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Los alcanzó

Luis Rubio

A la memoria del Profesor Stephen Zamora.

Desafiar la realidad es un deporte para todos los políticos del universo. Sin embargo, tarde o temprano viene el día de rendición de cuentas. Dilma Rousseff fue removida por supuestos “crímenes de responsabilidad” en materia fiscal, pero su verdadero crimen fue mantener un ritmo de gasto que resultó insostenible. El inicio de un juicio de desafuero es por demás serio y preocupante, máxime cuando entraña una fuerte dosis de actitudes vengativas y disputas políticas mezquinas, pero eso no quita que su país se encuentra en una situación económica crítica, producto de la estrategia económica que ella y su predecesor adoptaron y sostuvieron más allá de lo viable.

Los presidentes Lula y Dilma se beneficiaron, primero, de las reformas que habían sido procesadas por el gobierno de Cardoso en los noventa pero, sobre todo, por el crecimiento en el precio de las mercancías que, por una década, le exportaron a China. Cuando se desinfló la burbuja de los commodities, toda la estrategia de gasto creciente y reparto interminable, sin consideración al crecimiento de la productividad, se tornó inviable.

La estrategia parecía sensata: realizar transferencias con el programa «bolsa familia» (diseñado a partir de Solidaridad-Progresa), con el objeto de generar un mayor consumo por parte de la población más pobre como medio para salir de la pobreza. El resultado fue inmediato: millones de los brasileños más pobres comenzaron a tener un poder adquisitivo antes impensable. Sin embargo, el otro lado de la moneda fue absolutamente insensato: no hubo un concomitante crecimiento en la productividad y, más importante, no se modificó el programa de reparto cuando la economía se vino a pique, producto de la caída de las exportaciones.

Al final, el crecimiento espectacular que logró la economía brasileña no se aprovechó para crear motores internos que lo sostuvieran cuando se disipara el boom. Es decir, hicieron lo mismo que hemos hecho nosotros con el petróleo. La diferencia crucial es que recaudan muchos más impuestos que nosotros pero no son más ricos: gastan como escandinavos pero tienen una infraestructura del tercer mundo.

La remoción “temporal” de la presidenta brasileña es un asunto de política interna de aquel país, sobre lo cual no conozco suficiente así que no me atrevo a opinar. Pero la lección evidente de los cambios ocurridos en su presidencia es que el gasto público no es un camino sostenible hacia el desarrollo. Una economía crece cuando existen condiciones para que se realicen inversiones y un entorno en el que crece la productividad de manera sistemática. Las crisis mexicanas de los ochenta, la asiática del 97, la rusa del 98 y ahora la brasileña -para no hablar de Argentina y Venezuela- tienen un denominador común: todas resultaron de intentos por desafiar la lógica económica más elemental.

Las espectaculares tasas de crecimiento que experimentó la economía brasileña en años recientes llevaron a que muchos -en México y fuera- criticaran al gobierno mexicano por su prudencia. Los brasileños, se afirmaba, habían logrado disminuir la pobreza en una parte nada despreciable de la población y su economía crecía a tasas que nosotros no hemos visto desde los sesenta. Ahora resulta evidente que esos crecimientos se debieron a circunstancias excepcionales -la demanda china de bienes, sobre todo mineros y agropecuarios, en que Brasil se ha especializado- que no son repetibles.

A Brasil le pasó en estos años lo que a México en los setenta: desafiaron la realidad y ésta retornó a cobrarle cada real. Brasil no tiene más opción que comenzar a reformar su economía. Ojalá aprendan de nosotros que las reformas tienen que ser de verdad para que el crecimiento sea elevado y sostenido y no mediocre como el nuestro.

Atacar la corrupción

Solo la ingenuidad puede llevar a pensar que una declaración patrimonial o fiscal conducirá a erradicar la corrupción y no a la simulación. Dada la medular función histórica que la corrupción ha jugado en nuestro sistema político, la única forma de acabar la corrupción es cambiando la estructura de incentivos y factores que la hacen posible.

En primer término, habría que comenzar por modificar las facultades con que cuenta la burocracia que, de facto, le permiten decidir compras, contratos y asignaciones multimillonarias virtualmente sin contrapeso. Esto requeriría cambios en las leyes, así como el otorgamiento de facultades plenas, con dientes, a la Auditoría Superior de la Federación, a fin de que exista un órgano en el poder legislativo que efectivamente pueda sancionarla.

En segundo lugar, tendría que aprobarse una ley que proteja a quien denuncie irregularidades y casos de corrupción. Incluso, como en algunos países, podría darse una recompensa a quienes denuncien y esos casos conlleven a sanciones.

Finalmente, tendría que pintarse una raya respecto al pasado, una ley de punto final, por medio de la cual, mediante un pago determinado, toda aquella persona -pública o privada- que participe quede eximida de cualquier persecución respecto al pasado. Esto podría parecer injusto pero por algún lado hay que comenzar y nunca hay que perder de vista que sólo viendo al futuro será posible cambiar la realidad presente.

 

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Lecciones de vísceras

Luis Rubio

La gran lección del voto británico es que nadie tiene el control de los procesos políticos. En un mundo en el que la información es horizontal y todos tiene acceso a ella -como receptores e informadores- nadie puede limitar lo que se sabe (sea cierto o falso), lo que se discute o lo que se concluye. La información es ubicua y cualquiera puede conducir el debate: todo depende de su habilidad. David Cameron inició el proceso al convocar a un referéndum e instantáneamente perdió el control: una vez que el conejo salió de la chistera, el debate quedó en manos de los más hábiles y el control en los electores. El gobierno inglés no fue el más hábil y los electores tenían otros planes y preocupaciones.

Más que suponer una conexión automática, absoluta e inexorable entre lo ocurrido en el Reino Unido y lo que pudiera pasar con Trump en Estados Unidos o con López Obrador en México, lo evidente desde mi perspectiva es que el mundo ha cambiado y ya nadie tiene control: gana quien entiende mejor al electorado y le responde en sus términos. Esa es la genialidad de Nigel Farage (el principal promotor del rompimiento con la Unión Europea) y de Trump en EUA. Ellos comprendieron algo que los demás ignoraron. Con todas sus diferencias, el electorado en México se rebeló contra el statu quo el pasado 5 de junio y prácticamente ninguno de los partidos ha comprendido lo que en realidad ocurrió.

“El sentir público no es racional, es emocional,” dice Ariel Moutsatsos. Y sigue: “¿Puede alguien pensar en términos racionales respecto a sentimientos de derrota, impotencia, ansiedad o miedo?”… Los “argumentos [de Trump y de los promotores de Brexit] no tienen sentido y hay un conjunto de razones lógicas, hechos y ejemplos tangibles que claramente los contradicen… no es algo racional, es emocional”.

Los promotores del referéndum supusieron que era obvio, lo racional, quedarse en la UE y por lo tanto dejaron el terreno a la oposición que entendió perfectamente la oportunidad porque leyó bien al electorado. El establishment no entendió su aislamiento e insularidad: como dice George Friedman, “La falta de imaginación, el hecho de que la élite no tenía ni la menor idea de lo que estaba ocurriendo más allá de su círculo de conocidos” delata el verdadero problema que divide a nuestras sociedades. Y, como escribió Edward Luce, “los votantes no están en el ánimo de abrazar el statu quo.”

En todos los países hay personas enojadas con el statu quo, resentidos por el choque de expectativas con la realidad cotidiana, el desempleo o subempleo y la percepción de estarse quedando atrás sin la menor posibilidad de salir adelante. Hasta ahora, esas personas no habían tenido forma de expresarse; hoy, unos cuantos merolicos que sí los entienden cambiaron todo: personajes capaces de articular esas emociones y sentimientos y convertirlos en una fuerza política. De ciudadanos frustrados pasaron a convertirse en el centro de atención, los protagonistas. Su fuerza, como probó el voto contrario a la UE y como han mostrado hasta ahora los seguidores de Trump, radica en la voz que estos personajes les dieron hasta convertirlos en ganadores. Así comenzaron las consecuencias no anticipadas de decisiones absolutamente racionales.

Los agravios son perfectamente comprensibles en términos racionales; su manipulación requirió una capacidad de movilización de emociones y sentimientos. Es ahí donde radica el triunfo de estos nuevos populistas: las razones dejaron de ser relevantes.

¿Hay algo que podamos aprender de esto los mexicanos?  Dos cosas me parecen claras: primero, si hay agraviados en Inglaterra, España y EUA, en México hay muchos más y con mejores razones. Quien logre capturar su atención -y sus miedos, enojos y frustraciones- puede fácilmente crear un movimiento político imparable. Por otro lado, hay un sinnúmero de esfuerzos y acciones que encabezan el gobierno, empresarios y diversos grupos de la sociedad que no hacen sino atizar esos fuegos. Puesto en términos llanos, la fuerza de López Obrador no sólo radica en su propia e innegable habilidad, sino también en toda la información, acciones y evidencia del más diverso tipo que estos actores ponen en la vía pública todos los días.

Cada que el gobierno presume sus logros y que el ciudadano no encuentra modo de identificarse con ello, se alimenta el enojo; cada que alguien publica evidencia creíble de corrupción (igual una fotografía que un estudio analítico), se atizan las emociones y se fortalece quien la denuncia día a día; cada que se hacen evidentes las enormes diferencias de riqueza -y las actitudes que las acompañan (como los casos de “lores” y “ladies”)-, los resentimientos crecen. Atizar emociones y agravios no hace sino fortalecer a quien sabe cómo manipularlos.

El país requiere nuevos referentes emotivos y racionales para transformarse. Los existentes -de todos los actores- no sirven y por eso el “mal humor social.” Urge un liderazgo capaz de construir un futuro positivo, susceptible de ganar el favor del electorado.

La revista Economist resumió el momento como nadie: cuando “lo impensable se convierte en irreversible.” La gran pregunta es si en México lo entenderemos o, más bien, quién lo entenderá.

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El problema del poder

Luis Rubio

Para nadie es secreto que el gobierno del presidente Peña ha respondido mal ante los diversos problemas y desafíos con que se ha topado. Una muestra simbólica de ello fue la decisión, hace unos meses, de retirar del aire un anuncio cuyo mensaje era “ya chole con tus quejas”, una forma de responderle a la población por la baja popularidad del presidente y la falta de credibilidad que caracteriza a su gobierno.

Parece claro que se trata de un gobierno que se siente acosado, protegido tras los muros de la casa presidencial pero sin capacidad de comprender qué es lo que pasa afuera: cuál es la razón por la cual pasó de altos niveles de aprobación a la crítica situación en que se encuentra en su cuarto año de gobierno. La administración no parece ni siquiera comprender la naturaleza del problema: qué es lo que aqueja a la población ni por qué se deterioró el ambiente de súbito. Su respuesta ha sido mediática en vez de estructural.

El problema estructural de la política mexicana es triple: ausencia de legitimidad, disfuncionalidad del sistema de gobierno y activismo político no institucional.

La carencia de legitimidad, factor que resume las percepciones de la población respecto al gobierno, al sistema político, a los políticos y a los partidos, se observa en todos los ámbitos y niveles de gobierno. Algunos ejemplos evidentes son la baja popularidad que caracteriza al gobierno y su partido, la parálisis en que ha caído todo el aparato político, pero sobre todo la percepción generalizada de corrupción e impunidad que se atribuye al conjunto del sistema y sus integrantes, de todos los partidos.

La disfuncionalidad del sistema político se deriva del cambio que ha experimentado el país a lo largo de casi un siglo sin que el sistema gubernamental se haya adecuado a las nuevas circunstancias. Un ejemplo lo dice todo: cuando el gobierno fue acusado de reprimir las manifestaciones estudiantiles en 1968, su reacción no fue la de construir un cuerpo policiaco moderno, bien entrenado y formado con una doctrina de respeto a los derechos ciudadanos (como se vio esta semana), sino que se optó por jamás impedir una manifestación o bloqueo.  A partir de ese momento, todos los gobiernos del país se han dedicado a proteger a los manifestantes a costa de la ciudadanía que, no sobra decir, es quien produce, genera empleos y paga impuestos.

Los activistas que salen a las calles, bloquean avenidas y edificios públicos, excluyen a la ciudadanía y avanzan exclusivamente sus propias causas tienden a jugar fuera de los marcos institucionales y legales, llegando a intentar forzar, por ejemplo, la renuncia del presidente antes de que cumpliera dos años en el gobierno. En ausencia del tipo de mecanismos inherentes a un sistema de gobierno moderno, como son los pesos y contrapesos, la respuesta ciudadana ante la disfuncionalidad gubernamental no puede ser otra más que la protesta, activa o pasiva, pero protesta al fin. Aunque los activistas, incluso los más aguerridos, no han tenido la capacidad de poner en jaque al gobierno, sí han tenido el efecto de causarle ilegitimidad y, de hecho, paralizarlo.

En la era industrial, los gobiernos tenían capacidad de control de sus sociedades en buena medida porque la propia dinámica de la producción generaba un sistema de disciplina auto-contenido que se afianzaba a través de las formas de organización y participación propias de esa era, especialmente los sindicatos. En ese contexto, todo lo que un gobierno tenía que hacer era generar condiciones de certidumbre para los actores económicos y políticos fundamentales y el resto se derivaba de ello. Hoy, en la era de la información, es imposible avanzar sin explicar y convencer a la población.

Para salir del hoyo, el país requerirá soluciones institucionales y la clave para ello reside en la definición del problema. La sociedad mexicana requiere reglas claras que sean cumplibles, que todo mundo las conozca y cumpla y que no cambien de un gobierno a otro. Es decir, requiere un Estado de derecho.

¿Por dónde comenzar? Hay varias formas de avanzar en la dirección de la consolidación del Estado de derecho. El punto no es retrotraer una colección interminable de códigos y leyes que a nadie importan porque siempre han podido ser modificadas por el presidente del momento.

La pregunta es cómo implantar esas reglas elementales. Una forma, la más expedita, sería la de un liderazgo presidencial que convenza a la población de su importancia y se comprometa a cumplirlas y hacerlas cumplir. El presidente Peña ha tenido esa posibilidad en sus manos por mucho tiempo pero, en la medida en que se desgasta y desaprovecha, la va perdiendo. En ese sentido, va creciendo el riesgo de que en lugar de que se implante el corazón de un Estado de derecho, el país pase a una era de líderes propensos al abuso, las prácticas dictatoriales y la imposición en lugar del acuerdo social. Los tiempos en esto si hacen diferencia.

Una manera de comenzar es construyendo lo que en la ley se llama el “debido proceso”, que constituye la forma en que deben seguirse los procedimientos legales para que gocen de cabalidad credibilidad y respeto por parte de la ciudadanía.

*del libro El Problema del Poder: México requiere un nuevo sistema de gobierno https://www.wilsoncenter.org/sites/default/files/el_problema_del_poder_mexico_requiere_un_nuevo_sistema_de_gobierno_0.pdf

 

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26 Jun. 2016

El nuevo desorden

 Luis Rubio

La pregunta tradicional que antes se hacían los politólogos era ¿quién se queda con qué, cuándo y cómo? El enfoque economicista partía del principio que el desempeño económico tenía un impacto directo en las expectativas de los electores y eso permitía desarrollar modelos de predictibilidad del comportamiento electoral. Detrás de esos modelos yace una premisa que hace tiempo dejó de ser válida: suponen un orden y actúan bajo el principio que éste es permanente.

En un entorno muy distinto, al ser invitado a presenciar la elección presidencial de 1960 en EUA, le explicaron a Vicente Lombardo Toledano que esa era la primera vez que se emplearían computadoras para el proceso electoral y eso permitiría conocer al ganador en la tarde de ese mismo día. Lombardo, un viejo lobo de la política mexicana, respondió que «esto no es nada; en México lo sabemos seis meses antes». La premisa era la misma: el orden es inmanente, indisputable.

En ambas instancias, el supuesto de un orden permanente y predecible desapareció.

Luego de la debacle financiera de 2008, algunos analistas comenzaron a hablar de una «nueva normalidad», sugiriendo que habíamos pasado de un umbral a otro, pero que el nuevo sería sostenible, así fuese, en ese caso en términos económicos, menos benigno. Todo mundo busca retornar a una semblanza de orden porque éste permite estabilidad y algún grado de predictibilidad. Las personas, las familias y los países lo añoran y se apegan a lo que ofrece una semblanza de orden. Lamentablemente, si uno observa el mundo a nuestro derredor, todo sugiere que estamos entrando en una era de desorden a escala mundial. Inexorablemente, México será parte de esa vorágine, en ocasiones protagonista.

Las noticias de los últimos tiempos muestran un grave deterioro del orden que se gestó luego de la segunda guerra mundial y, admirablemente, después del colapso del Muro de Berlín. Las hordas migratorias que acosan las costas de Europa, el resurgimiento de movimientos nacionalistas en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y, en general, en la mayor parte del mundo desarrollado sugieren un rechazo al orden internacional existente, en buena medida porque existe la acusada percepción en esas naciones que los beneficios han ido a parar a otros países. Cada caso es distinto, pero el común denominador es claramente la sensación de que les están arrebatando ventajas a los antes ganadores. Esta semana, el Reino Unido enfrenta una gran decisión en esta materia.

El referéndum británico responde a un clamor, antes de la izquierda, hoy concentrado en la derecha, por el retorno de las facultades de decisión al país. Para muchos británicos, la Unión Europea (UE) ha capturado demasiadas atribuciones que deterioran la calidad de vida de sus habitantes; en particular, rechazan dos factores: la libertad de tránsito para potenciales migrantes que han acabado «inundando» a Inglaterra, uno de los países más atractivos para personas que huyen de sus países natales por el dinamismo de su economía y apertura de sus instituciones. Por otro lado, las facultades que han asumido las instancias judiciales europeas son percibidas por los ingleses como aberrantes y excesivas. De una u otra forma, estos elementos disruptivos han acabado poniendo en jaque la funcionalidad de los beneficios económicos que deriva el Reino Unido y que, sin duda, en términos objetivos, son superiores a los costos. Sin embargo, en percepciones no hay reglas y los creyentes en los maleficios han ido ganando terreno.

La decisión que tomen los británicos es suya, pero sus consecuencias podrían ser dramáticas. No es casualidad que personalidades estadounidenses y europeas de primer nivel, de Obama hacia abajo, hayan intentado sesgar el resultado a favor de quedarse en la UE. Lo evidente es que esa decisión podría detonar un proceso de desmadejamiento no sólo de la propia UE, sino de todo el orden construido en la posguerra y que tanto bien le ha hecho a la humanidad en términos de crecimiento económico, estabilidad y paz. Los propios estadounidenses perciben que su estabilidad, sobre todo en un momento electoral tan complejo, podría verse seriamente alterada.

Aunque distantes del foro europeo, nosotros podríamos vernos severamente afectados por el desenlace. La masacre de Orlando hace unos días inevitablemente fortalece a los «duros», en este caso a Trump, al igual que el aislamiento inherente a los proponentes del llamado Brexit. Esto sugiere que los próximos meses serán por demás riesgosos para México: cada vez que suban los bonos de Trump, los nuestros se verán afectados tanto en los mercados financieros como en el tipo de cambio. Peor, dada nuestra debilitada situación fiscal, nos encontramos en una situación de extrema vulnerabilidad.

El mundo de hoy es por demás convulso y complejo; no hay forma de evitar que sus beneficios se concentren o que sus perjuicios nos afecten. Lo urgente es pragmatismo; lo disponible es un nacionalismo vano y retórico. Lamentablemente, como gobierno y sociedad, hemos supuesto que podemos abstraernos de lo que ocurre afuera y pretendido que, siguiendo dogmas agotados, vamos a llegar al desarrollo. Los próximos meses pondrán esa premisa severamente a prueba.

 

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19 Jun. 2016

 

Corrupción y religión

 Luis Rubio

La corrupción se ha vuelto el tema nodal de la política mexicana. Aunque no exista evidencia contundente respecto a la medida en que la corrupción afecta, facilita o impide el funcionamiento de la economía, el hecho político es que la corrupción se ha tornado en el factor alrededor del cual gira la discusión pública, los procesos electorales, las decisiones de ahorro e inversión y, por más que lo nieguen, los cálculos de los políticos. La pregunta es qué hacer al respecto.

En lugar de encabezar la procesión, el gobierno se ha dedicado a ignorar el asunto, dándole largas y creando mecanismos diseñados para cubrir las apariencias sin que nada cambie. El vacío que ese no actuar le costó sangre el domingo pasado, además de que dejó la iniciativa en manos de activistas y ONGs, muchos de los cuales han convertido su lucha en una nueva religión, fundamentando su gesta no en argumentos analíticos (en parte porque la evidencia no es infalible), sino en creencias: si se promueve tal o cual programa o se adopta una fórmula prestablecida, la corrupción se evaporará como por arte de magia.

En el corazón de la discusión sobre la corrupción yace un contraste fundamental de visiones: para unos, la solución al problema de la corrupción radica en nuevas leyes, independientemente de todas las inéditas con que contamos pero no se aplican. María Marván dice que no hay problema suficientemente pequeño que no amerite una nueva ley o uno suficientemente grande que no justifique una enmienda constitucional. Pero esto no disuade a los creyentes, quienes suponen -contra toda evidencia histórica- que más leyes, más regulaciones y más requerimientos, además de nuevas comisiones y agencias gubernamentales, van a erradicar el fenómeno. Al final del día, la pregunta relevante es si esta forma de proceder es susceptible de modificar la realidad.

La alternativa es pensar al revés: en lugar de hacer más de lo mismo (más leyes, más burocracia), ¿por qué no reconocer que al menos parte de lo que genera oportunidades de corrupción es precisamente la naturaleza de nuestras leyes, regulaciones y organismos burocráticos? ¿No será que la existencia de tantas restricciones, facultades burocráticas y requerimientos es lo que hace posible -y, de hecho, promueve- la corrupción?

Una experiencia personal, en un espacio muy específico, me enseñó una gran lección: cuando era yo estudiante en EUA, un día fui al departamento de licencias de conducir a solicitar que le pusieran un guion entre mi apellido paterno y materno a mi licencia porque tenía yo problemas en la biblioteca y en el banco dado que, a la usanza norteamericana, ellos me reconocían por el segundo apellido y no el primero. Pensando que era una obviedad, fui a la oficina y solicité el cambio. El operario fue sumamente amable, pero me mostró en su pantalla que él no tenía acceso a esos campos. Me dijo algo así como “simpatizo con su problema porque yo sufría de lo mismo, pero no se puede resolver excepto por mandato de un juez”.

Años después, cuando comenzaron los secuestros exprés en la ciudad de México, fui a la delegación a solicitar un cambio de dirección a fin de quitar la de mi casa. Armado con un comprobante de domicilio de mi oficina, le expliqué el motivo de mi visita el funcionario. Sin chistar me respondió “cien pesos”. Cien pesos de qué le pregunté. “Son cien pesos por el servicio”. ¿Y si quisiera cambiar mi nombre en la licencia? “Cien pesos”. Los cien pesos eran por el favor de cambiar la información y el funcionario tenía acceso a cualquier campo en su computadora, y el poder que eso entraña.

Yo no puedo afirmar que el funcionario mexicano fuera corrupto y el estadounidense un modelo de probidad. Lo que sí se es que un sistema que le confiere tanta discrecionalidad a funcionarios menores (y mayores) es inmensamente propenso a la corrupción. Al funcionario estadounidense no se le podía ocurrir cobrar por el “servicio” porque no tenía ninguna posibilidad de proveerlo.

Si uno extrapola estos ejemplos a la vida cotidiana de la burocracia donde se deciden proyectos, compras, contratos, regulaciones y toda clase de permisos, licencias y concesiones, el potencial de corrupción es inmenso. La discrecionalidad en manos de funcionarios actuando sin contrapeso efectivo equivale a una ingente oportunidad para cometer actos arbitrarios. Si bien la burocracia federal enfrenta infinidad de mecanismos de revisión (que obviamente no impiden la corrupción), a nivel estatal y municipal ni siquiera eso existe.

Entonces, ¿no sería mejor eliminar tanto requisito de permiso y licencia que le confiere tantos poderes a las autoridades para favorecer a intereses particulares? ¿No sería mejor mover todas las transacciones de compras gubernamentales y contratos de todo tipo vía internet, a la vista de todo aquel que lo quiera ver? O sea, ¿no sería mejor abrir en lugar de cerrar, confiar en la transparencia real -no la legislada sino la que realmente permite ver- y en los mercados?

Luego de 500 años de historia -trescientos de colonia y doscientos de reino burocrático- sería razonable concluir que más requisitos y restricciones van a arrojar exactamente el mismo resultado: simulación e impunidad.

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La dieta y la vida

Luis Rubio

Fueron años interminables de lujuria, con todos los vicios imaginables y más, los peores excesos. Disfrutaba la vida y no quería cambiar absolutamente nada. El poder y el dinero se acumulaban, todos le rendían pleitesía y muchos, la mayoría, le tenía miedo. Pocos osaban oponérsele. Pero pasó lo que tenía que pasar: en 1982, el doctor le dijo: bajas de peso o te mueres. Juan G. entendió el mensaje y se puso a dieta. Pero no entendió todo el mensaje: él no quería cambiar más que los indispensable: ¿para qué cambiar si todo está excelente? Lo operaron y regresó a un peso sostenible: de casi 150 kg pasó a 70 pero no cambió su estilo de vida. Sus privilegios y los de toda su cohorte no estaban en discusión, independientemente de lo que le dijeran los médicos. Ni su ropa. Ahí comenzaron los remiendos, los parches y los arreglitos.

El otrora gordo caminaba por las calles con una ropa enorme que no le quedaba. Se atoraba cada que daba un paso, golpeaba a los transeúntes sin siquiera darse cuenta. Tanto era el bagaje que no lograba enfocarse. Se le caían los pantalones y la bolsa de la camisa le quedaba a la altura de la nalga. Pero no: no iba a cambiar de ropa porque su integridad histórica era primero. Él no estaba dispuesto a modificar su forma de ser: con la operación había logrado lo que quería, que era sobrevivir y seguir disfrutando, como antes. Si, las circunstancias habían cambiado, pero con un poco de jarabe de pico se podía mantener el ritmo de vida. El mundo le debía la vida y no al revés.

Con todo, algunos cambios y ajustes eran indispensables e inevitables, pero siempre y cuando no alteraran lo esencial: no cedería nada. Una costurera la movió la bolsa de la camisa al lugar correcto, más o menos… El talabartero le hizo un cinturón de su tamaño pero la ropa seguía ajustada a las realidades del pasado. Se veía ridículo y sus movimientos eran por demás torpes, pero la vida era para disfrutarse, no para compartirse. De remiendo en remiendo, Juan G. iba por la vida como si nada. Pesaba menos pero sus vicios no habían cambiado ni en lo más mínimo: las fiestas, los excesos, los gastos. Había cambiado para que nada cambiara. Juan Gobierno seguía vivito y coleando. El país, bueno, eso es lo de menos.

En las últimas tres décadas se han llevado a cabo toda clase de reformas. En los ochenta, la crisis dictó lo inevitable, eso que ahora tiene que hacer Brasil: bajar de peso y adecuarse a la realidad mundana. Sin embargo, bajar de peso no fue suficiente: se redujo el gasto pero el país seguía sin funcionar. Fue así como comenzaron las reformas: la liberalización de importaciones, la desregulación de diversos sectores y el TLC. Esto produjo espacios de crecimiento y productividad. El TLC se convirtió en un régimen de excepción porque consistió, de facto, en la adopción de reglas internacionales. Se crearon salvaguardas -ajustes y remedios- para que Juan G. no tuviera que cambiar nada.

Años después vinieron reformas como la penal, que ahora debiera entrar en operación. Lo mismo para la corrupción y la transparencia. En todos y cada uno de estos casos se hizo como que se cambiaba pero con toda la intención de no modificar absolutamente nada de lo esencial: el objetivo no era construir un país moderno y dinámico sino preservar el régimen de privilegios. En lugar de discutir cómo implementar mejor las legislaciones aprobadas, el pleito sigue siendo sobre cómo evadirlas, como crear excepciones para que algo parezca que funciona pero sin cambiar nada.

El sistema político nacido al fin de la Revolución se adapta, más o menos, para no cambiar. Está dispuesto a incorporar a nuevos integrantes al paradigma del privilegio (como al PAN y al PRD) pero no a que el país crezca y se desarrolle porque eso implicaría dejar de ser lo que es y para qué es.

El problema ahora es que algunos de los remiendos que se han adoptado tienen consecuencias y son susceptibles de crear nuevos problemas, algunos potencialmente incontrolables. La reforma penal está incompleta y, de no concluirse en tiempo y forma, llevaría a la inevitable liberación de miles de reos, muchos de ellos violentos y peligrosos. La apertura económica a medias está condenando a niveles de crecimiento perennemente mediocres. El crecimiento del gasto merma el crecimiento. La falta de atención a los problemas de Pemex podría llevar a que la deuda pública crezca otros cinco puntos del PIB o quizá más. Los remiendos tienen límites porque no resuelven nada: lo único que logran es patear el bote hacia adelante hasta que la realidad se torna incontenible y peligrosa. Acaba siendo un auto engaño.

El gobierno -de hecho, el conjunto del Estado- tiene el enorme reto de responder ante una realidad que se deteriora con celeridad. ¿Cómo responderá? Sus opciones no son muchas, pero es claro que puede proceder de dos maneras: por un lado, podría atender lo urgente, aceptando sus errores y duplicidades para salir del hoyo, al menos por un rato. En algunos casos tendría que reconocer la inviabilidad de lo existente (como lo penal) y retractarse para evitar una catástrofe política y social. La alternativa: cambiar el paradigma, comprar ropa nueva y darle una oportunidad al país.

 

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Gobierno y burocracia

Luis Rubio
“España lleva meses sin gobierno y su economía mejora cada día”. Así comienza un análisis* extraordinario y aleccionador, sobre todo porque obliga a considerar lo que hace funcionar a un país y a su economía. Si bien los políticos españoles no han logrado ponerse de acuerdo para armar una coalición gobernante (lo que ha obligado a nuevos comicios), el país funciona de manera normal. Visto desde México, que ha pasado por momentos de lo más delicados, preocupantes e inciertos (vgr. 1982, 1988, 1995 y 2006), esto es algo impactante. ¿Puede uno concebir qué pasaría si súbitamente nos quedásemos sin gobierno, sin una figura clara de autoridad? Aunque pudiera parecer absurdo, en cada uno de esos momentos el país se paralizó por la enorme incertidumbre que produjo la falta de claridad respecto al futuro: ¿podrá salir el país de esos momentos tan aciagos? Nada de eso está ocurriendo en España y ese contraste me hizo reflexionar sobre nuestra propia realidad: me resulta claro que lo que nos distingue de España es justamente la diferencia entre gobierno y burocracia.

Una medida clave de desarrollo es la calidad del gobierno, no tanto en términos de los líderes electos, sino precisamente lo opuesto: la burocracia que hace que el gobierno funcione de manera cotidiana, independientemente de los procesos político-legislativos de decisión. Lo que hace funcionar al gobierno en los países civilizados es la burocracia profesional que se encarga de la limpieza de las calles, el funcionamiento del sistema de justicia, la policía que vela por la seguridad y, en general, todo el servicio civil que hace que la vida evolucione de manera normal. Bajo este rasero, España se asemeja a cualquiera de los países desarrollados que funcionan independientemente del gobernante.

La diferencia entre gobierno y burocracia hace que una nación mantenga su estabilidad y la vida cotidiana siga sin tropiezos, independientemente de las disputas políticas. Cualquiera que haya observado la forma en que se comportan los europeos o estadounidenses en momentos de crisis puede atestiguar que nunca está en duda la operación cotidiana del gobierno, como sí ocurrió repetidamente en México en momentos por demás frágiles como cuando estuvo bloqueada Reforma en 2006. En esos países, mientras que el gobierno establece metas, criterios y regulaciones, la burocracia es responsable de su implementación de manera profesional y apartidista. El extremo es el Reino Unido, donde el único personaje que cambia cuando entra una nueva administración es el secretario respectivo, a quien le reporta el servidor público de más alto rango. Dentro de las secretarías y ministerios no hay nombramientos políticos: todos son profesionales. Algo similar ocurre en España. Esto es lo que permite que el gobierno funcione aún en momentos de incertidumbre como el que hoy vive la nación ibérica.

El contraste con México difícilmente podría ser mayor. Aquí todo cambia cada que entra un nuevo gobernante. En lugar de una burocracia profesional y eficiente, cada cambio de gobierno entraña la reinvención de la rueda y la acometida de una infinidad de nuevos funcionarios cuya credencial de acceso nada tiene que ver con sus habilidades sino con sus amistades y relaciones políticas. El fenómeno se extiende: lo mismo ocurre cada que cambia el jefe de una unidad y, peor, cuando cambia un secretario. Los equipos en el gobierno trabajan para su jefe, no para la ciudadanía. Esto explica que prácticamente nunca tengamos una persona experta en los puestos públicos, al menos experta en el asunto que concierne a su función nominal. Muchos son expertos en política y en amistad, y se adaptan a cualquier circunstancia; sin embargo, ninguno ve a la ciudadanía como su razón de ser ni mucho menos al gobierno como el responsable de que la vida cotidiana transcurra sin aspavientos.

La ausencia, por meses, de una coalición gobernante en España ha hecho patente otra cosa: no sólo funciona bien la economía, sino que podría funcionar mucho mejor si los agentes que ahí operan -empresarios, trabajadores, banqueros- no estuvieran sujetos a la infinidad de regulaciones y requerimientos que sólo se explican cuando un gobierno quiere hacer parecer que, pues, gobierna. En el artículo citado, el autor compara el desempeño de Inglaterra y Alemania después de la segunda guerra mundial: mientras que la economía alemana experimentó un extraordinario boom, la inglesa -toda regulada y planeada- apenas crecía. El hallazgo no es sorprendente: lo que un país requiere es una burocracia profesional que mantenga el bote funcionando y no necesita un gobierno que limita su capacidad de desarrollarse.

En México esa diferencia en inexistente. La economía española no es un dechado de virtudes en términos de simplicidad regulatoria, especialmente en lo laboral, pero sigue funcionando a pesar de no haber gobierno. Esto es algo que los políticos, especialmente los de Podemos y sus grandes planes de estatización real o virtual, seguramente no imaginaron ni calcularon. La lección para nosotros es, lamentablemente, muy distinta: a México le urge algo que no está en la agenda de ningún partido: una burocracia profesional, eficaz y competente.

 

*Bartholomew, James, Who needs governments? Spectator, April 28, 2017

 

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Cemento y alfileres

Luis Rubio

En su libro Furor por el orden, Robert Worth analiza y describe el devenir de la llamada Primavera Árabe: las grandes expectativas con que nació, las fuerzas que luego tomaron control, la violencia que se desató, las divisiones que proliferaron y, luego, el colapso, distinto en cada caso, pero casi siempre funesto. El panorama final es uno de desolación pero, sobre todo, de furiosa búsqueda de anclas de orden que permitan sobrevivir. El desorden, la incertidumbre y la violencia acaban desgastándolo todo, al grado de que, como habría dicho Maslow, la gente retorna a lo más elemental.

La gran pregunta para el México de hoy es cómo cambiar, cómo transformar al país sin acabar en el tipo de caos, o autoritarismo, en que concluyó aquella revolución. Un análisis de esta naturaleza fácilmente puede conducir a la claudicación: «mejor no le muevas». Pero el análisis es necesario para entender qué es lo que tiene que cambiar y cómo lograrlo de la mejor manera. El asunto de la corrupción es particularmente importante en este plano.

En meses recientes, la presión por actuar en materia de corrupción ha venido en ascenso y desde las más diversas trincheras se demanda acción por parte del poder legislativo; el propio presidente Peña planteó el llamado «sistema nacional anti-corrupción». Los activistas han estado luchando en todos los foros, pero la resistencia a cualquier cambio que se evidenció en el Senado al final de abril hace evidente que se trata de una fibra extraordinariamente sensible. Ahí chocaron activistas con las fuerzas políticas reales y… no avanzó nada. La pregunta pertinente es si la estrategia que se ha seguido hasta la fecha para atacar el problema de la corrupción es el adecuado en el sentido de ser susceptible de modificar la realidad, porque eso es, a final de cuentas, la única medida relevante.

En los países desarrollados, la ley y las instituciones funcionan a partir de la combinación de dos factores: un acuerdo básico, así sea implícito, sobre el reino de la ley y la existencia de mecanismos efectivos para hacerla cumplir. Es el apego a ese conjunto de principios -zanahoria y chicotito- lo que hace que la sociedad funcione. En México nunca tuvimos algo equivalente y, por más que tenemos toneladas de leyes, no existe esa combinación clave de acuerdo básico y cumplimiento.

México logró su estabilidad en el siglo XX a través del orden priista, cuya esencia consistía en el intercambio de disciplina y lealtad al sistema a cambio de la promesa de acceso al poder y a la corrupción. Estos factores, promesa y acceso, le dieron coherencia y viabilidad al sistema político. De esta forma, el cemento que mantuvo unido al sistema político postrevolucionario fue ese intercambio, donde la corrupción jugó un papel primordial en la estabilidad del país.

Por algún tiempo, las vastas estructuras autoritarias de aquella era fueron sumamente efectivas en hacer valer las lealtades y la paz; sin embargo, el exitoso desempeño del país a lo largo del tiempo fue mermando esas fortalezas hasta que las estructuras colapsaron. Desde esta perspectiva, la reforma electoral de 1996 es sumamente reveladora porque en lugar de cambiar la realidad del poder, incorporó a los dos partidos políticos de oposición más grandes al sistema de privilegios y corrupción. Es decir, se preservó el viejo sistema y su instrumento de cohesión (la corrupción), ahora incorporando a las oposiciones. El sistema no se abrió, sólo amplió el espectro de la corrupción.

Visto así el panorama, la pregunta es cómo atacar la corrupción sin llevar al colapso del sistema político en su conjunto: qué y cómo reemplazar a la corrupción como el cemento que preserva la estabilidad del sistema político, cada día está más soportado con alfileres que con cemento. Eliminar la corrupción de la noche a la mañana, suponiendo que eso fuera posible, sin substituir su función estabilizadora podría fácilmente conducir a brotes de inestabilidad y violencia; por su parte, preservar el sistema de corrupción institucionalizada no haría sino continuar mermando todo sentido de orden, eliminando lo poco que queda de legitimidad del sistema. Más que acabar con la corrupción, la clave reside en cómo substituir su función a través de procesos institucionales o, dicho de otra manera, sumando en lugar de confrontando.

Si la corrupción no es meramente un proceso de enriquecimiento por parte de quienes ostentan poder político y/o controlan goznes clave en la toma de decisiones para la asignación de proyectos públicos, sino un mecanismo de estabilización política, la solución no puede radicar en una mera confesión unilateral de parte porque eso eliminaría el incentivo a mantener la lealtad al sistema. Por supuesto, es evidente que la corrupción trasciende con mucho los niveles hipotéticamente requeridos para que un actor político mantenga su lealtad; sin embargo, nadie sabe cuáles son esos límites y, por consiguiente, sin un mecanismo de substitución, sólo quienes ya hayan acumulado vastas fortunas serían susceptibles, en teoría, de aceptar un cambio de sistema.

Yo no tengo la solución a este acertijo, pero es obvio lo que el nuevo intercambio tendría que incorporar: pintar una raya respecto al pasado (con alguna contraprestación relativamente nominal), incluir a todos los mexicanos (no sólo a los políticos) y venir acompañado de un mecanismo creíble y permanente de persecución de la más mínima violación en el futuro. La alternativa bien podría ser volver a los alzamientos de antaño.

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Oportunidades y expectativas

Luis Rubio

Según un viejo proverbio chino, hay tres cosas que nunca vuelven atrás: la flecha lanzada, la palabra pronunciada y la oportunidad perdida. La historia de México en las últimas décadas es, en buena medida, la del choque entre promesas excesivas y expectativas incontrolables. Pero peor que eso han sido las oportunidades perdidas o, quizá todavía más grave, las oportunidades desperdiciadas. La combinación explica en buena medida la desconfianza predominante, la volatilidad en las percepciones y lo difícil que ha sido para los gobiernos de las últimas décadas lograr y mantener la credibilidad de la población.

Lo más impactante es el choque entre realidades y percepciones. México ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. De una economía endeudada, introvertida y ensimismada pasamos a la globalización con una ingente capacidad creativa y productiva, convirtiéndonos en una de las potencias manufactureras del siglo XXI. En la política, pasamos de un sistema autoritario y totalmente obscuro a una democracia incipiente y con problemas, pero que elige a sus gobernantes (por distantes que sean), exhibe el abuso, la violencia y la corrupción. La combinación ciertamente no es óptima y el resultado a la fecha imperfecto porque no ha logrado su objetivo medular, el desarrollo integral, además de que ha dejado innumerables fallas, grandes diferencias de ingresos, vicios persistentes y procesos incompletos (o intocados). A pesar de ello, la realidad es infinitamente mejor a la que era hace treinta años.

El avance del país en estas décadas es innegable y la mejoría en niveles de vida palpable (y medible) y, sin embargo, el ánimo colectivo es negativo, por no decir catastrofista. Me atrevería a decir que la explicación de estos contrastes no reside en lo que se ha hecho, sino sobre todo en las enormes oportunidades que se han desperdiciado. Se ha prometido el Nirvana pero, a la hora de la hora, solo se llega al cielo y eso acaba siendo insuficiente. Claro que no estamos en el cielo, pero valga la metáfora: la realidad objetiva es infinitamente mejor que las percepciones. La pregunta es por qué es tan grande la distancia.

El TLC es un ejemplo tanto de aciertos como de insuficiencias: la envidia del mundo entero desde que se negoció porque ha permitido multiplicar las inversiones, elevar las exportaciones, crear empleos de alta productividad y consolidar la balanza de pagos. El TLC ha logrado todo eso para México, aunque no para toda la población ni para toda la economía: gracias a la falta de estrategias idóneas para integrar a toda la economía en este círculo de éxito, el TLC, por trascendente que es, no le ha dado todo su potencial al conjunto del país. A pesar de sus enormes beneficios, el TLC sigue siendo una oportunidad desperdiciada para un gran número de mexicanos.

Fox logró lo que parecía imposible al derrotar al partido de Estado, pero tan pronto llegó a los Pinos se durmió en sus laureles, ignoró la razón de su éxito y desperdició la oportunidad de crear una nueva plataforma política y de crecimiento económico. Fox no le hizo daño al país (un hito en sí mismo), pero no hizo suyo el momento que él mismo creó. Otro choque de promesas y expectativas.

El gobierno del presidente Peña promovió un paquete de reformas extraordinariamente ambicioso pero se atoró cuando los costos de implementación comenzaron a apilarse. Como con el TLC, las reformas, al menos algunas, irán rindiendo frutos en el tiempo, pero los pasos en falso ya tuvieron su costo: la promesa del gobierno eficaz acabó siendo solo eso, una promesa. Otro abono al choque de expectativas.

Estos tres ejemplos ilustran nuestra forma de ser: no es que no avancemos, sino que tendemos a dar dos pasos hacia adelante, para luego echarnos uno hacia atrás. El progreso es palpable y real, pero la percepción acaba siendo lo opuesto, sobre todo porque esos dos pasos se sobrevenden de manera tan excesiva que jamás es posible lograr lo prometido. La población acaba midiendo lo que no se hizo en lugar de reconocer lo mucho que efectivamente se avanzó.

El TLC es el pilar y motor de la economía mexicana; sin TLC estaríamos igual que nuestros vecinos al sur del hemisferio. Fox no cambió al país, pero la derrota del PRI rompió con el monopolio del poder, separó al PRI de la presidencia y, con ello, impidió que volviera a ser posible el tipo de control y centralización que era el corazón del autoritarismo. Reformas como la de energía y, potencialmente, la educativa, son susceptibles de transformar radicalmente al país. En una palabra, el país es mucho mejor hoy que hace treinta años. Lo que no es mejor es el sistema de gobierno que tenemos, que es de donde nace ese choque de expectativas y oportunidades perdidas.

La causa de tantas oportunidades perdidas reside en la distancia, hasta hoy infranqueable, entre los políticos y la ciudadanía. Los gobernantes mexicanos –de todos los partidos- gozan de formidables protecciones que les permiten prometer el Nirvana sin jamás tener que cumplir. Todavía peor, algo exacerbado en el gobierno actual, no se sienten obligados ni siquiera a dar explicaciones de su pobre desempeño.

Un mejor arreglo político resolvería estos entuertos. Lo paradójico –inexplicable- es que nuestros gobernantes prefieran el oprobio que intentar procurar un nuevo arreglo o, al menos reconocer que lo existente no funciona. Como con el proverbio chino, parecen preferir la flecha lanzada, la palabra pronunciada y la oportunidad perdida.

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