la forma en que los clientes le pagarían por sus servicios. En condiciones normales, el abogado habría extendido recibos de honorarios por su trabajo. Sin embargo, su preocupación era que, luego de un arduo trabajo con múltiples gastos, los clientes acabaran no pagándole: esa era la medida de la desconfianza pero, sobre todo, de la debilidad de las instituciones que tenemos. La dificultad de hacer cumplir un contrato genera distorsiones absurdas.

Ese ejemplo contrasta con la forma en que actúan los inspectores de construcción en EUA. La regla respecto al número de cajones de estacionamiento por metro de construcción comercial es clara y específica, no sujeta a negociación. El inspector no tiene facultades más que para constatar si existe el número de cajones. Como no tiene facultades para modificar ( o “flexibilizar”) las reglas a su antojo, su decisión es binaria: si o no. No es casualidad que los mexicanos con frecuencia choquemos con los estadounidenses en asuntos de mayor trascendencia: nuestro marco de referencia es radicalmente distinto.

Afortunadamente hay ejemplos de que es posible disminuir o erradicar la corrupción: cuando se eliminan los espacios de arbitrariedad e impunidad, la corrupción deja de ser posible o inevitable. Así ocurrió a finales de los ochenta en la entonces SECOFI (hoy Economía) donde un cambio en las reglas modificó toda la naturaleza de la secretaría dedicada al comercio y la industria. Históricamente uno de los espacios de mayor corrupción en el gobierno, la burocracia de SECOFI vivía de la explotación de sus facultades discrecionales en el otorgamiento de permisos de inversión, importación, exportación y otros similares. Con la liberalización de la economía (que, esencialmente, consistió en la substitución de requisito de permisos por aranceles o reglas rígidas), casi toda la industria de la corrupción en esa secretaría desapareció. Los miles de burócratas dedicados a mover papeles (o impedir que se movieran) dejó de tener razón de ser y la secretaría se redujo a menos del 10% de lo que era. En ese mundo la corrupción simplemente desapareció. Importante notar que muchos prefieren el viejo sistema…

El día en que tengamos reglas claras en asuntos migratorios, electorales, concesiones de radio y televisión y derechos de propiedad en general, así como una autoridad dispuesta y facultada para hacerlas cumplir sin miramiento, el país será otro. El asunto es acabar con las facultades discrecionales que hacen permanente la arbitrariedad y la impunidad: todo el resto es mitología.

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Muchas apuestas

  Luis Rubio

En “Los Hermanos Caradura”, luego de que Jake (Belushi) la dejó vestida y alborotada frente al altar y con una comida para 300 invitados, su ex prometida le grita “¡me traicionaste!”. “No”, dice él, ahora acorralado junto a Elwood (Akroyd). “De verdad. Se me acabó la gasolina, se me poncho la llanta, no tuve suficiente dinero para el taxi. Mi smoking no regresó de la tintorería. Un viejo amigo me vino a visitar de fuera. Alguien se robó mi coche.  Hubo un terremoto. Una terrible inundación. Langostas. NO FUE MI CULPA, TE LO JURO”. Así parece este inicio de año electoral. Puras excusas para lo que no se ha hecho.

Los años de elecciones son siempre el punto más vulnerable de cualquier sistema político. La transmisión de las riendas del gobierno entraña todo un conjunto de procesos, actores y decisiones, cada uno de los cuales puede generar conflicto a la menor provocación. Así, por ejemplo, no es casualidad que prácticamente todas nuestras crisis recientes –políticas o financieras, del 68 al 2006- hayan ocurrido precisamente en esos tiempos. Se trata de un momento (de meses) en el que la administración saliente ya no controla todas las instancias del gobierno y la nueva todavía no entra en funciones.

El fenómeno es prácticamente universal, aunque se agudiza en naciones con estructuras institucionales débiles, donde todo el personal clave cambia de la noche a la mañana, es decir, donde no hay un servicio profesional de carrera que hace funcionar al gobierno en las buenas y en las malas, con los políticos o sin ellos. En algunos casos, como ocurrió en Argentina hace unos años, un nuevo gobierno entró en funciones antes de su fecha legal para evitar un deterioro todavía mayor.

Los riesgos de discontinuidad son enormes porque todo el personal del aparato político ya está en otra cosa. Los legisladores -que en un sistema político más representativo estarían cerca de los electores, buscando la reelección- desde abril ya estarán concentrados en su siguiente chamba. Los funcionarios federales estarán en lo suyo cuando mucho hasta la elección y luego comenzarán a ver qué otras posibilidades existen. El hecho es que el país estará concentrado, en el mejor de los casos, en el futuro. La pregunta es quién estará en la cocina asegurándose que no falte lo esencial.

En un país institucionalizado no habría necesidad de preocuparse por estos asuntos, pero ese no es nuestro caso. En Inglaterra puede haber gobierno en funciones o no, pero la burocracia funciona sin cesar: los profesionales son permanentes y lo único que cambia es el ministro cuya responsabilidad es de línea estratégica, no de operación cotidiana. Lo mismo sucede en Francia: país más ruidoso que el anterior pero con una burocracia que funciona como reloj.

En nuestro caso, prácticamente ninguna de las últimas sucesiones recientes ha sido libre de conflicto. A pesar del levantamiento zapatista y los asesinatos políticos, en 1994 apenas la libramos y, con todo, acabamos en una profunda crisis financiera. En 2000 la libramos sólo porque ganó el candidato políticamente correcto o, de otra forma, porque perdió el PRI. En 2006 experimentamos el conflicto político más agudo desde 1968. La gran pregunta es cuál será el devenir de este año.

Los procesos políticos dependen de las reglas del juego, de la capacidad de los actores gubernamentales de hacerlas valer y del comportamiento de los actores en lo individual. Cuando todo juega en la dirección de la estabilidad (reglas del juego claras y percibidas como legítimas; un gobierno eficaz y razonablemente imparcial; y actores serios y comprometidos que no perciben alternativa más que la legal), tenemos un escenario como el que ocurrió en EUA en 2000 cuando la disputa por los votos se limitó a lo legal y todo mundo se cuadró en el instante en que la Suprema Corte de ese país rindió su veredicto. El extremo contrario serían casos como el de Costa de Marfil, donde por meses coexistieron dos gobernantes en un entorno de violencia permanente. Cada quien decidirá dónde estamos en relación a ese continuo, pero es evidente que nuestras debilidades son enormes.

Para comenzar, las reglas del juego son nuevas, han sido disputadas por todos los involucrados y la autoridad electoral no siempre tiene claro cómo proceder y no goza de un respeto amplio por parte de los contendientes. En segundo lugar, la presidencia de la República se ha distinguido más por su actitud partidista que por el ejercicio de la función elemental de mantener el orden, garantizar la paz y ejercer sus facultades de manera imparcial. Finalmente, entre los actores clave de esta contienda hay de todo: desde la institucionalidad más íntegra hasta la irreverencia más consumada. Con esos burros habrá que arar.

El devenir de este año seguramente dependerá, además del comportamiento de los candidatos y sus partidos, de tres factores centrales: la forma en que se conduzca el presidente y su equipo cercano, la manera en que se administren los indicadores macroeconómicos clave y el actuar de las autoridades electorales. Cada uno de estos factores podría igual garantizar la tersura del proceso que hacerlo explotar.

Los candidatos seguirán su lógica y no se le puede pedir peras al olmo. Pero los dos factores cruciales serán el gobierno y las autoridades electorales. El gobierno se ha distinguido más por su preocupación de quién gana que por el funcionamiento óptimo del país y ha permitido que su equipo, en lugar de concentrarse en su responsabilidad, intente sesgar los resultados. Quedan las mermadas autoridades electorales, en cuyos hombros queda una administración inteligente de un proceso complejo que requiere la flexibilidad que la ley no aporta pero que la realidad exige.

Todos los presidentes, de antes y de ahora, creen que tienen las riendas del país en sus manos. Cincuenta años de evidencia muestran lo contrario: nadie puede imponer un resultado electoral en la actualidad y el potencial de conflicto es infinito. Los presidentes también creen que pueden manipular los procesos políticos a su antojo. Esto último es parcialmente cierto al inicio de un sexenio, cuando se comienza la construcción de un proyecto. Cinco años después la situación es muy distinta: todo está enfocado al futuro y los instrumentos y capacidades de la administración saliente se erosionan cada segundo. A estas alturas lo único que queda es intentar un final feliz.  Los mexicanos sabemos que los riesgos son enormes y lo único que podemos esperar es que cada uno de los responsables del proceso contribuya a un final lo menos infeliz posible…

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Manejar vs. resolver

Luis Rubio

Alguna vez le preguntaron a Giovanni Giolotti, un bravo y múltiples veces primer ministro, si era difícil gobernar a Italia. Su respuesta parecería emanada del viejo PRI: «nada difícil, pero es inútil». En México, el viejo sistema, que poco se diferencia del actual, pasó décadas administrando y manejando el conflicto más que resolviendo los problemas y atacando sus causas. El resultado es un país rico con habitantes pobres, un enorme potencial pero una miserable realidad. La pregunta es si el proceso electoral actual puede arrojar un resultado distinto.

El mundo político mexicano está lleno de nostálgicos que añoran la era en que el gobierno tenía capacidad para «tomar decisiones», es decir, para imponer la voluntad del presidente. Escuchando y observando esos lamentos -que vienen por igual de todos los partidos y muchos estudiosos- uno pensaría que México era un país modelo en que todo funcionaba bien, el progreso era tangible y la felicidad reinaba por doquier. El Nirvana pues.

Desafortunadamente la realidad es menos benigna. Si uno observa la era priista a partir de 1929, tomó más de una década llegar a estabilizar al país para comenzar a enfocar el crecimiento económico. Luego vinieron 25 buenos años de crecimiento que, sin embargo, se agotaron a finales de los sesenta. La década de los setenta fue un desastre de crisis, inflación y desorden, de lo que todavía no acabamos de librarnos. Ese es el pasado. Hoy un partido nos propone regresar al proyecto de los sesenta (ese que se agotó), otro al de los setenta (ese que hizo explotar al país). El tercero nos propone continuar lo existente.

Visto en retrospectiva, lo que parece obvio es que, con algunos momentos excepcionales, en la vieja era todo estaba dedicado a administrar los problemas más que a construir una plataforma sólida de desarrollo. El gobierno era sin duda fuerte y aparatoso y tenía capacidad para definir prioridades, tomar decisiones y actuar. Lo relevante es que no actuaba para construir un país moderno sino para mantener su viabilidad política. Sin duda, hubo muchos buenos años de crecimiento; sin embargo, cuando en los sesenta se discutió la necesidad de reformar la economía (décadas antes de que se iniciaran, tardíamente, las famosas reformas), prevaleció el criterio de «mejor no le muevas». El resultado fue la catastrófica docena trágica: otro intento por administrar los problemas, en ese caso a través del endeudamiento exacerbado.

De haber servido la enorme concentración de poder que tanto se añora, el país hoy se parecería en niveles de ingreso al menos a España o Corea. De haber sido tan exitosa esa época, hoy el mexicano promedio gozaría de niveles de vida tres veces superiores, la economía crecería con celeridad y nuestro sistema político sería un modelo de civilidad. El hecho, sin embargo, es que el poder concentrado servía para beneficiar a quienes lo detentaban y no a la población en general. Por eso había (y hay) tantos políticos esperando a que les «hiciera justicia» la Revolución.

Aquel sistema que manejaba los conflictos y evitaba que explotaran tenía una gran ventaja sobre la situación actual: la población veía al gobierno con respeto, si no es que con temor, algo claramente no deseable desde una perspectiva democrática, pero que sin duda permitía una convivencia pacífica. Las policías eran corruptas pero el crimen, que también se administraba, era modesto; los jueces vivían subordinados al ejecutivo y nadie limitaba su capacidad de acción. Los narcotraficantes movían drogas del sur al norte y el sistema era suficientemente poderoso como para marcarle límites e imponer condiciones. No era perfecto pero permitía paz y estabilidad.

El colapso gradual del viejo sistema, proceso que comienza en lo político desde 1968 y en lo económico desde principios de los setenta, acabó legándonos una estructura política inadecuada para lidiar con los problemas de hoy (cualitativamente muy distintos a los de entonces) y una economía mal organizada y no conducente a promover tasas elevadas de crecimiento. Además, hoy nadie le tiene miedo al gobierno o a las policías, razón por la cual ya ni siquiera es posible pretender administrar el conflicto. En otras palabras, seguimos nadando «de muertito,» pero ahora sin los beneficios de antes.

En este contexto, el atractivo que muchos le ven a un potencial retorno del PRI a la presidencia no reside en que eso resolvería los problemas (no hay ni un gramo de evidencia que sugiera que esa sea la meta que motiva a su candidato), sino la percepción de que al menos se mantendría caminando el carro. Es decir, que se lograría restablecer la mediocridad de antaño.

La verdad, lo que el país requiere no es otro gobierno priista, perredista o panista, sino un nuevo sistema de gobierno. Lo que urge es construir la capacidad necesaria para que sea posible enfrentar y resolver los problemas que llevan décadas acumulándose y que nos han convertido en una sociedad que privilegia el atajo sobre el remedio, el «ahí se va» sobre la excelencia, el control sobre la participación, el «peor es nada» sobre elevadas tasas de crecimiento económico, la estabilidad sobre el éxito, los copilotos sobre los líderes.

El país requiere, nada más y nada menos, que un nuevo Estado. De nada serviría procurar reconstruir lo que hace tiempo dejó de funcionar como lo demuestran cuarenta años de intentos fallidos. Tampoco serviría un gobierno eficaz o uno amoroso. Se requiere uno que resuelva los problemas.

En la medida en que evolucione la justa electoral, los ciudadanos debemos exigir respuestas y competencia, experiencia e innovación, capacidad y, sobre todo, visión. La noción misma de que antes las cosas funcionaban bien y que bastaría con  retornar a ese mundo idílico sonaba muy bien en las coplas de Jorge Manrique pero no constituye un proyecto razonable para lidiar con los enormes retos que el país enfrenta.

El reto consiste en construir un futuro diferente, proceso que llevará años, pero que tiene que comenzarse ya. Clave para su éxito será, primero, claridad de proyecto: qué es lo que se requiere, cuáles son sus componentes y cómo se construye. Segundo, un liderazgo claro y competente, capaz de visualizarlo, darle forma y sumar a todos los mexicanos, comenzando por los políticos y sus partidos, en un gran esfuerzo nacional cuya característica sea la pluralidad y la convergencia en un objetivo común. Y, tercero, la capacidad de articular sus diversos componentes: visión, recursos humanos y de otra índole y capacidad de negociación política.

El país tiene salidas, pero sólo si se enfrentan y resuelven sus problemas.

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