Nuestra democracia

Luis Rubio

La democracia mexicana está en problemas: para unos, es la causa del ascenso en la criminalidad; para otros, ésta ha permitido la descentralización del poder que, a su vez, dio rienda suelta a los gobernadores para dispendiar los recursos, incurrir en todo tipo de actos de corrupción y vivir en la impunidad; para la mayoría, la democracia no ha traído consigo un mejor sistema de gobierno, una economía más exitosa o una sociedad más igualitaria. De acuerdo a estos diagnósticos, la solución -implícita, porque (casi) nadie se avienta el tiro de proponerla abiertamente- reside en la reconstrucción del viejo sistema político o algo similar. Eso es lo que los morenistas pretenden y varios priistas intentarán en su próxima Asamblea.

El debate sobre la vigencia y viabilidad de la democracia es universal. Las «sorpresas» electorales de los últimos tiempos hablan por sí mismas: el llamado «Brexit»; la elección de Donald Trump; la fortaleza electoral de Marine Le Pen; el referéndum para otorgarle poderes casi ilimitados al presidente de Turquía; y la envidia que genera, en muchos ámbitos políticos e intelectuales, la capacidad de imponer decisiones y reformas del gobierno chino. Todos estos no son sino ejemplos del embate que sufre la democracia en el mundo.

El debate entre críticos de la democracia y sus defensores y proponentes es creciente y agudo, por no decir violento. Muchos atribuyen el resurgimiento del populismo a los defectos de la democracia, otros a sus excesos. En las revueltas políticas que yacen detrás de Brexit y de Trump es notable la percepción de enojo: que la democracia se ha desmembrado porque los electores ya no tienen capacidad de influir -o decidir- sobre las cosas que les afectan; igual si se trata de un cuerpo regulatorio distante que norma lo que se puede importar o exportar o de una entidad supranacional que impone estándares distintos a los preferidos por la comunidad local. En una palabra, algunos critican a la democracia por los problemas que (supuestamente) causa, en tanto que otros lamentan la erosión de la misma. No hay un patrón único.

La complejidad del momento que vivimos -elecciones, inseguridad, corrupción, ausencia de liderazgo y un largo etcétera- acentúa la percepción de que se trata de un fenómeno excepcional y exclusivo de nuestra era. Sin embargo, hace más de dos mil años Platón argumentaba que la tiranía puede emerger de una democracia madura al utilizar los mecanismos de la propia democracia, en tanto que Tucídides afirmaba que Atenas era «en teoría una democracia, pero de hecho constituye el gobierno de un individuo preeminente.» Entonces, como ahora, unos lamentaban los límites de la democracia en tanto que otros la veían como la causa de los problemas del momento. Poco ha cambiado en estos milenios.

Cualquiera que sea la causa de la desazón y de la disfuncionalidad que perciben tirios y troyanos, el resultado es una revolución en las expectativas, percepciones y comportamiento electoral. La distancia entre las encuestas y los resultados en diversos comicios del mundo -en ocasiones dramática- sugiere que la población en innumerables naciones no encuentra respuesta en las formas democráticas existentes, sean éstas relativamente nuevas como en México o ancestrales como en la vieja Atenas.

Tampoco hay consenso sobre la naturaleza del problema: para unos, los que intentan explicar el ascenso del populismo, el problema es culpa de los políticos, quienes no saben conducirse, deciden en función de sus propios intereses y han alienado a la población. Para quienes el problema surge de la democracia misma, la culpa la tienen los tecnócratas, quienes imponen sus preferencias sobre las prerrogativas de los electores: algo especialmente criticado en el caso de la burocracia europea en Bruselas, pero también de los paneles de resolución de disputas del TLC. También hay quienes afirman que el problema es producto de la propia democracia representativa porque, al transferir los electores su potestad a los representantes populares (diputados y senadores), se creó el fenómeno de la insularidad de los políticos que no se sienten obligados ante los electores. Se trata de un triángulo en el que cada vértice tiene mayor o menor incidencia en cada país, según las circunstancias locales. Lo que es universal es la percepción de que la democracia no satisface, lo que con frecuencia produce cosas extrañas y sorpresivas.

¿Es culpable la democracia? Ante todo, la pregunta entraña al menos dos supuestos: primero, que hay una sola forma y estructura democrática; y, segundo, que ésta opera con funcionalidad. Todos los mexicanos sabemos que nuestra democracia tiene enormes fallas, pero la principal de ellas, a mi modo de ver, es una muy simple: hemos adoptado algunas formas democráticas (como la competencia electoral), pero no hemos adoptado a la democracia como sistema de gobierno. Nuestro problema no es de democracia sino de la persistencia del sistema autoritario de antaño, pero ahora sin su ancestral fuerza o capacidad de acción. El dilema es muy simple: como probó el gobierno actual, retornar al pasado no es posible; la alternativa es seguir sin rumbo o construir una nueva estructura política.

 

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30 Jul. 2017