Luis Rubio
Cuenta un cuento polaco que en un pueblo construyeron un puente pero no lo terminaron. Los vehículos subían y, al llegar a la cima, caían al vacío. Los líderes de la comarca se reunieron para decidir qué hacer y su respuesta fue construir un hospital debajo del puente para atender a los heridos que resultaban de la caída. Así parece ser nuestro gobierno: grandes iniciativas que no se concluyen, acciones desesperadas que no se piensan y, luego, consecuencias con las que hay que lidiar.
Para ahora ya es bastante clara la sucesión de circunstancias y acciones que llevaron al gobierno a invitar a México al señor Trump. También es sabido que la invitación ocurrió semanas antes y al margen de los profesionales responsables de la conducción de la política exterior. Se invitó a un candidato y, luego, al cuarto para las doce, como se dice coloquialmente, se envió otra invitación a la candidata demócrata, como para no dejar. El señor Trump llegó, fue tratado como jefe de Estado, escuchó el discurso formal y respetuoso del presidente Peña y luego se fue feliz a Arizona a reiterar sus posturas respecto a México y los mexicanos.
Además del regalo del trato, algo invaluable para Trump porque en eso su contrincante tiene amplia experiencia y reconocimiento, el candidato republicano se llevó lo más valioso con lo que cuenta México: sin que nadie se lo pidiera, el presidente mexicano fue obsequioso en ofrecerle la renegociación del TLC, algo que ningún país jamás hace porque eso implica, de facto, su anulación, justo lo que Trump ha propuesto. En unas cuantas horas, el presidente colocó al país, y a su gobierno, en la posición más vulnerable que ha estado desde la era revolucionaria.
En un artículo apropiadamente intitulado «lo indescriptible e inexplicable», la revista inglesa The Economist afirma que el presidente mexicano ayudó a Trump en su campaña por lo que «aún si gana la señora Clinton, no se lo agradecerá. Si resulta que contribuyó a elegir al Sr. Trump, muchos mexicanos jamás se lo perdonarán a él o a su partido y tampoco lo hará el resto del mundo.» No por casualidad, otros artículos se preguntan «¿en qué estaban pensando.» En unas cuantas horas, el gobierno perdió su relación privilegiada con la administración Obama, demostró actuar de manera irracional y probó ser un actor no confiable. México se convirtió en el hazmerreir del mundo.
Cualquiera que haya sido la lógica al fraguar la invitación, ésta ignoraba la naturaleza de Trump, la absoluta imposibilidad de cambiar su discurso (porque ese es el corazón de su candidatura) y, sobre todo, que todo el riesgo era para México y todo el potencial beneficio era para Trump. La noción misma de que se podría «razonar» con él y convencerlo de suavizar su discurso es absurda.
La pregunta es ¿qué sigue? Los próximos meses serán sin duda aciagos. Muchos interpretarán que se redujo la vulnerabilidad de la economía mexicana con la afirmación de Trump de que se renegociará el TLC (y, por lo tanto, que no se anularía). Esto quizá contribuya a apaciguar a los mercados financieros, al menos en el corto plazo, pero no va a satisfacer a los escépticos: no hay que olvidar que la principal justificación para poner en entredicho la calificación de grado de inversión de la deuda mexicana por parte de Moodys no fue la deuda misma sino los problemas políticos que caracterizan al país y que se reflejan en la forma en que se toman decisiones y la ausencia de Estado de derecho.
En su libro sobre las circunstancias que llevaron a la devaluación de 1994, Sidney Weintraub* concluye que fue la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas lo que hizo posible que los funcionarios de la administración saliente y entrante hicieran apuestas brutalmente peligrosas, algo inconcebible en una democracia representativa. Eso mismo es lo que se manifestó en el affaire Trump: el gobierno emprendió una serie de acciones sin necesidad de pensar en las consecuencias, sin medir los riesgos y sin discutir las alternativas porque así es nuestra realidad política: el gobierno no le rinde cuentas a nadie y sus integrantes no pagarán los costos de sus decisiones.
Hay dos planos en los que hay que lidiar con las consecuencias. El primero es el obvio y urgente: reconstruir la relación con el gobierno de Estados Unidos y con la campaña de Clinton. No será fácil porque el problema es de confianza y, cuando ésta se ha perdido, es sumamente difícil recuperarla. Quizá esto sólo sea posible en la medida en que el presidente lleve a cabo un cambio radical en su gabinete, incorporando personas que gocen del absoluto respeto de la comunidad internacional en general, y de los estadounidenses en lo particular, en los ámbitos político, judicial, financiero y de política exterior.
El otro plano es el del futuro. El presidente Peña ha desaprovechado cada oportunidad que se le ha presentado: pudo haberse convertido en el promotor de la lucha contra la corrupción (casa blanca) y la lucha contra la impunidad (Ayotzinapa), pero no lo hizo. Ahora tiene la última oportunidad: comenzar a forjar pesos y contrapesos para que jamás se puedan volver a tomar decisiones que vulneren de manera tan dramática la viabilidad del país.
*Financial Decision Making in Mexico
www.cidac.org
@lrubiof
a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org