Luis Rubio
Los reformadores mexicanos me recuerdan a aquella famosa predicción del basquetbolista de los NY Knicks, Micheal “Sugar” Ray Richardson, de que su equipo era “un barco que se estaba hundiendo.” Cuando un periodista le preguntó ¿qué tanto se podría hundir?, la respuesta fue “el cielo es el límite.” Las contradicciones son inherentes a nuestro sistema de gobierno, diseñado para que todo cambie y que, al mismo tiempo, todo siga igual.
Desde los ochenta, el país se embarcó en un proceso de reforma con un objetivo público muy claro, pero con una agenda privada al lado. Lo público era elevar la productividad con la meta de, por ese medio, incrementar las inversiones y, con ello, la generación de riqueza y empleos bien remunerados. El proyecto era técnicamente impecable porque revelaba una comprensión cabal de la naturaleza del problema, al menos en términos económicos.
El país se había estancado porque tenía una economía endogámica donde proliferaban los monopolios públicos y privados, en la que los negocios de los políticos condicionaban el desarrollo de la economía y donde los sindicatos determinaban qué avanzaba y qué se estancaba. El llamado «sistema» trabajaba para un solo objetivo: preservar y aumentar los privilegios de la clase política, descendiente de la «Familia Revolucionaria» que, por haber ganado aquella batalla épica, se sentía dueña del país, de sus recursos y de su futuro.
Aunque es evidente que mucho ha cambiado, lo que permanece de aquel mundo es esclarecedor. Ejemplos no faltan: hay mucha demanda de empleo y mucha oferta pero, gracias a los sindicatos magisteriales (en todas sus variantes), que siguen privilegiando el control sobre la educación, muchos demandantes de empleo no cuentan con las habilidades requeridas. Otro ejemplo: gracias al negocio de políticos y sindicatos tenían el monopolio de las pipas de Pemex, el país cuenta con muchos menos gasoductos y oleoductos de los que requiere una economía que aspira a crecer con celeridad. Un último ejemplo: no se si algún mexicano se ha percatado que tenemos un pequeño problema de seguridad, justicia, corrupción e impunidad, pero parece evidente que eso no le es obvio a quienes son responsables de la conducción de los asuntos nacionales a todos los niveles de gobierno; quienes han detentado el poder y sus candidatos ven este asunto como una mera molestia.
Es en este contexto que habría que evaluar reformas como la de energía, educación y el propio TLC, para no hablar de asuntos como la corrupción y la reforma de justicia: la condición sine qua non para que crezca la inversión es la certidumbre jurídica y patrimonial, misma que es imposible en la medida en que persista -en la práctica legal y burocrática- el viejo sistema político y los criterios que lo animaban. El reto que esto impone en materia de energía es enorme. Justicia, seguridad y crecimiento económico van todos de la mano.
México es reconocido alrededor del mundo por las reformas que, desde hace tres décadas, comenzó a emprender. Sin embargo, comparado con otros países también reformadores, nuestro progreso ha sido menor por la agenda privada que ha acompañado a las reformas: todo se vale mientras no amenace los intereses y privilegios de los beneficiarios del sistema político de antaño. Tan arraigado es el criterio que hasta las dos administraciones panistas lo preservaron. La forma en que se ha conducido el gobierno federal en la contienda electoral del Estado de México es sugerente: todo se vale para que no se amenace el statu quo.
«El fin podría justificar los medios, escribió Trotsky, siempre y cuando haya algo que justifique el fin.» El problema es que el fin implícito de las reformas es que nada cambie y, por lo tanto las reformas acaban siendo enclenques e insuficientes, al menos en su implementación. Por supuesto que todas las reformas, en México y en el resto del mundo, de facto incorporan las realidades del poder y, en ese sentido, no se puede comparar procesos de reforma como los de Corea, Chile o China con el mexicano, pues ahí hubo gobiernos duros que impusieron su ley.
Pero nuestro caso es peculiar también en otro sentido: hemos llevado a cabo una transición política que no cambió la realidad política. Tenemos una nueva realidad electoral y de libertades pero no un nuevo régimen político. Desde esta perspectiva, el objetivo implícito de las reformas -preservar los privilegios- ha sido absolutamente exitoso.
La pregunta es a qué costo: el país lleva décadas creciendo a un magro 2% en promedio; la población reclama mejores niveles de vida pero, gracias a los privilegios, no ha tenido acceso a la educación que permitiría lograrlos; la inversión crece, pero muy por debajo del potencial; la inseguridad destruye negocios, familias, expectativas y, por encima de todo, la confianza que es clave para el progreso. Todo esto ¿a cambio de qué?
La disyuntiva es clara: damos el paso hacia adelante o seguimos en la pretensión del cambio pero la realidad de la corrupción y la impunidad. Peor: lo poco o mucho que han avanzado las reformas está en entredicho por la amenaza externa e interna y sin una población dispuesta a defender lo que no siente suyo.
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14 May. 2017