Luis Rubio
Centella 18 es la clave que le dio un policía de tránsito a una amiga para que nadie más la fuera a parar por no haber verificado su automóvil a tiempo. Luego de amenazarla con la letanía de llevarla al corralón, el motociclista le propuso la alternativa legendaria: por una módica suma le perdono la infracción y la molestia, pero además le doy una clave para que, de pararla otro policía durante el día de hoy, quede liberada de problemas, es decir, impune. La noción de que es posible cambiar la realidad de nuestro sistema legal, del Estado de derecho en su conjunto, con más leyes que nadie cumple es un tanto absurda. La pregunta es cómo si podría cambiarse.
La ilegalidad que enfrenta un ciudadano común y corriente a lo largo de cada uno de sus días es interminable. También lo son los intentos por corregir o resolver estos problemas. En los temas de tránsito, igual ha habido alcaldes o jefes de gobierno que pretenden penalizar cualquier comportamiento anómalo, que aquellos que acaban prohibiéndole a sus policías imponer multa alguna. El problema es el mismo y su actuar muestra frustración frente a la realidad. En una ciudad en la que no hay buena señalización, en la que, en una palabra, es imposible cumplir con todas los reglamentos de tránsito por la naturaleza misma de la jungla urbana, la noción de penalizar toda violación al reglamento es absurda y se presta a toda clase de abusos y corrupción. La alternativa, no levantar infracción alguna, constituye una capitulación integral: la autoridad abandona su responsabilidad.
Algunos municipios han optado por negociar con las anomalías. En Naucalpan, por ejemplo, las autoridades negociaron con los viene viene, quienes cumplen una función vital por la ausencia de estacionamientos públicos, para que se registren y se sometan a la autoridad. De la misma forma, las grúas al servicio del gobierno del DF tienen arreglos con los franeleros de la ciudad: se trata de un modus vivendi que trasciende los temas comunes de la corrupción porque entraña autoridades paralelas y arreglos subrepticios. Acciones de esta naturaleza quizá resuelvan el problema inmediato, pero implican sucumbir en vez de actuar como autoridad: si no los puedes derrotar mejor úneteles.
El problema de fondo es que todas éstas son soluciones temporales, parciales y, más importante, contrarias a la posibilidad de construir una sociedad de reglas institucionalizadas que permitan a todo ciudadano saber dónde está parado y cuáles son sus derechos y sus obligaciones. Soluciones temporales como las aquí mencionadas no sólo minan la función de la autoridad, sino que crean un entorno de irresponsabilidad y de incertidumbre, según sea el caso. Algunos utilizarán el vacío para abusar (como ocurre con la economía informal), en tanto que otros dejarán de invertir ante la ausencia de seguridad, la incertidumbre de la ley y de los reglamentos y la nula disposición de la autoridad a hacerlos cumplir.
Ninguno de estos problemas es nuevo, pero de nada nos sirve aseverar que son una herencia colonial. El problema no es de donde vienen los problemas, aunque sea interesante saberlo, sino encontrar la forma de eliminarlos. Por décadas, quizá siglos, el país se ha abocado a intentar resolverlos sin realmente hacer nada: se aprueban nuevas leyes o se anuncian nuevas disposiciones pero todo sigue igual. El problema claramente no es de leyes sino de la indisposición o incapacidad de las autoridades respectivas a hacerlas cumplir. Además, con frecuencia, las propias leyes violan los derechos elementales de los ciudadanos, lo cual difícilmente constituye un incentivo para su legitimidad.
Algunos dirán que se trata de un problema cultural (el mexicano es rebelde por naturaleza), en tanto que otros afirmarán que se trata de un problema de usos y costumbres que son inamovibles. Pero hay ejemplos positivos de transformación en el país, como es el caso de Chihuahua, estado azotado por la criminalidad, que sugieren que existen soluciones si se resuelve el problema de la falta de continuidad en las estructuras de autoridad y la falta de acuerdo entre los responsables a nivel político sobre las reglas que deben hacerse cumplir.
La falta de continuidad en las estructuras de autoridad es quizá uno de nuestros más grandes vicios, uno que además es fuente de la debilidad de nuestras instituciones. Llega un nuevo gobernante, lleno de bríos, levanta todas las calles del pueblo, inicia obras grandiosas, trata de atajar los problemas principales, en ocasiones encuentra alguna manera exitosa de resolver un problema grave (como ha ocurrido, intermitentemente, en el caso de la criminalidad), pero luego se va a buscar fortuna en otra parte y deja todo colgado. La siguiente administración llega llena de bríos a pelearse con la anterior y a hacer algo totalmente distinto. Las obras se quedan a medias, los proyectos no tienen continuidad y todo comienza de nuevo. Lo peor del caso es que la ciudadanía no tiene nada que hacer al respecto.
La falta de acuerdo entre los responsables a nivel político es el otro lado de la moneda: no hay continuidad porque no hay acuerdo ni incentivo alguno para que lo haya. Históricamente, los gobiernos llegan como una pandilla dedicada a explotar el botín y eso implica que no quieren regla alguna que los limite (y la alternancia no ha modificado este patrón). Apegarse a una estructura institucional implicaría aceptar que hay límites a la rapacidad y eso es anatema en el contexto del viejo sistema político que, desafortunadamente, no ha desaparecido, sino que se perfecciona día a día.
La historia de la legalidad en diversos países y sociedades no se vincula a la cultura o a la existencia de un impresionante aparato judicial o policiaco. Los países que han alcanzado a establecer la legalidad como mecanismo para normar la vida entre los ciudadanos y para garantizar sus derechos, son aquellos que han logrado que la sociedad entera, pero sobre todo los políticos y representantes populares, acepten el marco normativo como válido. Eso se puede apreciar igual en la teoría de Rousseau y Locke que en los pactos de la Moncloa. Lo que importa es que haya un compromiso de apegarse al marco normativo. El caso español ilustra que lo importante no es el contenido sino el hecho: allá se aceptó lo existente porque la alternativa hubiera sido el caos. A partir de ese hecho comenzaron a modificar las leyes pero desde dentro de las instituciones que los pactos reconocieron como punto de partida. En el fondo, lo que México necesita es un gran trabajo político que haga posible adoptar un marco legal al que todos nos sometamos.