Sin consecuencias

Luis Rubio

En la película Annie Hall, Woody Allen trata de explicar relaciones irracionales por medio de un chiste: «un señor va al psiquiatra y le dice ‘mi hermano está loco, cree que es un pollo’. El doctor le pregunta: ‘¿por qué no lo llevas a un hospital?’, a lo que el señor responde: ‘lo haría, pero necesito los huevos'». Este tipo de razonamiento sirve para ilustrar los absurdos de nuestra estructura política actual. Lamentablemente no es un mero tema de anécdota: los costos son inconmensurables.

El proceso legislativo es un buen ejemplo de lo peculiar de nuestro sistema y de los absurdos que lo caracterizan. Las iniciativas de ley pueden provenir del ejecutivo o de las propias cámaras legislativas, pero la abrumadora mayoría sigue originándose en la casa presidencial. Lo que sí ha cambiado respecto al viejo sistema priista es que ahora los legisladores modifican sustantivamente las iniciativas, con frecuencia las desechan y, en ocasiones, responden con una propia. En el pasado, el presidente enviaba iniciativas que quería se aprobasen y mientras más rápido mejor. Algún legislador un día me comentó que el verdadero control político en el país residía en la capacidad del presidente de reformar la constitución. Hasta hace unos años, eso era peccata minuta.

No sólo ha cambiado el poder legislativo. Ahora la presidencia envía iniciativas al por mayor, muchas de ellas contradictorias entre sí. Mientras que es fácil imaginar a un presidente de los de entonces pegado al teléfono esperando que sus informantes le confirmaran que ya se habían satisfecho sus deseos, hoy el presidente manda iniciativas y se dedica al resto de sus funciones porque si no no haría nada más. De la misma forma, los legisladores procesan iniciativas sobre temas de los que no saben nada, se dejan llevar por personajes interesados (en el sentido práctico, ideológico o ambos) y con frecuencia toman posturas extremas porque no hay nada que los limite o frene. Además, la naturaleza de nuestro proceso legislativo procrea expertos instantáneos, legisladores avezados y pactos inconfesables. Todo ello sin consecuencia alguna para los involucrados: si el efecto de la ley que se aprueba es bueno o malo a nadie le importa porque lo único certero en este sistema político es que el que actuó nunca es responsable ni seguirá en el puesto el tiempo suficiente para siquiera sonrojar.

Lo mismo ocurre desde el otro lado de la barrera: empresarios, sindicatos, gobernadores, secretarios, intelectuales y organizaciones no gubernamentales se dedican a presionar, influir, corromper y extorsionar a los funcionarios y legisladores para modificar una determinada iniciativa, impedir que se procese o lograr que salga a modo. El proceso legislativo se ha convertido en un gran lobby político y mediático que funciona sin reglas y donde el único referente es la capacidad de presionar. Se trata de otra perspectiva, quizá menos convencional, de los poderes fácticos donde lo que cuenta es salirse con lo que uno busca, cueste lo que cueste. No hay sanción alguna para el extremismo.

Por supuesto, un proceso democrático entraña la participación activa de todos los integrantes de la sociedad y eso debe ser bienvenido. Sin embargo, lo que se observa es un sistema que carece del más mínimo componente de rendición de cuentas, que es siempre opaco y cuyos participantes gozan de una aterradora impunidad. Quizá lo más revelador para mí ha sido observar el efecto espejo que se crea: quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones (funcionarios y legisladores, pero hoy especialmente los legisladores) se prestan a la presión y al chantaje porque ellos mismos no tienen más referente que sus intereses personales, grupales o, en todo caso, partidistas. Los del otro lado, quienes representan algún interés, no tienen razón alguna para moderar su lenguaje, matizar sus demandas o limitar sus instrumentos de presión: todo se vale.  Hay poderes fácticos de los dos lados de la mesa.

En todo esto es perceptible la nostalgia por el viejo sistema, factor revelador en sí mismo del tipo de impacto que tuvo la alternancia de partidos en el gobierno. Muchos añoran los viejos tiempos en que se tomaban decisiones (sí, efectivamente se tomaban las decisiones que quería y negociaba el jefe de jefes, pero, a juzgar por los resultados en términos de desarrollo, éstas sólo excepcionalmente fueron buenas). Pero lo impactante es como en lugar de democratizarse el poder, éste simplemente se fragmentó: ahora tenemos figuras en el gobierno, en el legislativo y en la sociedad que actúan como antes lo hacía el presidente: cómo poderes impunes. Todos se sienten dueños y todos quieren poder arbitrario que no rinde cuenta alguna. Más allá de los beneficios personales que pudieran derivar, sus decisiones afectan vidas y haciendas pero no tienen consecuencia alguna para ellos mismos. Democracia sin responsabilidad.

La alternancia de partidos en la presidencia ha tenido un enorme impacto en reducir la concentración del poder pero no ha modificado las formas de ejercerlo ni lo ha democratizado. Me parece evidente el beneficio de la desconcentración y esa ganancia es aplaudible en sí misma. Sin embargo, el tipo de transición en que nos embarcamos casi garantizaba procesos desordenados y poco cuidados de desarrollo político. Los viejos mecanismos de contrapeso que existían (perceptibles vívidamente en la relación entre la presidencia de entonces y los cacicazgos sindicales, donde había capacidad, aunque no siempre fuera institucional, de limitar los peores excesos) se desmantelaron y acabamos con un país dominado por poderes fácticos sin contrapeso alguno. La buena noticia es que las disputas se dan en el contexto legislativo, símbolo de que se respetan los procesos institucionales; la mala es que las leyes son siempre flexibles y adaptables para no afectar demasiado a nadie con poder y capacidad de acción. Ganamos en cuanto a que se acepta la institucionalidad pero perdemos porque ésta no vale mucho.

Desde luego, el gran ausente en esta película es el ciudadano. Nadie, comenzando por sus supuestos representantes, trabaja para quien es, al menos en la teoría, la razón de ser del país. En este contexto no es difícil entender por qué son las cosas como son, por qué otras naciones logran tasas elevadas de crecimiento, por qué otras naciones gozan de un entorno de seguridad y justicia y nosotros no. Ese ciudadano abandonado me recuerda a aquella película de Cantinflas en que sin darse cuenta cómo, acaba sentado en una mesa de gente toda desconocida pero poderosa: de pronto se pregunta a sí mismo «¿y yo qué hago yo aquí?»

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Liderazgo

Luis Rubio

Todos los presidentes comienzan su sexenio seguros de que transformarán al país y construirán la plataforma de desarrollo que imaginaban. Tarde o temprano acaban enfrentando la triste realidad: se dan cuenta de que las soluciones son más complejas de lo que anticipaban y, sobre todo, que no hay soluciones prefabricadas. Todos los presidentes acaban entendiendo que los poderes reales de la presidencia son mucho menores (y hoy en día infinitamente menores) de lo que suponían. Los que acaban siendo exitosos, en México y en China, son aquellos que reconocen que, mucho más allá de lo que diga el papel o la tradición, el verdadero poder presidencial reside en la autoridad moral con que actúan.

En su libro sobre sus experiencias como asesor de presidentes, Stan Greenberg afirma que el líder exitoso es aquel que explica con cuidado y detalle el reto que enfrenta su nación y convence a la población de la importancia de emprender acciones trascendentes: su función es más la de crear un ánimo que el hacer muchas cosas porque las actitudes pueden sumar y transformar o restar y derrotar. Sobre todo, dice Greenberg, la clave reside en la narrativa que construye el presidente para no sólo convencer sino lograr que la ciudadanía entienda el dilema y haga suya la respuesta presidencial. La lección para los presidentes es que no se puede gobernar con discursos que no trascienden porque lo que importa es que exista una narrativa que todo mundo pueda comprender: así es como se construyen bases de apoyo que hacen posible hacer una diferencia.

Es fácil exagerar la importancia de un líder en los grandes procesos sociales. Ningún país avanza mucho por el hecho de que cuente con personas dotadas de excepcional carisma. Lo que hace la diferencia, al menos en el tiempo, es la existencia de oportunidades iguales para todos y condiciones propicias para que cada persona desarrolle sus capacidades al máximo. Sin embargo, hay momentos en que un liderazgo excepcional puede adquirir dimensiones transformadoras si logra construir una base de apoyo que desarrolle una nueva realidad. Cuando las cosas están tan atoradas y tan deterioradas que requieren un replanteamiento fundamental, un líder que comprenda el momento puede ser el factor que destrabe los entuertos, afecte intereses y siente las bases para una nueva era.

México no cuenta con condiciones que hagan propicio su desarrollo. Llevamos décadas construyendo obstáculos, erigiendo barreras y protegiendo intereses al grado en que todo ha acabado paralizado. Cada persona, grupo, sindicato, empresa y entidad en el país ha ido estructurando mecanismos de protección que le permitan sortear (cuando no abusar de) las circunstancias. Unos gozan de exenciones fiscales, otros reciben subsidios; algunos viven en la informalidad, otros compran a la autoridad; algunos reciben prebendas, otros simplemente prefieren el statu quo frente a cualquier alternativa porque su experiencia les ha enseñado que cualquier cambio implica algo peor. El hecho tangible es que el México de hoy es uno en el que todo mundo está descontento pero nadie está dispuesto a cambiar nada.

Dice un estudio sobre los presidentes* que la historia recompensa a los presidentes que toman riesgos. No me queda duda que vivimos en una era de crisis de liderazgo que, como alguna vez afirmara Einstein, es una crisis de incompetencia. Llevamos décadas de malos gobiernos y presidentes anodinos que se conformaron con administrar la decadencia. En el camino, toleraron, cuando no aceleraron, el afianzamiento de todos esos vicios e intereses que han acabado paralizando al país. Por supuesto que ninguno lo hizo a propósito eso habría sido todavía más maquiavélico de lo que se consideran nuestros próceres- pero el hecho es que, entre los que querían salvar al tercer mundo y los que querían administrar la abundancia, pasando por los que pretendieron cambiar el modelo para dejar al país en la peor crisis de su historia, lo que quedó es un país atorado en el que nadie quiere cambiar ni una coma.

Y es ahí donde un liderazgo efectivo e inteligente, un liderazgo que trascienda el discurso cotidiano y se embarque en una narrativa honesta, creíble, transformadora y no amenazante puede contribuir de manera decisiva a romper el impasse.

A partir de su derrota en las elecciones intermedias, Felipe Calderón comprendió que ya pasó el tiempo para pretender salvar una vez más al país. Quitando la retórica partidista, sus discursos recientes muestran una nueva tónica, un deseo de explorar oportunidades que antes no había contemplado como posibles o, incluso, deseables. Su retórica más reciente asume algo trascendental: que un país no se construye en seis años, algo que muy pocos de nuestros presidentes han sido capaces de comprender. La función de un presidente no es cambiarlo todo sino avanzar hacia soluciones, muchas de las cuales pueden tomar décadas en fructificar.

El cambio de tono ha sido notable, pero no así el método. El presidente sigue creyendo que un discurso es todo lo que se requiere para gobernar. En lugar de una narrativa que evoluciona y construye, seguimos observando un conjunto de discursos individuales sin trama que no trascienden el objetivo inmediato. No se comprende que la población tiene que ser convencida, que no se trata de una masa inerte, incapaz de comprender los dilemas y los problemas. Cuando una sucesión de presidentes y, de hecho, toda una clase política- le habla con desprecio y trata con desdén a la población, la ciudadanía no sólo se burla sino que toma provisiones en la forma del atrincheramiento que hoy es característico de nuestra realidad.

Todo mundo sabe que se requieren cambios fundamentales para poder avanzar. En términos técnicos, no es difícil diagnosticar los males y desplegar las opciones que enfrentamos. Pero nuestro problema no es técnico: matices más, matices menos, las alternativas de solución se conocen. Nuestro problema es cómo romper inercias para salir del atolladero. Un liderazgo efectivo puede hacer una enorme diferencia.

El mexicano quiere un líder que le confiera sensación de fortaleza, confianza y seguridad en sí mismo, un líder que trascienda el discurso y sus filias y fobias partidistas para hacer posible comenzar a caminar. El presidente Calderón ya sabe que no podrá hacer lo que ningún presidente puede hacer; quizá por eso podría hacer lo que todos deberían hacer. Galbraith decía que la característica común de los grandes líderes es su disposición a enfrentar de manera inequívoca las fuentes de ansiedad de su gente. Este sería un reto digno de afrontar para nuestro presidente.

 

Desaprovechada

Luis Rubio

En una de sus elocuentes observaciones, Mark Twain decía que “pocas veces fui capaz de ver una oportunidad hasta que ya había dejado de serlo.” La quiebra de Grecia invita a reflexionar sobre las oportunidades que tuvo, y que en buena medida desaprovechó, a lo largo de los treinta años en que ha sido parte de la hoy llamada Unión Europea (UE). Los países pobres, o menos ricos, que se acercan a los que han logrado el desarrollo para acelerar su propio proceso económico buscan la fortaleza de aquéllos pero, como ilustra el caso griego, al igual que México con el TLC, la asociación crea la oportunidad, pero ésta sólo se hace realidad cuando el país menos rico decide hacerla suya.

Existe una gran controversia sobre las diferencias y similitudes entre la UE y lo que en el mundo se conoce como NAFTA. Aunque el objetivo de las naciones que se asocian es similar –todas buscan el desarrollo de sus economías- el mecanismo europeo y el que caracteriza al TLC son muy distintos. Para ser miembro de la UE una nación tiene que modificar sustancialmente sus estructuras jurídicas y regulatorias a fin de conformarse con las normativas del conjunto. A lo largo de las décadas, la UE ha ido perfeccionando el paquete de medidas que son necesarias para poder destrabar el desarrollo. Un país que se incorpora a la Unión y que lleva a cabo los cambios que le exige la burocracia de Bruselas tiene una extraordinaria probabilidad de lograr el desarrollo y, como muestran España e Irlanda, irse acercando al nivel de ingreso del resto del continente. Sin embargo, la experiencia también demuestra que, aunque todos los países que se integran modifican sus estructuras y normativas (eso es a fuerzas), no todas son exitosas. El hecho de modificar la forma no resuelve el fondo.

Por su parte, el TLC norteamericano no entraña una unión política ni se propone modificar las estructuras internas más que en lo relativo a temas comerciales y de inversión que son la esencia del tratado: las tres naciones que lo integran modificaron las leyes y regulaciones pertinentes para conformarse a lo establecido en el acuerdo y nada más. Muchas personas, sobre todo en Europa, llevan años argumentando que esta diferencia es la que ha hecho que México no haya logrado una transformación integral de su economía ni sea hoy la gran estrella del desarrollo latinoamericano. Estos críticos, sobre todo en España, parten del supuesto de que la mera adopción de la normativa europea es lo que lleva a la transformación de un país.

El caso de Grecia nos da una perspectiva distinta: el desarrollo no es algo mágico; sucede cuando el país decide que va a transformarse y, a partir de ahí, reúne todas sus fuerzas y recursos para lograrlo. Es decir, el desarrollo no ocurre como resultado de la modificación de un conjunto de leyes o regulaciones (muchas en el caso europeo, unas cuantas en el nuestro), sino que es producto de la decisión de la sociedad en su conjunto de dejar de ser como ha sido siempre y que es lo que la mantiene en la pobreza y desigualdad. Esto último parecería un exceso verbal pero no lo es: un país como Suiza, ya rico desde hace mucho tiempo, pudo optar por integrarse a la UE pero no lo hizo porque no vio beneficios suficientemente grandes como para justificar cambios en su naturaleza. En cambio, Irlanda, España o Grecia, así como las naciones del este del continente, reconocieron que sus estructuras o modos de hacer las cosas no conducían al desarrollo y por eso se incorporaron a la asociación europea. México hizo lo propio con NAFTA. Más allá del bache del momento, algunas de estas naciones han logrado su objetivo pero otras no.

En este sentido, el mecanismo –TLC o UE- es menos importante que la transformación interna: con toda la normatividad europea, Grecia sigue siendo muy similar a como era antes; sin toda la normatividad europea, México no ha logrado el desarrollo al que aspira. La lección de ambos casos es que el desarrollo tiene más que ver con la disposición interna a lograrlo que con cualquier condicionamiento externo.

En semanas recientes, la UE anunció un conjunto de medidas para ayudar a que Grecia salga de su crisis. El tiempo dirá si los griegos se acomodan o si pierden otra vez el tren. Pero el ejemplo es relevante: nosotros, hijos de Lampedusa, hemos sido expertos en reformarlo todo para que todo siga igual. La reforma en materia petrolera de hace un par de años es un buen ejemplo: la iniciativa era ya de por sí modesta y lo que acabó saliendo fue una maraña todavía menos funcional de lo que existía antes de comenzar. A Grecia la van a obligar a corregir sus cuentas fiscales y a adoptar mucho de la normativa europea que ha eludido. Aunque esta forma de “neocolonialismo,” como le han llamado muchos críticos, seguro corregirá los desequilibrios fiscales, no es obvio que consolidará una plataforma para el crecimiento de largo plazo. En 1995 nosotros pasamos por un proceso similar y acabamos con más restricciones al desarrollo de las que existían antes y con pobres resultados en términos de crecimiento.

Estos dos ejemplos confirman que el crecimiento económico no se logra por imposición. Los países tienen que querer transformarse y estar dispuestos a llevar a cabo los cambios que esa transformación exige. Por ejemplo, el crecimiento exige la eliminación de abusos y privilegios –esos de que gozan sindicatos y empresarios, burócratas y ciudadanos en general, o sea, todos- en aras de lograr grandes beneficios más adelante. Aunque un gobierno puede modificar leyes y regulaciones, sólo el concurso popular y el apoyo a la transformación puede lograrla. Luego de décadas de dictadura, en los setenta los españoles abrazaron la idea de sumarse a Europa porque la veían como la llave al desarrollo. Su disposición a transformarse fue la clave de su éxito. Sus rezagos son también muestra de sus propias decisiones: en el último año, por ejemplo, su contracción económica no fue muy distinta a la de Alemania pero, por su política laboral, su desempleo se fue del 8% al 20%.

Los mexicanos llevamos años con las puertas abiertas a la economía más grande y rica del planeta, pero sólo una parte de la población ha sabido, o logrado, aprovecharlo. No ha existido una estrategia de desarrollo como la que existió en España o en Irlanda cuando se unieron a la UE, ni el liderazgo político capaz de llevarla a buen puerto.

En México, como en Grecia, lo que importa no es tanto lo que los otros países ricos con los que estamos asociados quieran que logremos, sino lo que nosotros estemos dispuestos a hacer para acabar con los obstáculos al desarrollo. Ese es el otro lado de la soberanía.

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Al día siguiente

Luis Rubio

A seis semanas de la próxima justa electoral es fácil anticipar la escena en los Pinos en la mañana siguiente: todos querrán saber qué pasó. Se suponía que las alianzas permitirían al PAN avanzar en la geografía nacional, debilitar al PRI y sentar las bases para dos años de triunfos sin fin. Desafortunadamente, la realidad habrá sido cruel, con todo y uno o dos triunfos que se pudieran haber logrado. Como diría el gran ensayista norteamericano Ralph Waldo Emerson, “aprendimos geología al día siguiente del terremoto.” La discusión seguramente se tornará airada: unos tratarán de explicar el fenómeno, otros de encontrar a los culpables. Unos pocos, quizá los menos, comenzarán a elucubrar sobre las implicaciones del desastre y las posibilidades para lo que resta del sexenio. Los nuevos geólogos estarán muy ocupados.

Para el lunes 5 de julio el país ya será otro. La pregunta es si el gobierno seguirá siendo el mismo: seguirá preguntándose, como ocurrió luego de elecciones intermedias, ¿quién nos hizo esto? o, con más sensatez, ¿cómo lo corregimos? El año pasado la respuesta fue tajante: el gobierno había hecho todo bien pero los gobernadores del PRI, las televisoras y la crisis económica provocaron la derrota. De ahí su inevitable reacción: contra todos ellos.

Ahora, la alternativa para el gobierno es muy simple: reconsiderar su estrategia para construir lo que todavía sea posible o lanzarse en una nueva cruzada por la destrucción de un PRI que, en ese momento, presumiblemente habrá logrado un nuevo hito en su proceso de reconquista del poder. El chip que domina al gobierno no ha sido el de la construcción y búsqueda de consensos, sino el de la reacción contra “los malos” y, ese día, el PRI será el peor de todos. Pero la coartada ya no será convincente: mientras que hace un año los gobernadores tenían el control de los procesos estatales, la noción de que un gobernador saliente puede imponer el voto ya no será persuasiva.

La situación del gobierno no será sencilla. De materializarse el resultado que parece casi inevitable, el PRI estará envalentonado y probablemente indispuesto a entrar en negociaciones para las que no ve mayor oportunidad. El gobierno se encontrará ante márgenes de gobernabilidad y autoridad por demás reducidos, además de que todo el mundo político estará volcado hacia el PRI, inexorablemente viéndolo como el ganador del 2012.

Hay tres elementos a considerar. Primero, la posición del presidente frente al remanente del sexenio y, sin duda, frente a la historia. Segundo, la atrofia que incrementalmente caracteriza al país porque todo mundo está más concentrado en ganar (o en que pierda el otro) que en gobernar, legislar o construir. Y, tercero, la posición relativa de cada uno de los partidos frente a la madre de todas las contiendas, la del 2012. Este último punto es fácil de dilucidar: de seguir por el camino que lo llevó a este momento, el gobierno garantizará que el 2012 sea un día de campo pero para el PRI.

Al día siguiente de los comicios el gobierno y su partido tendrán que recapacitar sobre las apuestas temerarias que hicieron por las alianzas y definir de nuevo su estrategia. Sin duda, lo más difícil será replantear el papel del presidente ante la nueva realidad. Lamentablemente para él, la apuesta por las alianzas no le garantizaba triunfo alguno, pero sí aseguraba la animadversión del PRI, sin cuya concurrencia el frente legislativo era un camino imposible. Ahora tendrá la opción de corregir o intentar una nueva locura: corregir para tratar de construir algo relevante en lo que queda del sexenio, lo que entrañaría una clara disposición a negociar, crear espacios comunes y ceder la tentación de ganar el 2012 a cualquier precio. O, por otro lado, intentar una nueva alianza contra el PRI, cueste lo que cueste. En el fondo, lo que el presidente tendría que definir es si es capaz de remontar su anti-priismo visceral en aras de dejar un legado mínimamente relevante.

En contraste con las intermedias de hace un año, el presidente queda ahora en una situación por demás precaria. Hace un año la opción era ponerse por encima del conflicto cotidiano en aras de avanzar una agenda nacional con posibilidad de trascender. Ahora el tema será de sobrevivencia.

Aunque el simbolismo del resultado de las elecciones de este julio será enorme, la historia electoral no se escribe sino hasta que se escribe. Como ilustró recientemente la animadversión entre los contingentes priistas en el legislativo (cada uno representando intereses de candidatos opuestos), nadie tiene nada seguro en este juego ni se debe subestimar la complejidad del otro. La percepción de un gobierno pobre le ha hecho sumamente difícil al PAN mantener la presidencia, pero esto no es un absoluto. Dada la experiencia de los últimos años, parece razonable suponer que si no cambia su estrategia, su principal legado será exactamente el contrario al del Fox: devolverle la banda al PRI.

La opción es clara: buscar culpables o construir una nueva estrategia. Si opta por la búsqueda de chivos expiatorios, el cielo es el límite. La alternativa de construir una nueva estrategia no garantiza el triunfo del PAN pero si le confiere al presidente la posibilidad de dejar un legado que trascienda la necesaria pero interminable guerra contra el narco. ¿Será capaz de reconocer errores, convocar a las fuerzas políticas y salvar lo que sea posible de la civilidad política?

En el escenario de construcción y búsqueda de acuerdos, así sean mínimos, el gobierno tendría que redefinir sus objetivos; desarrollar una ambiciosa estrategia para convertir a la comunicación en un instrumento de gobierno; repensar su equipo, sobre todo en lo que toca a la operación política; y focalizar esfuerzos. Sobre todo, tendría que definir sus prioridades ya no frente a lo abstracto de un sexenio que comienza, sino lo que queda de una administración que, luego de cuatro años, tiene pocos resultados que mostrar.

La experiencia de Mandela en Sudáfrica es por demás elocuente: lo que México requiere es reconciliación, dejar el pasado en el pasado y comenzar a ver hacia adelante. La pregunta de fondo es si el gobierno se seguirá guiando por fobias o por el deseo de construir un futuro.

La posición del gobierno no está perdida. Hoy, seis semanas antes de los comicios, puede comenzar a convocar a un pacto de acción y civilidad para la etapa posterior a las elecciones. También puede entablar acuerdos para contener el daño y facilitar el crecimiento de sus propios contingentes en los próximos meses. Su problema es de estrategia, pero también de actitud. Ambas son cruciales ahora.

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Otro es culpable

Luis Rubio

En su libro sobre el “choque de civilizaciones”, Samuel Huntington preveía que la siguiente era de conflicto mundial se derivaría de disputas entre culturas distintas e irreconciliables. Su visión cobró excepcional notoriedad con los ataques de Septiembre 11 porque parecía esclarecer el nuevo fenómeno. Sin embargo, por atractiva que parecía su teoría, ésta no permitía explicar otra faceta del fenómeno cultural: el choque dentro de cada civilización. Las disputas que nos caracterizan con frecuencia trascienden los límites de la racionalidad tradicional y sólo pueden explicarse por visiones contradictorias, intereses irreconciliables e incapacidad para asir soluciones comunes.

He venido reflexionando por años sobre el fenómeno de las luchas intestinas emanadas, al menos en parte, de diferencias culturales, pero fue la lectura de un nuevo y excepcional libro,* que me permitió tomar una perspectiva mucho más aguda. Estudiando al mundo árabe, el libro describe dos manifestaciones del choque de civilizaciones que parecerían tomadas de una novela costumbrista mexicana.

Lee Smith se aboca, por un lado, a las diferencias que caracterizan a la dinámica interna de las sociedades árabes. El autor observa que, contra lo que uno podría deducir de los reportes de prensa y artículos de opinión respecto a las sociedades medio orientales, no existe una sola voz que exprese el sentir general y, por lo tanto, que el argumento que emplean los líderes políticos para justificar su inacción -no alebrestar a “la calle”- no es más que una estratagema diseñada para evitar modificar el orden establecido. Desde una perspectiva analítica, la noción misma de monolitismo es absurda; sin embargo, si uno piensa en la historia de la era priísta, esa era justamente la pretensión del sistema: había una verdad y esa era la que valía.

La otra manifestación de las luchas culturales que describe Smith se refiere a la incapacidad para reconocer responsabilidad alguna: alguien más siempre es culpable de las cosas que acontecen a diario, de los problemas que enfrenta el país y de la imposibilidad para actuar frente al malestar evidente que caracteriza a las economías y sociedades de la región. Ante la incapacidad para reconocer y enfrentar los problemas, la solución ha sido culpar a alguien más y, dice Smith, desde hace décadas ese culpable –y chivo expiatorio conveniente- ha sido Estados Unidos.

Algunas de las conclusiones a las que el autor arriba son particularmente relevantes para nuestra propia realidad. Algunas de sus frases evocan una cercanía con nuestra cultura que llama la atención. Aquí van algunas frases textuales: “el problema de la democracia árabe no es falta de oferta sino falta de demanda”; “la gente prefiere un caballo fuerte a uno débil”; “es imposible entender a la región si no se reconoce el significado de la violencia, la coerción y la represión”; “la fortaleza de cualquier sociedad depende de su cohesión… de la narrativa que le da forma”; “el tribalismo –la sensación de que la sociedad se define, en su esencia, por el choque de grupos y posiciones- es una fuerza formidable”; “pleno reconocimiento y respeto se reserva sólo para los creyentes”; “no existe intelectualidad desinteresada…toda sirve al poder”; “el antiamericanismo no es resultado de las políticas estadounidenses sino elemento orgánico de la política local”; “la sociedad cambia pero las narrativa social permanece incólume”.

México no es un país árabe, pero al leer las páginas no pude dejar de meditar sobre las evidentes similitudes. En el país es posible observar los dos fenómenos: la lucha intestina por el poder y por proyectos personales y grupales, así como el uso de recursos externos para evadir responsabilidades y culpas. La cultura y narrativa priístas siempre privilegiaron la unidad nacional, distancia respecto al resto del planeta y, sobre todo, una visión omnímoda del mundo. El sistema explotaba (y manipulaba) los temores de la población, la historia de la invasión norteamericana y la pobreza aparentemente endémica para mantener y nutrir la legitimidad del sistema. La búsqueda de apoyo popular, sobre todo a partir de los gobiernos populistas de 1970, nunca contempló las consecuencias de su retórica o de su reinvención de la historia.

La narrativa de los Niños Héroes es paradigmática. Inventada en el  gobierno de Miguel Alemán para conmemorar el centenario de la invasión, la leyenda se apuntalaba en todos los elementos útiles para ser creíble y generalizable: heroísmo, niñez, la escuela, la bandera. Se trataba de una narrativa esencialmente inofensiva porque construía hacia adentro y no generaba un clima de animadversión. En los setenta el manejo nacionalista se tornó agresivo y defensivo, sirviendo de contexto para la modificación de mucho de las reglas del juego en materia económica y que acabaron por dar inicio a una era de crisis de la que, bien a bien, todavía no salimos.

El PAN no se queda atrás: su cohesión histórica surgió de su oposición al PRI, pero una vez llegado al poder no supo cómo desarrollar un programa positivo, con visión de futuro. En lugar de construir una nueva narrativa, quizá apuntalada en el desarrollo de instituciones o de un verdadero mercado, el PAN sigue en su lógica maniquea: el otro es culpable. Para el PRD la cosa no es distinta: ahí está el ilegítimo de AMLO. La cohesión de la clase política mexicana ha dependido de fobias y de culpar a otros en lugar de construir un futuro.

Quizá lo más sintomático de la guerra cultural que describen Huntington y Smith, cada uno a su manera, es el hecho de que el país vive un entorno de lucha soterrada en el que los intereses particulares que representan, o encabezan, muchos de nuestros políticos se disfrazan de posturas benévolas cuando en realidad constituyen amenazas fundamentales al desarrollo y bienestar de México. Las posturas irreconciliables quizá generen cohesión, pero no le dan viabilidad al país ni mucho menos la posibilidad de salir de su estancamiento.

La disputa interna, eso que se dio por llamar “la disputa por la nación,” sigue viva. Años, décadas, de intentos por cambiar no han rendido frutos que satisfagan a la población, por más que se ha transformado el aparato productivo. En la medida en que sigamos simulando y pretendiendo que la defensa de privilegios e intereses particulares no tiene costo, el país seguirá igual: cambiando pero sin sentido de dirección. La lección de los países árabes –como ilustran los que no tienen petróleo- es que no se puede pretender el desarrollo si se rechaza todo lo que lo hace posible.

*Smith, Lee, The Strong Horse: Power, Politics, and the Clash of Arab Civilizations, Doubleday
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Diagnosticos

Luis Rubio

Groucho Marx, el gran actor satírico, decía que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. En México domina la noción de que el país está sobre diagnosticado, que se conocen y entienden los problemas y que el verdadero problema yace con los legisladores y funcionarios que no se comprometen y actúan para aprobar “las reformas” y darle oportunidad al país de salir adelante. Sin embargo, no es obvio que los diagnósticos que se han convertido en verdades inmaculadas o que el contenido de las reformas que tanto se mencionan sean correctos. Si bien es evidente que el país requiere un sinnúmero de reformas, el contenido de las mismas importa y es clave para conducir al objetivo de salir del atolladero y destrabar el desarrollo. No hay nada más peligroso que hacer correctamente lo incorrecto.

La esencia de nuestra problemática gira en torno a un concepto: conflicto. El conflicto es inherente a cualquier sociedad. Por homogénea que pudiera ser, no existe comunidad humana que no manifieste diferencias, intereses cruzados o perspectivas incompatibles. Ralph Miliband, uno de mis grandes profesores, afirmaba que sin conflicto es imposible entender a la sociedad humana. El conflicto es parte de la vida cotidiana igual en las sociedades más institucionalizadas y civilizadas que en las más violentas y rijosas. La diferencia entre ellas no reside en la existencia de conflicto, sino en la forma en que éste se procesa y resuelve.

El diagnóstico prevaleciente dice que el problema de la parálisis institucional reside en la incapacidad para ponernos de acuerdo. Por lo tanto, lo urgente es encontrar una manera de cerrar la brecha entre posturas y con eso el país comenzará a florecer. De ahí que se manifiesten propuestas orientadas no a encauzar el conflicto sino a intentar suprimirlo: crear mayorías, así sean artificiales, para que, ahora sí, se pueda salir del agujero. En el fondo, predomina la nostalgia por las soluciones presidencialistas de antaño y, al mismo tiempo, por las transiciones española y chilena en que todas las fuerzas políticas aceptaron olvidar el pasado en aras de la construcción de un nuevo futuro.

Visto en retrospectiva, las circunstancias de esas dos naciones antes del fin del gobierno dictatorial fueron muy distintas a las de nuestra realidad. Tanto España como Chile construyeron sistemas legales que funcionaban como mecanismos para dirimir disputas y que luego sirvieron como plataforma para la propia transición. En España hubo un acuerdo explícito de mantener la constitución franquista no porque ésta fuera buena o gozara de beneplácito por parte de la nueva composición política, sino porque todas las fuerzas reconocieron lo fundamental de mantener un régimen legal que obligara a todos y estableciera reglas del juego. En México las reglas del juego eran las del sistema priísta y se fundamentaban no en un sistema legal funcional sino en el poder del presidente. Ese sistema se erosionó y acabó colapsándose en 2000. En contraste con Chile y España, México entró en un proceso de transición política sin mapa, sin reglas del juego y sin instituciones capaces de canalizar y resolver el conflicto político. Visto de esta manera, debió haber sido obvio que una transición como aquellas era simplemente inconcebible en México.

Ahora viene lo que Joaquín Villalobos ha llamado “el síndrome de la decepción democrática.” Para quienes esperábamos una transición de terciopelo, la desilusión ha sido mayúscula. El mayor problema ahora no reside en la falta de acción sino en lo errado del diagnóstico y la cerrazón ante la necesidad de análisis. En lugar de reconocer la inevitabilidad del conflicto como componente de la naturaleza humana, el debate se concentra en la necesidad de imponer mayorías y retornar a lo que supuestamente funcionaba bajo el régimen priísta que, por cierto, si hubiera sido tan maravilloso, no hubiera caído…

La democracia es inevitablemente conflictiva, genera incertidumbre y abre espacios a la participación pública y política de todos los actores sociales, incluidos los indeseables. La democracia requiere reglas para poder funcionar y éstas son producto de negociaciones en las que todos los actores ceden privilegios del viejo régimen a cambio de la institucionalidad: no se trata de un proceso simple o carente de contradicciones. El viejo régimen intentaba control absoluto de mentes y almas y, por esa vía, la supresión del conflicto. Por imperfecta que sea nuestra democracia, la apertura inexorablemente entraña la presencia y participación de comunidades indígenas y narcos, opinadores y políticos, empresarios y sindicatos, líderes y ciudadanos. Lo que antes parecía no existir –porque se suprimía- ahora es parte inherente al debate social y por eso es absurda la noción de que una mayoría artificialmente creada constituye una solución: lo que se suprima en un espacio aparecerá en otro. En cierta forma, esa es la principal lección del levantamiento zapatista: el conflicto existe y va a aparecer de alguna forma; si no existen conductos institucionales para que se manifieste, aparecerá en otros menos deseables.

El país vive el conflicto en todos sus ámbitos, muchos a flor de piel. Las diferencias de perspectiva y los choques de intereses son ubicuos. Mucha de la dislocación que vivimos tiene profundo arraigo en la realidad, una realidad que es fácil de desdeñar. Por ejemplo, la economía informal quizá emplee hoy en día a una mayoría absoluta de la fuerza de trabajo urbana en el país. Se puede pretender que la informalidad no existe pero eso no la anula y, más importante, no cambia el hecho que los incentivos para quienes ahí habitan son distintos a los de la sociedad formal. La sociedad mexicana enfrenta ahí una ruptura poco entendida: de un lado está la formalidad (que incluye a igual a profesionistas y burócratas que  a los poderes fácticos) y del otro están los informales, incluyendo a narcos y a vendedores ambulantes; estos últimos acaban siendo extraordinariamente vulnerables a las redes de corrupción y violencia de los primeros.

La solución de estos asuntos no comienza por la vía legislativa. Sin un arreglo político fundamental que preceda a cualquier reforma ninguna ley va a cambiar la realidad. El asunto de fondo a resolverse es cómo canalizar el conflicto y darle legitimidad a los instrumentos de gobierno, incluidos los de hacer valer la ley frente a quienes se rehúsen a ser parte del régimen político que resulte de ese arreglo. Negar la inevitabilidad del conflicto es equivalente a preservar el statu quo.
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País de personas

Luis Rubio

Al plantear la necesidad de “dejar de ser un país de caudillos para convertirnos en un país de instituciones” Plutarco Elías Calles esbozaba la problemática central del país. Desafortunadamente, visto en retrospectiva, la solución que encontró al construir al “sistema” político, y al partido como su figura central, no constituyó una solución duradera y ahora estamos pagando el costo.

Décadas de paz política y crecimiento económico no se pueden negar con una afirmación lapidaria como la del párrafo anterior. Pero, si analizamos el devenir del país a lo largo del periodo postrevolucionario, el resultado no es tan benigno como parecería a primera vista. No hay duda alguna que entre el final de los veinte y los sesenta, el resultado fue espectacular bajo cualquier rasero. Sin embargo, el desempeño tanto económico como político a partir de mediados de los sesenta ha sido patético. La economía ha crecido apenas poco más de 1% en promedio en términos per cápita en este periodo y las crisis que hemos presenciado –electorales, cambiarias, de legitimidad, guerrillas, asesinatos políticos, secuestros, narcos- revelan una realidad mucho menos benigna y promisoria.

El punto no es culpar o acusar, sino analizar los males que nos aquejan. El sistema que se construyó a partir de 1929 (y que, para todo fin práctico, sigue siendo el mismo) enfatizó la disciplina de las personas, misma que no logró con el desarrollo de instituciones fuertes y trascendentes, sino a través de una hegemonía cultural fundamentada en el mito revolucionario y, sobre todo,  en el intercambio de lealtad y disciplina por beneficios en la forma de puestos y acceso a la corrupción. El sistema logró el control del país y de la población con medios igual benignos (como el crecimiento económico) que autoritarios, pero no logró, ni siquiera intentó, la construcción de un sistema institucionalizado de gobierno.

Si bien el sistema callista erradicó el caudillismo, al menos a nivel presidencial (y quienes intentaron restaurarlo acabaron crucificados), no logró que el país dejara de ser uno de personas en vez de instituciones. El sistema fue sumamente exitoso en crear una clase de operadores políticos competentes, responsables y capaces, expertos en resolver problemas, evitar crisis y salir, una y otra vez, del atolladero, pero no generó una capacidad de construir un país desarrollado. El contraste entre la endeble institucionalidad y la fortaleza de los individuos con habilidades políticas es notable, pero se trata de dos caras de una misma moneda.

Por supuesto, todos los países generan funcionarios y políticos competentes, pero lo excepcional en México es la poca institucionalidad que los caracteriza. El sistema generaba lealtades absolutas pero pasajeras y todas tenían su contraparte en la forma de beneficios personales: tan pronto acababa el sexenio desaparecía la lealtad. Como dicen respecto a la corona británica, “el rey ha muerto, viva el rey”. Pero el rey en México es la persona: el político individual que vive de puesto en puesto, sobreviviendo y tratando de hacerse rico y poderoso en el camino. Aquí no hay instituciones –ni lealtades- que sobrevivan el sexenio. La problemática ha persistido en la era posterior al PRI. Entidades como el IFE, Transparencia y otras similares fueron construidas sin el cuidado de proteger su institucionalidad y son en extremo vulnerables frente al embate de intereses políticos personales y partidistas.

Los costos de esta realidad se pueden apreciar en todos los ámbitos y más cuando se contrastan con otras naciones que, poco a poco, han ido rompiendo con la condena del subdesarrollo. Lo podemos ver en todo: en la necedad de cambiar todas las políticas públicas -como los impuestos- cada rato; en un empresariado que, con unas cuantas excepciones, no tiene visión de largo plazo; en una infraestructura hecha para salir del paso (por ejemplo, Ciudad Juárez fue el lugar de mayor crecimiento económico y en el empleo entre 1980 y 2008 pero la inversión en infraestructura física ha sido ínfima); en la falta de atención al problema de producción petrolera; en una política educativa dedicada a satisfacer al sindicato y no a preparar al país, en particular a la niñez, para un mundo basado, cada vez más, en la capacidad creativa de las personas. Ejemplos sobran.

Tenemos poderes fácticos porque no existen instituciones con contrapesos efectivos que les obliguen a contribuir y apegarse a la ley, en lugar de expoliar. Las redes de intereses y privilegios –económicos y políticos- se afianzan y multiplican porque no existen mecanismos institucionales, pesos  y contrapesos, que los limiten y obliguen a apegarse a la legalidad. Las reglas del juego “reales” no son las mismas que las leyes escritas y mientras exista una brecha entre ambas, la institucionalidad es imposible: todo depende de personas, con sus falibilidades, intereses y preferencias. El sistema político mexicano sigue siendo jerárquico, casi monárquico y nunca desarrolló contrapesos efectivos ni mecanismos institucionales que le confieran la flexibilidad necesaria para poder adaptarse y responder ante retos crecientes. En una palabra, los incentivos que provoca nuestra realidad permiten a los operadores políticos a chantajear y vulnerar a las instituciones. La pregunta es cómo rompemos el círculo vicioso para poder empezar a salir adelante.

El problema hoy no es, en esencia, distinto al que enfrentó Calles. El país depende de personas cuyos intereses y objetivos no son (ni pueden ser) los del país. Lo que requerimos es un marco institucional que permita que florezca la capacidad y habilidad de todos los individuos en todos los ámbitos de la vida: empresas, campo, política, profesiones y demás. Es decir, lo que requerimos es un arreglo entre todas las fuerzas y grupos políticos para que se definan los temas del poder y de los dineros, permitiendo con ello que el resto de la sociedad se pueda desarrollar. El tema no es de iniciativas de ley o políticas públicas que nadie respeta sino de la esencia del poder: cómo se va a legitimar e institucionalizar el sistema de gobierno para que pueda ser efectivo.

Arreglos de esta naturaleza surgen de tres tipos de circunstancias: un consenso que se traduce en pacto (como en España), una crisis que hace inevitable una respuesta (como en Alemania y Japón después de la guerra), o de un gran liderazgo que forja una transformación (como en Sudáfrica, Brasil o Singapur). No hay modelos perfectos, pero lo que es seguro es que el tren del pacto a la española nunca llegó a la estación mexicana. Tendrá que ser de alguna de las otras dos formas.

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Construir un pais

Luis Rubio

Earl Long, un gobernador populista de EUA, alguna vez afirmó que “algún día Louisiana va a tener un buen gobierno y no les va a gustar nada.” Yo espero que algún día tengamos un buen sistema de gobierno, pero me temo que antes de poder construirlo tendríamos que liberarnos de muchos mitos, dogmas y verdades que no son ciertas. Quizá pudiéramos comenzar por temas como el de nuestra incapacidad de desarrollar una visión de largo plazo para que el país no se reinvente cada seis años.

Nuestro actual sistema de gobierno nació luego de la Revolución y como respuesta al régimen porfiriano. Ante el caos que la Revolución había dejado, el PNR, el abuelo del PRI, se constituyó en una estructura unificadora de las fuerzas políticas, grupos, milicias y pandillas del momento, pero sobre todo en un mecanismo dedicado a disciplinar a estos contingentes, estructurar un sistema de gobierno y proveer un sentido de dirección al país. Si uno ve hacia atrás, es evidente que el sistema priísta estabilizó al país y, empleando cualquier instrumento que se considerara necesario, le dio años de paz política en que prosperó la economía.

Pero ese sistema no sólo respondió al caos del momento, sino también al gobierno de Porfirio Díaz y sus secuelas. En la estructura constitucional de 1917 y, luego, en el sistema construido por Plutarco Elías Calles, se adoptaron dos principios que normaron el desarrollo de la política mexicana por décadas y que, visto en retrospectiva, han tenido efectos atroces. Por una parte, el sistema se constituyó en torno al principio de no reelección que instigó el movimiento revolucionario. El rechazo al despotismo porfiriano se convirtió en un sistema de gobierno de un solo periodo, mecanismo que fue concebido como la manera de evitar la perpetuación en el poder que quedó consignada en la frase popular de que “no hay mal que dure seis años.”

El otro componente del sistema priísta, también respuesta al gobierno porfiriano, fue, como argumentó el estudioso Roger Hansen, la institucionalización del porfiriato: se eliminó el personalismo permanente y se construyó una institución capaz de darle forma a la política mexicana. Quizá nuestro mayor problema hoy resida precisamente en la manera en que el priismo le dio continuidad política.

El régimen de no reelección se construyó con el objetivo de evitar la perpetuación en el poder. En eso la lógica e imperativo de la historia era evidente y necesario. Lo que ese régimen no resolvió o, más bien, lo que causó, fue la articulación de un sistema de incentivos que impiden el desarrollo del país. Quizá esto suene demasiado duro, pero veamos la lógica inherente a la inexistencia de reelección por los dos lados, el de quien es político o funcionario y el del ciudadano.

Un sistema sin reelección pervierte la democracia porque le concede un periodo limitado de gobierno (tres o seis años según el puesto) dentro del cual no tiene responsabilidad alguna. En ese periodo se puede hacer o deshacer sin rendirle cuentas a nadie, sin tener que cumplir promesas de campaña y sin tener que enfrentar al electorado para que éste califique su desempeño mediante el voto. La estructura de incentivos que se deriva de la no reelección excluye al ciudadano de la ecuación política.

Si se pone uno en los zapatos del legislador, gobernador, político o funcionario, la lógica sexenal crea una permanente incertidumbre respecto a la siguiente chamba y lo obliga a estar en la inexorable construcción de su siguiente empleo casi desde el día en que llega a donde está. En algunos casos, la búsqueda se limita al mundo político electoral y lo único potencialmente impropio de su hacer sería intentar sesgar los resultados hacia su partido o hacia su propia carrera. Sin embargo, en muchos otros, el sistema propicia el desarrollo de toda clase de negocios así como acuerdos obscuros con los medios, sindicatos o empresarios. El presidente se preocupará por su legado y por cómo lo recordará la historia pero todos los demás andan permanentemente al acecho.

El sistema es tan perverso en este sentido que ni siquiera creó un servicio civil de carrera de verdad que le diera continuidad a las políticas públicas más allá del plazo sexenal (y, a veces, ni eso). Mientras que en otras naciones existe un servicio de carrera a cargo de la administración pública, en México hemos dejado que novatos se encarguen de las responsabilidades más sensibles. Por ejemplo, ningún parisino o londinense podría creer que una ciudad como la de México no cuente con un administrador que permanece independientemente de los ciclos políticos.

Pero todavía más preocupante que estas sutilezas es el hecho de que nadie es responsable de lo que ocurre en el largo plazo. Lo más probable es que un funcionario canadiense que toma una decisión hoy va a estar ahí diez o veinte años después y pagará algún costo si esa decisión resultó errada. En nuestro caso, el sistema elimina gente al por mayor y la libera, para todo fin práctico, de la responsabilidad.

Quizá el mayor costo que genera esta estructura de incentivos es que impide pensar hacia el largo plazo: no se construyen más que carreras individuales. En lugar de decisiones de Estado, con todas las consideraciones y consecuencias que eso entraña, en México las decisiones tienden a estar orientadas por lo que es expedito: lo que salva el momento pero que no resuelve el problema de fondo.

La no reelección ha tenido la virtud de favorecer la circulación de la clase política, acomodar grupos y darle cabida a todas las corrientes en cada partido, pero no ha impedido que se consoliden personajes más propios de la era feudal en los gobiernos estatales ni que se perpetúen figuras nefastas cambiando de puesto en puesto. Sus costos han sido inmensos. Al mismo tiempo, instalarla no sería fácil precisamente por el afianzamiento de ese feudalismo.

Hace años, cuando se dio un encuentro entre el presidente mexicano y el brasileño, le pregunté al entonces secretario de relaciones exteriores qué otras reuniones similares había habido entre los presidentes de los dos países en sexenios anteriores. Su respuesta fue que no existía registro ni minutas de aquellas entrevistas. Un sistema que no tiene sentido de Estado tampoco tiene memoria institucional ni propicia la continuidad de su personal. Eso provoca decisiones poco meditadas que se traducen en soluciones mágicas, con los resultados esperables. Un país sin contrapesos –y la reelección bien estructurada puede ser eso- no tiene capacidad de respuesta y por eso se anquilosa y es propenso a hacer crisis. Es tiempo de comenzar a construir un país de verdad.
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Monopolios

Luis Rubio

La competencia es vital para el funcionamiento eficiente de los mercados: sin competencia existe una permanente propensión al crecimiento de los precios, no hay incentivos para mejorar la calidad de los bienes y servicios y se inhibe la innovación. Sin competencia una economía tiende a estancarse y la población vive acosada por empresarios rentistas que no tienen el menor interés por ofrecer mejores productos, términos, calidad o precio. La lógica de promover la competencia es absoluta y transparente.

La práctica es más compleja. Los monopolios (o prácticas monopólicas) solo pueden existir como resultado de tres circunstancias: por la existencia de monopolios naturales (como las redes de distribución de electricidad o las vías de ferrocarril); porque existe un control legalmente sancionado de una actividad o sector, como ocurre con el petróleo o la electricidad; y por la protección que directa o indirectamente le confieren las regulaciones gubernamentales a una empresa o sector cuando se constituyen en barreras de entrada virtualmente infranqueables que impiden el acceso de competidores.

En concepto, existen tres maneras de controlar las actividades monopólicas: a través de legislación, mediante la propiedad y operación gubernamental de un sector o por medio de regulaciones. Ninguna de estas es perfecta. La legislación antimonopolios es costosa y compleja, inexorablemente susceptible al abuso. Los monopolios gubernamentales siempre generan rentistas, sobre todo los sindicatos. La mayoría de las prácticas monopólicas se genera porque las empresas capturan a la autoridad y logran que ésta emita regulaciones que las protejan y, una vez que existen, como el palo dado, ni Dios las quita. La abrumadora mayoría de los casos en que existen prácticas anti competitivas en el país se deriva del marco regulatorio. Por eso, la manera eficiente de acabar con los monopolios mexicanos es a través de la desregulación y de la modernización radical del marco regulatorio existente. Además, si queremos una economía verdaderamente competitiva, tendremos que enfrentar el mismo tema en los monopolios gubernamentales.

Decía George Stigler, experto en el tema, que los méritos de una economía de mercado tienen mucho menos que ver con el sustento teórico de la competencia que con la estructura y organización de cada mercado específico. Por eso es clave entender el origen y funcionamiento del marco regulatorio que da forma al mercado. La estructura corporativista que caracterizó a la economía y a la política en el país a lo largo de una gran parte del siglo XX se caracterizó por la existencia de un sinnúmero de mecanismos dedicados a controlar sindicatos, empresas y personas. Esa estructura construyó un esquema regulatorio orientado a hacer funcionar la actividad económica dentro del marco de una economía cerrada en la que el gobierno concedía permisos exclusivos de importación o fabricación de bienes bajo el principio de que así se promovía el desarrollo industrial. Independientemente de los resultados de la estrategia de substitución y control de importaciones, el esquema hizo dependientes a las empresas del gobierno y sus regulaciones, porque determinaban su viabilidad y rentabilidad. Así, no es sorprendente que, por su origen, el marco regulatorio no sólo no promovía la competencia, sino que incentivaba la creación de barreras a la misma: el objetivo era proteger a las empresas de la competencia. Aunque en el proceso de apertura a las importaciones se eliminaron muchas regulaciones, otras persisten y se han multiplicado.

Adicionalmente, los pactos contra la inflación que se instrumentaron en los 80 entrañaron una estrecha cooperación entre las empresas de cada sector porque se fincaban en acuerdos de precios entre productores para romper la inercia de la inflación. Sin embargo, desde la perspectiva de la competencia, acabar con la inflación tuvo un enorme costo porque las empresas se acostumbraron a comunicarse entre sí y, por lo tanto, a no competir. Este es otro pecado de nuestro pasado que también pesa sobre la estructura económica actual.

La combinación de una estructura débil de regulación, instituciones con poca credibilidad y poderes fácticos con capacidad de veto, no sujetos en la práctica a autoridad alguna, obliga a pensar en maneras creativas y novedosas de avanzar la competencia en el país. Ante una situación similar, al menos en algunos aspectos, las naciones europeas crearon una autoridad regional de competencia. Algo similar se podría explorar en nuestro caso: una autoridad norteamericana en la materia con la fortaleza institucional, neutralidad y credibilidad necesarias para operar con éxito.

La iniciativa propuesta por el ejecutivo para reformar la ley en materia de competencia constituye una significativa mejoría porque avanza hacia la profesionalización de la COFECO. Sin embargo, la iniciativa no atiende el problema central: el hecho de que la entidad tiene funciones de fiscal y tribunal, es decir, de juez y parte, lo que crea una propensión permanente a la parcialidad. La ausencia de contrapeso conduce a excesos, protagonismos y decisiones de actuar o no actuar fundamentadas en las preferencias de los comisionados o de su presidente, más que en un análisis detallado y defendible a partir de evidencia incontrovertible. La estructura actual le confiere excesivas facultades discrecionales a su presidente y no limita su ámbito de acción. La autonomía mal entendida y sin contrapesos termina siendo otro poder fáctico.

En la actualidad, el único recurso que tiene una empresa frente a las decisiones de la Comisión es el amparo, procedimiento que lleva años en resolverse. Lo que realmente se requiere es un contrapeso efectivo que no se preste a dilación pero que impida el abuso. El mecanismo ideal sería un Tribunal Federal especializado en la materia sin recurso al amparo, de manera similar, en concepto, a lo que ocurre en la actualidad con el IFE y el Tribunal Electoral. Esa estructura ha probado ser eficiente, evita protagonismos y genera decisiones expeditas: ambas entidades saben que existe una institución de referencia, lo que les lleva a actuar con sumo cuidado.

La esencia de la iniciativa reside en la posibilidad de imponer severas penas económicas e incluso penales a las empresas y funcionarios que incurran en prácticas anti competitivas. Un cambio cualitativo de esta naturaleza tiene una lógica explicable, pero no puede darse en ausencia de un equilibrio institucional que garantice una profesional e impecable aplicación de la ley. Sin contrapesos funcionales, una ley de esta naturaleza sería inquisitorial.

 

El PRI: ¿para qué?

Luis Rubio

Todas las encuestas los ponen en primer lugar. A más de dos años de la próxima justa presidencial las encuestas son en buena medida irrelevantes, pero el simbolismo es claro y lo que yace detrás del crecimiento del PRI en las preferencias populares lo es más. Es obvio que debemos prepararnos para un retorno del PRI al poder. Lo que no es igualmente obvio es que los priístas estén preparados.

Hace poco leí una historia interesante sobre Einstein que es aplicable al PRI. En una ocasión, sus estudiantes le reclamaron por la calificación de sus exámenes. Su protesta era que los problemas que tenían que resolver eran exactamente los mismos que les había puesto en el examen del año anterior. Pues sí, respondió Einstein. Las preguntas son idénticas. Sin embargo, lo que ustedes tienen que entender es que las respuestas han cambiado. Apócrifa o no, la historia sirve de metáfora para la realidad que el retorno del PRI podría traer consigo.

Las respuestas han cambiado, pero no es obvio que los priístas así lo hayan entendido. De regresar, el PRI sería no más que una caricatura de su antiguo ser, pero su objetivo es el de restaurar lo que existía, comenzando por la vieja presidencia. El PRI que ha ascendido en las encuestas no es distinto al anterior, reformado y transformado: no ha tenido que hacer nada más que esperar a que la falta de vocación para el gobierno derrotara a su oposición histórica.

Lo que nadie puede desdeñar es que la realidad de hoy no es la misma de cuando el PRI estaba en el poder y esa es la razón por la cual las respuestas no pueden ser las mismas. La pregunta relevante hoy debería ser: ¿Cómo construir un país moderno en las circunstancias actuales? Pero los priístas más prominentes en la contienda no se están preguntando eso: la evidencia los muestra mucho más preocupados por restaurar la capacidad de imposición de antes que de desarrollar formas creativas y novedosas de gobernar con una visión de futuro.

La derrota del PRI en 2000 cambió la realidad del poder porque lo descentralizó y con celeridad lo capturaron los gobernadores, líderes legislativos y poderes fácticos que adquirieron vida propia al margen del PRI. No va a ser posible restaurar lo anterior. Como dijo Walesa ante la derrota de su partido frente al antiguo Partido Comunista polaco, no es lo mismo hacer sopa de pescado a partir de un acuario que hacer un acuario a partir de una sopa de pescado. Con todas las ventajas con que cuenta, el PRI que regresaría sería estructuralmente distinto al que se fue.

Cambió la estructura del poder pero el país no ha encontrado una manera efectiva de gobernarse. Parte de ello seguro tiene que ver con las capacidades personales de quienes han sido los responsables de conducir los destinos del país, pero mucho es resultado de las dislocaciones reales que han tenido lugar. El país tiene una mala estructura de gobierno y carece de un sistema efectivo de pesos y contrapesos que defina con nitidez los espacios de acción de cada uno de los poderes públicos (por eso tantos intentos de reforma política encaminados a sesgar las reglas a favor de uno u otro). Se vive una lucha intestina entre quienes quieren la perfección y quienes quieren todos los beneficios para sí, ignorando la experiencia de múltiples países que muestra que un país triunfa cuando se logra el mejor arreglo posible que le haga funcionar.

Desafortunadamente, ninguna de las fuerzas políticas, o de los potentados políticos, está pensando u operando bajo esta lógica. Todos quieren la presidencia y muchos están sesgando todo para mantener sus cotos de poder en caso de no ganarla. Nadie está desarrollado una visión de largo plazo que construya y siente las bases para un país distinto. Esto último es particularmente cierto del PRI. Más preocupados por retornar al poder que por ver qué hacer después, se han abocado a fortalecer su estructura territorial, pero también a corregir errores de la democracia acotando a las entidades autónomas y promover reformas políticas a modo.

El país de hoy ya no es el de la era de los sueños priístas en que todo era negociación interna y donde todos, incluyendo los perdedores, salían ganando. El México de hoy es un país muy descentralizado en el que la lógica de los productores es la de sus clientes y mercados, la de los gobernadores nutrir sus feudos (y sus bolsas) y la del mexicano común y corriente tratar de sobrevivir. Es paradójico que los priístas estén tan contentos de su concebible retorno a la presidencia con sólo 38% de las preferencias electorales. Lo que eso me dice a mi es que 62% de la población no está igual de feliz. La era de las mayorías abrumadoras desapareció del mapa político hace tiempo y no es probable que regrese, por más artificios que se inventen.

Por cierto, tampoco hay garantía de que el PRI regrese. Más que un plan para retornar, llegar o quedarse, respectivamente, para cada uno de los tres partidos grandes, lo que México requiere es una estrategia de desarrollo que reconozca una realidad política tan compleja. El péndulo se mueve porque la población está harta, pero eso cambia con el viento.

La realidad es compleja por dos razones: una porque el poder efectivamente se desconcentró y quienes lo ostentan tienen distintas percepciones de la realidad. Para los priístas México siempre fue democrático, para los panistas la democracia llegó en 2000 y para los perredistas todavía está por llegar. Contar con una mayoría legislativa no resuelve estas diferencias ni disminuye el incentivo para boicotear al presidente. La otra fuente de complejidad es que tenemos una pésima estructura institucional y no hay razón para pensar que sería de otra forma: casos como el de España no se dan con frecuencia. Por eso, en lugar de soñar con lo que no pasó, sería mucho más productivo observar a los pocos países exitosos que han logrado un un proceso de consolidación a pesar de la ausencia de consenso inicial.

India y Brasil son dos buenos ejemplos. Por años nos hemos cegado ante sus cambios por el atractivo de los que nos parecen las soluciones elegantes que ilustran España o Chile. Pero el éxito de esos otros países nos debería alertar a lo que realmente les permitió salir de su atolladero: liderazgo y claridad de rumbo. En ambos casos se ha dado esa poderosa combinación: partidos y presidentes o primeros ministros van y vienen, pero ambos llevan más de tres lustros con una sola estrategia de desarrollo. Nuestro fracaso no está en la imposibilidad de construir una democracia funcional sino en ignorar que lo que importa es que la economía avance para darle espacio a todo lo demás. Gane quien gane.