El deterioro es lento pero seguro. Las dificultades se apilan y las expectativas empeoran. La imagen del gobierno empobrece de manera sistemática sin que nadie sea capaz de revertirla. Los partidos y pre candidatos intentan sacar raja del árbol caído, sin preocuparse por las implicaciones de su actuar, igual el PAN que el PRD, Morena o la colección de independientes: cada quien para su santo. Súbitamente sale el sol: Trump parece liberar a todos de sus penas porque ofrece la oportunidad de un problema -o enemigo- común. La unidad adquiere una dimensión cósmica: todos somos migrantes, todos somos patriotas, todos somos buenos. Todos, menos la dura realidad.
Los tiempos difíciles reclaman unidad y, en eso, el llamado del presidente es impecable. Pero un llamado no resuelve años de desdén ni deslegitima la convocatoria de López Obrador a sumar fuerzas. La falsedad -intemperante y distante- de los llamados a la unidad resulta evidente para una ciudadanía cauta por experiencia, que distingue lo honesto de lo interesado. A nadie importa la espada de Damocles que pende sobre la cabeza de México, sino la disputa por la sucesión y la vanidad del instante. Por si faltaran pruebas, ni los convocantes a la marcha del pasado domingo pudieron ponerse de acuerdo sobre el objetivo.
El problema de las convocatorias a la unidad es que no entusiasman a nadie cuando son contra algo: la población quiere respuestas y soluciones, no condenas gratuitas; en todo caso, unidad a favor de algo mejor. Los migrantes que viven atemorizados en Estados Unidos y sus familias en México no quieren marchas y protestas: quizá se sumen a una convocatoria por la transformación del país pero no está dispuestos a perder ni un minuto en un ejercicio ficticio de unidad. Peor cuando el presidente intenta subirse al carro para atajar su propia impopularidad que, no sobra decir, evidencia lo obvio: por más que Trump represente una enorme amenaza al statu quo, el mexicano común y corriente está mucho más enojado con el gobierno; no por casualidad innumerables organizaciones que se sumaron a la convocatoria de la marcha al final optaron por salirse. Nadie quiere ser parte de un barco que naufraga: eso incluye al gobierno actual y a muchos de quienes vieron en sus reformas alguna posibilidad.
Por casi medio siglo, los mexicanos hemos vivido a la espera de una transformación que permita romper con los amarres que anclan al país en el pasado. En todas esas décadas, hubo muchos intentos por reformar aspectos de la vida económica y política del país, pero ninguno pretendió sentar las bases para un futuro distinto, para entrar de lleno al siglo XXI. Las reformas económicas crearon espacios de excepción que nos han dado un extraordinario alivio, pero no una solución integral; las reformas político-electorales procuraron apaciguar a las diversas oposiciones, incorporándolas en el sistema priista de privilegios. Los migrantes buscaron empleo fuera porque aquí no hay oportunidades.
Décadas dedicadas a atender la crisis del momento: puros parches y remiendos, trapitos que ayudan pero no resuelven. Bastaron unos cuantos twits de Trump para desenmascarar a todo el país, evidenciando no sólo nuestras carencias, sino nuestras vulnerabilidades. Frente a eso, envolverse en la bandera acaba siendo no más que un acto de vanidad, un mero berrinche.
El hastío que vive la población no es producto de la casualidad y no se resuelve, como pretende el candidato favorito de las encuestas, retornando a una era idílica y simple. La invitación a un «nuevo proyecto» de nación es muy llamativa (y sin duda atrae a muchos empresarios desesperados), pero choca con la realidad del mundo en que vivimos. Precedentes hay muchos, desde Perón hasta Chávez, que no sólo destruyeron lo existente, sino que para siempre minaron el futuro de sus naciones. Muchos, comenzando por Trump, Xi y Putin, pretenden recrear su antigua grandeza pero nada, excepto una destrucción total de la vida moderna y las comunicaciones que la caracterizan, podrá cambiar el reino de la opinión pública, las redes sociales y la globalización de las expectativas.
El país ciertamente tiene que cambiar; la pregunta es hacia dónde y cómo. Los llamados a la unidad no son sino llamaradas nostálgicas o interesadas de quienes se benefician del viejo orden y pretenden preservarlo, por lo que ni parpadean con invitaciones nacionalistas y patrioteras. El nacionalismo, escribió Orwell, es “hambre política atemperada por un auto-engaño.”
Trump nos ha sacado de la zona de confort y nos obliga a optar: damos un paso firme al siglo XXI o aceptamos que el deterioro continúe. De lo que no hay duda es que, sin alteración de las tendencias, el único camino posible es hacia abajo y todos los que abandonan el barco -unos porque no ven opciones, otros porque creen que sumándose temprano pueden sacar raja doble- no hacen sino acelerar el paso. Quien crea que las cosas no se pueden poner peor -antes de las elecciones y después- desconoce la historia, desde la revolución rusa en adelante, para no hablar del pasado remoto.
Mucho más útil sería la unidad de personas e intereses disímbolos para construir el futuro, que un palco privilegiado en el Titanic.
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