Una paradoja

Luis Rubio

Una de las reacciones y consecuencias más anticipables del discurso de Trump a lo largo del último año y medio hubiera sido un rápido crecimiento de sentimientos anti-americanos en México. Y, sin duda, eso ha ocurrido, pero con matices que son significativos. Para comenzar, por más que el nuevo presidente estadounidense se ha referido a todos los mexicanos, la principal reacción de quienes viven en Estados Unidos en la ilegalidad es una simple y natural: miedo, cuando no pavor. Quienes están en la mira no tienen tiempo para odiar.

Hace unos días escuchaba yo a un legislador californiano describir la nueva realidad: escuelas vacías y niños guardando silencio en sus casas mientras sus padres van a trabajar, típicamente saliendo muy temprano y regresando tarde, no porque el trabajo lo exija sino porque suponen que la obscuridad les ofrece una mayor esperanza de así poder evadir las redadas. El discurso de Trump y el envalentonamiento de las policías responsables de asuntos migratorios han cambiado el mundo para las comunidades mexicanas, creando una nueva realidad cotidiana.

En México la protesta intelectual y política es activa, emotiva y decidida, pero muy distinta a la del mexicano común y corriente. Es particularmente revelador el hecho de que los sentimientos anti-norteamericanos, o anti Trump, se concentren en el mundo de la discusión pero no tanto en el de la vida real. Quienes tienen familiares en Estados Unidos están asustados tanto por los riesgos que hoy corren sus parientes como por la incertidumbre respecto a su sustento. Las remesas pueden entenderse como un renglón en la balanza de pagos o como el ingreso que sostiene a millones de familias en el país. Esas familias dependen del ingreso de sus parientes, que se fueron para darle una vida mejor a quienes dejaron atrás. Para ellos el asunto es de sustento básico, no de política o emociones.

Es en este sentido que es paradójica la forma en que han reaccionado distintos núcleos de mexicanos aquí y allá. Para quienes la relación con Estados Unidos es un asunto cotidiano, base de su sustento -igual aquellos que emigran que los dependen de las exportaciones- la reacción es de miedo o preocupación, no de odio: ahí no ha surgido un anti-americanismo visceral. Quienes han emigrado quizá no tengan una comprensión cabal de la historia o las causas profundas de las circunstancias que les obligaron a salir, pero saben bien que algo no funciona aquí. Lo mismo es cierto para quienes trabajan en la industria vinculada al TLC y las exportaciones: todo mundo sabe que Trump es un problema, pero es mucho peor el régimen del que se fueron o bajo el que viven: allá hay reglas y aquí todo es incierto, desde la seguridad de sus vidas hasta la continuidad de las políticas públicas. No es blanco y negro.

El mexicano de a pie es infinitamente más sabio que los políticos (o intelectuales), que creen representarlos. Para ellos se trata de vida o muerte; para los otros es un asunto de posicionamiento, al fin etéreo. Minimizar las causas de la salida o, en el caso del TLC, de las fuentes de certidumbre que ese tratado genera, es perder de vista que la realidad a nivel del piso es clarividente. La gente emigra porque aquí no hay oportunidades y quienes tienen empleos en empresas vinculadas al TLC (o a su “filosofía”) apechugan porque saben que la alternativa es infinitamente peor. Son manifestaciones inexorables de la calidad del gobierno que tenemos, el de hoy y el del último siglo. Pocos se atreven a preguntar: ¿por qué aquí no funcionan las cosas?

Paradójico que hasta los más afectados no culpen a Trump o al país que los acogió, porque saben bien que la alternativa es mucho peor: más de lo mismo. Trump, un personaje que vive de explotar su marca (en hoteles, ropa, condominios y toda clase de productos de consumo), ha minado la marca de su país de una manera que hubiera sido inconcebible hace sólo unos meses. Muchos odiaban a George W. Bush por su belicismo, pero distinguían a la persona y su gobierno de su país. Hoy eso es imposible. Trump ganó gracias a un discurso divisivo y fundamentado en el odio. A pesar de ello, quienes viven de su trabajo, independientemente de su status legal en aquel país, rezan, no odian. Saben (o confían) que, a diferencia del gobierno mexicano, esto es algo pasajero; lo de México tiene doscientos años y va para rato.

En una de sus famosas pinturas, Roy Lichtenstein dibuja a Donald pescando y diciéndole a Mickey «acabo de atrapar a uno grande», cuando en realidad se había atrapado a sí mismo…. Algo así le ha pasado a México: se ha atrapado a sí mismo y esto no podía haber ocurrido en un peor momento.

El gobierno saliente parece haberse ido, dejando el terreno abierto a un potencial sucesor que representa su peor pesadilla. En lugar de aprovechar este tiempo para construir el andamiaje de un país viable y seguro de sí mismo, ha optado por la pasividad y la aquiescencia. Ese puede no ser su objetivo -como prueban sus obsesiones-, pero eso es lo que de hecho está haciendo. En contraste con los mexicanos ligados a EUA de diversas maneras y que intentan encontrar cómo salir del predicamento, el gobierno se enquista. Valiente manera de gobernar.

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23 Abr. 2017