Luis Rubio
A la memoria del Profesor Stephen Zamora.
Desafiar la realidad es un deporte para todos los políticos del universo. Sin embargo, tarde o temprano viene el día de rendición de cuentas. Dilma Rousseff fue removida por supuestos “crímenes de responsabilidad” en materia fiscal, pero su verdadero crimen fue mantener un ritmo de gasto que resultó insostenible. El inicio de un juicio de desafuero es por demás serio y preocupante, máxime cuando entraña una fuerte dosis de actitudes vengativas y disputas políticas mezquinas, pero eso no quita que su país se encuentra en una situación económica crítica, producto de la estrategia económica que ella y su predecesor adoptaron y sostuvieron más allá de lo viable.
Los presidentes Lula y Dilma se beneficiaron, primero, de las reformas que habían sido procesadas por el gobierno de Cardoso en los noventa pero, sobre todo, por el crecimiento en el precio de las mercancías que, por una década, le exportaron a China. Cuando se desinfló la burbuja de los commodities, toda la estrategia de gasto creciente y reparto interminable, sin consideración al crecimiento de la productividad, se tornó inviable.
La estrategia parecía sensata: realizar transferencias con el programa «bolsa familia» (diseñado a partir de Solidaridad-Progresa), con el objeto de generar un mayor consumo por parte de la población más pobre como medio para salir de la pobreza. El resultado fue inmediato: millones de los brasileños más pobres comenzaron a tener un poder adquisitivo antes impensable. Sin embargo, el otro lado de la moneda fue absolutamente insensato: no hubo un concomitante crecimiento en la productividad y, más importante, no se modificó el programa de reparto cuando la economía se vino a pique, producto de la caída de las exportaciones.
Al final, el crecimiento espectacular que logró la economía brasileña no se aprovechó para crear motores internos que lo sostuvieran cuando se disipara el boom. Es decir, hicieron lo mismo que hemos hecho nosotros con el petróleo. La diferencia crucial es que recaudan muchos más impuestos que nosotros pero no son más ricos: gastan como escandinavos pero tienen una infraestructura del tercer mundo.
La remoción “temporal” de la presidenta brasileña es un asunto de política interna de aquel país, sobre lo cual no conozco suficiente así que no me atrevo a opinar. Pero la lección evidente de los cambios ocurridos en su presidencia es que el gasto público no es un camino sostenible hacia el desarrollo. Una economía crece cuando existen condiciones para que se realicen inversiones y un entorno en el que crece la productividad de manera sistemática. Las crisis mexicanas de los ochenta, la asiática del 97, la rusa del 98 y ahora la brasileña -para no hablar de Argentina y Venezuela- tienen un denominador común: todas resultaron de intentos por desafiar la lógica económica más elemental.
Las espectaculares tasas de crecimiento que experimentó la economía brasileña en años recientes llevaron a que muchos -en México y fuera- criticaran al gobierno mexicano por su prudencia. Los brasileños, se afirmaba, habían logrado disminuir la pobreza en una parte nada despreciable de la población y su economía crecía a tasas que nosotros no hemos visto desde los sesenta. Ahora resulta evidente que esos crecimientos se debieron a circunstancias excepcionales -la demanda china de bienes, sobre todo mineros y agropecuarios, en que Brasil se ha especializado- que no son repetibles.
A Brasil le pasó en estos años lo que a México en los setenta: desafiaron la realidad y ésta retornó a cobrarle cada real. Brasil no tiene más opción que comenzar a reformar su economía. Ojalá aprendan de nosotros que las reformas tienen que ser de verdad para que el crecimiento sea elevado y sostenido y no mediocre como el nuestro.
Atacar la corrupción
Solo la ingenuidad puede llevar a pensar que una declaración patrimonial o fiscal conducirá a erradicar la corrupción y no a la simulación. Dada la medular función histórica que la corrupción ha jugado en nuestro sistema político, la única forma de acabar la corrupción es cambiando la estructura de incentivos y factores que la hacen posible.
En primer término, habría que comenzar por modificar las facultades con que cuenta la burocracia que, de facto, le permiten decidir compras, contratos y asignaciones multimillonarias virtualmente sin contrapeso. Esto requeriría cambios en las leyes, así como el otorgamiento de facultades plenas, con dientes, a la Auditoría Superior de la Federación, a fin de que exista un órgano en el poder legislativo que efectivamente pueda sancionarla.
En segundo lugar, tendría que aprobarse una ley que proteja a quien denuncie irregularidades y casos de corrupción. Incluso, como en algunos países, podría darse una recompensa a quienes denuncien y esos casos conlleven a sanciones.
Finalmente, tendría que pintarse una raya respecto al pasado, una ley de punto final, por medio de la cual, mediante un pago determinado, toda aquella persona -pública o privada- que participe quede eximida de cualquier persecución respecto al pasado. Esto podría parecer injusto pero por algún lado hay que comenzar y nunca hay que perder de vista que sólo viendo al futuro será posible cambiar la realidad presente.
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