Luis Rubio
En su Testamento político (1640), el cardenal Richelieu sostiene que los problemas del Estado son de dos clases: fáciles o insolubles. Los fáciles son los que fueron previstos. Cuando le estallan en la cara, ya son insolubles. Esa es la historia de la seguridad en el país. El sistema de seguridad que existió entre los cuarenta y los setenta del siglo pasado funcionó porque respondía a las peculiares circunstancias de aquella era y nunca se adecuó, o transformó, para responder a lo que vino después: le estallaron al gobierno en la cara y todavía no reacciona.
«El pasado, dice un aforisma, es otro país. Ahí se hacen las cosas de manera distinta». En efecto, hasta el pueblo más modesto en los cincuenta contaba con tres instituciones bien establecidas: la Iglesia, el IMSS y el PRI. Aunque la constitución decía que éramos un país federal, esas instituciones eran testigos de la absoluta centralización del sistema de gobierno: desde el binomio PRI-presidencia hasta la más modesta representación local, los tentáculos del sistema abarcaban y cubrían a toda la población del país, hasta en el pueblo más recóndito. La información fluía en ambas direcciones y las reglas eran claras: nadie dudaba quien mandaba.
Por supuesto que existía cierto grado de autonomía local (no era un sistema soviético), pero las formas y la centralización se reproducían a todos los niveles, permitiendo un control efectivo del territorio. La ventaja del sistema era evidente y se observaba en la paz que reinaba en la mayoría del país: cuando se presentaba un problema, el sistema respondía con eficacia, con una unidad de mando vertical. Los sistemas autoritarios se gobiernan con pocas instituciones y escasas reglas: basta la voluntad del gobernante en turno para imponer su voluntad, arbitraria o no, sobre el resto.
Funcionó mientras funcionó. El sistema era eficaz pero nunca fue flexible y su capacidad de adaptación acabó siendo prácticamente nula. Su gran virtud fue que creó condiciones para la prosperidad económica; pero esa prosperidad cambió a la sociedad mexicana y exigió la adopción de un marco económico dinámico que respondiera a un mundo que no dejó de transformarse. Así, la sociedad de los sesenta comenzó a exigir satisfactores sociales y políticos que el viejo sistema era incapaz de proveer y las crisis económicas obligaron a la liberalización, lo que virtualmente eliminó la capacidad de control vertical que había funcionado en las décadas anteriores. Es decir, el éxito del viejo sistema acabó minando su viabilidad, en todos los órdenes.
La seguridad se ejercía de manera vertical y se instrumentaba a través de los actores locales, al grado en que el propio gobierno administraba la delincuencia. Era un sistema primitivo para un país pequeño, relativamente poco poblado y sin mayores contactos con el resto del mundo. Esas circunstancias cambiaron: la población casi se quintuplicó (25 millones en 1950 vs 119 en 2015), los niveles educativos se elevaron y con ello se alteró cualitativamente la demanda de satisfactores. Todo esto fue erosionando la funcionalidad y eficacia del sistema de seguridad, hasta que éste se colapsó.
En los noventa comenzamos a observar un crecimiento dramático de la delincuencia y los secuestros. Luego vino la letal combinación de un cambio político estructural (el «divorcio» del PRI y la presidencia con la derrota del PRI en 2000), la incomprensión del momento por parte de Fox (y su desdén por gobernar) y el crecimiento del crimen organizado, en buena medida debido al éxito de los americanos en cerrar la entrada de drogas por el Caribe y el control que logró el gobierno colombiano de sus mafias de narcotraficantes, cuyos beneficiarios fueron las mafias mexicanas, que tomaron control del negocio.
Todo esto ocurrió justo cuando el viejo sistema de seguridad se colapsaba y los gobernadores le quitaron la chequera a Hacienda y, en lugar de construir un sistema moderno de seguridad a nivel local, dispendiaron o robaron esos dineros. Es decir, lo que ya no funcionaba bien prácticamente desapareció y nada se construyó en su lugar.
Llevamos dieciséis años desde que comenzó esta nueva etapa y todavía no existe un reconocimiento de dos cosas elementales: primero, que el objetivo del sistema de seguridad debe ser el de proteger a la población. Así de básico. Segundo, que la fuerza federal puede servir para atajar el problema pero sólo una capacidad local, de abajo hacia arriba, va a resolver el problema de seguridad en el largo plazo. Las propuestas de mando único o compartido sólo funcionarán en la medida en que se conciban como un medio para construir capacidad local. La seguridad es de abajo hacia arriba o no existe.
Estos principios son iguales para estados con problemas relativamente menores como Querétaro que para los que viven en el mundo de la criminalidad como Guerrero o Tamaulipas. Lo específico cambia, pero lo genérico es igual: nuestro problema es de ausencia de gobierno, de capacidad de gobierno, en todo el territorio nacional. Cada caso requiere atención particular, pero lo relevante es para todo el país: las reformas estructurales son necesarias, pero sin seguridad, jamás arrojarán los beneficios que prometen.
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