Luis Rubio
Una semana que colapsó la visión original del presidente Peña y acabó con su estilo personal de conducir al gobierno. Lo que no hicieron las casas ni Ayotzinapa, lo hizo Trump o, más bien, la serie de ocurrencias que llevaron a su imprudente invitación. Lo que resta es observar si éste es el comienzo de un realineamiento político en aras de dejar un país más consolidado para el 2018 o si se trata de un mero intento por taparle el ojo al macho y saltar el escollo inmediato.
En un país propenso a las interpretaciones conspirativas, fue claro lo que no ha cambiado: para unos fue renuncia, para otros despido. Sin información veraz, la conspiración gana el día. De lo que no hay duda es que la presión ascendía en proporción a lo absurdo de las explicaciones de lo que se pretendía lograr con la famosa visita. Quien imaginó que era posible neutralizar o comprometer a Trump no lo comprende, y quien creyó que se puede entrometer en la política estadounidense de manera tan sesgada e intervencionista y sin costo, no entiende a los estadounidenses.
Una caricatura de Brozo en que fotografiaba a Andrés Manuel López Obrador visitando a Obama dice todo lo que el gobierno no entendió: una cosa es informar, establecer vínculos y comunicarse con los candidatos de otro país y su gobierno, y otra muy distinta es entrometerse en sus procesos. Ningún mexicano hubiera agradecido que el presidente norteamericano invitara a solo uno de los candidatos en una contienda mexicana. Así de obvio.
Pero, más allá de las personas, hay cuatro lecciones que arroja esta semana: en primer lugar, el gobierno comenzó con un control absoluto de su personal, procesos y disciplina. Mucho de lo que intentó era anacrónico (recrear el mundo del viejo sistema priista), pero su funcionamiento era impecable, al menos en lo que se podía observar desde afuera. Esa disciplina comenzó a erosionarse cuando se presentó la Casa Blanca y se colapsó con la salida de Aurelio Nuño de la presidencia; el fenómeno se exacerbó por la inexistencia de control sobre los pleitos al interior del gabinete. El gobierno lleva dos años de haber perdido la iniciativa y no hay nada que sugiera que eso cambiará. En este contexto, no es difícil imaginar que en lugar de procesos de decisión debidamente analizados, las ocurrencias dominaron la discusión, llevando a la fatídica invitación.
En segundo lugar, esta administración ha sido peculiar en su propensión a generar enemigos sin construir apoyos; desdeñar la discusión pública en lugar de liderarla; y despreciar las legítimas preocupaciones de todos los sectores y grupos de la sociedad: desde los acreedores de PEMEX hasta los periodistas censurados e incluyendo al creciente número de ciudadanos desconcertados por el crecimiento de la deuda pública. En cuatro años se sumaron suficientes agravios y agraviados como para toda una vida y todos parecen haber hecho su triunfal aparición en la última semana. No se puede gobernar sin informar y no se puede ganar la credibilidad -para no decir popularidad- sin al menos intentar convencer. Detalles de la democracia. Peor, este gobierno ignoró lo obvio: que el precio del dólar sí le importa al electorado y que su depreciación tiene consecuencias. El sello de la casa de este gobierno ha sido el de permanecer inmutable ante la ola de dudas, preocupaciones y críticas. Por eso fue tan significativo que entre las instrucciones que el presidente le dio al nuevo secretario de hacienda estaban dos muy prominentes que el anterior no había atendido: bajar la deuda y acabar con el déficit.
En tercer lugar, el asunto Trump retrotrajo al viejo nacionalismo mexicano, pero con un agregado por demás promisorio: el nuevo nacionalismo no es anti-Yanqui. Lo sorprendente de las diversas respuestas a la invitación y la visita -y, de hecho, a toda la andanada anti-mexicana del último año- es que el mexicano ve la relación con Estados Unidos como algo normal, positiva y necesaria. El problema es con el personaje, no con el país. Quedan muchos malos resabios del viejo sistema político, pero éste fue claramente superado.
Finalmente, la última semana México vivió una auténtica rebelión popular. La visita del candidato estadounidense causó una desaprobación generalizada y el presidente se vio obligado a recular. La rebelión habla de una sociedad madura y dispuesta a defender sus derechos (y su honor), todo ello sin violencia ni excesos, lo que abre grandes posibilidades para el futuro.
La pregunta es si se trata de un reducto concebido meramente para evitar más críticas, sobre todo a la luz de la revisión del presupuesto de 2017, o si incluye al menos la intención de construir algo más sólido que le dé paso a esa sociedad madura y evite una nueva hecatombe en el proceso electoral de 2018. El tiempo dirá.
Edmundo O’Gorman, el gran historiador del siglo XIX, le dejó un recado al presidente, que es apropiado al momento actual: “Urge, pues, un despertar, no sea que cuando ocurra emule al de Rip van Winkel, amanecido en un mundo extraño y ajeno que ya no le brinda acomodo ni la posibilidad de participar en la aventura de una nueva vida incubada durante la ausencia de su letargo”. ¿Nueva vida o letargo? Esa, diría Shakespeare, es la pregunta.
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