Luis Rubio
¿Por dónde comenzar? La seguridad se ha vuelto el asunto más importante para la población y, sin embargo, llevamos décadas sin encontrar la cuadratura del círculo. Los gobernantes -federales y estatales- pontifican sobre el asunto y proponen grandes soluciones que luego llevan a nada. Todo mundo sermonea, pero la inseguridad aumenta. Para unos el problema es de educación, para otros de confrontar a los criminales; para unos más lo imperativo es enfrentar al crimen, en tanto que para otros la solución radica en un mayor control político. En el corazón de todas las propuestas reside siempre una agenda política, ideológica o personal que ignora lo elemental, lo que debería ser el punto de partida: lo primero es proteger a la población. De ahí en adelante, lo necesario es construir un sistema de seguridad confiable para esa población; todo el resto es demagogia.
Quisiera creer que, más allá de las agendas particulares, existe una coincidencia generalizada en que la seguridad es condición sine qua non para el desarrollo de un país. Donde la coincidencia concluye es en el cómo: ahí surgen las agendas, prejuicios e intereses pero, también, imagino que sobre todo, la nostalgia por un pasado feliz. Para muchos de nuestros políticos y opinadores, Manrique tenía razón al escribir que cualquier tiempo pasado fue mejor cuando, en realidad, la paz y seguridad que México vivió por algunas décadas fue más producto de controles autoritarios que de un sistema de seguridad sostenible.
Si uno observa la forma en que funcionan las sociedades con bajos niveles de criminalidad, la discusión mexicana al respecto es absurda. En Japón la seguridad comienza con el policía del barrio, que es un miembro de la comunidad y conoce a todo mundo, por lo tanto es capaz de identificar anormalidades. Algo similar ocurre en Europa, cada país con sus formas, pero la esencia es exactamente opuesta a lo que se propone en México: la seguridad sólo es posible de abajo hacia arriba; es decir, la seguridad no se puede imponer, se tiene que construir. Un debate serio, sobre todo en antelación a la contienda presidencial del año próximo, debería concentrarse en cómo construir un sistema de seguridad de esa naturaleza: desde abajo.
Quizá la más absurda de las discusiones de los últimos años fue la relativa al «mando único» policial. Esa noción tiene dos tipos de promotores: los que encarnan un interés creado y quienes buscan una solución «realista» dada la debilidad municipal. Para los primeros, sobre todo innumerables gobernadores, la inseguridad se convirtió en la oportunidad de someter a los presidentes municipales para controlarlos y limitar su capacidad de actuar de manera independiente. No es casualidad que los más ávidos impulsores de esta estrategia son los gobernadores más sátrapas, con frecuencia quienes enfrentan alcaldes de partidos distintos a los suyos y con iguales ambiciones políticas. El punto es que la seguridad no es el objetivo: que la población se rasque con sus propias uñas.
Más sensatos son quienes buscan una solución ante el deterioro de la seguridad en vastas regiones del país donde se enfrentan autoridades municipales enclenques con el crimen organizado: una situación imposible. Si el gobierno federal -con el ejército, policías federales y todas sus armas- no ha podido con los narcos, ¿qué se puede esperar de los avasallados presidentes municipales? Como dice Mark Kleiman, un experto en seguridad, en estos debates se enfrentan los discípulos de Foucault con los del Marqués de Sade, produciendo respuestas absurdas que combinan enorme crueldad sin resolver el problema de la criminalidad.
Ante la debilidad institucional a todos los niveles de gobierno, la respuesta gubernamental ha sido la única posible: mandar al ejército. Pero los militares no están entrenados para actividades policiacas y el resultado no ha sido exitoso. Esto ha llevado a la desesperación, que de inmediato retorna a la nostalgia. Lamentablemente, el pasado no es guía para la seguridad en un país tan diverso, disperso y complejo como el México de hoy.
Me parece que hay tres principios obvios: primero, la seguridad sólo se puede construir de abajo hacia arriba, por lo que la pregunta relevante es cómo lograrlo; segundo, las fuerzas federales o incluso estatales, donde éstas sean confiables, deben ser utilizadas para estabilizar la situación local: es decir, el ejército o las policías federales deben tener por misión pacificar las zonas en que operan, pero con un objetivo claro, que no puede ser otro sino el de crear condiciones para que se construya capacidad policiaca local. Por lo tanto, tercero, falta lo que no se ha hecho: un plan de construcción de sistemas de seguridad locales a partir de los municipios y con amplia participación de la población afectada. El punto es que nunca se logrará la seguridad si no se comienza por aceptar que el objetivo nodal es proteger a la población y que, por ello, ésta tiene que ser parte integral de la solución.
Como en tantos otros aspectos de nuestra vida nacional, el desafío radica en salir del hoyo que nos legó el viejo sistema político. Ahí yace el problema y no concluirá hasta que optemos, todos, por construir un país «nuevo.»
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02 Abr. 2017