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México en vilo

MAGUEN – Abril 2016

Luis Rubio

Hay dos maneras de observar a México: una es apreciando lo mucho que ha cambiado en las últimas décadas; la otra es padeciendo lo mucho que falta por cambiar. Se trata de dos caras de una misma moneda: un parte del país avanza y quiere salir adelante; otra se aferra al pasado y trata de impedir el cambio. Por muchas décadas, sobre todo entre los sesenta y el fin de los ochenta, se hizo todo por evitar cambiar.  El resultado fue desastroso porque prolongó la agonía y no permitió que la economía creciera, generara riqueza y empleos.

Hay dos cosas de las que no hay duda alguna: ante todo, el cambio es real, mucho de éste sumamente positivo y con enormes consecuencias para la vida social, económica y política. La otra cosa que caracteriza al país es que la forma de cambiar es peculiar: típicamente, se dan dos pasos hacia adelante y (al menos) uno para atrás. El resultado es que, aunque el cambio es real y, en ocasiones, vertiginoso, las percepciones con frecuencia llevan a la decepción.

Los cambios comenzaron desde los sesenta, momento en el cual el antiguo modelo de desarrollo industrial por substitución de importaciones comenzó a fallar, a la vez que las protestas estudiantiles condujeron a cambios políticos de enorme trascendencia, sobre todo porque, en los setenta, se inauguró la era de crisis y devaluaciones. En los ochenta se inició un proceso de reforma que redefinió la naturaleza de la economía mexicana y obligó a las empresas a adecuarse a la competencia por importaciones y a adoptar patrones de calidad y precio competitivos frente al mundo. Aunque la apertura no ha sido completa y persiste un sector industrial viejo con poca viabilidad de largo plazo, el cambio es dramático y nos impacta a todos.

Es claro que no todos los cambios realizados han sido positivos, a la vez que no todos los gobiernos de los ochenta para acá han sido igualmente diligentes en la conducción de los asuntos públicos. Sin embargo, si uno ve hacia atrás, es impactante tanto el cambio como la continuidad que se ha dado entre gobiernos de diverso signo político como de naturaleza y orígenes distintos. En ocasiones parece como que no hay brújula en la conducción gubernamental y, en otras, es evidente que existen poderosos intereses que limitan la capacidad de resolver problemas fundamentales del más diverso tipo. En cierta forma, esa es la naturaleza de México.

John Womack, el autor de Zapata y la Revolución Mexicana, escribió que «la democracia no produce, por sí misma  una forma decente de vivir; más bien, son las formas decentes de vivir las que producen la democracia». En México nos falta mucho para lograr formas decentes de vivir e interactuar, pero eso no niega el hecho de que ha habido profundas transformaciones.

El mayor de los beneficios de las reformas de los ochenta y noventa y, previsiblemente, de las de los últimos dos años, radica en que se ha consolidado una clase media incipiente que tiene capacidad de consumo muy superior al que caracterizó a la sociedad mexicana en el pasado. Poco a poco, México se ha convertido en un país cada vez más competitivo y exitoso, que logra remontar problemas como el de la fortaleza del dólar que se ha evidenciado en los últimos meses. Desde luego, hay problemas fundamentales que no se han resuelto, comenzando por el de la pobreza, e incluyendo todos aquellos que hacen difícil la vida cotidiana tanto en la economía como en el quehacer de cada día.

Los próximos años van a ser mucho más complejos porque el país no tendrá alternativa más que avanzar con celeridad en la consolidación de procesos que no hemos asumido pero que no van a ser evitables, como el de la transparencia en el actuar gubernamental; la transparencia de las cuentas fiscales personales y de cuentas bancarias en México y en el extranjero; y la reducción de aranceles a las importaciones. Todos y cada uno de estos rubros van a impactar la forma en que actuamos, consumimos, gastamos, ahorramos e invertimos. En adición a esto, se vienen procesos tecnológicos cada vez más avanzados que reducirán el empleo tradicional y forzarán al país a buscar nuevas fuentes de generación de trabajo y riqueza. Todo esto obligará a reformas mucho más grandes de lo que hoy se puede avizorar en materia educativa, contractual, tecnológica y comercial. La transición va a ser compleja y, en muchos casos, costosa. Tardará más o tardará menos, pero se trata de asuntos que van a presentarse en el curso del próximo lustro y que serán arrolladores.

El impacto de todo esto para la comunidad será fundamental. El desarrollo de la comunidad no es ajeno a lo que ocurre en el país ni puede ser distinto. Las fuerzas que obligan al país a adecuarse son incontenibles y no van a poder pararse. La forma de enfrentar los desafíos que estos cambios  procesos dependerá de cada empresa y persona, pero todos los viviremos de manera directa y definitiva. Es por eso que es tan importante comprender la naturaleza de los cambios que ocurren y su racionalidad, así como la de desarrollar nuevas y más efectivas maneras de incorporarnos, como comunidad, en los asuntos más trascendentes  y rezagados de la vida nacional, como la inseguridad, la pobreza, la educación y la falta de oportunidades.

La comunidad judeo-mexicana tiene la enorme oportunidad, pero también la responsabilidad, de liderar estos procesos de cambio, hacerlos suyos y salir exitosa en el camino. No será fácil, pero, como dijo Herzl en otro contexto, si hay la voluntad no hay nada que la pueda impedir.

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Distorsiones

Luis Rubio

 

La vida es siempre un balance entre el vaso medio lleno y el vaso medio vacío. La actitud respecto a la vida, el trabajo y la economía es fundamental no sólo en el desarrollo de los países, sino también en la estabilidad política. Keynes habló de los espíritus animales como la forma de comportarse de los agentes económicos y cómo estos se mueven por instinto, actitudes y percepciones. Esa observación de los años treinta no ha hecho sino explotar en importancia en la era de las comunicaciones ubicuas que generan expectativas incontenibles.

En fechas recientes, se ha desatado un gran debate respecto al pesimismo que parece determinar las actitudes colectivas en el país. ¿Cómo es posible, argumentan, que el consumo crezca con la celeridad que lo ha hecho en los últimos meses (el consumo siendo, a final de cuentas, el objetivo de la actividad económica) y, sin embargo, la gente ve todo con lentes de pesimismo? Los propios empresarios, dicen desde el gobierno, afirman que sus empresas (excluido el sector petrolero) van bien y, sin embargo, sus percepciones difícilmente podrían ser más negativas.

La gran pregunta es si las cosas han mejorado o empeorado. Los males y los problemas que padecemos son obvios y no hay duda que la incapacidad de lidiar con algunos de ellos genera profunda frustración y anima la visión pesimista. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que llevemos casi un cuarto de siglo experimentando secuestros, extorsiones y homicidios de manera flagrante y todavía no haya ni siquiera un consenso respecto al diagnóstico del problema, para no hablar de una solución? ¿Cómo explicar la incapacidad de una sucesión de gobiernos en estas décadas de atender los problemas más elementales en términos de servicios, infraestructura, la famosa «permisología» o la educación? Todos y cada uno de los problemas tiene una explicación, muchas veces lógica, pero el conjunto arroja un legado muy poco encomiable para gobiernos locales y nacionales de los tres partidos políticos. No hay excusa posible.

Y, sin embargo, una medición objetiva de la realidad arroja enormes mejorías en las últimas décadas. El precio real, después de inflación, de innumerables bienes ha disminuido; el número de familias que cuenta con casa propia ha crecido de manera dramática; las libertades individuales son incomparablemente superiores a las que existían hace algunas décadas; la calidad de los bienes y servicios que consumimos y empleamos es incomparablemente superior. Con todos los avatares, la mejoría en los niveles de vida es palpable.

En su extraordinaria reflexión sobre su padre, y sobre sí mismo, Federico Reyes Heroles (Orfandad) recuerda que los domingos solía acompañar a su padre a una tienda de ultramarinos para «ver qué hay», o sea, para ver qué habían conseguido o importado esa semana. Los jóvenes de hoy no tienen idea de lo que significa una economía cerrada o la inexistencia de un bien: hoy todo está disponible y de inmediato.

Si la realidad objetiva ha mejorado de manera indisputable, ¿por qué el pesimismo reinante? Cada quien tiene su teoría, pero yo creo que hay dos factores inmediatos y uno preponderante y absoluto que nos permiten comprender el fenómeno.

Uno sin duda es la corrupción, asociada a la percepción de que ésta ha explotado en dimensiones. Otro es la ausencia de liderazgo gubernamental y, a la vez, un rechazo casi visceral a cualquier ejercicio de liderazgo. Estos elementos están interconectados.

Las reformas que comenzaron en los ochenta requirieron un enorme ejercicio de liderazgo, sin el cual ese primer gran esfuerzo hubiera sido imposible, pero la crisis de 1994-95 y su pobre manejo político dio al traste con la credibilidad del proyecto reformista. La «entrada a la democracia» en 2000 atizó el fuego por su incapacidad de resolver problemas y por el pésimo liderazgo de que vino acompañada. El gobierno actual prometió gobernar con eficacia, sólo para encontrarse con que no tenía la varita mágica que permitiera lograrlo.

El segundo gran asunto es sin duda el de la corrupción, que ha exacerbado el enojo ciudadano. Yo no se si, en volumen, la corrupción es mayor o menor, pero es obvio que la percepción ciudadana es que ésta ha explotado. Parte es el mero hecho de que ésta es cada vez más visible y que su evidencia se disemina de manera instantánea. Otra parte es que los gobernantes de antes eran menos crasos en su forma de cometer actos de corrupción: cuidaban las formas porque sabían que el asunto se había tornado explosivo. Hoy ya no hay recato alguno.

El factor absoluto que ha cambiado es la información instantánea que genera expectativas incontenibles. Antes la información se controlaba de manera vertical y fluía de acuerdo a las preferencias gubernamentales de arriba hacia abajo. Hoy ésta es ubicua y horizontal: se genera y disemina por todos lados y nadie la controla. Aunque hay evidente capacidad de manipulación, nadie tiene monopolio en ello.

En su discurso de aceptación del premio AFI, Sean Connery comentó que su niñez no era promisoria, pero «yo no sabía que me faltaba algo porque no tenía con qué compararme; y hay una cierta libertad en ello». El gran problema de gobernar en el mundo de hoy es que, como dice David Konzevik, «los pobres de hoy son ricos en información y millonarios en expectativas». En esas circunstancias, «el arte de gobernar es el arte de manejar las expectativas». El país ha mejorado, pero en el manejo de expectativas nuestros gobiernos de las últimas décadas han sido atroz.

 

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Los límites de la salvación

  ENFOQUE – abril 2016

Luis Rubio

Los mexicanos viven a la espera de que alguien llegue a salvarlos, una esperanza que se renueva cada seis años. Se trata del anverso del autoritarismo del régimen priista: un vasto sistema de control político que limitaba la capacidad de acción de la población, haciéndole esperar un cambio desde arriba. Si bien el viejo sistema se colapsó, sus formas y su cultura permanecen, incluso después de dos administraciones del PAN, partido creado como reacción al abuso del PRI. Esta circunstancia crea dos realidades paralelas y en cierta forma paradójicas: por un lado, la sociedad mexicana grita pero no se rebela; por el otro, el país cambia mucho más, y mucho más rápido, de lo que parece.

El mundo se ve difícil cuando uno ve hacia adelante y otea los desafíos que México enfrenta y la aparentemente poca capacidad para remontarlos. Sin embargo, cuando uno ve hacia atrás, es impactante que tanto ha cambiado en la realidad del país. Hoy México es una potencia manufacturera en el mundo, la población se expresa con libertad y los niveles de vida han mejorado sensiblemente. Por supuesto, nada de eso disminuye las carencias que caracterizan al país, pero sí las pone en perspectiva.

El contraste en perspectivas es revelador de la forma en que México ha evolucionado en las últimas décadas. Hasta fines de los sesenta, la economía crecía con celeridad y el sistema político autoritario (que gozaba de enorme legitimidad) creaba un entorno de orden y paz. El gobierno federal dominaba toda la vida nacional y cuidaba de la seguridad con los métodos de la época. Ese mundo idílico comenzó a deteriorarse porque no generó válvulas de escape en lo político y porque su sustento económico (esencialmente la exportación de granos para pagar importaciones de bienes de capital) dejó de funcionar, generando una crisis de crecimiento.

A partir del inicio de los setenta, un gobierno tras otro ha desarrollado respuestas al problema del crecimiento. Algunos llevaron al país al borde de la quiebra (1970-1982), otros construyeron estructuras permanentes, como el Tratado de Libre Comercio de Norte América, que contribuyeron a la transformación de la planta industrial. Sin embargo, al igual que en el ámbito político, ese proceso de cambio económico ha quedado trunco por la presencia de factores de poder que se benefician del statu quo. En contraste con procesos transformativos en otras naciones, en México ha habido ánimo de cambio pero no la disposición o capacidad para modificar la estructura de poder (igual económico que político).

La transición política que el país ha vivido muestra esto de manera patente. Aunque hubo un acuerdo inicial (1996) respecto a la modificación de las reglas electorales para garantizar la equidad de las elecciones, nunca hubo un acuerdo sobre el punto de partida y menos sobre el objetivo a alcanzarse. De esta manera, la política nacional sigue siendo tan contenciosa como antes y los partidos reconocen el resultado electoral siempre y cuando éste les favorezca. Es decir, la elección fue democrática si gano, no lo fue si pierdo. Así, aunque no hay forma de rechazar la profesionalización de los órganos electorales y la transparencia de los procesos de elección, cerca del 35% de la población piensa que lo relevante no es el proceso sino el resultado.

Es en este contexto que debe entenderse la llegada del presidente Peña Nieto al gobierno y su incapacidad para avanzar su agenda. Habiendo sido un gobernador exitoso, Peña Nieto prometió eficacia como su carta de presentación. Tan pronto asumió la presidencia, inició un torbellino legislativo. En unos cuantos meses, la constitución mexicana se había transformado en sus artículos principales. La agenda de cambio no era nueva: todo lo reformado se había discutido por décadas; lo impresionante fue la habilidad política para lograr que las reformas se convirtieran en ley. El presidente exhibió una gran capacidad de negociación, pero el factor clave, el único que sus predecesores panistas no podían administrar, consistió en controlar a las huestes priistas. Por razones históricas, los priistas, por décadas a lo largo del siglo XX los detentores del poder, son también los beneficiarios del statu quo. Su oposición a las propuestas previas de reforma era producto de su deseo de preservar sus cotos de caza. El éxito de Peña residió en controlar a esos grupos y evitar que bloquearan el proceso legislativo. Tan pronto éste concluyó, esos mismos intereses retornaron a lo de siempre: a ignorar las reformas y seguir en sus negocios tradicionales.

En adición al marasmo legislativo, el nuevo gobierno se colocó por encima de la sociedad y recreó viejos mecanismos de control sobre la sociedad, los gobernadores, los medios de comunicación, los sindicatos y los empresarios. Este actuar respondía a una consideración medular: el gobierno partió de la premisa que el país requería retornar al orden y el mejor modelo para ello era la época de oro del PRI: los sesenta. Aunque es obvio que el viejo sistema político y la estrategia económica de antaño no se colapsaron por voluntad de los entonces gobernantes, el gobierno de Peña ignoró los cambios ocurridos tanto en México como en el mundo en estas décadas y se abocó a llevar a cabo su propia agenda de transformación –y su propia realidad.

La población vivió la llegada de Peña Nieto y su asertividad con una mezcla de asombro y expectativa. Como el gran Tlatoani, el líder azteca, Peña llegó a salvar a México. Asombrados, los mexicanos observaban. Sin embargo, el desempeño económico de la administración fue de mal en peor, los aumentos de impuestos afectaron el consumo de la población más pobre y el enojo de los afectados por la inserción creciente de controles fue en ascenso. Tan pronto se presentó la primera crisis –la gota que derramó el vaso- todo el país se volcó contra el presidente. Más allá de las muertes de los 43 estudiantes en Iguala hace un año, su significado político fue claro: se convirtió en una excusa para que toda la población, en el anonimato colectivo, expresara su disenso.

Lo extraordinario no fue el enojo o el vuelco, ambos observables y predecibles, sino la absoluta incapacidad del gobierno para responder. Atrás quedó la eficacia, ahora reemplazada por un gobierno asustado y paralizado. La realidad del poder en México había ganado: acabó siendo evidente que la agenda del gobierno no pretendía alterar la estructura del poder sino meramente incorporarle cierta eficiencia a algunos sectores o actividades con potencial, todo ello sin minar los intereses que se benefician del sistema.

Lo que la experiencia del presidente Peña demostró es que México tiene un grave problema de poder: no hay un conjunto elemental de reglas del juego que gocen de legitimidad cabal entre los actores políticos y, por lo tanto, no hay reglas para nada. El gobernante tiene enormes poderes que le permiten actuar de manera arbitraria en cualquier momento, razón por la cual la inversión –y la credibilidad- se limita a un periodo sexenal y todo gira en torno a la confianza que inspira el presidente en turno. Es decir, el gran problema de México es que carece de instituciones que le den permanencia y legitimidad al sistema de gobierno y garantías de estabilidad a los mexicanos.

Así, México vive una permanente esquizofrenia: grandes cambios y pocos logros; regiones exitosas y gran pobreza en otras; un gobierno que promete eficacia pero sólo poquita. México vive atrapado entre el viejo sistema de controles que persisten y una sociedad crecientemente preparada y cada vez más demandante. Como en los viejos tiempos, esto permite una aparente estabilidad pero garantiza una permanente ilegitimidad. Hasta que venga el siguiente presidente con nuevas promesas.

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México comparado

México comparado

Luis Rubio

El mundo antes funcionaba de manera vertical porque todo estaba concentrado: la información, el control de las fábricas, las relaciones sindicales. Las decisiones se concentraban y la sociedad sabía lo que las estructuras del poder permitían. El mundo de hoy es cada vez más horizontal, donde la información tiene una multiplicidad de fuentes (que son autónomas, como las redes sociales, y se retroalimentan); en la economía se agrega valor en puntos del proceso sobre el que ninguna autoridad centralizada tiene control; y los sindicatos han perdido capacidad de controlar hacia abajo y vender el servicio hacia arriba. Esto que ocurre en los ámbitos públicos no es distinto a lo que se observa en las escuelas, las familias y los gobiernos. El monopolio del poder desapareció, o al menos se debilitó dramáticamente, porque es incompatible con una economía moderna y una sociedad con capacidades para desarrollarse.

El fenómeno es mundial y nadie puede quedar exento, excepto si opta por empobrecerse al abstraerse del mundo exterior, como ocurre con algunos sistemas ermitaños. Aunque, por supuesto, cada país tiene características propias que emanan de su historia y circunstancias, muchos de nuestros retos no son, al menos en concepto, radicalmente distintos a los de otras naciones.

Lo que sigue es una evaluación de China* que podría parecer absolutamente mexicana:

  • “Los regímenes autoritarios contemporáneos que carecen de legitimidad derivada de un proceso político competitivo tienen esencialmente tres medios para mantenerse en el poder. Uno es el soborno de sus poblaciones por medio de beneficios materiales; el segundo es la represión a través de violencia y el miedo. El tercero consiste en apelar a sus sentimientos nacionalistas. [El gobierno] ha empleado los tres instrumentos, pero ha dependido principalmente de los resultados económicos y ha recurrido a la represión (selectiva) y el nacionalismo sólo como un medio secundario.”
  • “Las autocracias, que se han visto obligadas a realizar un pacto faustiano con el diablo para mantener su legitimidad con base en su desempeño, están destinadas a perder la apuesta porque los cambios socioeconómicos resultantes del crecimiento económico fortalecen las capacidades autónomas de las fuerzas sociales de base urbana, como son los empresarios, intelectuales, profesionales, creyentes religiosos, y los trabajadores ordinarios, todo esto a través de mayores niveles más altos de alfabetización, mayor acceso a la información, acumulación de riqueza privada, y una mejor capacidad para organizar la acciones colectivas.”
  • “Si las dificultades económicas de largo plazo fuesen puramente estructurales, las perspectivas del país no serían necesariamente graves. Un conjunto de reformas eficaces podría asignar recursos de manera más eficiente para hacer la economía más productiva.”
  • “Sin duda alguna, las reformas económicas de las últimas décadas han cambiado radicalmente al país. Sin embargo, el [sistema] aún preserva sus instintos e instituciones depredadoras.”
  • “El rechazo a cualquier límite significativo al poder del [gobierno] implica, en términos prácticos, que [el país] no puede desarrollar instituciones judiciales verdaderamente independientes o agencias reguladoras capaces de hacer cumplir las leyes y las normas.”
  • “En tanto [el partido y el gobierno] se mantengan por encima de la ley, es imposible implementar reformas económicas”.
  • “Lo que mantiene atorado a la economía no es su dinámico sector privado sino las ineficientes empresas estatales, que continúan recibiendo subsidios y desperdician un escaso capital.”
  • “Una serie de reformas económicas genuinas y completas, si realmente fuesen adoptadas, amenazarían los cimientos del sistema prevaleciente.”
  • “La preservación de instituciones depredadoras y extractivas impide que funcionen las reformas económicas radicales… haciendo imposible la construcción de una economía genuina de mercado sustentada en el Estado de derecho.”
  • “Ahora que termina la era de rápido crecimiento producto de reformas parciales, así como de factores o eventos excepcionales, lograr un crecimiento sostenido requerirá una revisión radical de sus instituciones económicas y políticas con el fin de lograr una mayor eficiencia. Pero dar un paso de esta naturaleza sería fatal para [el sistema] porque destruiría las bases económicas de su poder; así, es difícil imaginar que [el sistema] de hecho cometiera suicidio económico y, por lo tanto, político.”
  • “Quienes no sean persuadidos por este razonamiento deberían contar el número de dictaduras en la historia que voluntariamente cedieron sus privilegios y el control de la economía con el fin de garantizar la prosperidad del país en el largo plazo.”
  • “La fuente más importante de cambio en los regímenes autoritarios es el colapso de la unidad de las élites gobernantes… Esto ocurre principalmente por la intensificación del conflicto dentro de las élites respecto a la mejor estrategia de supervivencia y distribución del poder y régimen clientelar… La experiencia de las transiciones democráticas desde los 70 muestra que el asunto más polémico que enfrentan las élites es cómo responder al reclamo de cambio político por parte de las fuerzas sociales: recurrir a la represión para apaciguar a esas fuerzas a través de una escalada violenta o recurrir a la liberalización para darles cabida.”

La dinámica político-económica de México y China es radicalmente distinta, pero el desafío es sumamente parecido.

*Pei, Minxin, Twilight of the CPP? The American Interest, Spring 2016

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México comparado

 

 

24 Abr. 2016

México y Estados Unidos

Luis Rubio

No existe un modelo perfecto para la relación entre México y Estados Unidos porque no hay otra relación igual. Hay muchas naciones que comparten largas fronteras, pero ninguna en la que se junten diferencias tan grandes de desarrollo e ingresos. Hay muchas naciones que intercambian elevados volúmenes de bienes y cruces de personas, pero ninguna tan activa como la que compartimos las dos naciones norteamericanas. Ciertamente, hay numerosos pares de países europeos, Canadá-EUA y algunos en Asia que experimentan similares procesos de integración industrial, pero ninguno se asemeja en términos de la combinación y dimensiones de cruces fronterizos, intercambios comerciales y poblaciones de cada uno viviendo en el otro lado de la frontera mutua.

Su contienda electoral ha evidenciado que México es un actor inevitable e importante, circunstancia que puede llevar a dos conclusiones: una, que debemos cerrar los ojos y confiar en que ellos sabrán actuar de manera responsable. La otra, que debemos responder de manera decidida. La primera alternativa es absurda porque esa no es forma de conducir los asuntos de una nación soberana y orgullosa como México. La segunda sería acertada sólo si implica no confrontar sino, más bien, desarrollar una estrategia que reduzca nuestra vulnerabilidad y haga irrelevante el proceso político interno para la funcionalidad de las cosas que nos son importantes.

Como numerosas veces ilustró Octavio Paz en su inigualable prosa, nuestra frontera es excepcional por el choque cultural, histórico y de civilizaciones que representa. La relación no se asemeja a otra que con frecuencia se menciona como modelo, la de Estados Unidos con Israel, porque los factores que animan a la comunidad judía estadounidense nada tienen que ver con las comunidades mexicanas en EUA, comenzando por el hecho de que los judíos estadounidenses no provienen de aquel país. Las supuestas semejanzas no son tales.

Un embajador mexicano en Washington en los ochenta resumió la visión tradicional de una manera por demás vívida: “vecinos siempre, socios ahora, amigos nunca”. Esa forma de concebir la relación nos ha llevado a donde estamos: sin estrategia, abandonando nuestros intereses y cediendo la iniciativa y todos los espacios a nuestros detractores: sindicatos, ecologistas y grupos anti-inmigrantes. En lugar de actuar dentro de los marcos naturales y permisibles en el entorno estadounidense, hemos quedado marginados -impávidos- ante el espectáculo de la destrucción del nombre de nuestro país y nuestros connacionales.

Luego de años de ignorar a los mexicanos que habían migrado hacia el norte, hoy la política mexicana en EUA se concentra casi exclusivamente en ellos. Esto es natural y lógico, pero es insuficiente. Claramente, el gobierno mexicano tiene la obligación de atender a los connacionales, resolver sus asuntos y protegerlos. Pero es clave entender que los mexicano-estadounidenses no están para ayudar a México o para convertirse en instrumentos del gobierno mexicano. Más bien, es el gobierno mexicano el que tiene que asistirlos, confiando en una reconciliación de largo plazo que, lejos de ser utilitaria, sea producto del mutuo reconocimiento y respeto.

Por otro lado, la parte abandonada de la relación, es la que tiene que ver con los propios estadounidenses. En contraste con la falta de memoria histórica en muchos de sus asuntos de política exterior, la memoria respecto a quienes son sus amigos y quienes no lo son es legendaria. Aunque nosotros desarrollamos una extraordinaria presencia cuando se negoció el TLC al inicio de los noventa, nunca dimos la cara cuando se presentaron momentos adversos (como los asesinatos de 1994, la devaluación de aquel año y, sobre todo, la patética respuesta a los eventos de septiembre 11), además de las expectativas destrozadas tanto por el fallido gobierno de Fox como por la ineficacia del gobierno actual. Pasamos de la hiperactividad a la total ausencia, creando un ambiente desfavorable, cuando no hostil, por parte de nuestro principal socio comercial. La clave no es ser protagónicos sino dar la cara.

La relación con Estados Unidos requiere atención a dos realidades que son muy distintas, pero no excluyentes, y que jamás deben ser contradictorias. No se puede pretender influir en sus asuntos internos y a la vez pretender ser socios neutrales. Se trata de la principal relación bilateral que tenemos y que siempre será central por razones geográficas, económicas y geopolíticas. Nada de eso impide que tengamos relaciones activas con todo el resto del mundo, pero ésta tiene que ser, como se dice en el argot político, “de Estado”. Se trata de una relación que puede ser limitante si no la desarrollamos, pero también puede ser fuente de infinitas oportunidades si la cultivamos debidamente. Nuestro objetivo debe ser el de proteger y avanzar nuestros intereses, a la vez de hacer posible una convivencia funcional y mutuamente satisfactoria.

En 1992 el gobierno erró al apostar por un candidato, que perdió. Nuestra lógica jamás debe ser la de escoger candidatos o intentar manipular resultados. Más bien, lo crucial es nunca volver a quedar en una situación como la actual en que somos parte protagónica de su debate interno sin tener instrumentos ni posibilidad de actuar. Debemos tener una presencia activa pero discreta que, paradójicamente, nos haga invisibles: que nadie tenga incentivo alguno para atacar a México y los mexicanos. Justamente al revés de donde hoy nos encontramos.

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Pobreza y desigualdad

Luis Rubio

“Resolver la pobreza sin que importe la desigualdad de oportunidades, dice Gonzalo Hernández Licona de Coneval, podría implicar que los participantes relevantes [en la sociedad] seamos los mismos de siempre”. Efectivamente: es imposible negar el hecho de la desigualdad. Pero la pregunta pertinente es ¿qué hacemos mientras se resuelve el problema de la desigualdad, presumiblemente más complejo que el de la pobreza? La respuesta es todo menos obvia y requiere más que insultos y frases gastadas para entender y mitigar los problemas de fondo.

Hace algunas semanas escribí proponiendo que el problema es la pobreza porque ésta es lacerante, impide la movilidad social y, sobre todo, podría atacarse con relativa celeridad. Me permito explicar mi perspectiva sobre la dinámica entre pobreza y desigualdad.

Ante todo, la desigualdad es parte inherente a la humanidad, pero existen dos fuentes claramente diferenciadas: una, la desigualdad que genera la creatividad humana y que es fuente de crecimiento de la economía. El desarrollo tecnológico de las últimas décadas ilustra esto a la perfección: unas cuantas empresas tecnológicas han revolucionado al mundo, además de creado una casta de ricos nunca antes imaginable. Lo mismo ocurre con grandes artistas, deportistas y actores: la creatividad humana. Por supuesto, esa creatividad sólo fue posible porque estuvieron satisfechas las necesidades básicas de esas personas desde el inicio de su vida. Esta fuente de desigualdad debe ser aplaudida porque es producto de la competencia abierta, la creatividad y la innovación. Quienes pretenden combatir (o regular o aniquilar con impuestos excesivos) esta fuente de desigualdad estarían matando la gallina que pone los huevos de oro.

La otra fuente de desigualdad, a la que se refiere Hernández Licona, es la más difícil de resolver, pero es la que, acertadamente, genera mayor polémica: la desigualdad producto de monopolios, prácticas sociales, corrupción, subsidios, concesiones y, sobre todo, ausencia de competencia. Esta fuente de desigualdad es resultado de decisiones políticas y burocráticas históricas que sesgan el ingreso, protegen a favoritos, preservan cotos de caza y, sobre todo, impiden el acceso del ciudadano de a pie a la movilidad social. Esta fuente de desigualdad es la que ha marcado al país desde la colonia, creando una nación de pobres, polarizada en sus clases sociales y con un acentuado racismo, así como una total ausencia de oportunidades para la inmensa mayoría de la población.

El verdadero problema es cómo enfrentar este desafío. Lo fácil es proponer medidas regulatorias y aumentos de impuestos a los mayores ingresos (que siempre encuentran vericuetos fiscales) para luego distribuirlos entre los pobres. Parece obvio, pero no deja de ser irónico que se proponga que los mismos políticos y burócratas que crearon el problema -y que lo preservan- sean quienes ahora lo vayan a resolver. Es decir, solo para ejemplificar, se propondría que nuestros diligentes gobernadores, esos que dispendian recursos, roban el dinero del erario sin consecuencia alguna y dejan deudas multimillonarias al final de sus mandatos, ahora se dediquen a redistribuir el ingreso a favor de los pobres.

Para realmente transformar al país, generar condiciones para un crecimiento económico acelerado y eliminar la segunda fuente de desigualdad, se requiere un cambio integral del régimen socio-político que nos caracteriza. Lamentablemente, muchos políticos y candidatos -y sus asesores- prometen erradicar la desigualdad en un santiamén cuando su único propósito es lograr el poder.

Si uno acepta que la desigualdad es producto de una serie de sesgos que la causan y preservan, la única forma de acabar con ella es eliminando esos sesgos y ese es un asunto político: implica modificar las estructuras sociales, políticas y económicas que sostienen un sistema que desvía los beneficios a favor de una parte de la sociedad y discriminan contra el resto.

Desde mi perspectiva, sólo un sistema liberal de gobierno podría lograr esto. Un sistema liberal parte del principio de que todo mundo debe tener el mismo acceso a las oportunidades: las leyes están diseñadas para que todos tengamos los mismos derechos; un sistema de justicia que efectivamente crea condiciones para que todos los mexicanos, comenzando por los más modestos, tengan acceso a la justicia en condiciones equitativas; y la función del gobierno es la de, por un lado, asegurar que todo mundo tenga igual posibilidad de acceso (aquí entra el combate a la pobreza, orientado a eliminar barreras a la igualdad de oportunidades) y, por el otro, a establecer un conjunto de reglas del juego que todo mundo conoce de antemano y que el gobierno hace cumplir.

En suma, enfrentar la desigualdad no es asunto de regulaciones o impuestos sino de un régimen sociopolítico distinto. Como veo poco probable un cambio en esa dirección, me parece que el combate a la pobreza, orientado hacia la igualación de oportunidades de acceso (sobre todo educación y salud), es la única forma en que podríamos proceder, al menos por ahora. Más allá de acciones en este frente, sólo el crecimiento económico acelerado puede permitir reducir la pobreza de manera significativa y eso requiere un cambio de enfoque en la política económica.

Lo que no se debe hacer es confundir causas con resultados y pretender que asuntos de esta trascendencia son meramente técnicos y no sujetos a explotación electorera o preferencias ideológicas.

 

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México y Trump

Luis Rubio

Ningún mexicano puede estar feliz ante las interminables diatribas de Trump con que el presunto candidato ha cautivado a parte del electorado estadounidense. Pero esa no es razón para que México se precipite en su respuesta o reaccione sin evaluar las potenciales consecuencias.

El componente mexicano del discurso de Trump no es producto de la casualidad. Más bien, es resultado de una extraña combinación de abandono por nuestra parte y mala suerte. Ambos factores se han conjuntado para convertir a México en la causa de los males de los estadounidenses. Es por esta razón que es imperativo entender la dinámica en que nos encontramos antes de responder.

Cuando se inició la negociación del TLC en 1990, el gobierno montó una multifacética estrategia de relaciones públicas en Estados Unidos. Por un lado, organizó un plan de acción orientado al poder legislativo de ese país a fin de generar apoyos para el momento en que se presentara el tratado para su aprobación; por otro lado, se articuló un conjunto de medidas diseñadas para atraer la atención de los americanos hacia las cosas mexicanas. Para este fin se presentó la extraordinaria exhibición “México: Esplendores de Treinta Siglos” en Nueva York y muchos museos en el resto de ese país; se organizaron seminarios, conferencias y ciclos de películas y se patrocinaron eventos en todos los rincones de la geografía estadounidense. En la mejor tradición de los países exitosos en Washington, México logró una extraordinaria presencia y reconocimiento, cautivando a los estadounidenses.

El problema es que, a la mexicana, tan pronto se ratificó el TLC, se abandonó la estrategia y se creó un enorme vacío. Ese vacío fue rápidamente llenado por todos los grupos que se habían opuesto al TLC y que, desde entonces, han procurado minarlo, si no es que anularlo. Los tres sectores más prominentes en este ámbito son los sindicatos, los ecologistas y los grupos anti-inmigrantes. Algunos de estos sectores (que, con excepción de los sindicatos, usualmente no son grupos uniformes o con coherencia interna) tienen razones concretas para oponerse, otros derivan su enojo de factores ideológicos y otros son meramente ignorantes; para bien o para mal, al menos dos de las fuentes de mayor estridencia respecto a México -la migración y las drogas- son factores económicos simples: hay demanda, por lo tanto hay oferta. Una cosa no puede explicarse sin la otra.

El abandono de una estrategia de presencia positiva de México en EUA ha sido enormemente costoso, pero también es cierto que en estos veinte años el mundo cambió y tuvimos la mala suerte de que muchos de esos cambios se le atribuyeran a México, más allá de que de que ambas cosas fuesen independientes. En estos veinte años, la globalización transformó la manera de producir en el mundo; la tecnología (sobre todo la robótica) redujo drásticamente la necesidad de mano de obra en la producción industrial; y la revolución digital hizo irrelevante a un enorme segmento de la mano de obra tradicional porque no cuenta con las habilidades necesarias para ser exitosa en ese nuevo mundo.

Nuestra desventura fue que el TLC entró en operación justo cuando todo esto ocurría: cuando la presencia mexicana crecía en todos los ámbitos (sobre todo en la forma de exportaciones y migrantes), todo ello sin que hubiera un parapeto de protección en la forma de una buena campaña de relaciones públicas que protegiera al país y le generara un buen nombre. Es obvio que México no es culpable de todas las calamidades que le atribuye Trump y su séquito, pero es indispensable reconocer que nosotros -nuestra ausencia- contribuyó a crear un caldo de cultivo propicio para que eso ocurriera.

También pasaron otras cosas. Un ejemplo dice más que mil palabras: cuando yo estudiaba en Boston en los setenta, el consulado mexicano se dedicaba esencialmente a la comunidad estadounidense. Es decir, era una mini embajada dedicada a promover los asuntos mexicanos en esa ciudad. Lo mismo ocurría en los otros cuarenta y tantos consulados de entonces. Hoy en día, los consulados parecen delegaciones municipales dedicadas a resolver trámites para migrantes mexicanos. En estos cuarenta años, el crecimiento migratorio cambió todo en la presencia de México en ese país y los consulados así lo reflejan. El efecto es que abandonamos una vital presencia en las comunidades estadounidenses.

Trump está cosechando los avatares económicos de las últimas dos décadas, particularmente la pérdida de empleos manufactureros (producto del cambio tecnológico, no de México) y el crecimiento de la migración (producto de la demanda de empleos sobre todo en agricultura y servicios). Es posible que, de haber mantenido una activa presencia pública, algo del impacto negativo sobre México pudiera haber sido neutralizado, pero a estas alturas no hay nada que hacer al respecto para fines de la elección de este año.

Dicho eso, existe un enorme riesgo: el burdo intento por afectar el resultado de la elección por medio de la ciudadanización tardía puede salir bien si pierde Trump o muy mal si gana. Trump no es irracional: su estrategia es absolutamente lógica, claramente derivada de una cuidadosa lectura de las encuestas y de lo que aqueja a los estadounidenses. Me parece temerario intentar sesgar el resultado de manera tan crasa y vulgar. Lo que está de por medio no es un negocito; de por medio va la viabilidad del país, cuya economía depende, solo en 100%, de las exportaciones a ese país y de las remesas que de ahí vienen.

 

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Arbitrariedad e impunidad

Luis Rubio

La vida cotidiana de los mexicanos intersecta con un sinnúmero de proveedores de bienes y servicios y de entidades gubernamentales, muy pocos de los cuales ven al ciudadano y consumidor, respectivamente, como su razón de ser. Persiste y perdura una visión patrimonialista donde el ciudadano es súbdito y el consumidor cautivo, ambos propiedad de quienes deberían ser proveedores de servicios competitivos. En lugar de anticipar futura competencia y concebir al consumidor como informado y responsable, apuestan por la continuidad. Se parecen a Orwell cuando, hablando del lenguaje, afirmó que: «El lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras parezcan verdades y que el asesinato parezca respetable…».

 

El país lleva décadas sumido en la mediocridad, que se refleja en la tasa de crecimiento de la economía. Por más intentos que haga la autoridad, la evidencia es contundente: la economía mexicana funciona en la medida en que opera el motor que representan las exportaciones y las remesas; es decir, vivimos de la economía estadounidense. Los motores internos no funcionan por la misma razón que no han funcionado desde 1970: porque el problema no se ha atendido. El problema de fondo es político, pues la concentración del poder propicia el abuso que se comete contra el ciudadano y consumidor, lo que inexorablemente genera la desconfianza que inhibe la inversión y el ahorro. A nadie debería sorprender el resultado.

 

Algunos ejemplos alusivos:

 

  • El gobierno de la ciudad de México está de plácemes por haber desaparecido al Distrito Federal porque ahora podrá servir, ya sin empacho, a sus grupos de interés. El proceso constituyente es solo de insiders; el reglamento de tránsito está diseñado para imponer una disciplina por medio de la arbitrariedad: su lógica parece ser más la de recaudar que la de crear un espacio de convivencia civilizada. En lugar de procurar el favor ciudadano para su candidatura, el jefe del gobierno experimenta el colapso de su popularidad. Perfectamente predecible.
  • El Estado de derecho es inconcebible sin orden y disciplina, pero la pregunta es por dónde comenzar. Miguel Ángel Mancera comenzó por la imposición de multas al por mayor, muchas de ellas de carácter discrecional, con todo el abuso a lo que eso se presta; Arne aus den Ruthen, en la delegación Miguel Hidalgo, optó por la vía de la confrontación. El orden es necesario; la pregunta es si la arbitrariedad es un modelo de civilización. Someter a guaruras es una forma de combatir la arbitrariedad y la impunidad, pero sin acabar de romperla porque hacer aspavientos no garantiza resultados. La arbitrariedad no acaba con la impunidad y, en cambio, si puede propiciarla.
  • La constitución en ciernes del Distrito Federal es un caso ilustrativo. Por más que se ha involucrado a una amplia lista de notables, la mayor parte de la ciudadanía no está enterada ni representada. ¿Se trata de un proceso privado, solo para quienes hoy gobiernan? Hace unos meses, la SEC, equivalente estadounidense de la Comisión Nacional de Valores, propuso una modificación de la ley que la gobierna. Lo primero que hizo fue publicar la propuesta a fin de que todos los interesados se informaran, comentaran y propusieran cambios o precisiones, proceso que llevará más de un año: el objetivo es una mejor regulación, no una burda candidatura. El punto es hay una discusión pública que permite que todos los interesados tengan oportunidad de analizar y evaluar sus implicaciones tanto para proponer correcciones como para adoptar los mecanismos y cambios pertinentes para que, cuando acabe siendo implementada, tenga plena vigencia y credibilidad. El proceso en el DF es absolutamente arbitrario; el proceso de la SEC es absolutamente predecible y, por lo tanto, cero arbitrario.
  • Las empresas no se quedan atrás. Banamex cancela cuentas de más de treinta años porque no se han utilizado en los últimos doce meses, como si fuera el santo gobierno. Lo peor es que es el interesado quien tiene que probarle al banco el error y no al revés. Cuando se va la luz, la respuesta de la CFE es “pero no le estamos cobrando mientras se fue la luz”, como si una economía moderna pudiera funcionar no sólo con ese grado de arbitrariedad, sino sobre todo con esa incapacidad de comprender la importancia del fluido eléctrico para la producción. Aeroméxico pone y cambia asientos según le viene en gana. ¿Para quién trabaja? La empresa con mayor número de quejas en la Profeco es Telmex. ¿Dónde quedó el consumidor?

 

Lo paradójico del México con una economía abierta es que, aunque ha aumentado dramáticamente la disponibilidad de bienes y servicios, el trato al consumidor sigue siendo autoritario y arbitrario. Me pregunto qué ocurrirá el día en que realmente existan opciones…

 

La arbitrariedad es la norma y una de las causas obvias de la desconfianza, que se ha traducido en tasas ínfimas de crecimiento económico y también de elevadísimos niveles de desprecio a la autoridad. La arbitrariedad se nutre de la impunidad y ésta genera cinismo. No hay peor círculo vicioso.

 

La mediocridad que abruma al país es producto de la indisposición a dar el gran paso adelante para construir un país ordenado y civilizado. Por supuesto que es necesario disciplinar, pero se tiene que lograr con la legitimidad del actuar tanto gubernamental como empresarial. Sin eso no haremos sino seguir cavando el hoyo del lenguaje justificatorio y los malos resultados. No hay forma de disfrazar obviedades como éstas.

 

 

 

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La desigualdad no es el problema

Luis Rubio

En el mundo actual no hay asunto más divisivo y politizado que la desigualdad. La desigualdad ha provisto interminable gasolina retórica a políticos y activistas, convertido a  Piketty en una celebridad internacional y desatado innumerables movimientos de “ocupación” en el mundo. Lo que no es obvio es que el énfasis en la desigualdad resuelva el problema.

Nadie puede disputar el hecho de que hay desigualdad pero el problema de esencia es la pobreza, no la desigualdad. “Los pobres sufren porque no tienen lo necesario, dice Harry Frankfurt, no porque otros tengan más y algunos demasiado”. ¿Por qué entonces no preocuparnos más por los pobres que por los ricos?

William Watson argumenta que enfocarse en la desigualdad constituye un error, pero sobre todo una trampa: un error porque la desigualdad es la consecuencia de recompensar la creación de riqueza, la innovación, el ahorro y la creatividad. Pero es una trampa porque nos lleva a obsesionarnos con la cima de la distribución del ingreso en lugar de fijarnos en quienes se encuentran en el fondo de la pirámide. En otras palabras, combatir la desigualdad –y, por lo tanto, el capitalismo- llevaría a un empobrecimiento generalizado sin jamás disminuir la desigualdad*.

La desigualdad es un efecto del sistema económico que premia y recompensa la creatividad y la innovación, inevitablemente generando diferencias de ingreso en el proceso. El problema en países como México es que hay otros elementos que impactan el resultado y que nos diferencian de sociedades que, aunque con altos niveles de desigualdad, no tienen pobreza. Por ejemplo, el uso político del sistema educativo (creado menos para enseñar que para controlar a la población) ha tenido la consecuencia de sesgar el resultado, creando una población mayoritaria con poca capacidad de desarrollarse en la economía moderna y una minoría que cuenta con infinitas posibilidades de asir oportunidades. Lo mismo se puede decir de las concesiones gubernamentales que favorecen la concentración sobre la competencia o los sistemas de permisos (como los de importación) que son fuente interminable de corrupción. Si a eso se agrega una total impunidad, los ingredientes de la pobreza y desigualdad acaban siendo incontenibles.

Si uno sólo quiere ver la desigualdad y se atora ahí, la solución se torna evidente. Igual que con el proverbial ejemplo del señor que, por tener un martillo en la mano cree que todo lo que hay que hacer es meter clavos en la pared, quienes se obsesionan con la desigualdad realmente tienen una agenda más profunda y relevante, que es la de minar el capitalismo y acumular más fondos para uso de la burocracia.

En la discusión sobre la desigualdad lo crucial es definir si se está hablando de un problema o de un instrumento. La desigualdad como instrumento retórico es sumamente útil para impulsar carreras políticas, pero no conduce a una solución del problema e, incluso, podría hacerla más difícil; la desigualdad como objetivo de la acción social y gubernamental obliga a definir prioridades que deben ser atendidas por la política pública.

Si uno observa los distintos momentos de los programas de combate a la pobreza que, desde los setenta, han sido bandera de sucesivos gobiernos, es clara la tensión entre estas dos formas de entender tanto a la pobreza como a la acción gubernamental. Programas desde IMSS-Coplamar hasta Solidaridad, y más recientemente Prospera, siguen una lógica política que, aunque sin duda procura atenuar la pobreza, tienen un claro sentido clientelar con fines electorales y de control político. Por su parte, programas como Progresa y Oportunidades seguían una lógica técnica sin beneficio clientelar o electoral. La pregunta se torna evidente: ¿instrumento político o problema a ser resuelto?

La desigualdad, sobre todo tan acusada como la que existe en México, tiene un origen complejo y no puede resolverse meramente con política fiscal. De hecho, la noción de elevar impuestos a unos para redistribuirlos a otros siempre ha tenido el resultado de disminuir el crecimiento (porque desincentiva la inversión) sin beneficiar a los más pobres, porque la burocracia no es eficiente en la distribución de esos beneficios y, quizá más importante, porque existe todo un entramado institucional que de hecho promueve la pobreza. El ejemplo de la reforma fiscal de hace dos años es por demás elocuente: afectó el consumo de los pobres y disminuyó la inversión de los ricos.

Atacar la pobreza es el gran reto del país y no hay muchas formas de hacerlo. La más obvia es logrando altas tasas de crecimiento económico en un contexto de mucho mayor competencia a la que estamos acostumbrados, en adición a un viraje radical en políticas públicas que son clave para los pobres, particularmente la educación. Para que esto se logre tenemos que avanzar en una dirección casi opuesta a la que ha caracterizado al país: tenemos que liberalizar más, hacer competitivo al sistema impositivo, crear condiciones que hagan atractiva la inversión productiva (comenzando por la ausencia de instituciones que contengan al poder político) y eliminar los sesgos que favorecen a ciertas personas, burocracias, empresas y grupos sobre otros. Una receta como esta podría preservar la desigualdad pero tendría el efecto de disminuir drásticamente la pobreza no con dádivas sino con oportunidades de empleo productivo.

Por supuesto, es más fácil vender la desigualdad como proyecto político, pero eso no resuelve nada.

*The Inequality Trap

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El cinismo como estrategia

Luis Rubio

«Cuando la gente deja de confiar en las instituciones o deja de sostener con firmeza valores universales, se vuelve fácil que acepte teorías conspirativas». Ese, dice Peter Pomerantsev* es el objetivo ulterior de la estrategia de propaganda y control del Kremlin: generar cinismo entre la población para que acepte el mando del gobierno. El cinismo acaba siendo un instrumento de control político.

En México el cinismo de la población es histórico. Aunque el reino del viejo sistema no tuvo la perversidad del soviético, los chistes y, en general, el cinismo, fueron mecanismos de defensa que la sociedad desarrolló frente al mal desempeño de la economía, la corrupción gubernamental y el abuso. Sin embargo, siempre ha habido un resquicio de inspiración soviética en el manejo de la información, que lleva a que florezcan las explicaciones conspirativas. Es fascinante observar la contradicción inherente a las protestas -antes y ahora- contra el presidencialismo: cómo las mismas organizaciones civiles que más presumen su autonomía acaban demandándole al presidente que haga, responda y resuelva.

Una de las grandes cualidades del viejo sistema político mexicano consistió en el equilibrio que generalmente se mantuvo entre el control y la libertad. Aunque sin duda se trataba de un sistema cargado hacia el control con el recurso eventual a medios autoritarios, los espacios de libertad personal también eran significativos. El contraste con las dictaduras militares y las sociedades totalitarias era brutal: no por casualidad siempre se habló del sistema (e infinidad de académicos así lo caracterizaron) como relativamente único o excepcional. Su gran defecto fue la ausencia de mecanismos de ajuste que permitiesen la flexibilidad necesaria para irse adaptando a tiempos cambiantes. Esa falta de capacidad de ajuste explica en buena medida la complejidad del momento que hoy vivimos.

Los sistemas totalitarios generaban lealtades producto del miedo, pero nunca repararon en el hecho que, al intentar controlarlo todo -todos los aspectos de la sociedad y la vida cotidiana-, esos mismos regímenes hicieron posible que cualquier cosa se convirtiera en una fuente de disenso. Vaclav Havel, el intelectual disidente y posterior presidente checo, convocó a la población a aprovechar ese ánimo de control y voltearlo: si el gobierno quería monopolizar toda la vida de la ciudadanía, ésta debía simplemente vivir «la verdad», ignorando las verdades oficiales.

Uno de los objetivos de la KGB, la organización de inteligencia y represión, consistía en manipular la información, la vida cotidiana y la economía: las cosas no podían «simplemente suceder»; tenían que ser producto de una decisión superior dedicada a manipular el devenir diario. Los mercados no podían ser libres; tenían que ser administrados. Las elecciones no podían ser impredecibles: tenían que ser decididas de antemano. Todo lo que no se controla es hostil. Con esa lógica, el gobierno ruso y sus satélites mantuvieron a la población a raya por décadas.

El sistema político mexicano aprendió mucho de aquellas prácticas y las superó en infinidad de casos, comenzando por uno muy simple: nunca cayó en la pretensión de controlarlo todo. Un día, luego de publicar un artículo que había molestado a un funcionario, me llamó el entonces secretario de gobernación. Como si fuésemos grandes amigos, me dijo como si fuera consejo, «en México se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas cosas y se puede escribir muy poco». La amenaza era clara, pero no equivalente al Gulag.

Lo que el sistema no aprendió fue a adaptarse: si bien logró contener movimientos disidentes cuando surgieron candidatos independientes en los cuarenta y cincuenta, la represión del movimiento estudiantil de 1968 marcó un fin y un principio. En lugar de capotear el temporal, el gobierno del momento lo interpretó como un desafío a su esencia y existencia y actuó en consecuencia. Cincuenta años después seguimos viviendo las consecuencias: no sólo se abandonó la razón de ser de cualquier gobierno, que es la de mantener el orden y la seguridad, sino que desapareció todo vestigio de civilidad.

¿Se podrá romper el círculo vicioso? La forma en que se han resuelto diversos aprietos en los últimos tiempos sugiere que es difícil. Vista en retrospectiva, la gran reforma electoral, la de 1996, acabó siendo un mecanismo de cooptación: en realidad no se abrió el sistema a la competencia sino que se incorporó a dos partidos adicionales al sistema de privilegios. En el congreso hoy hay enorme diversidad de representación, pero existe una multiplicidad de anécdotas que sugieren que el mecanismo de control y aprobación de legislación es el más viejo del mundo: el dinero bajo la mesa. Quizá por encima y con tarifas. Algunas decisiones de nombramientos han sido forzadas por la amenaza de movimientos y paros. O sea, por la fuerza.

Me parece que hay dos formas de romper el entuerto: una sería producto de un liderazgo que comprende los riesgos involucrados de seguir por la senda actual. La otra requeriría que las organizaciones de la sociedad civil maduren y desarrollen estrategias y coaliciones dedicadas a forzar el desarrollo de pesos y contrapesos que impidan el abuso y los excesos. No veo cómo va a cambiar la realidad pidiéndole acción a quien concentra el poder (por cierto, cada vez más complejo de ejercer) si lo que se busca es que haya contrapesos y transparencia. La alternativa es el cinismo.

*The Kremlin’s Information War, Journal of Democracy, Oct. 2015

 

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