Auges y paradojas

INFOLATAM – Luis Rubio

 (Especial Infolatam).- México experimenta hoy un momento paradójico. Por un lado, no hay día en que no se anuncie un nuevo hito en materia legislativa: la agenda de reforma que llevaba años paralizada súbitamente ha cobrado un impulso inusitado. Por otro lado, las crisis políticas se multiplican por doquier: los partidos políticos se dividen, algunas comunidades rurales viven levantamientos populares y, en múltiples regiones, se colapsan las autoridades locales. ¿Se trata de circunstancias excepcionales o caras de una misma moneda?

El presidente Enrique Peña Nieto tomó el poder casi como un huracán. Incluso antes de su inauguración formal, el nuevo gobierno ya había mostrado sus dotes de operación política en el procesamiento de iniciativas de ley durante el tiempo de transición. En menos de 24 horas, ya había anunciado un Pacto por México con los principales partidos de oposición, incluyendo una detallada agenda de reformas previamente consensadas. Los medios de comunicación, militantes y críticos hasta el día anterior a la toma de posesión, súbitamente se desvivían en elogios.

La llegada de Peña Nieto a la presidencia fue como un alivio, una ráfaga de aire fresco, luego de años ausencia de liderazgo

Unas cuantas semanas después, la otrora líder del magisterio estaba en la cárcel. Nadie parecía haber previsto la posibilidad de que México tuviera un gobierno en forma: desde el levantamiento zapatista en enero de 1994 hasta la llegada de Peña Nieto, los mexicanos se habían acostumbrado a la mediocridad y la incompetencia en la presidencia. Ahora, de súbito, todo parecía cambiar.

La llegada de Peña Nieto a la presidencia fue como un alivio, una ráfaga de aire fresco, luego de años ausencia de liderazgo. En efecto: Peña Nieto encabeza un proyecto de poder que se inspira en Adolfo López Mateos, quien fue el último presidente (1958-1964) que concluyó felizmente su mandato, presidió un periodo de crecimiento económico cercano al 8% anual en promedio, entregó la administración sin crisis y ejerció un poder indisputado. Con Peña Nieto retornaron las formas del poder y la formalidad en las relaciones entre políticos. Su agenda legislativa en los primeros meses ha incluido diversos asuntos (educación, telecomunicaciones, ley de amparo), pero el común denominador es uno muy específico: la concentración del poder.

Paso a paso, la presidencia se ha ido fortaleciendo no a través de actos ilegales o decretos unilaterales (prácticas comunes en el pasado), sino mediante herramientas legales que le confieren instrumentos de control al gobierno sobre grupos, entidades e instituciones clave y, especialmente, sobre lo que los mexicanos llamamos “poderes fácticos”, ese núcleo de líderes sindicales, empresarios y políticos que, cuando el PRI perdió la presidencia en 2000, se convirtieron en poderes libres, sin control alguno y con capacidad de veto para proteger sus intereses económicos y políticos.

La paradoja del nuevo gobierno es que su proyecto es de poder más que de desarrollo y que su visión es la de recrear el mundo del PRI de los años sesenta. En aquella época, la presidencia y el PRI guardaban una relación simbiótica, la economía –cerrada y protegida- funcionaba con el impulso de la demanda que generaba la inversión gubernamental en infraestructura. El presidente era la figura central de la política nacional y el gobierno el factótum de desarrollo. Como lo atestigua la historia, el éxito del modelo es indisputable. Sin embargo, las circunstancias de hace sesenta años son radicalmente distintas a las actuales: una población cuatro veces más grande, una realidad política de fragmentación y descentralización, una economía globalizada, el mundo de Internet y una sociedad demandante y militante. En una palabra, aunque la mayor parte de la población ha dado la bienvenida a un gobierno en forma, susceptible de restablecer un sentido de orden, la realidad actual no es compatible con un intento por recrear el mundo relativamente simple de hace medio siglo.

En este contexto, no es sorprendente que, en paralelo con el orden que impone la nueva administración y el progreso sistemático del proceso legislativo, las crisis políticas se multiplican por todas partes. No es que una cosa propicie la otra (aunque en algunos casos así sea) sino que las instituciones que caracterizan al sistema político son, en buena medida, las de antaño que no dan para procesar conflictos y demandas de una sociedad radicalmente distinta. En contraste con España o Chile, que vivieron un rompimiento claro respecto al viejo régimen, México nunca experimentó un momento de quiebre. Por las razones que sean, el viejo PRI nunca tuvo que reformarse y retornó al poder como si nada hubiera pasado en los años intermedios.

Todo esto creó una mezcla letal: un fortalecimiento brutal de las mafias criminales frente a un sistema de gobierno enclenque.

Hay al menos tres fuentes de conflicto político. Una se deriva de la combinación de descentralización política (y del presupuesto) junto con la concentración del poder del crimen organizado: el poder se descentralizó pero los gobernadores no construyeron policías, ministerios públicos y, en general, capacidad de Estado que substituyera al control vertical que ejercía el gobierno federal y que, por mucho tiempo, permitió mantener una semblanza de orden.

Esto ocurrió justo cuando los americanos había cerrado las vías de acceso de las drogas por el Caribe, los colombianos había recuperado el control de su país y, después de 2001, los estadounidenses habían fortificado la frontera. Todo esto creó una mezcla letal: un fortalecimiento brutal de las mafias criminales frente a un sistema de gobierno enclenque. El reto es fenomenal y no se resuelve meramente con un gobierno federal en forma, aunque sin ello sería imposible lograrlo.

La segunda fuente de choque tiene su origen en conflictos comunitarios (tierras, control regional, cacicazgos) que siempre han existido pero que por mucho tiempo fueron controlados y maniatados por un sistema político fuerte que nunca se ocupó de resolver las fuentes de conflicto sino meramente de evitar que estas explotaran. Desaparece la capacidad de control y los conflictos afloran. En muchos casos, se trata de movimientos sociales con raíces profundas que no se pueden resolver por medio de la represión, sino que exigen nuevas formas de participación política. Inevitablemente, sobre todo cuando se trata de las rutas de la droga, no es infrecuente encontrar que se entrelazan los movimientos de origen comunitario con el crimen organizado, sembrando las semillas de lo que eventualmente conduce al colapso de todo vestigio de orden y gobierno funcional.

Finalmente, la tercera fuente de conflicto es producto de los desencuentros que son producto de un sistema político viejo que se rehúsa a transformarse: un sistema político pre-moderno, justicia medieval y formas no democráticas de acción política. Los legisladores protestan por lo que ven en el Pacto por México como usurpación de sus funciones y responsabilidades. Los gobernadores ejercen el gasto sin rendición alguna de cuentas. Los poderes públicos no tienen bien definidos sus límites y mecanismos de contrapeso. En una palabra, perviven instituciones y formas viejas que son incompatibles con una realidad transformada.

México vive un momento de paradojas y efervescencia. Por casi veinte años, el país se fue transformando sin un gobierno que le impusiera un camino y sin un proyecto coherente de reforma institucional o económica. Aunque muchas cosas avanzaron, el desorden era creciente. En ausencia de liderazgo presidencial, el país se movía a su ritmo y forma, pero sin capacidad de aprovechar oportunidades y acelerar el paso del desarrollo económico. Ahora que hay un liderazgo efectivo la gran pregunta es si sabrá aprovechar el momento para construir instituciones modernas y forjar un futuro diferente o si se limitará a intentar recrear un mundo que ya no es posible.

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@lrubiof

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