Luis Rubio
La intención puede ser loable pero la realidad es terca e implacable. El objetivo de las reformas fue, en la retórica gubernamental, “mover a México.” Al menos en el caso de la educación, el movido -de hecho el bailado- ha sido el gobierno. Contra muchas predicciones al inicio del sexenio, la reforma educativa, sin duda la más popular de las reformas, ha sido, con mucho, la más conflictiva. Mientras que la energética -esa contra la que se anticipaban grandes oposiciones- avanza, la educativa se evapora en negociaciones vergonzosas, vergonzantes y contraproducentes.
La reforma educativa, como varias de las reformas impulsadas en las últimas décadas, supone un cambio de concepción de lo que es el país y del papel del gobierno en la construcción del futuro. En ausencia de ese cambio de concepción, ninguna reforma será exitosa. Las reformas acaban chocando con la realidad, diluyéndose en el camino.
Aunque el discurso y discusiones en torno a la reforma educativa ha sido prolijo, no hay consenso alguno respecto a qué anima a la CNTE, qué permitiría resolver (a diferencia de posponer y prolongar) el conflicto y, sobre todo, avanzar hacia el objetivo medular: una educación del primer mundo que haga efectiva la igualdad de oportunidades. El gobierno ha dado tumbos -de mano dura a negociación a capitulación- sin haber dado muestra alguna de siquiera comprender la lógica y motivación de la CNTE y sus contingentes.
La reforma se concibió para una realidad que nada tiene que ver con la mexicana y esa realidad se ha acabado imponiendo. Puesto en otros términos, el gobierno pretende un cambio a la italiana: que todo cambie para que todo siga igual y eso, CNTE dixit, no va a pasar.
El viejo sistema político funcionaba bajo la premisa de una economía cerrada, un sistema político controlado de manera vertical y una estructura diseñada para generar beneficios para los herederos de la Revolución y sus compinches. En ese esquema, el sistema educativo tenía dos funciones: por un lado, construir y nutrir una hegemonía ideológica que sirviera para apaciguar a la población y controlarla; y, por otro lado, particularmente en el campo, el magisterio era una forma de empleo y generación de bienestar en zonas pobres. La calidad de la educación no era un asunto relevante y nadie lo pensaba en esos términos: había un patrón y una clientela, un mecanismo efectivo para mantener la paz y favorecer la depredación, la corrupción y la prosperidad de los privilegiados. Mundo perfecto.
Aunque se han avanzado reformas en materia de competencia, importaciones, inversiones y demás, el paradigma de control y privilegios no ha cambiado. Los políticos se comportan como si no hubiera competencia partidista, los empresarios presionan para eliminar la competencia, el gobierno no entiende que su responsabilidad es la de crear condiciones para el éxito de la población y se repudian los mecanismos internacionales de revisión (ej. derechos humanos) que son inherentes al siglo XXI. En una palabra, todo mundo se aferra a un pasado que (casi) ya no existe. Y el costo de preservar los viejos privilegios crece día a día.
Por supuesto que hay espacios de competencia, empresas del primer mundo y nichos, como los creados por el TLC, que ostentan una inusitada modernidad. Pero la abrumadora mayoría de los mexicanos y, virtualmente, todo el aparato político, vive en otro planeta: unos porque así explotan el sistema, otros porque lo padecen. Mi hipótesis es que, mientras el statu quo no cambie, la reforma educativa es imposible. Y eso fue igual de cierto con los panistas y con los “nuevos” priistas de hoy.
La reforma educativa atenta contra los dos pilares del sistema de educación: mina la hegemonía al permitir competencia de ideas y visiones; y, sobre todo, amenaza al sistema de empleo garantizado con beneficios del cual se deriva el matrimonio histórico entre el gobierno y el magisterio. Los políticos pretenden que los maestros acepten un cambio en las reglas del juego sin cambiar ellos su propio comportamiento. Más al punto, la reforma supone que los maestros se sometan a evaluaciones y otros mecanismos de control, un nuevo tipo de control, sin ofrecerles los medios (y la certeza), de convertirse en parte integral y exitosa del nuevo sistema. En estas condiciones, no es difícil entender el choque de lenguajes, posturas y visiones.
Quizá todavía más importante, el gobierno pretende elevar la calidad de la educación dentro del viejo sistema, una contradicción irresoluble. Al menos una parte del gobierno supuso que se podía eliminar el sistema clientelar de la noche a la mañana, sin costo y sin oposición. Lo que se encontró fue que tanto la retaguardia gubernamental (los que luego capitularon), al igual que la CNTE, siguen jugando bajo las viejas reglas y se entienden a la perfección. La violencia acaba siendo un instrumento en manos de los disidentes, sobre todo porque el gobierno vive atemorizado por el recuerdo de 1968 y, más recientemente, Nochixtlán.
La reforma educativa funcionará cuando el establishment político mexicano esté dispuesto a entrar al siglo XXI. En tanto eso no ocurra, la CNTE y los Nochixtlanes serán la norma, no la excepción.
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