REFORMA – Luis Rubio
«Nuestra era, escribió Einstein, se caracteriza por la confusión de objetivos y perfección de medios». Parece que estaba pensando en la política mexicana. Hoy nada es claro: ¿cuál es el papel de los partidos y cuál el del gobierno?, ¿cuál la relación entre el ejecutivo y el legislativo?, ¿cuál es la función del Pacto?, ¿qué conexión debe existir entre los líderes partidistas y los contingentes legislativos? ¿Cómo deben vincularse los gobiernos estatales con el federal y dónde comienzan y terminan sus responsabilidades respectivas? ¿Cuál es el papel de los ex presidentes en la política activa? En una palabra, ¿qué es y a qué aspira la democracia mexicana?
La confusión y contradicción de conceptos que caracterizan la disputa pública es infinita y muestra a un país que no se ha adecuado a su nueva realidad política. Durante los años del interregno (1997-2012) los deseos de revancha y de ampliar las fronteras de poder parecían explicar y justificar los desencuentros que fueron norma del periodo. Hoy, con el retorno de las viejas formas priistas y algo de su disciplina, lo que antes parecía confusión ahora es conflicto abierto.
Lo que ocurre dentro de los partidos no es distinto a lo que se observa entre el poder ejecutivo y los gobernadores. Las formas pueden ser diferentes, pero el fenómeno es el mismo: el país enfrenta un profundo desarreglo en los asuntos del poder y no hay mecanismos idóneos para resolverlo. Peor, los conflictos arrecian y se profundizan, poniendo en riesgo no una agenda de reforma, sino la estabilidad del país. Atrás quedaron esas muestras patéticas de independencia por parte de legisladores que se presentaban como héroes míticos derrotando al presidente luego de que el PRI perdió la mayoría legislativa; hoy ya no se trata de vencidas sino de manifestaciones claras de un sistema político disfuncional. Lo que operaba bajo el viejo sistema ya no funciona y lo que medio funcionó en el pasado reciente ya no cuadra con la realidad actual.
Los problemas no se limitan a las relaciones entre poderes públicos o niveles de gobierno. La misma situación existe con los medios de comunicación, las disidencias sindicales, los grupos obstruccionistas que emergieron de los sótanos de la política (como Guerrero y Michoacán), y la criminalidad que resurge simplemente porque el pasado idílico no se puede recrear.
Todo mundo sabe que los arreglos de antaño son insostenibles y que la ausencia de desarrollo institucional yace en el corazón de la conflictividad actual. La pregunta es qué hacer al respecto. Pululan las propuestas para responder y resolver los desencuentros. Algunas tienen sentido, otras reflejan nítidamente la observación de Einstein. Se privilegian los resultados que se pretenden lograr a pesar de que los medios típicamente propuestos para alcanzarlos no son sino una retahíla de lugares comunes que, frecuentemente, no son conducentes al objetivo deseado. La clave son medios funcionales, no objetivos grandilocuentes.
El problema es obvio: la realidad ha cambiado mucho más rápido que las instituciones que debieran servir para gobernarla. En un contexto de río revuelto, como dice el dicho, ganan quienes son más avezados, pero no avanzan soluciones duraderas. El país pasó de un régimen centralizado y con controles verticales a una descentralización extrema en la que todos los grupos, sectores e intereses hicieron lo posible por ampliar sus espacios y facultades sin que hubiera medios institucionales para canalizar los conflictos que de ahí surgían. Ahí nació la rebelión contra el viejo presidencialismo, sus reglas y formas, con los consecuentes excesos. No todo fue excesivo: muchos fueron los intentos honestos por encontrar soluciones prácticas a problemas de esencia en los que chocan formas de antaño con una realidad económica globalizada que no admite muchas desviaciones. Los quince años que siguieron a la derrota del PRI en el congreso en 1997 fueron una etapa de arrebato político: cada quien llegó a intentar imponer sus preferencias por eso de que con suerte y pega. Duró mientras duró.
Aunque hubo (y hay) muchas propuestas de solución, la realidad es que no existió un liderazgo intelectual y político, ni la capacidad o disposición, para construir el nuevo entramado institucional que pide a gritos la realidad. En lugar de soluciones vinieron las ocurrencias: más allá de algunas propuestas serias, la mayoría no ha sido más que recetas inconexas. El resultado está a la vista: interminables disputas, inseguridad, reformas a modo y un desgaste creciente de la legitimidad del sistema. Lo que no cambió fue la realidad. El conflicto sigue ahí, adquiriendo tonos cada vez más preocupantes.
En este contexto, nadie puede más que darle la bienvenida al orden inherente a las formas y acciones del nuevo gobierno. Más allá de los contenidos, el sólo hecho de que exista un sentido de orden implica un notable avance. Sin embargo, el orden tampoco es substituto de soluciones ni mucho menos de las instituciones formales necesarias para atender y resolver las contradicciones planteadas al inicio.
El país reclama nada menos que un cambio de régimen, es decir, una redefinición de la esencia de las relaciones entre poderes, entidades y funciones. Un cambio de régimen puede ser tan ambicioso como una construcción desde cero o tan pragmática como una redefinición de las relaciones existentes. Lo que es inviable es la pretensión de hacer valer criterios y reglas del juego que claramente han probado ser disfuncionales o que no conducen al fortalecimiento de la gobernabilidad, seguridad y desempeño económico. La naturaleza específica de las instituciones y reglas que serían necesarias para darle viabilidad al país dependerán no de grandes proyectos conceptuales, por útiles que sean, sino de una negociación al interior de las estructuras de poder. La clave es que, una vez acordadas las nuevas reglas, todos los participantes se comprometan a cumplirlas y que el gobierno, a todos niveles, tenga capacidad efectiva de hacerlas cumplir.
Todos tenemos nuestras preferencias de cómo debe ser el régimen y cuál el papel y función de cada uno de los actores en el proceso. Sin embargo, esto no es de preferencias sino de negociación. Lo único que es imprescindible es la existencia de un liderazgo efectivo con claridad del objetivo que se persigue y que se aboque a construirlo. Las instituciones no surgen de un vacío intelectual sino de la praxis política. «Los hombres, decía Maquiavelo, «hacen el bien por fuerza; pero cuando gozan de los medios y libertad para ejecutar el mal, todo lo llenan de confusión y desorden». Esa es la tesitura.
@lrubiof
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