Políticos e incentivos

REFORMA – Luis Rubio

Un profesor en una universidad canadiense era famoso porque nunca reprobaba a nadie. Un día, algunos de sus alumnos argumentaron en un debate que las políticas del gobierno eliminarían la pobreza y se convertirían en el gran factor igualador de la sociedad. Escéptico, el profesor les propuso hacer un experimento: a partir de ese momento él promediaría las calificaciones de todo el grupo y nadie obtendría una A (un diez para nosotros) y nadie reprobaría. Vino el primer examen, el profesor promedió y todo mundo obtuvo una B. Los que habían estudiado duro estaban molestos, en tanto que los que habían estudiado poco estaban contentos. Luego vino el segundo examen: los alumnos que habían estudiado mucho en la primera ocasión estudiaron menos y los que habían estudiado poco no estudiaron. La calificación promedio fue una D. En el tercer examen el promedio fue F, que equivale a reprobado. El experimento mostró una faceta de la naturaleza humana que los políticos en el mundo en general no acaban de entender: no se puede legislar un resultado.

Los políticos pueden legislar un conjunto de reglas (leyes) y regulaciones que, ellos confían, arrojarán el resultado deseado, pero jamás podrán determinar la forma en que reaccionarán millones de ciudadanos ante sus preferencias u objetivos. No se puede legislar la prosperidad ni menor pobreza; tampoco que un sistema financiero sea saludable o que haya menos tráfico en una ciudad o que se multiplique la riqueza cuando ésta se divide. La naturaleza humana no es inerte: las personas siempre responden para sobrevivir a pesar de las malas ideas de los políticos y preservar lo que les importa: harán cosas que ni el más avezado de los políticos jamás podrá predecir cuando sueña.

En las décadas pasadas, los políticos estadounidenses, empleando mecanismos fiscales, obligaron a los bancos a realizar préstamos hipotecarios en forma masiva a personas de bajos ingresos que no tenían posibilidad alguna de pagarlos. Así nació la crisis de los últimos años: ni tardos ni perezosos, pero a sabiendas de que no había posibilidad de utilizar una hipoteca de corte tradicional para ese segmento de la población, los banqueros idearon un tipo de crédito, el llamado «subprime loan» especialmente diseñado para personas de bajos ingresos: el pago mensual por los primeros años era muy bajo y fácil de pagar, pero éste se incrementaba súbitamente un tiempo después. Millones de personas adquirieron casas de esa manera que luego, cuando ascendió el pago, acabaron abandonando. Mientras eso sucedía, los banqueros habían convertido esos créditos en valores que revendieron por todo el mundo. Eventualmente explotó la crisis con las consecuencias que todos conocemos.

La lección me parece muy evidente: cuando los políticos utilizan subsidios, impuestos, preferencias o protección para beneficiar a ciertos grupos sociales o para avanzar sus agendas acaban distorsionando la racionalidad económica que todo mundo entraña en su ser -la naturaleza humana- y produciendo resultados no siempre deseables. El punto es que, en su actuar, los políticos crean incentivos que no siempre (o casi nunca) comprenden a cabalidad.

En la ciudad de México, en los ochenta, al gobierno se le ocurrió la brillante idea de limitar el uso de automóviles a través del programa conocido como «un día no circula». El programa se anunció por tres meses y tuvo un efecto notable en unas cuantas semanas, pues una quinta parte de la planta vehicular desapareció de las calles. Sin embargo, al final del trimestre, el gobierno local lo hizo permanente, con lo que cambió el esquema de incentivos: la población había respondido tal y como el gobierno había deseado mientras el programa fue temporal porque todo mundo entendía las consecuencias en términos de contaminación de los automóviles. Sin embargo, al hacerse permanente el programa, la población respondió de una manera lógica: comprando un vehículo adicional. El efecto sobre la contaminación fue fatal no sólo porque retornó el número original de vehículos a la circulación, sino también porque la mayoría de los vehículos que se adicionaron eran carcachas y, por lo tanto, contaminaba más. El resultado fue que aumentó la planta vehicular y la contaminación.

El asunto no acabó ahí. Entre el final de los ochenta y el presente se ha hecho todo lo posible por aumentar el número de vehículos en circulación: se han construido segundos pisos, los proyectos inmobiliarios son cada vez más distantes, el precio de los automóviles nuevos disminuye en términos reales, el transporte público no ha crecido de manera significativa y las gasolinas están sumamente subsidiadas. Es decir, se han creado todos los incentivos imaginables para que la población adquiera más coches. ¿Cuál es la respuesta del gobierno? Usted lo puede imaginar: quieren volver a limitar el número de vehículos en circulación de manera coercitiva. No es difícil anticipar el desenlace, excepto si uno es el político a cargo de la decisión.

La legislación financiera que ha propuesto el gobierno va por la misma línea. Su objetivo es loable: quiere que aumente el crédito como porcentaje del PIB y está intentando crear incentivos para que eso ocurra. La legislación propone dos mecanismos, uno positivo y otro negativo. El positivo, que toma como modelo al banco de desarrollo brasileño, consiste en dotar a los bancos de desarrollo nacionales de mecanismos para que puedan apoyar a la planta productiva. Nada de malo en ello, excepto por lo que el propio ejemplo brasileño muestra de los riesgos de prestarle a empresas que no tienen viabilidad pues, si la tuvieran, los bancos comerciales les estarían prestando. Por el lado negativo, la iniciativa propone impedir que los bancos comerciales compren bonos gubernamentales con los recursos que no están prestando. El objetivo es incentivar a que incrementen el crédito con esos recursos. Al igual que con el tráfico en la ciudad de México, no es difícil anticipar que, antes de extender créditos riesgosos, los bancos buscarán otras cosas en que colocar sus recursos, como bienes raíces o en instrumentos que mentes creativas desarrollarán para proteger sus propios intereses. Nuevamente, no se puede legislar un resultado.

«La política pública, escribió Thomas Sowell, tiene que ser entendida en términos de la estructura de incentivos que produce y no de la retórica esperanzadora de quienes la concibieron». El mexicano es tan inteligente y competente como todos los demás seres humanos. Apostar a su estupidez o a su disposición a plegarse a los deseos de los burócratas no hace sino arrojar dudas sobre el carácter del apostador.

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