Gobierno vs. elecciones

Luis Rubio

En la Odisea, Ulises retorna a su casa habiendo aprendido a distinguir lo esencial de la vida: separar lo profano de lo sagrado, así como la existencia de límites para el ejercicio del poder. Ulises había destruido el alcázar sagrado de Troya para conseguir alimentos para sus compañeros, un cálculo pragmático que entrañaba la profanación de lo que merecía respeto. La experiencia le enseña a Ulises que tiene que aprender a ser reverente ante lo sagrado, metáfora que emplea Homero para explicar los límites de las cosas, la necesidad de mesura.

El debate político en el país es álgido y en ocasiones violento, pero siempre divertido, sobre todo porque refleja lo que es natural: los intereses, pero también las pasiones. Lo que es peculiar del debate es la personalización de los asuntos: que si Calderón inició una “guerra contra las drogas” o si a López Obrador le robaron la elección de 2006. Como dice Leonardo Curzio, llevamos más de dos décadas de alternancia en una multiplicidad de estados, municipios y la presidencia y, sin embargo, seguimos peleando los asuntos electorales, como si la realidad fuese la de la vieja era del PRI. Las cosas cambian, los actores se mimetizan y la naturaleza de los problemas acaba siendo otra, exigiendo respuestas que tienen que ser distintas.

Nuestro problema es de gobierno -gobernanza- y no de naturaleza electoral. Por supuesto, no tengo duda que se podrían y deberían mejorar los procesos electorales y avanzar hacia un estadio en el que las prácticas violatorias del espíritu de la ley sean erradicadas, a la vez que se logra una legitimidad absoluta del resultado. Sin embargo, el hecho de que no hayamos logrado romper con estos vicios sugiere que el problema que enfrentamos no se encuentra en el ámbito electoral pues es evidente que quienes ahí se juegan la vida son los mismos que establecen las reglas y están dispuestos -de hecho, decididos- a violarlas tan pronto se seca la tinta del Diario Oficial.

México tiene un sistema de gobierno nominalmente federalista pero que de hecho tiene un espíritu centralista. El fenómeno del “jefe máximo,” el caudillo instalado en la silla presidencial se reproduce a nivel estatal y municipal. Antes, con un centralismo asfixiante, el presidente servía de contrapeso frente a los gobernadores, evitando sus peores excesos. Ahora, con un sistema centralista en ruinas pero que permanece ubicuo, nos hemos quedado con todos los vicios del centralismo sin su única potencial virtud, que es la que hoy caracteriza a China: ser capaz de enfocar todos los recursos hacia el desarrollo, le guste a la población o no.

Nuestro federalismo es de papel. No existen estructuras institucionales para hacerlo funcionar, sobre todo a nivel estatal y municipal, donde sobrevive el viejo centralismo asfixiante, pero dedicado casi sin excepción al enriquecimiento del gobernante en turno. Pero son las excepciones las que son reveladoras: independientemente de que se enriquezca el gobernador temporal, hay estados en lo que las realidades del poder -o sea, la existencia de contrapesos de facto- hacen mucho más difícil el exceso. Por ejemplo, no es casualidad que haya menos escándalos de corrupción desmedida en estados como Querétaro y Aguascalientes, donde la presencia de enormes inversiones extranjeras se ha tornado en un factor de estabilidad y avance sistemático (en infraestructura, seguridad, etc.) que no existe en estados más diversificados o menos exitosos en atraer esas inversiones. Con esto no quiero sugerir que tienen un mejor sistema de gobierno, solo que existen contrapesos fácticos y éstos cambian la lógica del ejercicio del poder. Es decir, los incentivos del gobernador son muy claros y limitativos.

Así como antes los presidentes “supervisaban” a los gobernadores y, con frecuencia, los removían del cargo, hoy muchos gobernadores hacen lo propio con los presidentes municipales. Los métodos han cambiado en algunos casos, pero el fenómeno es el mismo: la noción del mando único es exactamente eso, la búsqueda de la subordinación con la excusa de la inseguridad. Lo que no ha mejorado -ni cambiado- es la forma de “gobernar.”

El gobierno (y la seguridad) comienza desde abajo. Si queremos lograr un país bien gobernado tendremos que construir un sistema de gobierno municipal que funcione y eso comienza con el impuesto predial, pues así se establece un vínculo de contrapeso entre el ciudadano que paga y el munícipe que gasta. De ahí hacia arriba: justo lo opuesto de lo que hoy existe.

Cuando “explotó” Michoacán al inicio de este sexenio, el gobierno envió al ejército y a la policía federal para estabilizar el lugar, a la vez que envió a un encargado que se dedicó a comprar voluntades sin ton ni son, pero también sin éxito. Hubiera sido mucho mejor aprovechar la presencia de las fuerzas federales para construir capacidad local: policías nuevas, un sistema fiscal, un fuerte contrapeso ciudadano y así sucesivamente. O sea, construir un nuevo sistema de gobierno.

Oportunidades no faltan, pero el diagnóstico correcto sigue estando ausente, probablemente porque eso cambiaría el equilibrio de poder que es, a final de cuentas, nuestro problema de fondo.

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03 Sep. 2017

 

Desgobierno por consenso

Luis Rubio

 

La democracia no se inventó para generar acuerdos o consensos sino precisamente para lo opuesto: para administrar los desacuerdos. Por su parte, la política es el espacio para la negociación sobre distintos tipos de solución a los asuntos y problemas de la sociedad e, inevitablemente, genera ganadores y perdedores. La diferencia entre democracia y política es nítida y evidente, pero en nuestro país se pierde porque no está resuelta la legitimidad del acceso al poder por la vía electoral, al menos en un partido y su actor político clave. Si yo gano fue democrático, si pierdo fue fraude y, en cualquiera de los dos casos, yo fijo la agenda política. ¿Alguna duda sobre la principal fuente de incertidumbre viendo hacia 2018?

Guillermo O’Donnell escribió que “la razón básica del desencanto de los ciudadanos latinoamericanos reside en haber creído que el ladrillo de la alternancia era la casa de la democracia.” En México apostamos a una serie de reformas electorales como vía para la transformación del sistema de gobierno, un medio incompatible con el objetivo que se perseguía; lo que se logró a lo largo de décadas de reformas fue la inclusión de fuerzas políticas alienadas del tradicional “sistema,” el objetivo central de las reformas, sobre todo la primera relevante: la de 1977. Así, llevamos casi medio siglo de reformas electorales cuyo objetivo era el acceso al poder, no la construcción de un nuevo orden político ni, mucho menos, un nuevo sistema de gobierno.

En esa dualidad se puede observar quizá el principal desafío que el país enfrenta hoy: las reformas políticas -de 1977 en adelante- fueron concebidas por los partidos políticos para ellos mismos; ninguna contempló a la sociedad o a la ciudadanía. El caos político, económico y de seguridad que hoy nos caracteriza se deriva de ese simple hecho: la prioridad ha sido la clase política que se expande con cada reforma, pero no la solución de los problemas que padece el país y que afectan de manera directa a la ciudadanía. No hay ejemplo más patente de esta peculiaridad que la reforma de 1996, en que se incorporó al segundo y tercer partido en el sistema de privilegios en lugar de crear un sistema abierto, competitivo entre los partidos.

Si uno acepta que nuestro principal problema hoy no radica en el acceso al poder sino en la funcionalidad y calidad del gobierno, la solución no se va a encontrar en los procesos electorales (más reformas, segundas vueltas). La democracia sirve para definir quien accede al gobierno y, en un sentido más amplio, cuáles son los procedimientos para la toma de decisiones en la sociedad; sin embargo, la entidad dedicada a la administración de las decisiones y al cumplimiento de las funciones esenciales que la sociedad demanda del gobierno depende del gobierno mismo y ese es el eslabón débil en la realidad mexicana actual.

Nuestro sistema de gobierno es una herencia que se remonta a la era del porfiriato y que, por mucho que haya funcionado entonces, no tiene capacidad alguna para responder a las realidades y circunstancias del siglo XXI. En aquella era, el país era pequeño en población, muy concentrado geográficamente y la economía se circunscribía, en lo fundamental, a actividades primarias. Más importante, no existían las comunicaciones de hoy ni la disponibilidad ubicua e instantánea de información y el poder del gobierno -organizado, centralizado y totalmente enfocado- mantenía el orden a como fuera necesario. La vida simple demandaba un sistema educativo simple y, en su mayoría, sesgado hacia las zonas urbanas.

Hoy en día, el país es enorme en población, su diversidad y dispersión extraordinaria, (casi) toda ella con acceso instantáneo a lo que ocurre en el resto del mundo y, en un número creciente, dependiente de sus ingresos del exterior. Además, el éxito económico de hoy no depende de la actividad manual de las personas sino de su creatividad en el más amplio sentido del término, lo que implica la necesidad de un sistema educativo de otra naturaleza. El punto es, simple y llanamente, que el sistema de gobierno que tenemos quizá sirva para gobernar el centro de la ciudad de México y de otras ciudades, pero la realidad en el resto del país es de ausencia de gobierno. Peor, aunque no hay gobierno, sí hay gobernadores que expolian y depredan.

Cuando estaba yo en la universidad, el profesor y filósofo Elliot Aristóteles Maquiavelo Montesquieu Feldman, planteó un enigma el primer día de clases: los candidatos a regidores de la ciudad de Boston se gastan hasta un cuarto de millón de dólares en sus campañas para lograr una chamba que les pagará 15 mil dólares de salario anual. “Piensen en esto y díganme a qué conclusión llegan.” Lo peculiar de la discusión subsiguiente fue que mientras que los estadounidenses se perdían en escenarios teóricamente posibles, a ninguno de los latinoamericanos le pareció algo extraño. Para estos era vida cotidiana.

Problemas no nos faltan, pero ninguno tiene las dimensiones de la carencia central de nuestra era: la falta de gobierno. Nada se compara a ello porque lo que vivimos es un sistema de extorsión y corrupción institucionalizado, eso sí, por consenso, pero sin capacidad o disposición a gobernar.

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El futuro

Luis Rubio

Somos peculiares los mexicanos, al menos nuestros gobiernos. Llevamos décadas de reformar, pero evitamos cambiar para convertir a las reformas en una palanca implacable hacia el desarrollo. El resultado es la mediocridad  en que nos encontramos: reformas de gran realce pero una realidad cotidiana que no se resuelve; un sistema educativo al que se le reforma una y otra vez, pero la práctica cotidiana sigue siendo la misma y los resultados peores; una economía con enorme potencial que no se traduce en crecimiento, empleos atractivos o mejora en las expectativas; y, sobre todo, un entorno social de desesperanza en lugar de optimismo, enojo en lugar de satisfacción y un millón de oportunidades desperdiciadas. Nuestra circunstancia me recuerda aquella famosa cita que relata Kolakowski al subirse a un tranvía: “por favor muévase hacia adelante para atrás.”

Esto ha sido posible por una razón muy sencilla: por décadas contamos con dos instrumentos que permitieron que las cosas caminaran al mínimo, sin crear una crisis social o económica, preservando el statu quo político y los privilegios que le acompañan. Esos dos instrumentos -la migración hacia EUA y el TLC- ya no resolverán el problema en el futuro y eso nos deja una sola salida: hacer la chamba que por décadas ha sido obvia, pero nadie ha querido llevar a cabo y que no es otra sino la de elevar los niveles de productividad, la única forma que existe para elevar los niveles de vida. La salida no reside en más de lo mismo ni en regresar a lo que no funcionó en el pasado pero que tanta nostalgia genera.

En lugar de una discusión seria sobre las medidas necesarias para dar ese paso adelante, tenemos dos discursos contrapuestos. Por el lado gubernamental, toda la retórica de 2012 en adelante se concentró en las “grandes” reformas que se implementarían por sí mismas y con eso entraríamos al nirvana. Pero es en la implementación donde se han atorado, disminuyendo sus beneficios potenciales. Por el lado de AMLO, la propuesta es concentrarnos en mercado interno, crear empleos bien pagados y retornar a un entorno económico con protecciones del exterior, favoreciendo a los productores. Ambas visiones tienen su sentido, pero ninguna es adecuada.

El país requiere una estrategia de desarrollo que debe comenzar por crear condiciones para que éste sea posible. De nada sirven muchas reformas si no existe el entorno idóneo para que éstas avancen y de nada sirve la promoción del mercado interno si no se eleva la productividad. Es decir, no hay contradicción entre reformar y promover el mercado interno: la contradicción radica en la pretensión de que se puede imponer el desarrollo sin crear condiciones para que éste sea posible. Las reformas -de Peña o de AMLO- son meros instrumentos; sin una estrategia que las articule, el desarrollo es imposible. Y, por supuesto, cualquier estrategia de desarrollo debe contemplar tanto al mercado interno como a la globalización de la producción: dos caras de una misma moneda, ambas necesarias para elevar los niveles de vida.

Las dos anclas del statu quo de las últimas décadas, la migración y el TLC, ya no serán viables en el futuro. La migración ha cambiado en parte porque había disminuido la demanda de mano de obra en EUA, pero también porque la curva demográfica en México se ha transformado; además, las crecientes dificultades para cruzar la frontera ciertamente desalientan la migración. Por su lado, la realidad es que la trascendencia del TLC ha disminuido de manera radical: con Trump desapareció la noción de que es intocable y eso ha provocado que se colapse la inversión.

Sin inversión, la economía no va a crecer por más que se hagan reformas o se enfatice el mercado interno. Lo único que queda como posibilidad es la creación de condiciones que hagan posible el desarrollo y eso no es otra cosa que elevar la productividad. ¿Cómo hacer eso? La productividad es resultado de un mejor uso de los recursos tecnológicos y humanos y eso requiere de un sistema educativo que permita desarrollar conocimientos, habilidades y capacidades para el proceso productivo; es decir, se requiere que la educación deje de estar al servicio del control político que ejercen los sindicatos para su beneficio y se concentre en el desarrollo de las personas para prepararlas para una vida productiva y exitosa. El mismo caso es para infraestructura, comunicaciones, el trato que la burocracia le da a la ciudadanía y, por supuesto, el poder judicial. El punto es que el desarrollo no es gratuito ni se puede imponer por decreto: es resultado de la existencia de un entorno que hace posible elevar la productividad y todo debe dedicarse a ello.

Nuestro sistema de gobierno ha hecho imposible el desarrollo porque todo está diseñado para que unos cuantos controlen procesos clave que generan poder y privilegios, como es el caso de la educación. Mientras eso no cambie, la economía seguirá estancada, sea el proyecto uno de grandes reformas o del mercado interno. Da igual. Lo que ha cambiado es el entorno: los subterfugios que sirvieron para evitar acciones proactivas han desaparecido; hacemos la chamba o nos quedamos atorados. “La mejor manera de predecir el futuro, escribió Peter Drucker, es crearlo.”

 

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20 Ago. 2017

No es chiste

Luis Rubio

La antigua Unión Soviética y México tenían un elemento distintivo en común: los chistes. Hay libros enteros de chistes soviéticos que también se contaban en México: ambas sociedades se veían reflejadas en la distancia respecto a las autoridades y el desdén que éstas le prodigaban a la población. Ante la falta de acceso, la población se burlaba, generalmente con amargura y cinismo. Las cosas han cambiado, pero menos de lo que uno pensaría. Burlarse de los políticos y de sus decisiones y acciones ya no es noticia porque no hay día que no generen oportunidades y las redes sociales se han convertido en un medio perfecto para la expresión ciudadana. Pero los chistes no contribuyen a resolver los problemas del país justo cuando éstos se acrecientan y se empalman con el proceso de sucesión, el momento más delicado de cualquier sistema político.

Los chistes reducen tensiones y permiten canalizar el descontento hacia una dimensión de estabilidad política y tanto gobiernos violentos y totalitarios como el de la URSS como el del autoritarismo blando mexicano lo entendían de esa manera y lo usaban para su beneficio. El extremo fue un gobernador de Coahuila de los setenta quien, queriendo saber lo que pensaba la población, se disfrazó de ciudadano y acabó en el tambo luego de una trifulca en una cantina… Mantener el pulso de la población es función medular del arte de gobernar, pero no es substituto de gobernar, pero esa es, lamentablemente, la realidad del país en las pasadas décadas: los ciudadanos se burlan de los políticos y éstos se burlan de los ciudadanos, con lo que nada ni nadie construye el futuro que, uno supondría, es la responsabilidad central de los gobernantes.

Entre chiste y meme, nos aproximamos al proceso de sucesión sin certeza alguna sobre lo que éste nos depara. Una vista al panorama político revela, en la frase tradicional, una flaca caballada pero, a diferencia del pasado, una crisis partidista que no augura nada bien. Lo menos que uno tendría que preguntarse es, en un mundo en el que los viejos instrumentos y criterios de predicción electoral han dejado de ser relevantes, ¿por qué habrían de ser distintos los mexicanos? Es decir, así como no se predijeron acertadamente los resultados de Nuevo León y de otros siete estados en 2016, qué nos hace pensar que el 2018 va a ser distinto: qué nos hace pensar que no vamos hacia una crisis política.

Por un lado se encuentran los ciudadanos y sus lógicas de votación; por otra, los partidos han dejado de ser referencia relevante para una buena parte de la ciudadanía por su distancia, desidia y corrupción. El PRI vive días aciagos: habrá ganado dos de las justas electorales recientes, pero el escarnio es interminable; ciertamente, supongo, los priistas pensarán que es mejor ganar perdiendo que perder perdiendo, pero no es mucho consuelo para el partido que mayor responsabilidad tiene de la crisis permanente que vive el país. Al PRI no le faltan potenciales gobernantes competentes, pero lleva años dedicado a no gobernar, que es, desde mi perspectiva, el verdadero reto de México: gobernar con miras hacia el futuro.

El PAN, por su parte, no canta mal las rancheras: sus divisiones internas son legendarias, su incapacidad para gobernar patente y sus contradicciones -derivadas del choque entre sus supuestos principios morales y su mezquindad a la hora de (des)organizarse- incorregibles. Hoy tiene tres precandidatos ambiciosos dedicados a que el otro(a) no llegue: en su inconfundible tradición, primero acaban con el partido que plantear una alternativa creíble.

El PRD enfrenta el dilema de un partido que no puede ganar por sí mismo pero no puede darse el lujo de entrar en una alianza que lo hiciera desaparecer del mapa. Morena es la nueva fuerza política de la izquierda que vive de ser víctima en lugar de tratar de gobernar. Igual que el PRI, aunque por razones distintas, goza del statu quo y prefiere mantenerse ahí.

El hecho tangible es que nadie se preocupa por crear un mejor sistema de gobierno para que el país pueda desarrollarse y prosperar. Hundidos en una discusión inútil sobre la permanencia de tal o cual política social o económica, hemos perdido de vista que lo importante no es sólo quién llega al gobierno (incluso cómo) sino para qué; justo lo que le importa al 99.99% de la ciudadanía. Peor, los procesos electorales ya ni siquiera generan legitimidad. En estas condiciones, no es inconcebible que los ciudadanos opten por decisiones que los partidos considerarían herejes.

Para mí no hay duda que nuestro gran déficit es de gobierno más que de democracia, no porque ésta última funcione a plenitud, sino porque la democracia es sólo un método para tomar decisiones, pero éstas tienen que tomarse; en la medida en que la democracia mexicana se dedica exclusivamente a cambiar autoridades pero no tiene capacidad de obligarlas a que gobiernen -es decir, a que garanticen la seguridad, pavimenten las calles, no abusen de los ciudadanos- el ciudadano acaba perdiendo. Y por eso los chistes son cada vez más agrios, groseros y directos; a falta de gobierno, todo es caricatura: lo importante ha desaparecido y ese no es un chiste.

 

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13 Ago. 2017

El retorno

Luis Rubio

Cuando Julio César cruzó el Rubicón, cambió la historia de Roma. Ese paso, dice Lawrence Alexander, implicó «que no hay retorno, que la república ha terminado y que cualesquiera que fueran las formas que se preservaran, la nueva realidad de Roma sería la del gobierno de un solo hombre.» Como en aquel momento, México entró en una nueva era en 2012 y no es imposible que en 2018 se cierre el círculo: consolidando el camino hacia el PRI de antaño que tanto Enrique Peña Nieto como Andrés Manuel López Obrador representan.

Las similitudes son muchas más de lo aparente: para quien recuerde la noción del péndulo en el “viejo régimen,” las sucesiones presidenciales, se decía, tendían a ir de derecha a izquierda, y viceversa, dependiendo de las coalición que se constituía en torno al candidato ganador. EPN es heredero de las huestes que, desde Miguel Alemán hasta Carlos Hank González, lideraban las posturas económicas más moderadas y, dentro de los cánones de la época, aperturistas. Por su parte, AMLO es heredero de la otra tradición, aquella encabezada por Lázaro Cárdenas, Luis Echeverría y José López Portillo, que procuraba un papel preponderante para el gobierno en el desarrollo del país. Aunque las diferencias político-ideológicas de aquella época eran mucho menos extremas que las que hoy, el impacto de esas variaciones sobre la vida cotidiana y el funcionamiento de la economía era enorme. Ese PRI viejo -con todas sus características, si bien no todas sus prácticas- regresó hace cinco años y podría consolidarse para convertirse en la nueva realidad nacional. De ser así, como con el famoso alea jacta est de Julio César -la suerte está echada- podríamos retornar a una era en la que, pasado ese punto, ya no habría retorno.

Con estas afirmaciones no pretendo minimizar las diferencias entre las vertientes izquierda y derecha de la era del PRI duro, ni sugiero igualar la política económica de entonces con la de hoy sino, más bien, resaltar las semejanzas. Ambas corrientes conciben al gobierno como el corazón de la vida nacional y, por lo tanto, proponen centralizar el poder, controlar a la población y a los factores de la producción, aunque con objetivos y lógicas muy distintos. El presidente Peña, anclado en una visión política del siglo XX, promovió, con enorme pragmatismo, algunas de las reformas más trascendentes para el siglo XXI. AMLO propone reconstruir la plataforma económica del siglo XX: fundamentada en el mercado interno, promovida con subsidios y gasto público desde el gobierno y protegiendo a los factores de la producción de la competencia externa.

El punto de partida del viejo sistema, que ambos suscriben, es la necesidad de crear fuentes y motores internos de crecimiento, siguiendo una lógica de poder que se alimenta tanto por la desazón de los últimos tiempos como por la nostalgia. Evidentemente, el crecimiento económico es indispensable y la promoción de motores internos necesaria, pero ninguno será posible, como le ocurrió a la administración actual, desde una visión postrevolucionaria y a-histórica. El viejo sistema no se colapsó por la voluntad de una persona o un grupo, sino por su agotamiento e inviabilidad en la era de la economía del conocimiento, las cadenas integradas de producción y la ubicuidad de la información. La centralización que pretendió el gobierno actual sirvió para corromper pero no para enfrentar los desafíos estructurales que tiene el país frente a sí.

No le irá mejor a AMLO de llegar a la presidencia. Su proyecto es una poesía emotiva pero no una estrategia de desarrollo. Para comenzar, subestima el grado de apoyo popular a la apertura económica (los beneficiarios de los bienes importados y de la competencia con los productores nacionales no son pocos) y la profundidad de la clase media en las zonas rurales, producto de las remesas. En segundo lugar, la industria nacional, que presumiblemente se convertiría en el corazón de la pretendida «regeneración nacional,» no tiene capacidad alguna para sustentar un crecimiento acelerado: no se puede revivir a una industria que vive al borde de la muerte y que no produce los bienes que demanda el consumidor nacional o requieren los sectores industriales más avanzados y que más crecen. Es, en una palabra, una falacia suponer que un país se puede replegar y, por esa vía, crecer con celeridad. Una vez dada la apertura, la alternativa es inexistente. Más al punto, la apertura que se dio en los ochenta fue para salvar a la industria, no para matarla. Esa diferencia es incomprensible desde la perspectiva de la visión priista de los cincuenta o, más al punto, de los setenta.

El problema del proyecto de AMLO no reside en su sentido ideológico o en su objetivo de desarrollo, sino en su incompatibilidad con el México de hoy, para no hablar del mundo en general. Es evidente que existen muchos rezagos y muchos más rezagados que merecen y deben ser atendidos, pero la solución no reside en rezagar a todo el país, sino en crear condiciones para que esas personas tengan la capacidad y la oportunidad de sumarse al desarrollo de manera integral.

La Asamblea priista que viene debería encarar el reto de frente y construir hacia el futuro, dejando atrás lo que ya no puede -ni debe- ser.

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Nuestra democracia

Luis Rubio

La democracia mexicana está en problemas: para unos, es la causa del ascenso en la criminalidad; para otros, ésta ha permitido la descentralización del poder que, a su vez, dio rienda suelta a los gobernadores para dispendiar los recursos, incurrir en todo tipo de actos de corrupción y vivir en la impunidad; para la mayoría, la democracia no ha traído consigo un mejor sistema de gobierno, una economía más exitosa o una sociedad más igualitaria. De acuerdo a estos diagnósticos, la solución -implícita, porque (casi) nadie se avienta el tiro de proponerla abiertamente- reside en la reconstrucción del viejo sistema político o algo similar. Eso es lo que los morenistas pretenden y varios priistas intentarán en su próxima Asamblea.

El debate sobre la vigencia y viabilidad de la democracia es universal. Las «sorpresas» electorales de los últimos tiempos hablan por sí mismas: el llamado «Brexit»; la elección de Donald Trump; la fortaleza electoral de Marine Le Pen; el referéndum para otorgarle poderes casi ilimitados al presidente de Turquía; y la envidia que genera, en muchos ámbitos políticos e intelectuales, la capacidad de imponer decisiones y reformas del gobierno chino. Todos estos no son sino ejemplos del embate que sufre la democracia en el mundo.

El debate entre críticos de la democracia y sus defensores y proponentes es creciente y agudo, por no decir violento. Muchos atribuyen el resurgimiento del populismo a los defectos de la democracia, otros a sus excesos. En las revueltas políticas que yacen detrás de Brexit y de Trump es notable la percepción de enojo: que la democracia se ha desmembrado porque los electores ya no tienen capacidad de influir -o decidir- sobre las cosas que les afectan; igual si se trata de un cuerpo regulatorio distante que norma lo que se puede importar o exportar o de una entidad supranacional que impone estándares distintos a los preferidos por la comunidad local. En una palabra, algunos critican a la democracia por los problemas que (supuestamente) causa, en tanto que otros lamentan la erosión de la misma. No hay un patrón único.

La complejidad del momento que vivimos -elecciones, inseguridad, corrupción, ausencia de liderazgo y un largo etcétera- acentúa la percepción de que se trata de un fenómeno excepcional y exclusivo de nuestra era. Sin embargo, hace más de dos mil años Platón argumentaba que la tiranía puede emerger de una democracia madura al utilizar los mecanismos de la propia democracia, en tanto que Tucídides afirmaba que Atenas era «en teoría una democracia, pero de hecho constituye el gobierno de un individuo preeminente.» Entonces, como ahora, unos lamentaban los límites de la democracia en tanto que otros la veían como la causa de los problemas del momento. Poco ha cambiado en estos milenios.

Cualquiera que sea la causa de la desazón y de la disfuncionalidad que perciben tirios y troyanos, el resultado es una revolución en las expectativas, percepciones y comportamiento electoral. La distancia entre las encuestas y los resultados en diversos comicios del mundo -en ocasiones dramática- sugiere que la población en innumerables naciones no encuentra respuesta en las formas democráticas existentes, sean éstas relativamente nuevas como en México o ancestrales como en la vieja Atenas.

Tampoco hay consenso sobre la naturaleza del problema: para unos, los que intentan explicar el ascenso del populismo, el problema es culpa de los políticos, quienes no saben conducirse, deciden en función de sus propios intereses y han alienado a la población. Para quienes el problema surge de la democracia misma, la culpa la tienen los tecnócratas, quienes imponen sus preferencias sobre las prerrogativas de los electores: algo especialmente criticado en el caso de la burocracia europea en Bruselas, pero también de los paneles de resolución de disputas del TLC. También hay quienes afirman que el problema es producto de la propia democracia representativa porque, al transferir los electores su potestad a los representantes populares (diputados y senadores), se creó el fenómeno de la insularidad de los políticos que no se sienten obligados ante los electores. Se trata de un triángulo en el que cada vértice tiene mayor o menor incidencia en cada país, según las circunstancias locales. Lo que es universal es la percepción de que la democracia no satisface, lo que con frecuencia produce cosas extrañas y sorpresivas.

¿Es culpable la democracia? Ante todo, la pregunta entraña al menos dos supuestos: primero, que hay una sola forma y estructura democrática; y, segundo, que ésta opera con funcionalidad. Todos los mexicanos sabemos que nuestra democracia tiene enormes fallas, pero la principal de ellas, a mi modo de ver, es una muy simple: hemos adoptado algunas formas democráticas (como la competencia electoral), pero no hemos adoptado a la democracia como sistema de gobierno. Nuestro problema no es de democracia sino de la persistencia del sistema autoritario de antaño, pero ahora sin su ancestral fuerza o capacidad de acción. El dilema es muy simple: como probó el gobierno actual, retornar al pasado no es posible; la alternativa es seguir sin rumbo o construir una nueva estructura política.

 

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30 Jul. 2017

Las pequeñas cosas

Luis Rubio

La primera vacación que recuerdo fue al recién inaugurado Oaxtepec del IMSS, un paraíso morelense que acababa de ser inaugurado por el presidente saliente. Había un bloque de cuartos donde nos quedamos y prácticamente todo el resto estaba en construcción o semi-abandonado. Eso sí, en la entrada había una enorme placa conmemorando la inauguración que, seguramente, había consistido en uno de los muchos actos faraónicos que son la fijación de nuestra clase política: lo importante no es el resultado sino la intención. Esa enfermedad se puede apreciar en todo lo que nos rodea, por ejemplo, la preferencia por “grandes” reformas en lugar de soluciones a problemas pequeños que, muchas veces, son más importantes y trascendentes, aunque haya menos aplausos falsos.

Desde luego, las reformas de gran calado, esas con gran potencial transformador de actividades, sectores y vidas, son necesarias porque crean nuevas condiciones para el funcionamiento de la economía, el desarrollo de la sociedad o la adopción de formas innovadoras de resolver problemas. Un país con estructuras e instituciones tan antiguas (y nunca diseñadas para ser adaptables o para la trasformación sino para el control y la expoliación) evidentemente requiere muchas reformas de la más diversa índole. Sin embargo, aunque algunas de las reformas de las últimas décadas han arrojado grandes beneficios, muchas se han atorado porque las prisas -y la compra de votos en el legislativo- no suelen conducir a una mayor capacidad de implementación de las mismas. Sobre todo, por la forma de avanzarlas, éstas tienden a alienar más que a sumar a la población.

Quizá la mayor de las ausencias en los procesos de reforma ha sido la falta de acuerdo social respecto a la bondad o, incluso, necesidad de las mismas. Las reformas evidentemente son necesarias, pero lo que importa no es que se inaugure la placa conmemorativa (en sentido figurado) de la reforma, sino que ésta entre en operación y beneficie a la ciudadanía. Hay países, como India, en que el proceso de negociación es arduo y complejo porque involucra a todo tipo de partidos, grupos e intereses pero, una vez que se acuerda, los obstáculos han sido removidos. En sentido contrario, en China las reformas se han implementado desde el poder. Lo interesante es que, más allá del método, en ambas naciones las reformas han logrado no sólo beneficiar a la población, sino lograr su beneplácito. Muy distinto ha sido nuestro caso.

México ha hecho muchas reformas, algunas ambiciosas y profundas pero, salvo excepción, no ha habido ni el menor intento por sumar a la población o convencerla de sus potenciales beneficios, así sean a largo plazo. Los beneficios de muchas de esas reformas son evidentes en menores precios reales (después de inflación) de innumerables productos, en la mayor disponibilidad de bienes de alta calidad y, en general, en mayores niveles de vida para la población de menores ingresos. Sin embargo, en contraste con China e India, en México domina el pesimismo y la desazón.

Mi impresión es que la diferencia radica en un factor muy concreto: además de reformas grandes y con impacto multidimensional, en aquellas naciones ha habido la comprensión de que también es necesario atender asuntos que parecen menores pero que son los que aquejan a la población de manera cotidiana y eso ha permitido que mejoren las percepciones con celeridad. Para una ama de casa puede ser difícil percibir que los zapatos que hoy calzan sus hijos cuestan menos en pesos constantes, porque en pesos corrientes son más. Sin embargo, su percepción cambiaría radicalmente si, súbitamente, una persona tuviera acceso al médico del IMSS en menos de media hora, en lugar de tener que esperar horas, y a veces meses, para ser tratada. Algo similar se podría decir del transporte público: cualquier mañana puede uno apreciar los torrentes de gente que salen de lugares como Chalco o Ecatepec para trabajar en la ciudad de México, proceso al que dedican hasta tres y cuatro horas por día. Resolver esos problemas que sufre la población puede parecer algo menor, pero es mucho más importante para el ciudadano común y corriente que las “grandes” reformas.

¿Cuánto tiempo llevamos discutiendo la inseguridad pública sin haber definido la naturaleza del problema? En lugar de reconocer la seriedad del problema e identificar sus causas, los políticos se desviven por soluciones -como el mando único- que no reconocen causas tan sencillas, por ejemplo, como la enorme corrupción de las policías estatales. Es decir, en lugar de comprender el extraordinario y disruptivo impacto de la inseguridad sobre las familias y las vidas cotidianas de la población y la urgencia de atender el fenómeno, los “gobernantes” buscan controlar a los presidentes municipales y a la población en general.

El punto de fondo es que se requieren soluciones para mejorar la vida cotidiana y eso es tan importante, y muchas veces más, que todas las reformas de gran calado juntas. Por supuesto, una cosa no substituye a la otra, pero la ausencia de esas pequeñas cosas ayuda a explicar en gran medida la razón por la cual el gobierno actual es tan impopular:  lo peor no es la ausencia de soluciones, sino el desdén.

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23 Jul. 2017

Ciudadanía vs. statu quo

Luis Rubio

Los mexicanos hemos atestiguado una miríada de reformas en todos los órdenes y muchas de éstas han transformado al país, tanto en el ámbito económico como en el político. Esto ha abierto enormes oportunidades para trascender hacia el desarrollo que eran inconcebibles en los setenta o principios de los ochenta, cuando el viejo mundo se colapsaba y la viabilidad tanto de la economía como del sistema político postrevolucionario habían claramente dado de sí. Lo que las reformas no resolvieron, ni siquiera se plantearon, fue la constitución de un nuevo sistema de gobierno, coherente con las consecuencias que los propios procesos reformadores trajeron consigo.

Al modificar los fundamentos de las decisiones en materia económica (sobre todo con la liberalización de las importaciones y de la inversión) y de la forma de acceso al poder (con las reformas electorales), se alteró la realidad política del país -las entrañas del poder- pero nada se hizo para institucionalizar esas nuevas realidades y fuentes de poder ni mucho menos para modernizar el sistema de gobierno que, en su esencia, se remite al porfiriato. Tantas reformas y tan profundas no han cambiado una cosa fundamental: la estructura del poder.

Los partidos políticos y la clase política han hecho malabarismo y medio y han jugado a las sillas musicales, pero los mismos siempre acaban gozando de los privilegios del sistema. Se ha reformado la forma de acceder al poder pero no quien tiene acceso; es decir, han sido reformas para ellos mismos: la ciudadanía ha estado ausente y sus problemas y demandas, aunque conocidas en esos ámbitos, no son reconocidas como válidas o relevantes. Que haya enorme inseguridad y violencia, pues sí, pero que le vamos a hacer; que haya mucha corrupción, pues sí, pero es algo cultural; que la infraestructura es paupérrima, pues sí, pero estamos tratando de conseguir a una constructora idónea.

Luego de décadas de reformas, es obvio que una reforma para hacer funcional y viable al país no va a venir de quienes no quieren esa reforma. Si de ahí no va a venir, ¿podrá venir de la sociedad?

En una investigación reciente respecto a este fenómeno, me aboqué a estudiar qué ha estado haciendo la sociedad mientras los políticos hacen como que gobiernan. Lo que me encontré es una enorme efervescencia social: una sociedad que ya no está dispuesta a esperar, sobre todo porque la realidad de inseguridad la abruma.

La sociedad mexicana ha cobrado una inusitada militancia en las últimas décadas. Han surgido toda clase de organizaciones civiles, se presentan denuncias, proliferan los manifiestos y crece el descontento. Hay organizaciones que proponen soluciones, otras que evalúan al gobierno; algunas denuncian la corrupción, otras procuran combatir la delincuencia y criminalidad. Algunas de estas entidades son producto de circunstancias o eventos específicos -un secuestro, un asesinato, la construcción del nuevo aeropuerto-, otras responden a preocupaciones más generales. Algunas buscan impacto inmediato, otras de largo plazo; muchas de ellas no son visibles, otras son protagonistas consuetudinarios. Hay de todo en la arena pública.

Mucho más trascendente, y revelador, es la forma en que innumerables comunidades, en todos los rincones del país, se han organizado para atender sus necesidades más fundamentales, esas que, en un país serio, el gobierno habría resuelto. Hay ejemplos extraordinarios de comunidades que, como en Cherán, han tomado el liderazgo, sobre todo en materia de violencia y criminalidad, y se han abocado a resguardar sus localidades y convertirlas en territorio que no permite el ingreso de bandas criminales. En Santiago Ixcuintla la historia es distinta, pero el resultado similar: en este municipio nayarita no ha habido un solo secuestro en más de seis años. En Monterrey, la Hermana Consuelo Morales de CADHAC logró que la procuraduría adoptara un modelo para un trabajo más eficaz de los ministerios públicos; en Veracruz y Morelos (Tetelcingo) las familias de desaparecidos se han capacitado en temas forenses (señoras que se convirtieron en expertas en muestras de ADN y laboratorios) y en búsqueda de fosas. En algunos casos, las autoridades han acompañado sus esfuerzos. Se trata de meros ejemplos de las miles de historias que proliferan en todo el país: años de violencia y criminalidad han forzado a la población a dejar de esperar a que el gobierno responda y se ha organizado para atender sus necesidades comunitarias.

Es imposible concluir de unos cuantos ejemplos que el país está al borde de una transformación social de gran escala. Los obstáculos son vastos y la capacidad de organización y movilización es obviamente muy limitada; sin embargo, nada impide que, poco a poco, vayan surgiendo elementos u organizaciones que catalicen estas iniciativas y cambien la realidad política del país. Esto claramente le ofrece oportunidades obvias a merolicos tradicionales, pero también a organizaciones sociales con presencia nacional.

Lo que me es claro es que el país cambiará cuando personas y organizaciones de muy distintos orígenes se sumen a pesar de sus diferencias y, con eso, den el paso que el viejo sistema se empeñó por décadas en hacer imposible.

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16 Jul. 2017

Corrupción ¿Evidenciarla o combatirla? *

REVISTA R – REFORMA – 9 julio 2017

El dilema es: evidenciar la corrupción e impunidad o combatirla. No se trata de un juego de palabras, sino de un planteamiento político. En un plano hipotético, sería posible diferenciar a quienes proponen o enfatizan una u otra vertiente de acuerdo a su percepción de lo que es posible. Quienes están seguros de la podredumbre imperante, tienden a ser activistas y a preferir el escándalo público como medio para generar un caldo de cultivo propicio para atender el problema de fondo. Por su parte, quienes conocen las entrañas de la bestia saben bien que existen innumerables mecanismos, todos ellos perfectamente establecidos y conocidos, que hacen posible la corrupción. Los primeros son activistas políticos; los segundos tienden a ser auditores, administradores y políticos pragmáticos. La decisión de cómo encarar el problema es profundamente política y entraña consecuencias reales en la vida cotidiana tanto de la sociedad como de la política.

Comencemos por lo obvio: todo en el país parece diseñado para que prospere la corrupción. Las reglas institucionales se definen de una manera tan ambigua, o tan discrecional, que siempre es posible interpretarlas de tal manera que permitan y faciliten la corrupción o, de igual manera, castigar sin misericordia una acción perfectamente lícita y adecuada cuando así conviene al político en turno. En pocas palabras, la corrupción no es producto de la casualidad, sino de un diseño implícito que la hace posible y perdurable. Si de verdad se quiere acabar con la corrupción, habría que modificar las reglas que la reproducen. Por otra parte, si el objetivo es político, la corrupción no se va a acabar: como sugieren los ejemplos vertidos en este capítulo, simplemente seguirá mutando.

En el tema de la corrupción la pregunta relevante no es de carácter moral, sino práctico. Si uno parte del principio de que hay gente honesta que deshonesta por igual, la clave entonces no son las personas, sino el entorno y las instituciones que delimitan su conducta. Si no fuese así, tendríamos que aceptar que la moral de una persona determina el potencial de corrupción de una actividad o puesto público y caeríamos de inmediato en la indefinición que animaba a muchos priistas cuando decían “no me des; sólo ponme donde hay”. Es obvio que el tema no es de moralidad, sino de oportunidad. La pregunta es qué es lo que crea la oportunidad de la corrupción.

La corrupción florece bajo dos condiciones evidentes: la obscuridad y la discrecionalidad. Cuando no existe transparencia y claridad sobre los procesos y decisiones que tienen lugar en una determinada empresa o entidad, los funcionarios de la misma tienen amplias oportunidades para hacer de las suyas. Es decir, el que existan espacios de decisión que no están sujetos al escrutinio público se convierte en una oportunidad para que un funcionario deshonesto aproveche la circunstancia para su beneficio personal o el de terceros. Algo parecido ocurre cuando la legislación o regulaciones que norman el funcionamiento de una empresa pública o entidad gubernamental otorga a sus funcionarios facultades discrecionales tan amplias que permiten cualquier interpretación al momento de tomar una decisión. De esta manera, cuando la autoridad cuenta con la facultad de aprobar o rechazar una petición, permiso o adquisición sin que medie un análisis y un procedimiento escrupuloso y sin tener que dar explicación alguna, entonces el potencial de incurrir en situaciones de corrupción es infinito. Además, ese potencial se multiplica cuando no existen sanciones por violar las regulaciones (incluida, por ejemplo, la falta de transparencia, así la ordene la ley).

El punto es que la corrupción no surge en un vacío. Más bien, son las reglas que gobiernan el proceso de toma de decisiones las que crean o impiden la existencia de oportunidades de corrupción. Si esto es tan obvio, entonces la manera de terminar con la corrupción es con reglas del juego (ya sea en el propio marco jurídico o en la forma de decidir) que hagan imposible la arbitrariedad: es decir, que confieran a la autoridad las facultades discrecionales necesarias, pero no tan amplias, que entrañen una alteración sustantiva de lo establecido en la regulación.

Hay cuatro formas en que sería posible, al menos en concepto, romper el círculo vicioso de la corrupción e impunidad en México. La primera sería acabando con la incipiente democratización del poder que ha experimentado el país en años recientes. Eso es precisamente lo que hizo el presidente Putin en Rusia: en sólo unos cuantos meses, acabó con la elección directa de gobernadores y retornó al viejo sistema de nombramientos centralizados; acto sucesivo, acorraló al parlamento, limitó la disidencia y controló sus procesos internos. Al re-centralizar el poder, el presidente ruso construyó nuevas instituciones, fortaleció las policías y logró un amplio apoyo popular. Aunque la Rusia actual no se parece en nada al viejo sistema comunista, el experimento democrático de los ochenta se disipó como agua entre los dedos; no menos importante, fue algo popular.

Una segunda forma de atender el problema sería modificando la estructura del poder que vive y se nutre de la ambigüedad que es inherente a todo el sistema político, ambigüedad que favorece una amplísima discrecionalidad, misma que bordea en la absoluta arbitrariedad. Si de verdad queremos acabar con la corrupción y la impunidad, este sería el camino idóneo.

Una tercera manera de romper el círculo vicioso es que el aparato del poder cambie, cediendo, de manera altruista, sus fuentes de poder y financiamiento. Como eso no va a ocurrir, la pregunta es si la sociedad puede obligar a que se dé una alteración de las estructuras de poder. Esta fue mi propuesta en el libro Una Utopía Mexicana, donde propuse que el presidente encabezara ese proceso de cambio de esta naturaleza, a sabiendas de que eso no ocurriría. De hecho, en el siguiente libro, El Problema del Poder, analicé porqué eso es imposible: dada la estructura de intereses y privilegios que caracteriza al país, la noción misma de pretender una transformación “desde adentro” resulta claramente ingenua.

Una cuarta línea de acción, esa que sigue un amplio grupo de activistas, con frecuencia radica menos en el análisis de los problemas que en su exposición pública. Su objetivo no es cambiar -corregir, adecuar o resolver sus problemas- sino cambiar al sistema en su conjunto. Por supuesto, hay un creciente grupo de organizaciones dedicadas a construir soluciones institucionales en ámbitos como el de la transparencia y la rendición de cuentas, pero son la excepción: la línea que separa a las instituciones que fundamentan su trabajo en el análisis serio y la propuesta de soluciones de aquellas que encabezan activistas dedicados a exhibir y combatir con el oprobio a los casos que ellos consideran, sin análisis, ser ejemplos de corrupción, es por demás endeble. En términos generales, los activistas basan su actividad en el abuso de la información y siguen agendas políticas precocinadas en sus denuncias y publicaciones. Algunos de quienes siguen esta línea de acción entienden ese objetivo con claridad, otros suponen que el escándalo público es un medio aceptable para llevar a cabo cambios necesarios. En cualquier caso, el problema de esta estrategia es que parte del principio de que no es posible cambiar o mejorar al sistema existente sino que es necesario eliminarlo. De esta manera, conscientemente o no, se trata de movimientos políticos, no de proyectos dedicados a la corrección de los problemas existentes, dentro de los marcos institucionales prevalecientes.

Estos cuatro caminos arrojan la interrogante obvia de si el cambio del país puede provenir de la sociedad. La evidencia acumulada sugiere que, por la razón que sea y que fue discutida con anterioridad, la sociedad mexicana ha mostrado severas limitaciones a encabezar procesos transformadores; incluso, algunas encuestas del Instituto Nacional Electoral[i] sugieren que la sociedad mexicana es particularmente pasiva, aunque nada impide que esa pasividad cambie en el tiempo, sobre todo con una mayor sensación de libertad y una mayor apariencia de corrupción. Más bien, son grupos de activistas los que han adquirido dimensiones protagónicas precisamente por la ausencia de una sociedad dispuesta a organizarse y a actuar por sí misma. Queda así la gran disquisición de cómo puede la sociedad hacer valer sus derechos en esta era de competencia y democratización. No es un dilema menor.

El sistema político mexicano se constituyó para pacificar al país y privilegiar a los ganadores de la gesta revolucionaria. El sistema que de ahí emergió logró su cometido en ambos sentidos pero tuvo el efecto de congelarse en el tiempo, impidiendo una evolución normal y natural, conforme con el crecimiento y desarrollo de la sociedad y de la economía. La corrupción, la impunidad, la informalidad y otras distorsiones mencionadas en este capítulo son síntomas de un sistema político y legal expresamente diseñado para favorecer y privilegiar a ciertos sectores de la sociedad, para escoger ganadores (y, por consecuencia inexorable, perdedores) y, por lo tanto, se convirtió en un impedimento estructural a la existencia de instituciones fuertes, independientes y permanentes. Es decir, en el corazón de la arbitrariedad que hace posible -y necesaria- la corrupción y la impunidad, yace una estructura de poder que se beneficia de ello y que no ve razón para alterar el orden establecido.

La sociedad mexicana ha llegado a la conclusión de que la corrupción y la impunidad son los dos grandes males que producen violencia, improductividad y desazón. De lo que no hay duda es que estos fenómenos han cambiado a la sociedad mexicana y le han incorporado un sentido de militancia y actividad que no existían antes. La interrogante es si estos elementos se podrían convertir en un catalizador para transformar a la sociedad y convertirla en un verdadero factor de cambio político en México.

 

Fragmento del libro Un mundo de oportunidades
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El problema

Luis Rubio

“La política», escribió el gran comediante Groucho Marx, «es el arte de buscar problemas, encontrarlos en todas partes, diagnosticarlos erradamente y aplicar los remedios equivocados.” El problema de México no radica en las elecciones, el voto, las alianzas, el mando único, la segunda vuelta, el “frente opositor,” la corrupción o la reelección de legisladores, sino en la capacidad de la clase política -la ampliada, incluyendo a todos los partidos que, desde 1996, son parte del mundo de privilegios- para preservar el statu quo. Es decir, el verdadero problema es que no hay ni la menor disposición a cambiar la realidad existente por parte de quienes tienen el poder para no cambiar nada. Quien observó las recientes elecciones del estado de México o Coahuila no puede más que concluir que el problema no radica en el procedimiento electoral sino en la esencia del sistema político.

Quizá no haya mejor manera de describir el fenómeno que caracteriza al debate (o conjunto de monólogos) de los meses recientes que el que describe el viejo dicho panista de que “no hay que hacerse ilusiones para que no haya desilusionados.” Por alguna extraña razón, ha emergido la noción de que los problemas políticos del país se reducen a contiendas desequilibradas que conllevan a cálculos de voto útil y a la ausencia de mayorías legislativas que le permitan al gobernante en turno imponer sus preferencias. Es decir, el problema, en esta caracterización, es que la ciudadanía es estúpida y que, en lugar de expresar sus preferencias, debe ser conducida por personas que entienden mejor cómo se resolverían los problemas del país.

Décadas de observar la dinámica política nacional me han enseñado al menos tres cosas: primero, que no hay soluciones mágicas y que los problemas no se resuelven con la adopción de respuestas superficiales que no atienden al asunto de fondo. La segunda vuelta es eso: una solución mágica, un fetiche, porque parece responder a la problemática del momento, pero no ataca la esencia; supone que todos los actores en juego son honestos y se apegan a las reglas del juego. Las elecciones recientes demuestran que esta es una falacia y que se requiere un cambio político de vuelos mucho más grandes para que cambien las relaciones de poder que son, a final de cuentas, el fenómeno que preserva el statu quo.

Un segundo aprendizaje es que México vive dos mundos: el del debate, la discusión y las soluciones fáciles, por un lado, y el del poder por el otro. Uno discute, propone, analiza y aboga -con honestidad- por soluciones a los problemas del día. El otro preserva el statu quo. Quizá no haya mejor ejemplo de esto que la legislación en torno a la reelección de legisladores: el concepto elemental que yace detrás de la reelección consiste en acercar al legislador con la ciudadanía a la que (supuestamente) representa. Sin embargo, a la hora de aprobar la ley respectiva se incorporó un “pequeño” requisito para que un legislador se reelija: que obtenga la aprobación del liderazgo del partido. Con esa restricción, los defensores del statu quo y de la inmovilidad cercenaron el vínculo que hacía relevante y útil la reelección; el resultado será que tendremos legisladores de por vida sin jamás haber gozado del apoyo ciudadano. Lo probable es que algo similar ocurra con la segunda vuelta.

El tercer aprendizaje es que todo mundo juega un juego perverso. Los opinadores, analistas y críticos proponen soluciones, pero luego se aferran a mitos, soluciones mágicas y fetiches que no resuelven el problema de fondo. Por su parte, los dueños del poder aceptan las recomendaciones y luego generan soluciones que no atienden al problema real. Unos se aferran a su definición del problema, otros aniquilan la viabilidad de la solución. Lo fantástico es que se generan mitos que sirven para evitar el asunto de fondo. Los beneficiarios se van a celebrar, como ocurrió después de las elecciones recientes, en tanto que los críticos se abocan al siguiente fetiche.

En el fondo, el problema no es la forma en que se conducen las contiendas electorales, aunque ahí se aprecien -en tecnicolor- los síntomas del caos político-electoral en que ha caído el país, sino en el monopolio del poder que ha tenido la capacidad para paralizar todo, hacer irrelevantes los procesos electorales y corromper al poder legislativo. Desde esta perspectiva, podemos seguir cambiando todas las leyes que queramos, promover modificaciones a la ley en materia electoral o demandar “gabinetes de coalición,” pero ninguna de estas va a alterar la esencia del statu quo. Y ese es el asunto crítico: el problema no es de leyes o de formas, sino del divorcio entre los que gobiernan y quienes los padecen. Y eso se traduce en ausencia de gobierno.

En años recientes hemos observado el renacimiento de la visión del gobierno controlador que no se preocupa del sentir ciudadano, ese que cree que puede manipular el voto e imponerse sobre las preferencias ciudadanas. En esto no es distinto el gobierno actual de su principal retador: ambos viven en el México de los 60-70.

México va a cambiar el día en que la sociedad, y sus opinadores, se sumen para modificar la esencia y no sólo los síntomas. Todo el resto es ilusión.

 

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09 Jul. 2017