Cambiar para no cambiar

Luis Rubio

Los reformadores mexicanos me recuerdan a aquella famosa predicción del basquetbolista de los NY Knicks, Micheal “Sugar” Ray Richardson, de que su equipo era “un barco que se estaba hundiendo.” Cuando un periodista le preguntó ¿qué tanto se podría hundir?, la respuesta fue “el cielo es el límite.” Las contradicciones son inherentes a nuestro sistema de gobierno, diseñado para que todo cambie y que, al mismo tiempo, todo siga igual.

Desde los ochenta, el país se embarcó en un proceso de reforma con un objetivo público muy claro, pero con una agenda privada al lado. Lo público era elevar la productividad con la meta de, por ese medio, incrementar las inversiones y, con ello, la generación de riqueza y empleos bien remunerados. El proyecto era técnicamente impecable porque revelaba una comprensión cabal de la naturaleza del problema, al menos en términos económicos.

El país se había estancado porque tenía una economía endogámica donde proliferaban los monopolios públicos y privados, en la que los negocios de los políticos condicionaban el desarrollo de la economía y donde los sindicatos determinaban qué avanzaba y qué se estancaba. El llamado «sistema» trabajaba para un solo objetivo: preservar y aumentar los privilegios de la clase política, descendiente de la «Familia Revolucionaria» que, por haber ganado aquella batalla épica, se sentía dueña del país, de sus recursos y de su futuro.

Aunque es evidente que mucho ha cambiado, lo que permanece de aquel mundo es esclarecedor. Ejemplos no faltan: hay mucha demanda de empleo y mucha oferta pero, gracias a los sindicatos magisteriales (en todas sus variantes), que siguen privilegiando el control sobre la educación, muchos demandantes de empleo no cuentan con las habilidades requeridas. Otro ejemplo: gracias al negocio de políticos y sindicatos tenían el monopolio de las pipas de Pemex, el país cuenta con muchos menos gasoductos y oleoductos de los que requiere una economía que aspira a crecer con celeridad. Un último ejemplo: no se si algún mexicano se ha percatado que tenemos un pequeño problema de seguridad, justicia, corrupción e impunidad, pero parece evidente que eso no le es obvio a quienes son responsables de la conducción de los asuntos nacionales a todos los niveles de gobierno; quienes han detentado el poder y sus candidatos ven este asunto como una mera molestia.

Es en este contexto que habría que evaluar reformas como la de energía, educación y el propio TLC, para no hablar de asuntos como la corrupción y la reforma de justicia: la condición sine qua non para que crezca la inversión es la certidumbre jurídica y patrimonial, misma que es imposible en la medida en que persista -en la práctica legal y burocrática- el viejo sistema político y los criterios que lo animaban. El reto que esto impone en materia de energía es enorme. Justicia, seguridad y crecimiento económico van todos de la mano.

México es reconocido alrededor del mundo por las reformas que, desde hace tres décadas, comenzó a emprender. Sin embargo, comparado con otros países también reformadores, nuestro progreso ha sido menor por la agenda privada que ha acompañado a las reformas: todo se vale mientras no amenace los intereses y privilegios de los beneficiarios del sistema político de antaño. Tan arraigado es el criterio que hasta las dos administraciones panistas lo preservaron. La forma en que se ha conducido el gobierno federal en la contienda electoral del Estado de México es sugerente: todo se vale para que no se amenace el statu quo.

«El fin podría justificar los medios, escribió Trotsky, siempre y cuando haya algo que justifique el fin.» El problema es que el fin implícito de las reformas es que nada cambie y, por lo tanto las reformas acaban siendo enclenques e insuficientes, al menos en su implementación. Por supuesto que todas las reformas, en México y en el resto del mundo, de facto incorporan las realidades del poder y, en ese sentido, no se puede comparar procesos de reforma como los de Corea, Chile o China con el mexicano, pues ahí hubo gobiernos duros que impusieron su ley.

Pero nuestro caso es peculiar también en otro sentido: hemos llevado a cabo una transición política que no cambió la realidad política. Tenemos una nueva realidad electoral y de libertades pero no un nuevo régimen político. Desde esta perspectiva, el objetivo implícito de las reformas -preservar los privilegios- ha sido absolutamente exitoso.

La pregunta es a qué costo: el país lleva décadas creciendo a un magro 2% en promedio; la población reclama mejores niveles de vida pero, gracias a los privilegios, no ha tenido acceso a la educación que permitiría lograrlos; la inversión crece, pero muy por debajo del potencial; la inseguridad destruye negocios, familias, expectativas y, por encima de todo, la confianza que es clave para el progreso. Todo esto ¿a cambio de qué?

La disyuntiva es clara: damos el paso hacia adelante o seguimos en la pretensión del cambio pero la realidad de la corrupción y la impunidad. Peor: lo poco o mucho que han avanzado las reformas está en entredicho por la amenaza externa e interna y sin una población dispuesta a defender lo que no siente suyo.

 

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14 May. 2017

Confusión

Luis Rubio

 

En la película El Presidente Americano, el protagonista confronta una brutal caída en su popularidad y a un fuerte contendiente que satura los medios de comunicación. Confundido, el presidente dice que la gente tiene derecho a escuchar a quien quiera. Lewis Rotchild, su asistente, le responde: ¡la gente “no tiene opción! ¡[El contendiente] es la única persona que está hablando! La gente quiere liderazgo, señor presidente, y en la ausencia de liderazgo genuino, escucharán a cualquiera que tome el micrófono. Quieren un líder. Están tan sedientos de liderazgo que estarán dispuestos a arrastrarse por el desierto hacia un espejismo y, cuando descubran que no hay agua, beberán la arena.” El presidente finalmente responde “la gente no bebe la arena porque está sedienta sino porque no sabe la diferencia.”

Todos los presidentes, en todo el mundo, llegan a salvar a sus respectivos países y, tarde o temprano, se atoran con la realidad, misma que los obliga a replantear sus objetivos. Algunos responden con astucia, como Bill Clinton; otros actúan de manera brutal como en Tiananmen en 1989. Algunos salen bien librados, otros se colapsan.

El gobierno del presidente Peña llegó al ápice de su proyecto a finales de 2013 y ahí comenzó su caída. A pesar de lo asertivo de su actuación inicial, en realidad no tenía un plan de vuelo más allá de la aprobación legislativa de su paquete de reformas. Una vez pasado ese umbral, el gobierno se desentendió de la implementación de las reformas, dejando que el responsable de cada una de las áreas decidiera su devenir. Su verdadero plan no eran la reformas, sino la recreación de un gobierno imperial, al estilo de los 50 y 60 del siglo pasado. Es decir, el proyecto era el gobierno y nada más.

El problema fue doble: por un lado, resultó imposible recrear lo que ya no existía y que había desaparecido porque ya no funcionaba. Por el otro, al presentarse como el único responsable de todo lo que ocurría en el país, acabó cargando con todos los problemas que surgían: desde Ayotzinapa hasta los gobernadores corruptos. Su desdén lo llevó al cadalso y no ha sabido responder. Peor: ante su incapacidad de comprender la naturaleza del problema, en lugar de construir una salida, sigue cavando el hoyo en que se encuentra.

La forma de conducirse del gobierno me recuerda una anécdota que me contó un querido amigo: “Hace muchísimos años, en mi época de estudiante universitario, asistí a una obra de teatro experimental que, creo, se llamaba  “Caos en el Escenario.” Era una parodia de un director de orquesta que no podía definir qué obra interpretar, por lo que los primeros intérpretes [por ejemplo el primer violín] trataban de convencerlo de qué obra tocar, obviamente aquella en que su instrumento lucía más y, para probarlo, había pequeñas selecciones de las obras recomendadas que se oían en backplay. Como el director no podía decidirse, se iban acelerando las presiones de los primeros intérpretes y de la música que recomendaban hasta que la obra concluía en un absoluto caos escénico y auditivo.” Así parece nuestro gobierno, con discursos disonantes, acciones inconexas y, sobre todo, total ausencia de claridad de rumbo.

Lo que los mexicanos requieren es certeza del futuro, algo para lo cual muchas de las reformas pueden ser sumamente relevantes. Sin embargo, el discurso presidencial es totalmente ajeno a esa demanda ciudadana y, como sugiere el pasaje de la película, el único que está intentando proveer esa certeza es el contendiente, haciéndolo, además, con enorme habilidad.

La pregunta crucial es qué puede hacer el presidente para evitar una crisis incontenible al final del sexenio, justo cuando comienzan los meses de declive franco del poder presidencial. Ante todo, el presidente no tiene nada que perder porque su popularidad es tan baja que ésta sólo puede ascender. A la fecha, sólo ha hecho una cosa esencial que permitirá evitar una crisis todavía más grande de la que ahora parece inevitable: al corregir los agregados fiscales, su gobierno ha reducido dramáticamente el riesgo de una nueva crisis económica.

En el ámbito político, le sería mucho mejor dejar de intentar manipular los procesos electorales en curso, pues todo acabará revirtiéndose en su contra. De la misma manera, debería dedicarse a todos los mexicanos y no sólo a sus correligionarios partidistas o cuates en lo individual: cada gobernador al que protege se convierte en un fardo más con el que carga; sería mejor que cada quien cargue con sus penas (y delitos).

Finalmente, el país confronta un reto fenomenal en la relación con Estados Unidos, misma que cambia continuamente y se ha vuelto altamente impredecible. La población ha estado absolutamente dispuesta a sumarse al presidente en este proceso, pero él se ha mostrado partidista y ha desaprovechado la mayor fuente de fortaleza que existe frente a EUA: precisamente los innumerables contactos diarios que existen entre mexicanos y norteamericanos por razones de negocios, relaciones familiares, exportaciones, importaciones y toda índole de intercambios que el gobierno no controla y por eso son tanto más legítimos. Si el presidente quiere salir del hoyo en que está tiene que comenzar a sumar y sumar más y más.

 

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07 May. 2017

La ira: ¿pasado o futuro?

Luis Rubio

Más allá de los aspirantes a la presidencia en 2018, quizá el factor crucial que determine la forma en que actúen los electores se derive de sus percepciones de la realidad actual. Según Pankaj Mishra en su nuevo libro La era del enojo, quienes no han logrado insertarse en la modernidad y ser parte de sus promesas -libertad, estabilidad y prosperidad- siempre son víctimas fáciles de demagogos, igual de izquierda que de derecha. Las realidades y las percepciones se entrelazan al punto de muchas veces acabar siendo indistinguibles: triunfa quien logra crear un entorno propicio para su perspectiva y visión.

En todo el mundo, el desquiciamiento de la vida tradicional difícilmente pudo haber sido más grande. Las telecomunicaciones han creado un universo de inmediatez; los gobiernos, antes dueños de la verdad a través del control de la información, hoy son un mero actor más en la discusión de los asuntos públicos; las fuentes de trabajo se han transformado de manera inmisericorde: parte por la competencia, parte por el cambio tecnológico. En este contexto, ya no hay anclas permanentes de estabilidad las cuales asir como fuentes de certeza. El impacto, en todo el mundo, ha sido extraordinario.

Este tipo de desquiciamientos, dice Mishra, no son nuevos en la historia: el enojo y el descontento son factores que se repiten a lo largo del tiempo cuando ocurren transiciones políticas o tecnológicas de altos vuelos. Su argumento me recuerda una afirmación lapidaria que hace Tony Judt: “Pocos hoy en día son lo suficientemente viejos como para saber qué significa ver al mundo colapsarse.” En los últimos años hemos visto revueltas en el electorado de Polonia, Inglaterra y Estados Unidos. En unas cuantas semanas veremos si algo similar ocurre en Francia. Las respuestas de enojo y odio, así como la auto justificación de la violencia, no son muy distintas a los movimientos mesiánicos y revolucionarios de Europa en el siglo XIX o a los anarquistas rusos de esa era.

Algunos afirman que la creciente desigualdad es otro ingrediente explosivo en este coctel. Walter Scheidel acaba de publicar un enorme libro al respecto,* argumentando que, a lo largo de la historia, sólo las revoluciones, las epidemias, el colapso de los estados y la destrucción masiva de riqueza que lleva a un empobrecimiento generalizado, constituyen factores de igualación social, siempre hacia abajo, es decir, porque destruyen la riqueza existente. Uno de sus argumentos más importantes es que ningún país ha disminuido la desigualdad mediante reformas estructurales porque éstas son, a final de cuentas, arreglos entre quienes tienen poder. Ian Morris, un viejo estudioso de estos temas, explica porqué la desigualdad no es un factor relevante en esta era: a pesar de la desigualdad, el trabajador industrial promedio vive más años, come mejor y es más rico, libre y más educado que casi todos los seres humanos que le precedieron.

Es decir, siguiendo a Morris, en la medida en que las percepciones y expectativas de la población sean positivas -que su nivel de vida irá mejorando- los votantes no tienen incentivo alguno para modificar el statu quo de manera radical. Antes del día de las elecciones de EUA y Brexit, había muchos escenarios posibles; en ambos casos, el resultado pudo haber ido en cualquier dirección, pues ambas fueron muy apretadas. En este sentido, si bien el hecho político de quien gana y quien pierde cambia el panorama, las explicaciones sobre por qué ocurrió suelen ser excesivas: más justificatorias que analíticas.

Mi punto es que hay factores que inciden en el ánimo del votante y que todos los políticos (con excepción del presidente en México en este momento…) explotan para intentar sesgar la voluntad del electorado en cierto sentido, creando certidumbre. Nadie ha sido más hábil y virtuoso que AMLO en estas ligas.

Los cambios experimentados por México en los últimos tiempos también han sido enormes. Parte del país se ha transformado de manera impactante y parte se ha quedado atorado en el pasado. Quienes viven en el primer grupo seguramente tienen una perspectiva de futuro positiva, en tanto que aquellos que siguen en formas de vida y producción ancestral probablemente no han modificado su manera de percibir al mundo en muchas décadas. El electorado más volátil es el tercer grupo: aquel que ha visto su mundo cambiar sin encontrar un asidero y fuentes de certidumbre confiables. Parte de ello se deriva del proceso incontenible de cambio, parte de la ausencia de respuestas y soluciones a problemas cotidianos -desde la mala infraestructura hasta la inseguridad, pasando por la corrupción-, pero el conjunto arroja condiciones naturalmente propicias para la ira, el enojo y la desazón. La incertidumbre respecto al TLC ciertamente no ayuda.

Ninguno de estos elementos es novedoso en la política mexicana. Lo novedoso es la ausencia de liderazgo presidencial. Sin distingo de partido, todos los presidentes recientes intentaron encauzar los procesos de cambio para darle sentido y dirección a la población. Hoy el único que intenta ese liderazgo es el principal candidato de la oposición, por lo que no es difícil explicar su posición en las encuestas.

*The Great Leveler: Violence and the History of Inequality from the Stone Age to the Twenty-First Century

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30 Abr. 2017

Una paradoja

Luis Rubio

Una de las reacciones y consecuencias más anticipables del discurso de Trump a lo largo del último año y medio hubiera sido un rápido crecimiento de sentimientos anti-americanos en México. Y, sin duda, eso ha ocurrido, pero con matices que son significativos. Para comenzar, por más que el nuevo presidente estadounidense se ha referido a todos los mexicanos, la principal reacción de quienes viven en Estados Unidos en la ilegalidad es una simple y natural: miedo, cuando no pavor. Quienes están en la mira no tienen tiempo para odiar.

Hace unos días escuchaba yo a un legislador californiano describir la nueva realidad: escuelas vacías y niños guardando silencio en sus casas mientras sus padres van a trabajar, típicamente saliendo muy temprano y regresando tarde, no porque el trabajo lo exija sino porque suponen que la obscuridad les ofrece una mayor esperanza de así poder evadir las redadas. El discurso de Trump y el envalentonamiento de las policías responsables de asuntos migratorios han cambiado el mundo para las comunidades mexicanas, creando una nueva realidad cotidiana.

En México la protesta intelectual y política es activa, emotiva y decidida, pero muy distinta a la del mexicano común y corriente. Es particularmente revelador el hecho de que los sentimientos anti-norteamericanos, o anti Trump, se concentren en el mundo de la discusión pero no tanto en el de la vida real. Quienes tienen familiares en Estados Unidos están asustados tanto por los riesgos que hoy corren sus parientes como por la incertidumbre respecto a su sustento. Las remesas pueden entenderse como un renglón en la balanza de pagos o como el ingreso que sostiene a millones de familias en el país. Esas familias dependen del ingreso de sus parientes, que se fueron para darle una vida mejor a quienes dejaron atrás. Para ellos el asunto es de sustento básico, no de política o emociones.

Es en este sentido que es paradójica la forma en que han reaccionado distintos núcleos de mexicanos aquí y allá. Para quienes la relación con Estados Unidos es un asunto cotidiano, base de su sustento -igual aquellos que emigran que los dependen de las exportaciones- la reacción es de miedo o preocupación, no de odio: ahí no ha surgido un anti-americanismo visceral. Quienes han emigrado quizá no tengan una comprensión cabal de la historia o las causas profundas de las circunstancias que les obligaron a salir, pero saben bien que algo no funciona aquí. Lo mismo es cierto para quienes trabajan en la industria vinculada al TLC y las exportaciones: todo mundo sabe que Trump es un problema, pero es mucho peor el régimen del que se fueron o bajo el que viven: allá hay reglas y aquí todo es incierto, desde la seguridad de sus vidas hasta la continuidad de las políticas públicas. No es blanco y negro.

El mexicano de a pie es infinitamente más sabio que los políticos (o intelectuales), que creen representarlos. Para ellos se trata de vida o muerte; para los otros es un asunto de posicionamiento, al fin etéreo. Minimizar las causas de la salida o, en el caso del TLC, de las fuentes de certidumbre que ese tratado genera, es perder de vista que la realidad a nivel del piso es clarividente. La gente emigra porque aquí no hay oportunidades y quienes tienen empleos en empresas vinculadas al TLC (o a su “filosofía”) apechugan porque saben que la alternativa es infinitamente peor. Son manifestaciones inexorables de la calidad del gobierno que tenemos, el de hoy y el del último siglo. Pocos se atreven a preguntar: ¿por qué aquí no funcionan las cosas?

Paradójico que hasta los más afectados no culpen a Trump o al país que los acogió, porque saben bien que la alternativa es mucho peor: más de lo mismo. Trump, un personaje que vive de explotar su marca (en hoteles, ropa, condominios y toda clase de productos de consumo), ha minado la marca de su país de una manera que hubiera sido inconcebible hace sólo unos meses. Muchos odiaban a George W. Bush por su belicismo, pero distinguían a la persona y su gobierno de su país. Hoy eso es imposible. Trump ganó gracias a un discurso divisivo y fundamentado en el odio. A pesar de ello, quienes viven de su trabajo, independientemente de su status legal en aquel país, rezan, no odian. Saben (o confían) que, a diferencia del gobierno mexicano, esto es algo pasajero; lo de México tiene doscientos años y va para rato.

En una de sus famosas pinturas, Roy Lichtenstein dibuja a Donald pescando y diciéndole a Mickey «acabo de atrapar a uno grande», cuando en realidad se había atrapado a sí mismo…. Algo así le ha pasado a México: se ha atrapado a sí mismo y esto no podía haber ocurrido en un peor momento.

El gobierno saliente parece haberse ido, dejando el terreno abierto a un potencial sucesor que representa su peor pesadilla. En lugar de aprovechar este tiempo para construir el andamiaje de un país viable y seguro de sí mismo, ha optado por la pasividad y la aquiescencia. Ese puede no ser su objetivo -como prueban sus obsesiones-, pero eso es lo que de hecho está haciendo. En contraste con los mexicanos ligados a EUA de diversas maneras y que intentan encontrar cómo salir del predicamento, el gobierno se enquista. Valiente manera de gobernar.

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23 Abr. 2017

Trump y las manufacturas

Luis Rubio

En Tiempos difíciles, Charles Dickens describe de manera desgarradora los efectos de la Revolución Industrial sobre poblaciones enteras que quedaron desamparadas, sin empleo, seguro social o cualquier otro método de sobrevivencia. El advenimiento de la máquina de vapor fue devastador para el trabajo manual, eso a pesar de que virtualmente todos los trabajadores de aquella época tenían la posibilidad de aprender a usar las nuevas máquinas. Algunos aprendieron, otros quedaron fuera, sufriendo las consecuencias. Aunque angustiante, esta es la historia de la humanidad: Deidre McCloskey ha mostrado como el cambio tecnológico ha ido de la mano con la historia, desde la invención de la rueda, las poleas y las redes para pescar, la tecnología ha transformado la forma de producir y de vivir. Seguramente hubo un Trump militante y aguerrido intentando contener las aguas de la presa que arreciaba en cada uno de esos momentos.

Con Trump o sin Trump, la tecnología seguirá avanzando y eso es algo en lo que los mexicanos no hemos reparado mucho: la planta industrial prototípica en el país sigue siendo más bien tradicional, en el sentido en que involucra a mucho personal manejando máquinas, incluso algunas de enorme complejidad. Esto contrasta con la planta exportadora y la más moderna del mundo que están llenas de robots, con un personal mínimo. Antes se requerían dos operadores por telar; hoy, una persona con su computadora puede supervisar hasta cinco mil telares simultáneamente. El cambio, y la destrucción de empleos tradicionales, es impactante e incontenible. Y no es nuevo.

Esta realidad entraña dos enormes retos para México. Por una parte, tarde o temprano, la planta manufacturera tradicional va a ser arrasada por la creciente sofisticación de los procesos productivos y la demanda de los consumidores. Baste imaginar lo que implicará la multiplicación de impresoras de tercera dimensión, algo que los changarros de Fox ni siquiera pueden imaginar. Los estudiosos de la Unión Soviética han concluido que fue el cambio tecnológico el que realmente minó al viejo imperio ruso: al final del día, la URSS -con excepción de lo militar- fue incapaz de mantener el paso con occidente. En México no estamos muy lejos de un desenlace similar en toda la planta manufacturera tradicional que, a pesar de toda clase de protecciones arancelarias, no arancelarias y subsidios, acabará muriendo. No es casualidad que los vendedores de milagros -como Trump en Estados Unidos y AMLO en México- quieran regresar a ese mundo idílico del pasado en que todo supuestamente funcionaba con armonía.

El segundo desafío no será menor: con Trump o sin Trump, lo mismo le va a ocurrir incluso a la parte más moderna de la planta industrial del país, esa que produce, compite y genera billones de dólares de exportaciones. El cambio tecnológico es imparable y los robots están avanzando a pasos agigantados. Mientras los mexicanos estamos preocupados por la preservación e, idealmente, modernización del TLC, el mundo industrial se está moviendo hacia la automatización de una manera vertiginosa. ¿Cómo vamos a preservar ventajas comparativas para atraer a nuevas empresas, inversiones y plantas industriales? La pregunta no es ociosa: hemos logrado atraer inversiones por la certidumbre que confiere el TLC y por la competitividad que aportamos por los costos de la mano de obra y otros insumos. ¿Qué vamos a hacer cuando estos insumos, sobre todo el del costo de personal, resulten irrelevantes por la robotización?

El problema se agrava por algunas de las iniciativas que el nuevo gobierno estadounidense está promoviendo, como la repatriación de utilidades «estacionadas» fuera de EUA. Esas utilidades, que se estiman en más de un trillón de dólares, se han quedado fuera porque las empresas no quieren pagar un impuesto de 35% para repatriarlas. Trump está proponiendo un impuesto muy bajo (entre 8% y 20% según la prensa) para la repatriación, pero a cambio de que se utilicen para nuevas inversiones en suelo americano. De aprobarse la iniciativa, lo más probable es que ese capital se utilice para inversiones de alta tecnología, o sea robots, minimizando el empleo de personal obrero.

Para México, este prospecto entraña dos consecuencias fundamentales: la primera, mencionada antes, es que modificará toda la concepción del TLC desde que éste entro en funciones. Y, segundo, que aún si encontramos la forma de seguir atrayendo inversiones de alta tecnología, el impacto sobre el empleo sería sumamente severo, y no hay que perder de vista que los sueldos de los trabajadores mexicanos en el sector moderno y exportador son varias veces superiores a los de la industria tradicional. En suma, enfrentamos dos desafíos fundamentales: uno, seguir atrayendo inversiones; y, dos, lidiar con el impacto sobre el empleo -o, al menos, la ausencia de nuevas oportunidades de empleo- en el sector industrial: unos por la automatización, otros por la desaparición de la manufactura tradicional.

Con o sin Trump, los retos para el desarrollo del país no pueden más que crecer y hacerse cada día más complejos. Décadas de abandono en estas materias nos están alcanzando; tenemos que ponernos las pilas….

 

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09 Abr. 2017

Seguridad

Luis Rubio

 

¿Por dónde comenzar? La seguridad se ha vuelto el asunto más importante para la población y, sin embargo, llevamos décadas sin encontrar la cuadratura del círculo. Los gobernantes -federales y estatales- pontifican sobre el asunto y proponen grandes soluciones que luego llevan a nada. Todo mundo sermonea, pero la inseguridad aumenta. Para unos el problema es de educación, para otros de confrontar a los criminales; para unos más lo imperativo es enfrentar al crimen, en tanto que para otros la solución radica en un mayor control político. En el corazón de todas las propuestas reside siempre una agenda política, ideológica o personal que ignora lo elemental, lo que debería ser el punto de partida: lo primero es proteger a la población. De ahí en adelante, lo necesario es construir un sistema de seguridad confiable para esa población; todo el resto es demagogia.

Quisiera creer que, más allá de las agendas particulares, existe una coincidencia generalizada en que la seguridad es condición sine qua non para el desarrollo de un país. Donde la coincidencia concluye es en el cómo: ahí surgen las agendas, prejuicios e intereses pero, también, imagino que sobre todo, la nostalgia por un pasado feliz. Para muchos de nuestros políticos y opinadores, Manrique tenía razón al escribir que cualquier tiempo pasado fue mejor cuando, en realidad, la paz y seguridad que México vivió por algunas décadas fue más producto de controles autoritarios que de un sistema de seguridad sostenible.

Si uno observa la forma en que funcionan las sociedades con bajos niveles de criminalidad, la discusión mexicana al respecto es absurda. En Japón la seguridad comienza con el policía del barrio, que es un miembro de la comunidad y conoce a todo mundo, por lo tanto es capaz de identificar anormalidades. Algo similar ocurre en Europa, cada país con sus formas, pero la esencia es exactamente opuesta a lo que se propone en México: la seguridad sólo es posible de abajo hacia arriba; es decir, la seguridad no se puede imponer, se tiene que construir. Un debate serio, sobre todo en antelación a la contienda presidencial del año próximo, debería concentrarse en cómo construir un sistema de seguridad de esa naturaleza: desde abajo.

Quizá la más absurda de las discusiones de los últimos años fue la relativa al «mando único» policial. Esa noción tiene dos tipos de promotores: los que encarnan un interés creado y quienes buscan una solución «realista» dada la debilidad municipal. Para los primeros, sobre todo innumerables gobernadores, la inseguridad se convirtió en la oportunidad de someter a los presidentes municipales para controlarlos y limitar su capacidad de actuar de manera independiente. No es casualidad que los más ávidos impulsores de esta estrategia son los gobernadores más sátrapas, con frecuencia quienes enfrentan alcaldes de partidos distintos a los suyos y con iguales ambiciones políticas. El punto es que la seguridad no es el objetivo: que la población se rasque con sus propias uñas.

Más sensatos son quienes buscan una solución ante el deterioro de la seguridad en vastas regiones del país donde se enfrentan autoridades municipales enclenques con el crimen organizado: una situación imposible. Si el gobierno federal -con el ejército, policías federales y todas sus armas- no ha podido con los narcos, ¿qué se puede esperar de los avasallados presidentes municipales? Como dice Mark Kleiman, un experto en seguridad, en estos debates se enfrentan los discípulos de Foucault con los del Marqués de Sade, produciendo respuestas absurdas que combinan enorme crueldad sin resolver el problema de la criminalidad.

Ante la debilidad institucional a todos los niveles de gobierno, la respuesta gubernamental ha sido la única posible: mandar al ejército. Pero los militares no están entrenados para actividades policiacas y el resultado no ha sido exitoso. Esto ha llevado a la desesperación, que de inmediato retorna a la nostalgia. Lamentablemente, el pasado no es guía para la seguridad en un país tan diverso, disperso y complejo como el México de hoy.

Me parece que hay tres principios obvios: primero, la seguridad sólo se puede construir de abajo hacia arriba, por lo que la pregunta relevante es cómo lograrlo; segundo, las fuerzas federales o incluso estatales, donde éstas sean confiables, deben ser utilizadas para estabilizar la situación local: es decir, el ejército o las policías federales deben tener por misión pacificar las zonas en que operan, pero con un objetivo claro, que no puede ser otro sino el de crear condiciones para que se construya capacidad policiaca local. Por lo tanto, tercero, falta lo que no se ha hecho: un plan de construcción de sistemas de seguridad locales a partir de los municipios y con amplia participación de la población afectada. El punto es que nunca se logrará la seguridad si no se comienza por aceptar que el objetivo nodal es proteger a la población y que, por ello, ésta tiene que ser parte integral de la solución.

Como en tantos otros aspectos de nuestra vida nacional, el desafío radica en salir del hoyo que nos legó el viejo sistema político. Ahí yace el problema y no concluirá hasta que optemos, todos, por construir un país «nuevo.»

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02 Abr. 2017

El desafío interno

Luis Rubio

Los momentos de desazón son también momentos de riesgo -y de oportunidad. Riesgo de trastocar lo que sí funciona en aras de lograr la redención, y oportunidad de construir algo nuevo, distinto, que resuelva los entuertos en que el país se ha atorado. El momento actual da para las dos cosas; la pregunta es cómo contribuirán quienes tienen pode real y qué aportarán los potenciales candidatos al proceso. De por medio va el futuro del país.

El panorama es por demás claro y complejo: una población a la vez cortejada por todos, pero también abandonada; todos quieren su voto, pero nadie quiere que participe, influya ni, mucho peor, se queje (“ya chole”). La población está ahí para servir a los políticos: algunos se dirigen a ella para amenazarla, otros para prometer la expiación; el presidente nos dice “hoy… hay riesgos de retroceso… están resurgiendo amenazas de parálisis de la derecha o el salto al vacío de la izquierda» porque nosotros sí sabemos gobernar. Seguramente estará pensando en los últimos dos años… Por su parte, López Obrador ofrece platitudes, como “la prosperidad del pueblo y el renacimiento de México,” oferta que suena bien en el discurso pero que no viene acompañada de propuestas concretas.

Y ese es el problema: unos venden que “saben gobernar,” otros que saben “qué hacer” y otros más que lo suyo es el “profesionalismo” y la “honestidad”, cuando la evidencia es abrumadora en contra de las tres propuestas.

En el contexto de la campaña del 2012, un gobernador priista se dio el lujo de afirmar que “seremos corruptos pero sabemos gobernar,” excelente prólogo para lo que siguió: corrupción desbordada e incapacidad de gobernar. El discurso presidencial en el cumpleaños del PRI fue un ejemplo perfecto de la distancia que separa a la clase política de la población.

El libro de AMLO me recordó a la obra estelar de Czeslaw Milosz, La mente cautiva: el predicador no tiene más que denunciar lo obvio -la decadencia, el abuso, los beneficiarios, la corrupción- para describir un panorama aciago que yace detrás de mucho de la desazón que aqueja a la población. Pero la pregunta importante, la que se hace Milosz, es por qué sigue teniendo seguidores una propuesta que no tiene posibilidad alguna de resolver los dilemas de México. El propio López Obrador afirma que hay que ir hacia el pasado. ¿El pasado? ¿Cuál? ¿El de las crisis, los malos servicios, la falta de oportunidades, la incertidumbre? En contraste con la demagogia presidencial, la demagogia morenista es vaga: el candidato es la solución y no tiene que precisar cómo resolvería los problemas: ese es un mero problema de implementación.

Los panistas no se quedan atrás. Incapaces de gobernar, acabaron en las mismas corruptelas que sus predecesores, pero saturados de querellas internas y sin capacidad para construir soluciones. Grandes como oposición, siempre dispuestos a sumar, probaron estar más preocupados por sus moralinas que por gobernar.

El panorama explica la desazón y, quizá, las preferencias electorales expresadas en las encuestas: claramente, ningún partido o candidato satisface y éstos no perciben razón alguna por hacer planteamientos claros y precisos, susceptibles de convencer al electorado. No lo hacen porque no se quieren comprometer, porque temen perder adeptos entre sus huestes divididas y enconadas.

Tony Blair escribía hace unos días que “más que la derecha o izquierda tradicionales, la distinción que hoy importa es abierto vs cerrado. Las mentes abiertas ven a la globalización como una oportunidad… con desafíos que deben ser mitigados; las mentes cerradas ven al mundo externo como una amenaza.” ¿Surgirán candidatos capaces de explicar los dilemas con esa claridad y proponer acciones específicas para encarar los problemas y romper de una vez por todas con ese pasado nostálgico pero indeseable?

El país medio funcionó en las pasadas décadas porque el TLC proveía una fuente de certidumbre indisputable, en tanto que el mercado de trabajo estadounidense liberaba la presión social. Pase lo que pase con EUA en los próximos meses (y yo creo que será benigno), la certidumbre importada ya no será confiable. Ahora todo mundo sabe que ésta puede desaparecer y eso crea un momento de extremo riesgo, pero también de oportunidad: el riesgo de destruir todo lo existente (sin la penalidad que era inherente al TLC) y la oportunidad de encarar nuestros desafíos para construir fuentes de certidumbre fundamentadas en arreglos políticos internos.

Nuestro verdadero dilema es el mismo que hace cincuenta años, pero ya es ineludible. El país requiere una cabal transformación política fundamentada en una población efectivamente representada, un sistema de gobierno que le responda y un gobierno que tenga por propósito ese verbo ausente: gobernar.

Frente a esto, la oferta presidencial es la de ganar el poder, porque eso es lo que los priistas saben hacer; la de AMLO es la de atacar a la “mafia del poder,” porque esa es su obsesión; y la del PAN es un gobierno honesto y profesional, que no lograron articular cuando estuvieron en el poder. Ninguno comprende al país de hoy, ese que no requiere promesas, demagogia o moralinas redentoras. Requiere respuestas. El desafío es interno.

 

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Luis Rubio

26 Mar. 2017

Impresiones

Luis Rubio

Dos meses de observar al gobierno de Trump comienzan a arrojar un perfil de posibilidades. Grande en retórica, el candidato Trump fue específico solo en algunos clichés, dejando siempre la impresión de que iba a revolucionar al mundo. Su punto de partida era un rechazo a lo existente, combinado con una promesa de utopía y redención para los suyos. Nunca más, afirmó en su discurso de toma de posesión, habría una carnicería como la que había caracterizado a su país en las décadas anteriores. La maravilla de prometer algo imposible de cumplirse es que no es necesario alcanzarlo para satisfacer a la base dura. Al mismo tiempo, las promesas son insuficientes para cambiar la realidad.

A dos meses de iniciado el gobierno es posible empezar a discernir qué quiere lograr y qué está de hecho haciendo para lograrlo. Lo primero que me parece evidente es que hay un franco desencuentro entre la mayoría de analistas y los medios -y, ciertamente, los Demócratas- respecto a los hechos ocurridos. La retórica ha sido tan profusa y confusa que la prensa estadounidense y, en general la del mundo, ha caído en un juego de juicios más que de análisis. Más específicamente, se evalúa y juzga a Trump y su equipo de la Casa Blanca bajo marcos contextuales que podrían no ser aplicables a la situación.

Mi lectura de la realidad es que Trump no es simplemente otro presidente con su peculiar énfasis y proyecto de gobierno. Trump llegó para cambiar la realidad y, a dos meses de iniciado el gobierno, parece bastante evidente que tiene una estrategia muy bien concebida y articulada para trastocar el orden establecido. Cuando Bannon habla de ser Leninista dice más de lo que con frecuencia se interpreta: efectivamente, el objetivo es alterar el statu quo, remover a la «elite» del poder y cambiar la realidad política. Para esto se han dedicado a minar uno tras otro de los mecanismos que por décadas se habían constituido en frenos al poder ejecutivo. El enfrentamiento con la prensa no es un malentendido ni menos un error: se trata de una estrategia concebida para convertir a la «representación de la élite» en la oposición.

Si bien la estrategia de ataque al orden establecido es por demás clara e integral, además de estructurada, siguiendo un paso tras otro, no existe algo semejante para el aterrizaje posterior. Es decir, hay claridad sobre cómo avanzar pero no de cómo llegar al objetivo. La definición del proyecto político es tan nebulosa -general, abstracta y, sobre todo, utópica- que no requiere una precisión o una concreción. Puesto en otras palabras, todo sugiere que lo que se persigue es romper lo existente para luego comenzar a pensar en qué construir o si construir algo. Como tantos otros proyectos populistas (y utópicos), el de Trump plantea que «la solución soy yo» y, por lo tanto, no requiere definición. La gran interrogante es si el sistema de pesos y contrapesos se lo permitirá.

El embrollo en que se ha metido la nueva administración en el asunto de salud es paradigmático: por años, el mantra entre los Republicanos era la oposición (y, por lo tanto, terminación) del programa de salud coloquialmente conocido como Obamacare. Las encuestas mostraban que el programa era altamente impopular entre la población en general, aunque no entre los líderes Demócratas. Paradójicamente, el programa era altamente impopular entre muchos de sus beneficiarios, especialmente cuando, a unos días de la elección en noviembre pasado, se elevaron las cuotas del mismo. Nadie quiso hacer suya la evidente contradicción: el programa podía ser caro y menos de lo que Obama prometió, pero sus beneficiarios necesitaban contar con algún programa. Al anunciar su remoción sin plantear una alternativa viable, Trump y sus correligionarios lograron que, en ese instante, el programa se tornara popular: en lugar de proponer una alternativa, Trump se aventó como el famoso Borras, legitimando el programa cuya promesa de anulación le había ayudado a llegar a la presidencia. Como Nixon yendo a China, pero sin proponérselo. El plan de ataque era claro, pero no así la respuesta: primero quemamos la casa y luego vemos.

Para nosotros, estas experiencias arrojan lecciones relevantes. Ante todo, el embate inicial ha ido perdiendo fuerza porque no había un plan posterior. La excelente conducción de la visita de los secretarios de estado y seguridad interna permitió opacar a los más radicales del grupo cercano a Trump, haciendo posible la declaración del flamante secretario de comercio en el sentido de que la negociación sobre el TLC sería benigna para el peso: mostró comprensión de los enormes riesgos para EUA de persistir en la agresividad.

El riesgo, para ellos y para México, es que luego de la enorme destrucción en que han incurrido -comenzando por la «marca» EUA-, ya no haya reversa. Hoy todos los mexicanos sabemos que el TLC es vulnerable, con lo que su función como fuente de certeza se ha deteriorado. Yo no tengo duda que se logrará una resolución benigna, pero el daño habrá sido enorme. Por eso, luego de concluir este penoso episodio, México tendrá que dedicarse a construir sus propias fuentes de certidumbre, porque las de la potencia del norte ya no son lo que eran antes.

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Impresiones
 19 Mar. 2017

Otro ángulo

Luis Rubio

Quizá el peor terremoto que haya desatado Trump para México no resida en sus ataques e insultos, sino en haber reabierto el dilema -ya histórico- sobre el desarrollo mexicano. Por segunda vez en cuatro décadas, la dirección de la economía mexicana -y del país en su conjunto- parece estar en disputa. Lo extraño es que, en esta ocasión, el embate no proviene, principalmente, de México, sino del “ancla” de certidumbre en que, desde los ochenta, se había convertido Estados Unidos.

El TLC -NAFTA por sus siglas en inglés- fue la culminación de un proceso de cambio que comenzó en un debate dentro del gobierno en la segunda mitad de los sesenta y que, en los setenta, llevó al país al borde de la quiebra. La disyuntiva era si abrir la economía o mantenerla protegida, acercarnos a Estados Unidos o mantenernos distantes, privilegiar al consumidor o al productor, más gobierno o menos gobierno en la toma de decisiones individuales y empresariales. Es decir, se debatía y disputaba la forma en que los mexicanos habríamos de conducirnos para lograr el desarrollo. En los setenta, la decisión fue más gobierno, más gasto y más cerrazón, y el resultado fueron las crisis financieras de 1976 y 1982. Se estiró la liga al máximo, hasta que la realidad nos alcanzó.

A mediados de los ochenta, en un entorno de casi hiperinflación, se decidió estabilizar la economía y comenzar un sinuoso proceso de liberalización económica: se privatizaron cientos de empresas, se racionalizó el gasto público, se renegoció la deuda externa y se liberalizaron las importaciones. El cambio de señales fue radical y, sin embargo, el ansiado crecimiento de la inversión privada no se materializó. Se esperaba que el cambio de estrategia económica atraería nueva inversión productiva susceptible de elevar la tasa de crecimiento de la economía y, con eso del empleo y del ingreso.

El TLC acabó siendo el instrumento que desató la inversión privada y, con ello, la revolución industrial y, sobre todo, de las exportaciones. Aunque hay muchas críticas, algunas absolutamente legítimas, a las insuficiencias de esta estrategia, el país se convirtió en una potencia exportadora que ya no enfrenta restricciones en la balanza de pagos como las que, por décadas, fueron fuente de crisis. Pero el TLC fue mucho más que un acuerdo comercial y de inversión: fue una ventana de esperanza y oportunidad.

Para el mexicano común y corriente, el TLC se convirtió en la posibilidad de construir un país moderno, una sociedad fundamentada en el Estado de derecho y, sobre todo, en un boleto a la posibilidad del desarrollo. Quizá esto explique la extraña combinación de percepciones respecto a Trump: por un lado, un desprecio a la persona, pero no un antiamericanismo ramplón entre la población en general; y, por el otro, una terrible desazón: como si el sueño del desarrollo estuviese en la picota. Esto se acentúa todavía más por el hecho que, en todos estos años, la economía no ha logrado tasas elevadas de crecimiento ni un sensible aumento en el producto per cápita.

En términos “técnicos”, el TLC ha cumplido ampliamente su cometido: ha facilitado el crecimiento de la inversión productiva, generado un nuevo sector industrial -y una imponente potencia exportadora- y conferido certidumbre a los inversionistas respecto a las “reglas del juego.” Indirectamente, también creó esa sensación de claridad respecto al futuro, incluso para quienes no participan directamente en actividades vinculadas con el TLC. En una palabra, el TLC se convirtió en la puerta de acceso al mundo moderno. El amago que Trump le ha impuesto al TLC entraña una amenaza no sólo a la inversión, sino a la visión del futuro que la mayoría de los mexicanos compartimos.

En su esencia, el TLC fue una forma de limitar la capacidad de abuso de nuestros gobernantes: al imponerles límites a un cambio en las reglas del juego, establecía una base de credibilidad en el modelo de desarrollo. El efecto de esa visión hizo posible la apertura política que siguió que, aunque enclenque, redujo la concentración del poder y cambió la relación de poder entre la ciudadanía y los políticos. Al mismo tiempo, una paradoja del TLC (y de la disponibilidad de empleos en EUA), la existencia de ese mecanismo permitió a los políticos seguir viviendo en su mundito de privilegios, sin molestarse por llevar a cabo las funciones elementales que les correspondían, como gobernar, crear un sistema educativo moderno y garantizar la seguridad de la población.

Nadie sabe qué ocurrirá con el TLC, pero no hay duda que el golpe ha sido severo. Trump no sólo expuso las vulnerabilidades políticas que nos caracterizan, sino que destruyó la fuente de certeza que entrañaba ese “boleto a la modernidad” inherente al TLC. Aunque acabemos con un TLC modernizado y transformado, el golpe dado ya nadie lo quita. Las percepciones -y, con ello, las esperanzas y certezas- ya no serán las mismas.

No es casualidad que reaparezcan planteamientos de volver a enquistarnos, vengarnos de los estadounidenses y retrotraer al Estado eficaz (¿?) de antaño. Quienes eso proponen no entienden que el TLC fue mucho más que un instrumento económico: es, al menos era, la oportunidad de un futuro distinto.

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12 Mar. 2017