Luis Rubio
¿Será posible que nos encontremos ante uno de esos cambios sísmicos de los que se lee en los libros de historia pero que sólo ocurren, en la vida real, de manera excepcional? El mundo que se construyó después del fin de la segunda guerra mundial se resquebraja minuto a minuto. Las manifestaciones y síntomas son ubicuos, pero la gran pregunta es si se trata de un momento de catarsis que pone en duda al statu quo para luego retornar a la normalidad o si, en realidad, comenzamos a ver el fin de toda una era.
Los signos están por todas partes: los votantes en Francia, Estados Unidos, España y México se manifiestan de formas inusuales y atípicas, pero todas con un mismo sentido: el desprecio y rechazo a lo existente. Así se explican fenómenos como el de Marine Le Pen en Francia, Sanders y Trump en EUA, el Bronco en Nuevo León y Podemos en España. La gente está enojada y lo manifiesta en el plano electoral.
Por su parte, la economía del mundo ya no responde a las estrategias que, por décadas, lograron transformaciones radicales, y para bien, alrededor del mundo. El Banco Mundial, el FMI, la Unión Europea y los bancos centrales del orbe se desviven por tratar de resolver la crisis de los últimos años pero parecen incapaces de lidiar con la profundidad de la convulsión que explotó en 2008. Algunas de esas instituciones propugnan soluciones ortodoxas, otras se han convertido en paladines de la heterodoxia, pero la tasa de crecimiento sigue siendo patética.
El reclamo por el estancamiento de los ingresos es universal; el avance de la tecnología, sobre todo la robótica, desplaza empleos que antes parecían permanentes e inamovibles. La gente del sur migra hacia el norte buscando mejores posibilidades, causando enormes desajustes, como ilustra Brexit.
En la última década hemos atestiguado el desmoronamiento de regímenes duros y el colapso de sistemas políticos disfuncionales. La llamada primavera árabe fue y vino, dejando inestabilidad y violencia como legado. El gobierno de Yemen se vino abajo mientras otros intentan regenerarse. En Guatemala cayó un gobierno y la presidenta brasileña fue removida; seguramente no falta mucho para que lo mismo ocurra en Venezuela. El planeta experimenta convulsiones por doquier.
El desajuste que experimenta el mundo es ubicuo y universal. Algunos países tienen gobiernos en forma que responden, o intentan responder, al reto del crecimiento y la estabilidad, otros simplemente se enconchan, confiando en que la divina providencia los acabe rescatando. China se propuso la transición más compleja que nación alguna jamás haya intentado: pasar de una nación manufacturera a una de consumo en unos cuantos años. Singapur es el único país que, con singular claridad de rumbo, logró semejante transformación, pero se trata de una ciudad-Estado, sumamente homogénea y con una población pequeña y altamente educada. China es una nación de dimensiones monumentales con cientos de millones de campesinos pobres y alienados que no se han integrado a la vida moderna.
Brasil está viviendo una extraña combinación de instituciones fuertes por el lado judicial, con enclenques pesos y contrapesos entre el ejecutivo y el legislativo. Hace algunas décadas observó la remoción de un presidente y ahora se encuentra ante una tesitura similar. Si resuelve bien el proceso actual y construye un efectivo sistema contra la corrupción y la impunidad, el país saldrá fortalecido y más democrático; si, por el contrario, resulta que todo acaba siendo un pleito entre intereses contrapuestos, habrá dejado escapar una extraordinaria ocasión.
La oportunidad del gobierno mexicano en materia de corrupción no es menor: en lugar de diluir la propuesta existente, haría mejor en constituir un sistema transformador que rompa con el pasado, incluso si eso implicara la exoneración de cualquier corrupción anterior. Si de nuevos paradigmas se trata, los momentos de crisis son únicos para implantarlos.
Incierto es el futuro de las instituciones de la posguerra, pero no tengo duda que saldrán mejor librados quienes tengan mayor capacidad de adaptación, así como estructuras institucionales flexibles. Alemania seguro saldrá mejor librada que Grecia y Túnez mejor que Libia. La pregunta es cómo acabaremos nosotros.
El surgimiento de numerosos candidatos en cada partido -muchos no tradicionales y algunos independientes- sugiere que las estructuras existentes no tienen capacidad de respuesta pero, también, que los jugadores se están adaptando, identificando formas de salir adelante. El lado anverso de cada problema es siempre una oportunidad.
Poco antes de morir, Steve Jobs dijo algo que es absolutamente aplicable al momento actual: “la innovación nada tiene que ver con cuánto se gasta en investigación y desarrollo. Cuando Apple sacó la Mac, IBM gastaba más de cien veces en investigación. Esto no es sobre dinero; este es un asunto de personas, de liderazgo y de qué tan claro tiene uno el panorama”.
Los paradigmas y los problemas cambian, pero lo único que importa es la claridad del momento, la capacidad de construir y responder, así como la flexibilidad para hacerlo de manera oportuna. ¿Dónde cree usted que estamos nosotros ante estas disyuntivas?
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