Convulsiones y mercados

Luis Rubio

El mundo parece convulsionarse con decapitaciones de periodistas, guerras civiles, toma de territorios soberanos y referéndums susceptibles de alterar realidades nacionales largamente vigentes. Los cambios geopolíticos en Crimea y Ucrania, la reconfiguración territorial que ISIS está produciendo en Siria e Irak (países ya de por sí inmersos en cruentas guerras civiles no muy distintas, en concepto, a las de Sudán y Libia), han cambiado el panorama internacional. Venezuela amenaza con otra convulsión, ahora que las cuentas producto de años de una atroz conducción económica finalmente tocan la puerta. Cataluña y, recientemente, Escocia votan sobre quedarse en sus respectivos países o irse por su cuenta. El gobierno estadounidense, corazón del sistema internacional en las últimas décadas, va a la deriva, sin estrategia ni capacidad aparente por comprender la naturaleza de los fenómenos que el mundo enfrenta. Los conflictos se multiplican por donde uno voltee y, sin embargo, los mercados financieros parecen incapaces de inmutarse.

La normalidad que aparentan los mercados financieros es intrigante. Mientras que grandes estadistas de nuestra era manifiestan enorme preocupación y alertan sobre los riesgos que enfrenta el planeta ante el colapso de los viejos arreglos políticos (derivados de la paz de Westphalia de 1648), mismos que reconocían las fronteras nacionales y el derecho a la autodeterminación de las naciones, los mercados financieros han mostrado ascensos casi incontenibles en los últimos meses. La prensa especializada del sector afirma que los mercados han logrado una madurez tal que les permite ignorar dichos eventos. Es decir, que lo que pasa en el mundo no afectará la viabilidad de las empresas o la capacidad de los países de cumplir con sus calendarios de pagos. ¿Tiene sentido semejante explicación?

En una conferencia en la que recientemente participé se discutió el momento actual tanto en su dimensión económica como política. Un economista británico altamente reconocido ofreció una interesante explicación sobre la situación económica: primero, los chinos siguen ahorrando la mitad de su PIB, factor que era irrelevante cuando su economía representaba el 1% de la mundial, pero entraña severas consecuencias recesivas ahora que equivale al 12% del PIB mundial. Su aseveración específica fue que ”uno puede ahorrar hasta el infinito, pero nadie puede endeudarse hasta ese nivel”. Segundo, la economía estadounidense se ha ajustado rápido, ”quizá demasiado rápido”, creando una nueva situación geopolítica: el colapso de su gasto en defensa ha resuelto el problema de su déficit fiscal, pero ha dado pie a los movimientos de Putin. Tercero, luego de años de espera,  la economía de la información ha comenzado a arrojar tasas espectaculares de crecimiento en la productividad, aportando fuentes hasta ahora insospechadas de crecimiento económico: “ya no son solo computadoras ayudando en las oficinas, sino nuevas fuentes de inversión, ideas y desarrollos”.

Un viejo estadista planteó que el mundo enfrenta un desafío similar al que existió al inicio del siglo XIX y que exige, al mejor estilo kissingeriano, un nuevo arreglo internacional. Los viejos esquemas ya no funcionan, la noción de un “nuevo orden internacional” de que se habló al final de la guerra fría ha pasado a mejor vida y el enorme desorden que existe en el mundo amenaza con colapsar toda semblanza de estabilidad. Al final de su alocución, ofreció su lectura de lo que ocurre en los mercados financieros: éstos están ignorando los eventos políticos no porque sean irrelevantes sino porque los analistas financieros no saben cómo determinar el costo de ese riesgo. En consecuencia, “sobre-reaccionan porque tienen miedo a lo desconocido”. O sea, no hay tal cosa como que no se verían afectados si las cosas empeoran.

La estabilidad de los mercados financieros es un asunto de primera importancia para nosotros en dos planos: primero porque cualquier movimiento abrupto es susceptible de elevar el costo de la deuda mexicana, lo que podría afectar la estabilidad cambiaria, incrementando nuestros costos y disminuyendo el capital disponible para inversión. Segundo porque el país tiene planes grandiosos que requieren ser financiados, sobre todo en el ámbito energético, que podrían ser retrasados en caso de que los mercados financieros entraran en una etapa de turbulencia. Es decir, lo que pase en esos mercados nos afecta de manera directa e inexorable.

La pregunta es si hay algo que nosotros debiéramos hacer para mitigar el riesgo de que esto ocurra. Hay dos cosas evidentes que México podría y debería hacer para disminuir el creciente riesgo, y ninguna es desconocida o excepcional: lo primero sería consolidar las cuentas fiscales, “blindar” al sector externo, disminuir el déficit gubernamental virtualmente a cero y mejorar las condiciones para que se eleve la productividad y se atraiga la inversión extranjera en forma masiva. Lo primero va contra lo que este gobierno está haciendo, en tanto que lo segundo deja mucho que desear, aún con las reformas en energía y telecomunicaciones: hay déficit grave en materia institucional, de derechos de propiedad y Estado de derecho que trascienden a esas reformas.

Por otro lado, nada se perdería con procurar el crecimiento de la inversión nacional, para lo cual sería necesario ganar la confianza del sector privado y, en general, la de la población. Ninguna novedad, pero sí algo novedoso en la actualidad.

 

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Propiedad y desarrollo

America Economía – Luis Rubio

Nuestra tradición política y cultural tiende a despreciar uno de los pilares del desarrollo occidental. La propiedad, esa ancla del desarrollo que primero articulo, en términos filosóficos, John Locke, es mucho más trascendente de lo que usualmente reconocemos. La certeza respecto a la propiedad que una persona tiene determina su disposición a ahorrar e invertir, de lo cual depende, a final de cuentas, el crecimiento agregado de la economía y de los ingresos: es decir, se trata de un elemento de esencia en la condición humana.

Dos anécdotas aprendidas a lo largo de los años me han hecho pensar mucho en esto. La primera es un tanto pedestre pero sumamente reveladora: un empresario se hastió de las reparaciones que con frecuencia tenía que hacerle a las dos combis de su negocio, mismas que incluían llantas nuevas cada rato, frenos, golpes y demás. Desesperado por los costos incrementales, decidió cambiar la forma de relacionarse con su personal de reparto. Reparó las combis, cambiándoles el motor, las llantas y todo lo relevante: las dejó impecables. Se las vendió a sus repartidores con un crédito sin intereses y negoció un contrato de servicio por medio del cual los repartidores se comprometían a entregar sus productos con la oportunidad y en condiciones requeridas. El corolario de la historia es que las combis, ahora bajo el cuidado de sus nuevos dueños, dejaron de requerir reparaciones frecuentes y los antes empleados se convirtieron en empresarios, repartiendo productos para varias empresas. Como dice el dicho, a ojos del amo engorda el caballo.

Este principio, evidente a nivel individual, es igualmente válido para los proyectos más ambiciosos. Es también el factor que quizá acabe siendo decisivo en el éxito o fracaso de la reforma energética, al menos en su vertiente de inversión directa, a diferencia de contratos o asociaciones con Pemex.

Una vez suyas, las combis dejaron de ser un problema de otro para convertirse en una oportunidad propia. Esa es la magia de la propiedad. Es también la razón por la que las casas en las que habitan sus dueños suelen estar en mucho mejores condiciones que las que son rentadas o por qué el dueño de un automóvil lo cuida y lava en tanto que a nadie se le ocurriría lavar un auto rentado. Este principio, evidente a nivel individual, es igualmente válido para los proyectos más ambiciosos. Es también el factor que quizá acabe siendo decisivo en el éxito o fracaso de la reforma energética, al menos en su vertiente de inversión directa, a diferencia de contratos o asociaciones con Pemex. Si de verdad queremos inversionistas dispuestos arriesgar decenas de billones de dólares, requeriremos un régimen de propiedad que no deje duda alguna.

La otra anécdota es la conclusión de un artículo que Hernando de Soto, el economista-filósofo peruano, escribió en los noventa: «en mi infancia en Perú me decían que los ranchos que visitaba eran propiedad comunal y no de los campesinos en lo individual. Sin embargo, cuando caminaba yo entre un campo y otro, los ladridos de los perros iban cambiando. Los perros ignoraban la ley prevaleciente: todo lo que sabían es cuál era la parcela que sus amos controlaban. En los próximos 150 años aquellas naciones cuyas leyes reconozcan lo que los perros ya saben serán las que disfruten de los beneficios de una economía moderna de mercado». Con los cambios constitucionales que tuvieron lugar en los noventa se resolvió parte de lo que dice de Soto, pero no se atacó el corazón del problema, que trasciende al ejido y a la propiedad rural.

La contradicción que prevalece en nuestra cultura y marco legal es mucho más profunda de lo aparente. En contraste con la propiedad rural, la propiedad urbana nunca ha pretendido ser comunal. Sin embargo, las protecciones legales que existen para esa propiedad no son mucho más sólidas. En nuestro país es mucho más fácil expropiar un predio que en otras latitudes, son frecuentes los conflictos respecto a quién es propietario de qué y hay un elemento cultural que tiende a despreciar la propiedad existente. Es decir, no existe un reconocimiento popular o político de la trascendencia que entrañan esas dudas: en la medida en que no hay certeza, pasa lo que con las combis: nadie se compromete porque todo mundo sabe que, tarde o temprano, puede haber una expropiación de jure o de facto. El problema se multiplica con el fenómeno de la extorsión y el secuestro que, en un sentido «técnico» no es sino un atentado contra la propiedad y seguridad de las personas y sus bienes.

Por supuesto, los derechos de propiedad no son una panacea y, en una sociedad con diferencias tan grandes de pobreza y riqueza, es explicable que muchos consideren que una cosa explica a la otra: que si no hubiera propiedad y su concentración, tampoco habría pobreza. La paradoja es que quienes más sufren por la existencia de derechos débiles de propiedad son precisamente aquellos que más los necesitan. La economía informal ilustra esto mejor que nada: puede tratarse de un negocio próspero y con potencial de crecimiento (pienso en franquicias de puestos de comida), pero eso requiere crédito y éste es imposible mientras no se reconozca la propiedad del negocio. En realidad, la informalidad es evidencia del problema: la pobre protección a la propiedad hace fácil entrar a la informalidad porque es lo mismo, porque no hay nada que perder.

Como dice Richard Stroup, «los derechos de propiedad obligan a la gente a hacerse responsable: cuando la gente trata mal o sin cuidado algo de su propiedad, su valor decrece. Cuando se le cuida, su valor se incrementa». Nada que los nuevos dueños de las combis no sepan hoy en día: todos los que adquieren algo en propiedad súbitamente reconocen su trascendencia. Falta generalizar la oportunidad.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/propiedad-y-desarrollo

 

Propiedad y desarrollo

Luis Rubio

Nuestra tradición política y cultural tiende a despreciar uno de los pilares del desarrollo occidental. La propiedad, esa ancla del desarrollo que primero artículo, en términos filosóficos, John Locke, es mucho más trascendente de lo que usualmente reconocemos. La certeza respecto a la propiedad que una persona tiene determina su disposición a ahorrar e invertir, de lo cual depende, a final de cuentas, el crecimiento agregado de la economía y de los ingresos: es decir, se trata de un elemento de esencia en la condición humana.

Dos anécdotas aprendidas a lo largo de los años me han hecho pensar mucho en esto. La primera es un tanto pedestre pero sumamente reveladora: un empresario se hastió de las reparaciones que con frecuencia tenía que hacerle a las dos combis de su negocio, mismas que incluían llantas nuevas cada rato, frenos, golpes y demás. Desesperado por los costos incrementales, decidió cambiar la forma de relacionarse con su personal de reparto. Reparó las combis, cambiándoles el motor, las llantas y todo lo relevante: las dejó impecables. Se las vendió a sus repartidores con un crédito sin intereses y negoció un contrato de servicio por medio del cual los repartidores se comprometían a entregar sus productos con la oportunidad y en condiciones requeridas. El corolario de la historia es que las combis, ahora bajo el cuidado de sus nuevos dueños, dejaron de requerir reparaciones frecuentes y los antes empleados se convirtieron en empresarios, repartiendo productos para varias empresas. Como dice el dicho, a ojos del amo engorda el caballo.

Una vez suyas, las combis dejaron de ser un problema de otro para convertirse en una oportunidad propia. Esa es la magia de la propiedad. Es también la razón por la que las casas en las que habitan sus dueños suelen estar en mucho mejores condiciones que las que son rentadas o por qué el dueño de un automóvil lo cuida y lava en tanto que a nadie se le ocurriría lavar un auto rentado. Este principio, evidente a nivel individual, es igualmente válido para los proyectos más ambiciosos. Es también el factor que quizá acabe siendo decisivo en el éxito o fracaso de la reforma energética, al menos en su vertiente de inversión directa, a diferencia de contratos o asociaciones con Pemex. Si de verdad queremos inversionistas dispuestos arriesgar decenas de billones de dólares, requeriremos un régimen de propiedad que no deje duda alguna.

La otra anécdota es la conclusión de un artículo que Hernando de Soto, el economista-filósofo peruano, escribió en los noventa: «en mi infancia en Perú me decían que los ranchos que visitaba eran propiedad comunal y no de los campesinos en lo individual. Sin embargo, cuando caminaba yo entre un campo y otro, los ladridos de los perros iban cambiando. Los perros ignoraban la ley prevaleciente: todo lo que sabían es cuál era la parcela que sus amos controlaban. En los próximos 150 años aquellas naciones cuyas leyes reconozcan lo que los perros ya saben serán las que disfruten de los beneficios de una economía moderna de mercado». Con los cambios constitucionales que tuvieron lugar en los noventa se resolvió parte de lo que dice de Soto, pero no se atacó el corazón del problema, que trasciende al ejido y a la propiedad rural.

La contradicción que prevalece en nuestra cultura y marco legal es mucho más profunda de lo aparente. En contraste con la propiedad rural, la propiedad urbana nunca ha pretendido ser comunal. Sin embargo, las protecciones legales que existen para esa propiedad no son mucho más sólidas. En nuestro país es mucho más fácil expropiar un predio que en otras latitudes, son frecuentes los conflictos respecto a quién es propietario de qué y hay un elemento cultural que tiende a despreciar la propiedad existente. Es decir, no existe un reconocimiento popular o político de la trascendencia que entrañan esas dudas: en la medida en que no hay certeza, pasa lo que con las combis: nadie se compromete porque todo mundo sabe que, tarde o temprano, puede haber una expropiación de jure o de facto. El problema se multiplica con el fenómeno de la extorsión y el secuestro que, en un sentido «técnico» no es sino un atentado contra la propiedad y seguridad de las personas y sus bienes.

Por supuesto, los derechos de propiedad no son una panacea y, en una sociedad con diferencias tan grandes de pobreza y riqueza, es explicable que muchos consideren que una cosa explica a la otra: que si no hubiera propiedad  y su concentración, tampoco habría pobreza. La paradoja es que quienes más sufren por la existencia de derechos débiles de propiedad son precisamente aquellos que más los necesitan. La economía informal ilustra esto mejor que nada: puede tratarse de un negocio próspero y con potencial de crecimiento (pienso en franquicias de puestos de comida), pero eso requiere crédito y éste es imposible mientras no se reconozca la propiedad del negocio. En realidad, la informalidad es evidencia del problema: la pobre protección a la propiedad hace fácil entrar a la informalidad porque es lo mismo, porque no hay nada que perder.

Como dice Richard Stroup, «los derechos de propiedad obligan a la gente a hacerse responsable: cuando la gente trata mal o sin cuidado algo de su propiedad, su valor decrece. Cuando se le cuida, su valor se incrementa». Nada que los nuevos dueños de las combis no sepan hoy en día: todos los que adquieren algo en propiedad súbitamente reconocen su trascendencia. Falta generalizar la oportunidad.

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El liderazgo político

AMERICA ECONOMIA – Luis Rubio

¿Qué es primero, la persona o la estructura, el líder o la institución? El dilema se discute en ámbitos académicos y no es distinto al viejo acertijo del huevo y la gallina. Hay momentos en que una persona puede hacer una enorme diferencia, otros en los que las circunstancias hacen prácticamente imposible que así ocurra.

Al inicio del milenio, se dio una circunstancia singular en México que hacía posible –quizá necesaria- la emergencia de un líder capaz de transformar la estructura política del país. Fox tuvo en sus manos la oportunidad de modificar el régimen político, construir un nuevo marco institucional y transformar a la sociedad mexicana de una vez por todas. Lamentablemente Fox no fue una persona capaz de comprender la oportunidad ni tuvo la grandeza de convocar a un equipo susceptible de asirla. Al final, la oportunidad se desvaneció en un mar de superficialidad y frivolidades.

Cuando llegó la transición política en 2000, México llevaba décadas de amplia y profunda discusión así como de una gran diversidad de propuestas de acción que iban desde quienes abogaban por enjuiciar al viejo régimen a través de comisiones de la verdad hasta aquellos que argumentaban por un gran pacto nacional. El punto es que en aquel momento no faltaron ideas.

En contraste con el momento que le tocó vivir a Fox, hoy se ha dado una circunstancia que nadie había anticipado y que, de hecho, fue creada por la extraordinaria capacidad de operación política que ha desplegado el gobierno actual.

 

En contraste con aquel momento, el fin de la guerra fría no fue anticipado por prácticamente nadie. Luego de décadas de tensión y temor ante la posibilidad de un intercambio nuclear, lo impactante del fin de la guerra fría fue la suavidad y tersura con que concluyó. Para quienes vivimos los momentos de angustia que representó la crisis de los misiles nucleares de Cuba en 1962, la guerra fría parece ser, en retrospectiva, no más que un mero accidente pasajero.

La aparición del excelente libro El triunfo de la improvisación* sobre aquel momento hace ver que el éxito del fin de la guerra fría no radica en que ésta haya sido un “mero accidente pasajero”, que claramente no fue, sino que reside en la extraordinaria habilidad de un conjunto de líderes que tuvieron la capacidad para responder ante circunstancias sorpresivas e inusitadas. Aunque en retrospectiva pudiera parecer evidente que existían problemas estructurales insuperables en la Unión Soviética, nadie pronosticó su súbito colapso.

Las circunstancias crearon un momento que personajes como Gorbachov, Sheverdnadze, Reagan, Bush, Kohl, Thatcher, Baker y Shultz supieron convertir en oportunidad. Sobre todo, tuvieron la capacidad de actuar de manera deliberada sin un plan preconcebido pero con una extraordinaria claridad estratégica. Quizá lo más notable de la trama que relata el autor es la habilidad con que se entendieron las circunstancias, se construyeron alianzas y se creó un clima de confianza que, con firmeza y determinación, llevó a buen puerto un proceso que pudo haber sido caótico e incierto. Fue un extraordinario ejercicio de liderazgo. De ahí surgió no sólo un entorno de paz, sino enormes reducciones en el arsenal nuclear tanto de EUA como de la ex-URSS, para beneficio de la humanidad.

En contraste con el momento que le tocó vivir a Fox, hoy se ha dado una circunstancia que nadie había anticipado y que, de hecho, fue creada por la extraordinaria capacidad de operación política que ha desplegado el gobierno actual. Por dos décadas existió la convicción en un sinnúmero de instancias políticas, mediáticas y académicas de que el país solo tendría futuro de llevarse a cabo un conjunto de reformas estructurales fundamentales. Ahora esas reformas se han dado gracias a la estrategia de concertación política del presidente Peña Nieto.

Como seguramente pronto veremos, las reformas son necesarias pero no son todo lo necesario para echar a andar al país. Para que las reformas surtan efecto será indispensable, primero que nada, implementarlas. Se dice fácil pero la implementación va a requerir una dedicación infinitamente superior –y mucha mayor complejidad- que la que involucró el proceso legislativo. Ahora vienen dos etapas o, realmente, dos procesos cruciales que exigirán toda la capacidad de que el gobierno disponga.

Por un lado, si la negociación legislativa sacó chispas en muchos momentos, la implementación va a generar fuegos. Muchos han desestimado la complejidad de transformar entidades históricamente dedicadas al saqueo como Pemex y CFE, pero eso es lo que tendrá que venir si se quieren lograr los beneficios potenciales que le son inherentes a la nueva legislación. Ninguna de esas entidades fue construida para servir al consumidor, competir, rendir cuentas, producir utilidades o cumplir la ley. Su función empresarial (explotar los recursos del subsuelo y generar electricidad, respectivamente) era casi incidental. Visto en retrospectiva, su verdadera función fue la de generarle riqueza a miembros de la familia revolucionaria (y aliados) y un fondo de gasto al gobierno. Para que la reforma funcione, esos vectores tendrán que invertirse: la nueva ley es el contexto pero la realidad depende de lo que se haga en esas entidades y eso exigirá una titánica labor política.
Por otro lado, una reforma no ocurre en un vacío. Para que sean exitosas, las reformas requerirán del apoyo y confianza de la población y esa es una tarea de liderazgo. Hasta hoy, el presidente ha despreciado el enorme capital que puede representar una población que confía en su gobierno y no ha hecho nada por cultivarla. La coyuntura de hoy exige ese liderazgo y ha creado la oportunidad para que prospere. ¿Será como en el 2000 o diferente?

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/el-liderazgo-politico

Liderazgo

Luis Rubio

¿Qué es primero, la persona o la estructura, el líder o la institución? El dilema se discute en ámbitos académicos y no es distinto al viejo acertijo del huevo y la gallina. Hay momentos en que una persona puede hacer una enorme diferencia, otros en los que las circunstancias hacen prácticamente imposible que así ocurra.

Al inicio del milenio, se dio una circunstancia singular en México que hacía posible –quizá necesaria- la emergencia de un líder capaz de transformar la estructura política del país. Fox tuvo en sus manos la oportunidad de modificar el régimen político, construir un nuevo marco institucional y transformar a la sociedad mexicana de una vez por todas. Lamentablemente Fox no fue una persona capaz de comprender la oportunidad ni tuvo la grandeza de convocar a un equipo susceptible de asirla. Al final, la oportunidad se desvaneció en un mar de superficialidad y frivolidades.

Cuando llegó la transición política en 2000, México llevaba décadas de amplia y profunda discusión así como de una gran diversidad de propuestas de acción que iban desde quienes abogaban por enjuiciar al viejo régimen a través de comisiones de la verdad hasta aquellos que argumentaban por un gran pacto nacional. El punto es que en aquel momento no faltaron ideas.

En contraste con aquel momento, el fin de la guerra fría no fue anticipado por prácticamente nadie. Luego de décadas de tensión y temor ante la posibilidad de un intercambio nuclear, lo impactante del fin de la guerra fría fue la suavidad y tersura con que concluyó. Para quienes vivimos los momentos de angustia que representó la crisis de los misiles nucleares de Cuba en 1962, la guerra fría parece ser, en retrospectiva, no más que un mero accidente pasajero.

La aparición del excelente libro El triunfo de la improvisación* sobre aquel momento hace ver que el éxito del fin de la guerra fría no radica en que ésta haya sido un “mero accidente pasajero”, que claramente no fue, sino que reside en la extraordinaria habilidad de un conjunto de líderes que tuvieron la capacidad para responder ante circunstancias sorpresivas e inusitadas. Aunque en retrospectiva pudiera parecer evidente que existían problemas estructurales insuperables en la Unión Soviética, nadie pronosticó su súbito colapso.

Las circunstancias crearon un momento que personajes como Gorbachov, Sheverdnadze, Reagan, Bush, Kohl, Thatcher, Baker y Shultz supieron convertir en oportunidad. Sobre todo, tuvieron la capacidad de actuar de manera deliberada sin un plan preconcebido pero con una extraordinaria claridad estratégica. Quizá lo más notable de la trama que relata el autor es la habilidad con que se entendieron las circunstancias, se construyeron alianzas y se creó un clima de confianza que, con firmeza y determinación, llevó a buen puerto un proceso que pudo haber sido caótico e incierto. Fue un extraordinario ejercicio de liderazgo. De ahí surgió no sólo un entorno de paz, sino enormes reducciones en el arsenal nuclear tanto de EUA como de la ex-URSS, para beneficio de la humanidad.

En contraste con el momento que le tocó vivir a Fox, hoy se ha dado una circunstancia que nadie había anticipado y que, de hecho, fue creada por la extraordinaria capacidad de operación política que ha desplegado el gobierno actual. Por dos décadas existió la convicción en un sinnúmero de instancias políticas, mediáticas y académicas de que el país solo tendría futuro de llevarse a cabo un conjunto de reformas estructurales fundamentales. Ahora esas reformas se han dado gracias a la estrategia de concertación política del presidente Peña Nieto.

Como seguramente pronto veremos, las reformas son necesarias pero no son todo lo necesario para echar a andar al país. Para que las reformas surtan efecto será indispensable, primero que nada, implementarlas. Se dice fácil pero la implementación va a requerir una dedicación infinitamente superior –y mucha mayor complejidad- que la que involucró el proceso legislativo. Ahora vienen dos etapas o, realmente, dos procesos cruciales que exigirán toda la capacidad de que el gobierno disponga.

Por un lado, si la negociación legislativa sacó chispas en muchos momentos, la implementación va a generar fuegos. Muchos han desestimado la complejidad de transformar entidades históricamente dedicadas al saqueo como Pemex y CFE, pero eso es lo que tendrá que venir si se quieren lograr los beneficios potenciales que le son inherentes a la nueva legislación. Ninguna de esas entidades fue construida para servir al consumidor, competir, rendir cuentas, producir utilidades o cumplir la ley. Su función empresarial (explotar los recursos del subsuelo y generar electricidad, respectivamente) era casi incidental. Visto en retrospectiva, su verdadera función fue la de generarle riqueza a miembros de la familia revolucionaria (y aliados) y un fondo de gasto al gobierno. Para que la reforma funcione, esos vectores tendrán que invertirse: la nueva ley es el contexto pero la realidad depende de lo que se haga en esas entidades y eso exigirá una titánica labor política.

Por otro lado, una reforma no ocurre en un vacío. Para que sean exitosas, las reformas requerirán del apoyo y confianza de la población y esa es una             tarea de liderazgo. Hasta hoy, el presidente ha despreciado el enorme capital que puede representar una población que confía en su gobierno y no ha hecho nada por cultivarla. La coyuntura de hoy exige ese liderazgo y ha creado la oportunidad para que prospere. ¿Será como en el 2000 o diferente?

 

*James Graham Wilson: The Triumph of Improvisation: Gorbachev’s Adaptability, Reagan’s Engagement, and the End of the Cold War, Cornell

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Después de las reformas en México

América Economía – Luis Rubio

Para robarse las manzanas de la Hespérides, Hércules le propuso a Atlas, el titán sosteniendo los cielos, que él asumiría la pesada carga si Atlas obtenía las manzanas que se encontraban protegidas por un monstruo de muchas cabezas. Cuando Atlas retornó, Hércules lo tuvo que engañar para que lo relevara como titán. ¿Será ésta una analogía útil para lo que sigue después de las reformas?

El proyecto que animó la estrategia del presidente Peña partía del supuesto de que el país se había estancado por la ausencia de reformas. En esto el presidente no estaba rompiendo ningún canon: a pesar de las diferencias entre partidos, en las últimas décadas se había conformado un virtual consenso respecto a la necesidad de reformas. La presunción era que el país no estaba funcionando porque nos habíamos rezagado  y que urgían ciertas reformas para salir del hoyo.

La población padece múltiples fuentes de desorden que las reformas no sólo no atienden, sino que ni siquiera reconocen como relevantes. Ahí está la falta de oportunidades, el influyentismo, la corrupción, la extorsión, la inseguridad, el desdén con que la burocracia trata al ciudadano.

Esta conexión, casi mecánica, entre reformas y crecimiento gozaba de una amplia aceptación en el mundo académico y político. De hecho, el promotor de la idea de un pacto fue el PRD, partido que, quizá con mayor visión de Estado que de pragmatismo político, reconoció que sólo compartiendo los costos se podría avanzar una agenda de reformas. Para el PRD esta fue una manera de romper con el aislamiento producto de una década de populismo y rechazo a la institucionalidad. La suma de la disposición del PAN y del PRD a compartir costos y de la enorme capacidad de operación política del presidente hizo posible llegar al puerto en que hoy estamos. Un hecho sin duda inédito.

Ahora que ha culminado el proceso legislativo en materia de reformas podremos ver si el hecho de que se haya aprobado ese ambicioso paquete se traduce en crecimiento económico. En contraste con el tono conciliatorio y optimista con que nació el Pacto por México en diciembre de 2012, hoy las opiniones políticas y mediáticas son contrastantes. La lectura hoy oscila entre un reconocimiento a la habilidad del presidente y un rechazo por la “venta” del país y sus recursos que alegan los críticos más contumaces.

Los análisis y evaluaciones más mesurados se han enfocado menos al hecho de las reformas y la retórica (pre-electoral) que las acompaña que al contenido de las mismas. Algunos aplauden su potencial para atraer inversión, desarrollar los recursos naturales con que cuenta el país y resolver entuertos (casi) ancestrales, como el educativo. Otros se enfocan más a los detalles y observan potenciales obstáculos en el camino, incentivos cruzados y numerosas fuentes de incertidumbre, sobre todo las que emanan de las decenas de artículos transitorios que quedaron plasmados en las leyes. Esto último no es casualidad pues, a través de esos transitorios, se intentó “corregir” lo que la constitución dice o proteger intereses particulares. El tiempo dirá si resuelven problemas o son fuente de nuevos obstáculos.

La más notable de las reacciones es la que manifiesta el propio gobierno. Ante todo, está la legítima satisfacción de haber logrado un hito histórico. Algunas de las reformas que se aprobaron cambian los vectores del desarrollo del país de una manera que hace muy pocos meses parecía inconcebible. El tono general que emerge del gobierno refleja la expectativa de que, a partir de ahora, la economía mejorará y, con ello, los índices de popularidad del presidente y las posibilidades electorales del PRI.

Los próximos meses serán indicativos de la medida en la cual las reformas efectivamente responden a los obstáculos al desarrollo. Una primera reacción se podrá observar en la forma en que se ajuste el mercado de las telecomunicaciones y si, efectivamente, la ley (y el regulador) provee mecanismos eficaces para una transición hacia un mercado competitivo, algo que, a decir de los principales actores en la industria, no es evidente. Lo mismo será visible en la forma en que actúen los potenciales inversionistas en la industria energética. No hay como la realidad concreta y sus actores inmediatos para medir el éxito, al menos inicial, del paquete de reformas.

Mucho más compleja es la reacción de la población en general. Es posible que los bajísimos índices de aprobación y popularidad del presidente reflejen el tradicional escepticismo del mexicano ante grandes propuestas de cambio: hasta no ver no creer. De ser así, tan pronto las cosas mejoren, los índices se revertirían. Pero también es posible que la hipótesis de la conexión reformas-crecimiento sea errónea.

Desde luego, no está en duda que un mejor desempeño económico resolvería muchos problemas, ampliaría las oportunidades de empleo y mejoraría los niveles de vida. Sin embargo, no es obvio que las reformas resuelvan problemas estructurales básicos. La población hace tiempo se acomodó al patético desempeño económico: la economía informal es una forma de sobrevivencia en un entorno hostil. Una mejora general de la economía ayudaría pero no resuelve las causas de la informalidad.

Luego está el entorno hostil: la población padece múltiples fuentes de desorden que las reformas no sólo no atienden, sino que ni siquiera reconocen como relevantes. Ahí está la falta de oportunidades, el influyentismo, la corrupción, la extorsión, la inseguridad, el desdén con que la burocracia trata al ciudadano. En una palabra, el enorme desorden en que vive la población. Aún si la economía crece, mientras no se resuelvan las fuentes de desorden, el gobierno seguirá como Hércules tratando de engañar a Atlas para que alguien más se encargue de sus problemas.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/despues-de-las-reformas-en-mexico

 

Después de las reformas

Luis Rubio

Para robarse las manzanas de la Hespérides, Hércules le propuso a Atlas, el titán sosteniendo los cielos, que él asumiría la pesada carga si Atlas obtenía las manzanas que se encontraban protegidas por un monstruo de muchas cabezas. Cuando Atlas retornó, Hércules lo tuvo que engañar para que lo relevara como titán. ¿Será ésta una analogía útil para lo que sigue después de las reformas?

El proyecto que animó la estrategia del presidente Peña partía del supuesto de que el país se había estancado por la ausencia de reformas. En esto el presidente no estaba rompiendo ningún canon: a pesar de las diferencias entre partidos, en las últimas décadas se había conformado un virtual consenso respecto a la necesidad de reformas. La presunción era que el país no estaba funcionando porque nos habíamos rezagado  y que urgían ciertas reformas para salir del hoyo.

Esta conexión, casi mecánica, entre reformas y crecimiento gozaba de una amplia aceptación en el mundo académico y político. De hecho, el promotor de la idea de un pacto fue el PRD, partido que, quizá con mayor visión de Estado que de pragmatismo político, reconoció que sólo compartiendo los costos se podría avanzar una agenda de reformas. Para el PRD esta fue una manera de romper con el aislamiento producto de una década de populismo y rechazo a la institucionalidad. La suma de la disposición del PAN y del PRD a compartir costos y de la enorme capacidad de operación política del presidente hizo posible llegar al puerto en que hoy estamos. Un hecho sin duda inédito.

Ahora que ha culminado el proceso legislativo en materia de reformas podremos ver si el hecho de que se haya aprobado ese ambicioso paquete se traduce en crecimiento económico. En contraste con el tono conciliatorio y optimista con que nació el Pacto por México en diciembre de 2012, hoy las opiniones políticas y mediáticas son contrastantes. La lectura hoy oscila entre un reconocimiento a la habilidad del presidente y un rechazo por la “venta” del país y sus recursos que alegan los críticos más contumaces.

Los análisis y evaluaciones más mesurados se han enfocado menos al hecho de las reformas y la retórica (pre-electoral) que las acompaña que al contenido de las mismas. Algunos aplauden su potencial para atraer inversión, desarrollar los recursos naturales con que cuenta el país y resolver entuertos (casi) ancestrales, como el educativo. Otros se enfocan más a los detalles y observan potenciales obstáculos en el camino, incentivos cruzados y numerosas fuentes de incertidumbre, sobre todo las que emanan de las decenas de artículos transitorios que quedaron plasmados en las leyes. Esto último no es casualidad pues, a través de esos transitorios, se intentó “corregir” lo que la constitución dice o proteger intereses particulares. El tiempo dirá si resuelven problemas o son fuente de nuevos obstáculos.

La más notable de las reacciones es la que manifiesta el propio gobierno. Ante todo, está la legítima satisfacción de haber logrado un hito histórico. Algunas de las reformas que se aprobaron cambian los vectores del desarrollo del país de una manera que hace muy pocos meses parecía inconcebible. El tono general que emerge del gobierno refleja la expectativa de que, a partir de ahora, la economía mejorará y, con ello, los índices de popularidad del presidente y las posibilidades electorales del PRI.

Los próximos meses serán indicativos de la medida en la cual las reformas efectivamente responden a los obstáculos al desarrollo. Una primera reacción se podrá observar en la forma en que se ajuste el mercado de las telecomunicaciones y si, efectivamente, la ley (y el regulador) provee mecanismos eficaces para una transición hacia un mercado competitivo, algo que, a decir de los principales actores en la industria, no es evidente. Lo mismo será visible en la forma en que actúen los potenciales inversionistas en la industria energética. No hay como la realidad concreta y sus actores inmediatos para medir el éxito, al menos inicial, del paquete de reformas.

Mucho más compleja es la reacción de la población en general. Es posible que los bajísimos índices de aprobación y popularidad del presidente reflejen el tradicional escepticismo del mexicano ante grandes propuestas de cambio: hasta no ver no creer. De ser así, tan pronto las cosas mejoren, los índices se revertirían. Pero también es posible que la hipótesis de la conexión reformas-crecimiento sea errónea.

Desde luego, no está en duda que un mejor desempeño económico resolvería muchos problemas, ampliaría las oportunidades de empleo y mejoraría los niveles de vida. Sin embargo, no es obvio que las reformas resuelvan problemas estructurales básicos. La población hace tiempo se acomodó al patético desempeño económico: la economía informal es una forma de sobrevivencia en un entorno hostil. Una mejora general de la economía ayudaría pero no resuelve las causas de la informalidad.

Luego está el entorno hostil: la población padece múltiples fuentes de desorden que las reformas no sólo no atienden sino que ni siquiera reconocen como relevantes. Ahí está la falta de oportunidades, el influyentismo, la corrupción, la extorsión, la inseguridad, el desdén con que la burocracia trata al ciudadano. En una palabra, el enorme desorden en que vive la población. Aún si la economía crece, mientras no se resuelvan las fuentes de desorden, el gobierno seguirá como Hércules tratando de engañar a Atlas para que alguien más se encargue de sus problemas.

La estrategia de facto

Luis Rubio

Nunca deja de impresionarme escuchar que se elevó el costo laboral en China y que eso nos beneficia. La lógica implícita es que el ascenso del costo del trabajo en China se traducirá en más inversiones en México porque aquí ese costo es menor. O sea, que nuestra estrategia de desarrollo se fundamenta en la permanencia de la pobreza, en la forma de salarios bajos. Es una mala estrategia que tiene que ser modificada.

La discusión respecto al salario mínimo de las últimas semanas ha estado mal enfocada porque sigue una lógica electoral: tanto el gobierno de la ciudad de México como el PAN creen que le pueden sacar raja a un tema agrio como es el del deteriorado ingreso de la población. Aunque no me es obvio cómo se beneficia el PAN, no hay duda que se trata de un tema clave dado el pobre desempeño económico por muchos años y, sobre todo, por el creciente abismo que existe entre distintos segmentos de la economía. Hay un enorme número de empresas, formales e informales, sin potencial de desarrollo y eso implica que sobreviven gracias a diversos mecanismos de protección, incluidos los bajos salarios.

Lo peor de todo es que la existencia de esas empresas de pobre productividad tiene el efecto de deprimir los salarios incluso de los sectores más exitosos y productivos de la economía. Este hecho debería obligarnos a pensar en que la productividad es la clave del crecimiento del ingreso pero sólo funciona en la medida en que toda la población cuente con la capacidad de contribuir y agregar valor. En la medida en que eso no sea válido, la población que no cuenta con esas capacidades deprime el salario de quienes si las tienen o que al menos tienen mayor capital humano.  Puesto en otros términos, la existencia de la economía informal y de un enorme sector industrial tradicional virtualmente estancado tiene consecuencias no sólo para esas empresas sino para la mejoría del ingreso de toda la población, incluida aquella empleada en los sectores más productivos y exitosos.

Lo paradójico del debate sobre los salarios es la ausencia de discusión respecto a la esencia del problema: la inexistencia de una estrategia de desarrollo para la era de la globalización. Hasta hace cuarenta o cincuenta años, en el contexto de una economía cerrada, los salarios se determinaban con criterios políticos y entre abogados: la era del corporativismo y los controles verticales. Muchos de quienes proponen elevar el salario mínimo están viendo el escenario desde esa perspectiva no por mala fe sino porque dejan a un lado los precios relativos y, sobre todo, el impacto del salario en decisiones de inversión que, por la apuesta a salarios bajos que de facto ha hecho el país, es crítica. Es decir, el nivel real del salario puede ser bajo pero es mucho más importante de lo aparente, así sea por razones equivocadas.

En la era de la economía de la información y del conocimiento -el corazón de la globalización- lo único que vale es la capacidad de agregar valor y eso depende, en forma creciente, de la combinación de capacidades individuales (lo que se llama capital humano) y la tecnología. Los países exitosos son aquellos que logran la combinación óptima de ambos factores. Aquí, lamentablemente, parece que estamos empeñados en hacer imposible esa combinación.

La discusión real que deberíamos tener es sobre educación, salud, comunicaciones y seguridad. Estos son los factores clave para el desarrollo de las personas y la proliferación de empresas susceptibles de desarrollar esas capacidades. De esta afirmación uno podría suponer que estoy hablando de crear un Valle del Silicio en México (lo que no estaría mal) pero el asunto es mucho más amplio y trascendente. Por un lado, todos los sectores económicos dependen de manera creciente de la tecnología: en Chile, por ejemplo, la producción de frutas es de alta tecnología y requiere de mano de obra cada vez más calificada. Lo mismo es cierto de la industria y los servicios.

Pero es el otro lado el que es crucial: la ausencia de esas capacidades ha hecho que mucho de lo exportado y lo que compite exitosamente agregue relativamente poco valor porque los empleados no tienen las habilidades necesarias. Hay plantas industriales en el país que son lo más moderno y sofisticado del mundo y, sin embargo, dependen de mano de obra con poca calificación y relativamente poca capacidad para agregar valor. Si se elevara la calidad del capital de las personas, la apuesta al desarrollo cambiaría radicalmente. Mientras eso no pase, la apuesta es a salarios bajos y, por lo tanto, una interminable competencia con países cada vez más pobres. De seguir así, pronto estaremos preocupándonos por Nigeria…

La apuesta a salarios crecientes y elevados no depende de un decreto sino de la decisión política de enfrentar a los intereses que preservan un sistema educativo dedicado al control, a la extorsión y a mantener al país permanentemente pobre y subdesarrollado. Lo mismo con las policías y con la ausencia de una estrategia de seguridad y  de la convicción para hacerla exitosa. Al país lo carcome el viejo sistema que sigue vivo en todas partes, corrompiendo a todo mundo y, con ello, impidiendo el desarrollo. Hasta que el país no transforme la esencia de su estrategia de desarrollo y se enfoque a crear capacidad de Estado para crear condiciones para que el país salga adelante, incluyendo la protección de la propiedad, las reformas que con tanto ahínco se avanzaron resultarán, como en el pasado, insuficientes.

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@lrubiof

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LAS REGLAS “NO ESCRITAS”

FORBES – Agosto, 2014

EN LA ACTUALIDAD YA NO SE HABLA de las “reglas no escritas”, pero siguen tan vigentes como siempre. Las reglas no están escritas porque se refieren a las preferencias del individuo que ocupa la presidencia. Es su palabra la que cuenta y que, por razones obvias, no se puede codificar en ley o, cuando eso ocurre, puede cambiarse a voluntad. Desde la perspectiva del presidente, el beneficio de corto plazo de administrar en función de reglas no escritas es evidente: genera lealtad, permite premiar y castigar y, sobre todo, confiere vastos poderes para que avancen proyectos de su preferencia.

El beneficio social también es grande pues, como ilustró la facilidad con que se llevaron a cabo las reformas constitucionales a lo largo de 2013, el país puede cambiar con celeridad. El problema es que existe otro lado de la moneda.

En el siglo xx el problema del poder se resolvió mediante la imposición de dos reglas no escritas pero evidentes: por un lado, el presidente es jefe indisputable e indisputado de todos; por el otro, se vale competir por la sucesión mientras no se viole la primera regla. Era un mecanismo sencillo y eficaz que, sin embargo, no surgió de la nada. Su éxito fue producto del establecimiento de la regla y de la capacidad de hacerla cumplir. Esto último no fue automático: se logró cuando Cárdenas exilió a Elias Calles y sometió al General Cedillo. Una vez demostrada la capacidad de hacer cumplir las reglas, el sistema cobró vigencia y funcionó hasta que el pri dejó de ser representativo de la sociedad mexicana y los no representados comenzaron a disputar la legitimidad de aquel sistema.

Las reglas “no escritas” de la vida política mexicana eran tajantes. El sistema político priísta del siglo xx operó bajo el principio de que se trataba de reglas implícitas y, más importante, que todo el andamiaje legal del país desde la Constitución hasta la última ley reglamentaria no era más que una mera formalidad que se podía violar a voluntad.

Evidentemente, es imposible construir y fortalecer la legitimidad de un sistema, incluyendo la aceptación de las reglas de la sucesión, cuando la institucionalidad de un sistema político se sustenta en no más que reglas no escritas y un sistema legal que resulta una mera formalidad para los actores involucrados. Este problema se agudiza en el contexto de las expectativas que generan reformas como la energética que, para ser exitosas requieren un esquema legal que sea confiable para los potenciales inversionistas. Un sistema político de facto sustentado en reglas no escritas difícilmente cumplirá este requisito.

“EL TEMA CRUCIAL ES QUE EL MEXICANO NUNCA HA VIVIDO BAJO UN ESQUEMA DE REGLAS CONOCIDAS Y PREDECIBLES QUE INCLUYAN RECURSOS DE PROTECCIÓN AL CIUDADANO”

Tal vez el peor daño que sufrió el país como consecuencia de la era de las reglas no escritas es que nadie puede creer en las leyes escritas en la actualidad. En lugar de ver a una ley como una norma de carácter obligatorio, el mexicano la ve como una guía, cuando no como una aspiración. Nadie se siente obligado a cumplir con la ley, máxime cuando observa que muchos otros no lo hacen y que, en la peor de las circunstancias, siempre se puede negociar la aplicación de la ley, contradicción absoluta con la existencia de un régimen de legalidad.

 Las reglas no escritas permitían afianzar la concentración del poder y servían como medio de control y disciplina tanto de la población como de los políticos. Dada su naturaleza de no escritas, las reglas resultaban ser desconocidas por la mayoría de los habitantes del país. Los ciudadanos, pero especialmente los políticos, tenían que inferirlas. Como todo sistema normativo, el de las reglas no escritas tenía sus limitaciones. Un sistema de esa naturaleza funciona mientras las reglas no se abusan (es decir, no cambian con frecuencia y de manera caprichosa) y cuando logran resultados consistentes y satisfactorios para la población en general.

El tema crucial es que el mexicano nunca ha vivido bajo un esquema de reglas conocidas y predecibles que incluyan recursos de protección al ciudadano; es decir, derechos y obligaciones, ambos como parte de una concepción integral de la relación gobierno-ciudadano. Explicar por qué fue así es relativamente fácil. Lo complejo es imaginar formas en que se pueda romper el círculo vicioso que el sistema político de antaño nos ha legado. Esto es particularmente importante a la luz de la contradicción inherente al respeto a las formas pero no al fondo de las leyes, sobre todo porque la narrativa priísta sigue siendo un componente central de la perspectiva ideológica que comparte una gran parte de la población.

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

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@lrubiof

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El salario de Ambrosio

Luis Rubio

Para nadie es noticia que el salario mínimo (SM) sea sumamente bajo. Quienes propugnan por un incremento por decreto siguen una lógica que parece impecable: se eleva el salario, la gente consume más, eso provoca un crecimiento en la producción que, a su vez, se traduce en una mayor demanda de empleo. O sea, un círculo virtuoso.

La idea es atractiva porque permite imaginar la solución, de un plumazo, de un gran número de males. Casi todas las propuestas por elevar el salario mínimo sugieren un incremento relativamente modesto. Yo me pregunto: ¿por qué mejor no pensar en grande y elevarlo de 67 pesos a 250? O, ya entrados en eso, ¿por qué no mejor a $1000? Si fuera tan sencillo resolver los problemas de nuestra economía hace mucho que esto ya se habría hecho.

Comencemos por los números: 52 millones de personas integran la población económicamente activa (PEA). De ellos, 12.5% percibe un salario mínimo. El 23.2% recibe entre 1 y 2 SM. Esto quiere decir que el 35.6% de la PEA recibe a lo más 2 SM (ENOE). Por su parte, el salario diario promedio de quienes cotizan en el IMSS es de: $282. Esto implica un salario de $8,478 al mes, o sea cuatro veces el salario mínimo.

En el sector primario, el 26% recibe un SM mientras que sólo el 8% de quienes trabajan en la industria se encuentran en esta condición y 12% en servicios. En total, 25% de los empleados del sector primario reciben entre 1 y 2 SM, 24% del sector secundario y 24% del sector terciario. En el gobierno el 13% recibe un máximo de dos SM. El número más importante, porque refleja el problema de fondo, es el relativo a la concentración de empleados que perciben salarios mínimos: en los micro-negocios, el 51% percibe menos de dos SM. Dado que las empresas micro o pequeñas representa al 66% de todos los empleados en el sector manufacturero, es claro que el salario refleja la productividad del negocio. Como demostró el estudio de Mckinsey* el problema de México es un problema de productividad y los bajos salarios no son otra cosa sino un mero síntoma de ello.

La baja productividad yace en el corazón del problema económico, mucho de ello concentrado –y perpetuado- en la economía informal. La economía mexicana se ha dividido en dos grandes grupos: uno que contribuye aceleradamente a la creación de riqueza, está íntegramente conectado a la economía global, paga salarios elevados y aporta un crecimiento de la productividad de 6.5% anual; y otro que está integrado por empresas típicamente de menor tamaño que pagan bajos salarios, compiten precariamente con las importaciones y apenas logran sobrevivir, aportando una productividad negativa de 5.8%.

Los números nos dicen dos cosas: primero, las personas que perciben menos de 2 SM se concentran abrumadoramente en empresas pequeñas y medianas; y, segundo, que la productividad tiende a ser mucho menor (en ocasiones negativa) en negocios pequeños. Puesto en otros términos, quienes abogan por un incremento en los salarios por decreto pretenden que los principales empleadores del país –las empresas pequeñas y micro, o sea, quienes menos capacidad tienen de afrontar un incremento en sus costos- eleven los salarios.

Para sobrevivir con mayores sueldos, esos negocios tendrían que elevar los precios de sus bienes y servicios, lo que reduciría sus ventas, lo que llevaría a despidos. La única forma de evitar caer en este círculo vicioso sería elevando la productividad que es, a final de cuentas, la causa del problema. Elevar el SM sin resolver las causas de la baja productividad que exhibe nuestra economía tendría la consecuencia de disminuir el empleo y, por lo tanto, sus supuestos beneficios.

Lo anterior no niega que los salarios pudieran ser muy bajos. En las últimas décadas se han construido muchos absurdos en torno a los SM: desde convertirlos en un ancla contra la inflación (el pacto de los 80) hasta utilizarlos como índice para toda clase de multas y similares. Es claro que se requiere liberar al SM de estos fardos y sujetarlo a un mecanismo de mercado que logre lo que los economistas denominan el precio «óptimo». Lo que sería un desastre es aumentarlos por decreto con criterios políticos. El salario, como todos los demás precios, debería ser fijado por la oferta y la demanda, mecanismo que, además, tendría la virtud de compensar más una mayor y mejor educación (crucial en la era de la información), incentivando movimiento en frentes estancados como el sindical.

Pretender que un aumento en los salarios va a resolver el problema de la economía mexicana recuerda al cuento de la carabina de Ambrosio, un asaltante sevillano que utilizaba una carabina que no tenía pólvora. Sin embargo, a diferencia de aquella historia, elevar el salario mínimo por decreto sí tendría consecuencias serias, provocando el ciclo perverso de desempleo mencionado antes. También exhibiría la incapacidad gubernamental de hacer cumplir su decreto.

En el largo plazo, los salarios aumentarán en la medida en que crezca la productividad y ésta está hoy atorada por burocratismos, privilegios, regulaciones y otros impedimentos políticos. La respuesta correcta al reto de la productividad es crear condiciones para que proliferen nuevas empresas y empresarios, todos ellos en un mundo de simplificada formalidad. En el mundo, lo que produce crecimiento de la productividad son empresas pequeñas que crecen con celeridad. La discusión sobre el SM muestra qué tan lejos estamos de enfrentar los verdaderos problemas de desarrollo del país.

*http://www.mckinsey.com/insights/americas/a_tale_of_two_mexicos.

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@lrubiof

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