Autoridad y catálisis

 Luis Rubio

En “Los cañones de agosto”, Bárbara Tuchman relata como una serie de sucesos y circunstancias aparentemente no relacionados llevó inexorablemente a la primera guerra mundial y la mayor carnicería humana que el mundo había conocido. ¿Tendrá la masacre de Iguala un efecto similar?

No es una pregunta ociosa. En las últimas semanas el país ha ido avanzado de manera acelerada hacia una gran conflagración política. O peor: eventos aparentemente inconexos se han venido alineando para producir una gran crisis. Lo significativo es que todo esto fue cobrando forma en buena medida gracias a una presencia y una ausencia. La presencia es la de un proyecto político orientado a forzar la renuncia del presidente antes de que concluyera su segundo año, pues eso obligaría a una nueva elección.

La ausencia es la del gobierno, situación extraña dado el enorme control que ostenta y los recursos, de todo tipo, que lo acompañan. Algunas partes del gobierno han seguido funcionando, quizá por inercia (como el férreo control de los medios), pero otras han brillado por su ausencia. Lo más que ha logrado es articular una teoría de la desestabilización, colocándose no como conductor de la vida política nacional sino como la víctima de un complot. Su propuesta de esta semana no altera este patrón.

Sería fácil construir un argumento como el de Tuchman. Primero, en orden cronológico, el movimiento del Politécnico, probablemente organizado por Morena y mal comprendido por Gobernación, desatando fuerzas mucho más grandes de las que sus promotores imaginaron. Segundo, Iguala, corazón de la producción de heroína en el país; el crimen organizado en control de la presidencia municipal y su estrategia para preservarla con la esposa del presidente del momento; Ayotzinapa en manos de una organización rival, enviando a los estudiantes al paredón. Tercero, el asunto de la casa presidencial, que no pudo aparecer en un momento más propicio para elevar sucesos relativamente frecuentes en el país a dimensiones estratosféricas. Quien haya planeado lo del IPN jamás soñó con una conjunción de circunstancias como las que se dieron en las semanas siguientes.

Pero nada de lo anterior hubiera cuajado de haber funcionado el gobierno con normalidad. Fue su ausencia la que produjo el desmedido crecimiento de la bola de nieve. Recuerda un poco la forma en que respondió –o, más bien, no respondió- Porfirio Díaz en su momento. La rebelión que comenzó en 1910 y que llevó a su derrocamiento fue resultado de la incapacidad de Díaz para contener los levantamientos que se fueron dando en distintas partes del país. Aunque el catalizador del descontento fue el fraude electoral, cada levantamiento tuvo su propia circunstancia local (jefes políticos abusivos, hacendados expansivos, compra-ventas amañadas de tierras, corrupción en los gobiernos locales). Es posible que la atrocidad en Iguala haya tenido un efecto similar: se convirtió en un catalizador que permitió que la gente manifestara su descontento, un agravio distinto para cada grupo e individuo involucrado, pero todo ello igualmente incomprendido por el gobierno actual.  Había muchas razones para el descontento, algunas de origen cercano, otras más distante, pero Iguala proveyó un elemento unificador que lo canalizó.

Alexis de Toqueville afirmó que el momento más peligroso para un gobierno autoritario o dictatorial “normalmente ocurre cuando comienza a reformarse”. Aunque las reformas promovidas por el presidente Peña tienen el potencial de afectar innumerables intereses, su impacto a la fecha ha tenido lugar esencialmente en tres frentes: en la modificación de los términos del pacto constitucional de 1917; en materia fiscal; y en el ámbito de la seguridad. Si bien enmendar la constitución ha sido un deporte nacional, nadie se había atrevido a modificar la esencia de los tres artículos sacrosantos: 3, 27 y 123. La reforma energética ataca el corazón de un sector profundamente creyente en el escrito original. El asunto fiscal no es menor tanto porque regresa al país a la era de la dominancia gubernamental como porque sustrajo recursos de la población y de los inversionistas y los mal usó, provocando una magra recuperación. No comprender el hartazgo y sufrimiento que produce el crimen organizado en todas las familias del país fue un error monumental.

En lugar de construir una amplia base de apoyo que sustentara sus proyectos a la vez que privilegiaba a sus favoritos, el gobierno provocó una extraña alianza entre actores clave de la sociedad, quienes se oponen a las reformas y quienes han sufrido de la inseguridad. Las manifestaciones de las semanas pasadas son notables por la diversidad de quienes ahí participaron: desde anarquistas con el rostro cubierto hasta familias con carriolas y sus perros. El gobierno alienó –y unificó en su contra- tanto a su base natural de potencial apoyo como a sus enemigos.

Pasada la fecha fatal del primero de diciembre (con ello eliminando el objetivo inmediato de los revoltosos), el gobierno tiene que comenzar a reconstruir su proyecto. En un mundo ideal, se abocaría a replantear sus objetivos, comenzando por atender lo obvio: la ausencia de instituciones confiables, comenzando por la del reino de la legalidad.

Las semanas pasadas muestran que el enojo acumulado puede convertirse en una gran bola de nieve, similar a la que Díaz no supo contener. El presidente Peña podría revertir la crisis convocando a toda la sociedad a apegarse al Estado de derecho, comenzando por él mismo.

 

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