Luis Rubio
La competencia es vital para el funcionamiento eficiente de los mercados: sin competencia existe una permanente propensión al crecimiento de los precios, no hay incentivos para mejorar la calidad de los bienes y servicios y se inhibe la innovación. Sin competencia una economía tiende a estancarse y la población vive acosada por empresarios rentistas que no tienen el menor interés por ofrecer mejores productos, términos, calidad o precio. La lógica de promover la competencia es absoluta y transparente.
La práctica es más compleja. Los monopolios (o prácticas monopólicas) solo pueden existir como resultado de tres circunstancias: por la existencia de monopolios naturales (como las redes de distribución de electricidad o las vías de ferrocarril); porque existe un control legalmente sancionado de una actividad o sector, como ocurre con el petróleo o la electricidad; y por la protección que directa o indirectamente le confieren las regulaciones gubernamentales a una empresa o sector cuando se constituyen en barreras de entrada virtualmente infranqueables que impiden el acceso de competidores.
En concepto, existen tres maneras de controlar las actividades monopólicas: a través de legislación, mediante la propiedad y operación gubernamental de un sector o por medio de regulaciones. Ninguna de estas es perfecta. La legislación antimonopolios es costosa y compleja, inexorablemente susceptible al abuso. Los monopolios gubernamentales siempre generan rentistas, sobre todo los sindicatos. La mayoría de las prácticas monopólicas se genera porque las empresas capturan a la autoridad y logran que ésta emita regulaciones que las protejan y, una vez que existen, como el palo dado, ni Dios las quita. La abrumadora mayoría de los casos en que existen prácticas anti competitivas en el país se deriva del marco regulatorio. Por eso, la manera eficiente de acabar con los monopolios mexicanos es a través de la desregulación y de la modernización radical del marco regulatorio existente. Además, si queremos una economía verdaderamente competitiva, tendremos que enfrentar el mismo tema en los monopolios gubernamentales.
Decía George Stigler, experto en el tema, que los méritos de una economía de mercado tienen mucho menos que ver con el sustento teórico de la competencia que con la estructura y organización de cada mercado específico. Por eso es clave entender el origen y funcionamiento del marco regulatorio que da forma al mercado. La estructura corporativista que caracterizó a la economía y a la política en el país a lo largo de una gran parte del siglo XX se caracterizó por la existencia de un sinnúmero de mecanismos dedicados a controlar sindicatos, empresas y personas. Esa estructura construyó un esquema regulatorio orientado a hacer funcionar la actividad económica dentro del marco de una economía cerrada en la que el gobierno concedía permisos exclusivos de importación o fabricación de bienes bajo el principio de que así se promovía el desarrollo industrial. Independientemente de los resultados de la estrategia de substitución y control de importaciones, el esquema hizo dependientes a las empresas del gobierno y sus regulaciones, porque determinaban su viabilidad y rentabilidad. Así, no es sorprendente que, por su origen, el marco regulatorio no sólo no promovía la competencia, sino que incentivaba la creación de barreras a la misma: el objetivo era proteger a las empresas de la competencia. Aunque en el proceso de apertura a las importaciones se eliminaron muchas regulaciones, otras persisten y se han multiplicado.
Adicionalmente, los pactos contra la inflación que se instrumentaron en los 80 entrañaron una estrecha cooperación entre las empresas de cada sector porque se fincaban en acuerdos de precios entre productores para romper la inercia de la inflación. Sin embargo, desde la perspectiva de la competencia, acabar con la inflación tuvo un enorme costo porque las empresas se acostumbraron a comunicarse entre sí y, por lo tanto, a no competir. Este es otro pecado de nuestro pasado que también pesa sobre la estructura económica actual.
La combinación de una estructura débil de regulación, instituciones con poca credibilidad y poderes fácticos con capacidad de veto, no sujetos en la práctica a autoridad alguna, obliga a pensar en maneras creativas y novedosas de avanzar la competencia en el país. Ante una situación similar, al menos en algunos aspectos, las naciones europeas crearon una autoridad regional de competencia. Algo similar se podría explorar en nuestro caso: una autoridad norteamericana en la materia con la fortaleza institucional, neutralidad y credibilidad necesarias para operar con éxito.
La iniciativa propuesta por el ejecutivo para reformar la ley en materia de competencia constituye una significativa mejoría porque avanza hacia la profesionalización de la COFECO. Sin embargo, la iniciativa no atiende el problema central: el hecho de que la entidad tiene funciones de fiscal y tribunal, es decir, de juez y parte, lo que crea una propensión permanente a la parcialidad. La ausencia de contrapeso conduce a excesos, protagonismos y decisiones de actuar o no actuar fundamentadas en las preferencias de los comisionados o de su presidente, más que en un análisis detallado y defendible a partir de evidencia incontrovertible. La estructura actual le confiere excesivas facultades discrecionales a su presidente y no limita su ámbito de acción. La autonomía mal entendida y sin contrapesos termina siendo otro poder fáctico.
En la actualidad, el único recurso que tiene una empresa frente a las decisiones de la Comisión es el amparo, procedimiento que lleva años en resolverse. Lo que realmente se requiere es un contrapeso efectivo que no se preste a dilación pero que impida el abuso. El mecanismo ideal sería un Tribunal Federal especializado en la materia sin recurso al amparo, de manera similar, en concepto, a lo que ocurre en la actualidad con el IFE y el Tribunal Electoral. Esa estructura ha probado ser eficiente, evita protagonismos y genera decisiones expeditas: ambas entidades saben que existe una institución de referencia, lo que les lleva a actuar con sumo cuidado.
La esencia de la iniciativa reside en la posibilidad de imponer severas penas económicas e incluso penales a las empresas y funcionarios que incurran en prácticas anti competitivas. Un cambio cualitativo de esta naturaleza tiene una lógica explicable, pero no puede darse en ausencia de un equilibrio institucional que garantice una profesional e impecable aplicación de la ley. Sin contrapesos funcionales, una ley de esta naturaleza sería inquisitorial.